CAPÍTULO VI

YA sabes cómo lo conocí. Es seguida supe que tenía el don de grandeza. Era muy pequeño, pero a toda costa quería hacer ver que era un gran personaje. Trabajaba en una fábrica de automóviles. Tenía una colocación espléndida. Sé que primero estuvo de secretario con un hombre que le quería entrañablemente. Sé también que se había educado en el mismo colegio y que jamás se separaron, hasta que sucedió algo que no supe nunca. Mi marido era de muy buena familia. Cuando murieron sus padres le dejaron una saneada fortuna, que derrochó sin escrúpulo alguno... Esto lo supe mucho después de haberme casado. Tal vez si lo hubiera sabido antes no habría cometido la locura de convertirme en su esposa. Él, cuando se enfurecía, blasfemaba siempre en contra de una persona desconocida para mí. Jamás dio su nombre. Hablaba de él cuando estaba borracho y decía simplemente “aquel moralista”...

“—¿Quién es este moralista? —le pregunté más de una vez.”

“Me miraba colérico y dando la vuelta me dejaba sola. Nunca pude saber a quién se refería. En la hora de su muerte me miró suplicante y me pidió perdón. Después me dijo entre dientes, ya casi agonizante: “Si le encuentras alguna vez, dile que me consumió la envidia, porque él siempre supo aprovechar los estudios y yo sólo me ocupé de vivir para desgastar la naturaleza. Dile que nunca la quise. Que me interpuse entre los dos sólo con objeto de evitar que él fuera feliz. ¡Bah!. Entonces teníamos ambos dieciocho años. Éramos chiquillos, pero... ¡Díselo, díselo!””.

“Cuando quise saber a quién se refería tenía los ojos muy abiertos y el corazón se había paralizado para siempre”.

“Nunca fui feliz a su lado. El día que me casé con él tenía un dolor tan grande en el alma que después de notar mi escaso entusiasmo se burló de mí y me dejó sola. Puede que te rías, Silvia, pero soy tan pura como el día que nací”.

Silvia se incorporó en la cama y apretó nerviosamente el conmutador.

Miró el rostro de Sibila y lanzó una exclamación ahogada: —¿Te has vuelto loca?. ¿Crees que soy una criatura para creerme esto?. Vamos, Sibila, no hagas novelería de una cosa tan humana.

Sibila recostóse desmayadamente sobre la blanca almohada y su amiga pudo observar que los ojos melados se llenaban de lágrimas.

—Por esto nunca me hubiera decidido a hablarte por mi propia iniciativa. De hacerlo, tenía que decir la verdad y nadie me hubiera creído. Roberto me dispensó un olímpico desprecio. Dijo millones de veces que las mujeres no servíamos para nada, porque éramos unas egoístas... Yo hubiera sido feliz a su lado aunque no estuviera locamente enamorada de él. Porque le hubiera dado todo mi cariño y mi sensibilidad de mujer le hubiera hecho feliz; pero él no lo admitió. Estuve casada dos años escasos, Silvia. Él vivía para sí únicamente y no se preocupaba de los demás; tan sólo tenía una pasión: el vino...

Siguió un silencio. Silvia se sentó de nuevo en la cama y restregóse los ojos. Le parecía que la confesión de su amiga enturbiaba la mirada de sus pupilas rutilantes.

—Sin embargo, Sibila —dijo—, el día que os casasteis...

—El día que nos casamos, Silvia —confesó con desaliento— él leyó mi diario.

—¿Qué leyó tu diario?. ¿Cómo se lo dejaste?. Y aún cuando lo hubiera leído no tenía nada de particular. La ilusión de una mujer...

—Ha de ser su marido.

—Sí, claro, pero una mujer puede tener una ilusión y ser fiel al hombre con quien va a casarse.

—Tal vez Roberto no lo creyó así puesto que después de despreciarme rudamente, de decirme lo que jamás oí de boca de un hombre, se fue dejándome sola. Nunca me reconoció como su mujer. Desde aquella noche hizo la vida fuera de casa y cuando regresaba por la noche, las pocas veces que regresaba, venía completamente bebido; pero no creo que recordaba mi diario, no. Batallaba sólo con aquel moralista que muchas veces creí imaginario. Parecía que tenía un peso inmenso sobre su conciencia y hasta llegué a pensar que estaba obsesionado con esa idea.

—No me explico cómo pudiste casarte con él.

—No lo conocí exactamente hasta el día que me convertí en su esposa. Nos habíamos tratado poco. Estaba dolorida y desesperada. No sabía qué hacer, y cuando él me habló del matrimonio creí que mi felicidad se hallaba a su lado. Fui al matrimonio engañada. Pensé que sería un hombre normal. Es más, habrás leído en el diario el concepto que de él tenía formado... Le consideraba un hombre vulgar. Y no lo era. Nunca me entregó un centavo. Creía tal vez que me mantendría del aire. Tuve que dedicarme a coser. Perdí el humor y el ánimo. Me convertí en lo que tú has dicho. Muchas veces quise sobreponerme, pero no pude. Mi vida destrozada me impedía alzar el ánimo por encima de mi infelicidad. El día que le vi tendido en la cama, completamente inconsciente, llamé al doctor. Me dijo que estaba alcoholizado, que el estómago era todo una llaga y que los intestinos se hallaban ulcerados de tal forma que no habría remedio que pudiera salvarle. Creí enloquecer. No precisamente de dolor, sino de pena. Era horrible ver a aquel hombre fuerte y joven, convertido en un pobre guiñapo, tendido en el lecho sin ánimos y casi sin vida. Lo que más recuerdo y lo que me intrigó y aún continúa intrigándome son aquellas palabras que dijo antes de morir. Habló constantemente del “moralista” y dijo algo de una carta. Sus palabras fueron así: “Ya la habrás leído. Ya sabrás a estas horas cuál fue mi sacrificio. Destrocé mi vida por remediar el mal causado. Te vi allí, sí, estabas retratado. Eras tú el que de nuevo nos enfrentaba. Cuando recibas la carta, cuando la recibas...”

“Nunca supe a qué carta se refería, ni por qué decía, todas aquellas cosas que no comprendía. Sé que después continuó hablando de “aquel moralista” como si fuera una obsesión. Más tarde murió, pero antes sus ojos me miraron intensamente y dijo algo que me dejó temblorosa: “Tu nunca sabrás aquilatar el inmenso sacrificio que he realizado. Él sí lo sabrá. Tal vez te lo diga algún día. Yo... yo... jamás amé a una mujer como te amé a ti”. Me abalancé sobre él. Intenté saber algo de todo aquello que era un enigma para mí, pero no pude. Estaba echado hacia atrás completamente inconsciente. Algunos momentos después, y aun batallando con “aquel moralista”, se murió.

La luz iluminaba el rostro pálido bañado en lágrimas. Silvia se tiró del lecho y en pijama vino a sentarse sobre la cama de su amiga.

—Sibila, dime: ¿qué hiciste después?.

—Continué trabajando. Ganaba muy poco con la costura. Terminé vendiéndolo todo. Y más tarde, del primer piso bajé a un cuarto de la portería. Todo lo que tengo es de la portera. Me lo alquiló así. Todo lo que gano es poco para pagar el alquiler. Miles de veces pasé sin comer, un trozo de pan y un vaso de agua eran suficientes para alimentarme semanas enteras. Un día leí en el periódico el anuncio de la casa de modas. Pedían modelos. Yo era bonita y tenía un cuerpo espléndido. Tal vez podría servir. Fui y me admitieron. Esto es todo.

Siguió un silencio. La mano de Silvia fue a acariciar la frente de su amiga.

—Estoy asombrada, Sibila —murmuró emocionada—. ¿Cómo es posible que una mujer joven como tú, haya sufrido tanto sin rebelarse?. ¿Nunca has pensado en quién podía ser “aquel moralista”?.

—Nunca. Cuando se lo preguntaba, me miraba de arriba abajo y se marchaba dejándome sola. Una vez, incluso, me cruzó el rostro con la mano.

—Pero..., pero Sibila, yo no comprendo que un hombre se case con una mujer bella como tú y prescinda de ella con absoluta indiferencia.

—De soltero no era así. Me besaba apasionadamente, llegué incluso a creer que me quería de verdad... Después todo cambió. Fue tan extraño... A veces le sorprendí mirándome intensamente y tan pronto encontraba mis ojos daba la vuelta y desaparecía como si fuera un demente... Era como si me deseara y me temiera. No te puedes imaginar las veces que lloré enloquecida, en aquel piso. No, no puedes imaginártelo porque fue espantoso. Durante aquellos dos años viví sobresaltada y enloquecida. Tanto es así, que aún ahora parece que siempre me acecha un peligro... y para terminar —añadió sin transición—: Ayer recibí una carta de Begoña. Vas a leerla... La tengo aquí y tú juzgarás a sangre fría. Estaba segura de que Begoña había muerto. Completamente segura y, sin embargo... Toma y lee.

Silvia cogió el pliego y lo leyó ávidamente.

—Esta carta no la escribió una mujer —dijo rotundamente. Sibila se incorporó en la cama.

—¿Qué no la escribió una mujer?. ¿Te has vuelto loca?.

—No, no me he vuelto loca. Digo la verdad. Además de ser letra de hombre desfigurada, sus términos no los acierta una mujer. Esta carta la escribió un hombre.

Sibila apretó las sienes con ambas manos y gimió angustiada:

—¿Todavía más intriga?. ¡Voy a terminar volviéndome loca!.

—A mi lado te tranquilizarás. No pienses más en todo esto. Es preciso que te sobrepongas. Mañana será otro día. Voy a guardar la carta.

—¿Para qué?.

—Mi novio es agente de policía. Mañana le entregaré esta carta y averiguará si esa Begoña vive aún. Después, si vive, será fácil saber si fue ella la que escribió la carta. Si en realidad ha muerto como supones, entonces, querida, la cosa ya se complica y nos veremos precisados a dejar el asunto muerto.

—¡Dios mío, creí que mi desesperación había terminado y no es así!.

—Yo te juro que ha terminado. Esto no tiene la menor importancia. Olvídate de todo. Olvida también al escritor... Otro hombre vendrá. Ese, querida mía, no se casará jamás con una chica pobre. Es preciso que mires las cosas desde este prisma. Ray Morgan es un hombre muy principal. Aquello, lo que sucedió en el balneario, fue una nube de verano que seguramente no recuerda. Tienes que perdonar que te hable tan crudamente. Me gusta llamar a las cosas por su nombre. Hay más hombres que Robertos y Rays. Es preciso que pienses en esto. Ahora duerme y no ocupes la imaginación en cosas extrañas...

La besó en la frente y volvió a su cama. Momentos después todo estaba oscuro. Tan sólo sobre el rostro de Sibila brillaba una lágrima...