CAPÍTULO IV
HUNDIÓSE en una silla y apretó el libro entre las manos. Estuvo así mucho rato. Luego sus ojos contemplaron la fotografía de aquel hombre que le hacía recordar unos días felices...
Era él, sí. Con sus ojos pardos de expresión enigmática, la sonrisa de fina ironía en los labios y la frente despejada con los aladares grises adulterando el cabello rubio.
Los dedos febriles crispáronse sobre el libro y su boca se apretó con fuerza, como si quisiera contener el suspiro que del alma le subía a los labios.
No supo el tiempo que llevaba sentada en aquella silla medio destartalada. Miró vagamente todo cuanto la rodeaba y sonrió amargamente. “¿Cómo puedes soportarlo?. Es antihigiénico. ¡No me explicó cómo puedes resignarte a vivir en este antro!”...
Las palabras de Silvia le hacían daño en el alma. ¡Cómo podía resignarse!. ¡Qué sabía ella!. En un principio se había sublevado contra el Destino, pero después sintió que su corazón quedaba incrustado en aquellas paredes blancas, y su vida estaba allí hasta el fin, porque no tenía suficiente poder para rebelarse.
Se puso en pie y alcanzó la carta de Begoña. La leyó de nuevo. Le pareció que la voz de la muerte se desprendía de sus letras apretadas... Begoña estaba muerta, se lo decía el corazón. Muerta ya y aquella carta no era de ella. Había creído conocerla en el corto espacio de tiempo que estuvieron juntas y no imaginaba a la pobre Begoña capaz de hilvanar aquellas líneas. ¿Quién había sido entonces?. ¿Quién se ocultaba bajo el nombre de su amiga?.
Por primera vez en su vida sintió que la dominaba un miedo supersticioso. De buen grado hubiera salido de aquel cuarto y perdida en la calle correr, correr hasta que las fuerzas la abandonaran. Hubiera sido delicioso caer en la calle y dejarse morir silenciosamente sin lanzar una queja.
Recorrió la estancia de un lado a otro. Nunca había sentido tanto nerviosismo como aquella noche. Dentro de su cabeza estaba el libro de aquel hombre, su fotografía y la representación que aquella misma noche tendría lugar en el gran teatro “María Estuardo”.
Tendióse sobre la cama, cogió el libro y hundió en sus líneas sus ojos inquietos. Leyó con ansia. Nunca supo cuánto, ni las horas que habían transcurrido. Tan sólo cuando sonaron unos golpecitos en la puerta se incorporó brusca y se lanzó al suelo.
—¿Quién es? —preguntó nerviosa.
—Te llaman al teléfono, muchacha —repuso la portera desde el otro lado, con voz aguardentosa.
—Ahora voy.
¿Quién podría ser?. Nunca la habían llamado por teléfono. No tenía amigos ni familiares, ni siquiera conocidos. Tan sólo sabía que existía Silvia porque la había acompañado aquella tarde...
Salió precipitadamente, sin soltar el libro. Penetró en la portería y cogió el auricular.
—Diga...
Aquella sola palabra era un balbuceo de nervios, era como si el corazón estuviera todo en la boca lastimándola.
—¿Eres tú, Sibila?.
Suspiró con fuerza. Apretó el libro nerviosamente contra su pecho y dijo, desalentada:
—Me has asustado, Silvia. No pensaba en ti.
—¿Acaso pensaste en él?.
—¡Oh, no digas eso!. No tenía idea de quién pudiera ser, pero no se me ocurrió pensar que fuera...
—Él —cortó brusca la voz de Silvia al otro lado. Después, sin dejarla hablar añadió precipitadamente, con su verbosidad atropellada—: Ven, Sibila. Te espero en casa antes de una hora. He leído el diario. Tienes que contarme lo que ha roto tu marido. Pero no te asustes, no te llamo para eso. Ven inmediatamente. He conseguido las entradas para ir al “María Estuardo”. Iremos solas. Te pondrás mi ropa. Eres de la misma estatura que yo. Te sentará bien. Anda, no pienses en nada. Falta muy poco para comenzar la función y deseo estar allí para presenciarlo todo.
—¡Oh, yo!...
—No hables. Ven en seguida. Te espero, ¿eh?.
Y colgó.
Sibila quedóse quieta al lado del teléfono. Estaba como atontada. ¡Ir al teatro!. ¡Verle allí, con su triunfo y su personalidad acusadísima!. ¿Qué importaba que él no la viera a ella?. Ya no la recordaría. ¡Había pasado tanto tiempo!. Quizá estuviera casado. Tal vez ya cuando se conocieron él perteneciera a una mujer más afortunada... ¿Por qué?. ¿Por qué se preocupaba de una cosa que había sucedido hacía muchos años?. ¿Por qué Dios le permitía que pensara en aquel hombre que nunca sería para ella?. ¡Pobre ilusa, con sus ropas deshilachadas, su rostro carente de encanto porque la miseria le había robado la lozanía y la juventud!...
—Voy a cerrar la puerta —dijo la portera desabridamente.
Se volvió violenta:
—No lo haga. Voy a salir.
La portera quedó rezongando algo entre dientes. Sibila no la oyó. Metióse en su cuarto, saliendo minutos después.
Se internó en la noche y caminó apresuradamente. Iba ebria de felicidad. Tal vez recogería hiel aquella noche, pero aun así... Iba a verle y eso era la felic idad más grande que pudiera existir para contener su corazón débil.
***
Todo estaba iluminado. El teatro ofrecía una suntuosidad de maravilla. Aquella noche lo más selecto de la bella ciudad se congregaba en el “María Estuardo”, dispuesto a presenciar la gran obra del mundialmente conocido dramaturgo, Ray Morgan.
Dos bellas muchachas avanzaban por el patio de butacas, gentiles, exquisitas dentro de sus trajes de noche obscuros. Una linda capita cubría sus hombros esbeltos. Todo estaba en silencio. La función comenzaba en aquel momento y un juego de luces maravillosas cegó los luminosos ojos de ambas mujeres que se acomodaron en el lugar que tenían reservado.
—Estoy temblando —dijo desalentada Sibila, mientras se dejaba caer en su butaca—. Todo esto me da un poco de miedo.
—¿Sólo un poco?.
—¡Dios mío; mucho!.
Silvia alargó la mano y apretó dulcemente la de su compañera.
—Ten calma. Después de todo, vas a verle. ¿Le quieres, verdad?.
—¿Quererle?. Es absurdo, pero así es...
Alzóse el telón. La función había comenzado. Los ojos de Sibila se clavaron en la escena febriles, ansiosos, como si en cada frase de aquellas hábiles actrices estuviera oyendo su propia voz, la voz de él que sonaba matizada en dulzura y apasionamiento...
Más tarde recorrió los palcos. Deseaba imperiosamente verle allí, aunque fuera en compañía de otra mujer. Pero verle, verle de todas formas y aunque fuera para sentir en su corazón un pinchazo agónico.
No le vio, sin embargo. No se hallaba en el teatro. Los palcos estaban llenos de elegantes damas y apuestos caballeros elegantemente ataviados, pero él no apareció por allí.
Se apasionó después observando todas las reacciones de las actrices, que era equivalente a decir sus propias reacciones, las de aquel hombre que la había dominado con sus ojos de acero y que había dejado en su boca el calor exquisito de un beso...
Transcurrió mucho tiempo. Había perdido la noción de las horas. Con los ojos clavados en el escenario parecía ausente de cuanto la rodeaba. No supo que las horas se iban, una tras otra, hasta que finalizó la representación. Un silencio impresionante se cernió por los ámbitos. Después, una salva de rigurosos aplausos atronó el teatro. Vibraron de delirio y admiración todos los espectadores y muchas voces se unieron pidiendo la presencia del exquisito autor.
Sibila apretó los ojos. Temblaba como una chiquilla.
Silvia alargó la mano y apretó suavemente la de su amiga que se estremeció de impotencia.
—Ahora verás —dijo muy bajo, inclinándose hacia ella—. Le verás tal como es. Si he de decir la verdad, a mí me entusiasma también conocerle personalmente.
De pronto calló. Una figura de hombre, arrogante, esbelto, fuerte y distinguidísimo apareció en el escenario. Se inclinó profundamente y alzó la mano. Sus ojos grises de chispitas metálicas se clavaron en la sala con vaguedad, sin detenerse en un sitio determinado. Diríase que apreciaba a todos por igual. Había en la mirada brillante de sus pupilas una expresión extraña que podía juzgarse como satisfacción o pesar... Los cabellos rubios, adulterados por algunas hebras de plata, le caían casi imperceptiblemente hasta la frente. Los sacudió con donaire y sonrió con una mueca indefinible que podía ser sonrisa o simplemente una mueca que distendió sus labios dejando ver unos dientes blancos, finos e iguales.
Sibila suspiró hondo. La presencia de él le hacía recordar las noches silenciosas del balneario. Le parecía que se hallaba aún recostada sobre la balaustrada de la terraza y que su voz profunda penetraba en su corazón haciéndole un daño jamás experimentado.
—Es el mismo —murmuró medio desfallecida—. Es el hombre del balneario. Son sus ojos, su boca y su sonrisa de fina ironía que crispa los nervios.
Silvia le apretó la mano e indicó muy bajo:
—Mira hacia el palco lateral. Aquella mujer no aparta sus ojos negros del rostro del autor. Parece que se lo come.
—¿La conoces?.
—Es Agata Brau, la estrella de cine más popular de Francia.
Sibila sintió un pinchazo en el corazón: ¡Una estrella de cine por medio!. ¡Una mujer hermosa, coqueta y provocativa en la vida del famoso dramaturgo!. ¡Habría en su vida tantas mujeres!.
Hizo un esfuerzo. Sus ojos se clavaron en el rostro bronceado de Ray Morgan. Le contempló con ansia, como si quisiera grabar en su retina y en su corazón la figura de aquel hombre que le había hecho sentir, una noche en la terraza del balneario, el deseo imperioso de amar hasta la saciedad. Él no la miró. No se fijó en ella. ¡Había tantas mujeres en el teatro!.
El público, nervioso y excitado, le pidió que hablara. Ray lo hizo con su voz fuerte y vibrante; con aquella inflexión profunda que denunciaba aún más su fuerte virilidad. Después se inclinó cortésmente y se retiró. Una salva de entusiásticos aplausos atronó los ámbitos por espacio de algunos minutos. Luego el teatro comenzó a desalojarse.
Sibila parecía estática, hundida en la butaca. Silvia la tocó en el brazo y volvióla a la realidad.
—Anda. No pienses más. Hoy duermes en mi casa. Mañana traeremos tu ropa y ya nunca más nos separaremos.
—No debiera admitir tu desprendimiento...
—¡Calla!. Eres injusta. Gozo teniéndote a mi lado. Además, esta noche tendrás que contarme el resto del diario. Todo lo que rompió tu marido.
De nuevo a recordar... ¡Otra vez a vivir aquel terrible episodio de su vida truncada...!.