CAPÍTULO V
EL piso de Silvia era bonito y coquetón. Lo tenía amueblado con gusto y la exquisitez de su dueña se apreciaba en los rincones más íntimos.
Se componía de dos amplias habitaciones. Una la ocupaba Silvia. En su interior lucía una bella camita blanca, con su mesita de noche, el ropero, con lindas butaquitas acolchadas y un gracioso tocador. La otra se hallaba amueblada exactamente igual que la primera. Después estaba la cocina, blanca y coquetona. Una salita de estar, el cuarto de baño y un pequeño comedor. Su padre había sido médico rural y cuando murió, ella y su madre se trasladaron a la ciudad con objeto de vivir un poco mejor con la ayuda de su propio trabajo.
Sibila se dejó caer ante el tocador y se miró fijamente en el espejo.
—No parezco la misma —dijo admirada—. Parece mentira que un traje, un peinado y un poco de color en el rostro, cambie de este modo el aspecto de una persona.
Silvia tendióse sobre la cama y soltó una carcajada.
—Querida, dice el refrán que aunque la mona se vista de seda mona es y mona se queda. Tú eres bella y hace falta muy poca cosa para sacar partido de tu belleza. Según tu diario antes no te descuidabas de este modo. Eras simpática y agradable y vestías con gusto.
—Antes, Silvia, estaba viviendo. Ahora creo que estoy muerta.
—Esas son tonterías. Si te empeñas, no cabe duda que morirás muy pronto y terminarás, además, siendo una histérica. Hay que levantar el ánimo y vivir, que la vida es un don del cielo y se marcha pronto. ¿Cuántos años tienes?.
—Veintitrés.
—¡Dios santo!. ¡Pero si eres una chiquilla!. ¡Aún no comenzaste a vivir!. ¡Cuántos años piensas que tengo yo!. Pues exactamente veintisiete. Como ves, soy una vieja a tu lado.
—Pero no estuviste casada, no has sufrido ni conoces lo que es vivir al lado de un hombre perverso...
—¿Y crees que no tengo tiempo de saber todo esto?. ¡Bah!. Aún me queda más tiempo del que seguramente he de querer.
Después contempló a Sibila que, con los ojos puestos en un punto inexistente permanecía absorta, con el pensamiento tal vez muy lejos de allí. La vio bonita, más que esto, hermosa, con sus ojos grandes y soberbios color de miel, su cabello negro como el ébano, brillante, largo y sedoso acariciando la mejilla bronceada, de un bronce natural y delicado. El cuerpo esbelto, alto y cimbreante de estatua griega. Las formas bien definidas. Las manos largas de uñas nacaradas. El busto erguido y bien definido. El cuello esbelto y la mirada de los ojos melados, dulce y melancólica, haciendo más atrayente su personalidad.
—Eres preciosa —dijo sin poder contenerse—. No sé cómo no me di cuenta hasta este momento. Tenía que verte alejada de tu antro y de la sala de modas... Allí en tu trabajo, pareces una estatua inanimada... No tienes aire de modelo. Es preciso que alejes de tu lado esta melancolía que parece que entorpece tus movimientos. Pues de otra forma temo que te veas precisada a dejar la colocación y no es conveniente.
—¿Dejar la colocación? —se asustó sinceramente—. Hubiera sido terrible, Silvia. ¿A dónde ir?. Tú no sabes lo que para mí representa tener un sueldo...
—Me lo imagino. Anda, ahora olvida esto y cuéntame lo que ha pasado con tu marido.
Silvia se puso en pie. Dispuso una cama que durante el día hacía de mesita de centro y la colocó al lado de la suya.
—Hoy puedes dormir aquí , a mi lado. Mañana dispondremos otra cosa. Acuéstate. Yo lo haré también. Apagaré la luz y puedes contarme todo esto que te atormenta.
—¡Es tan vulgar, Silvia!.
—Tal vez por esto me interesa más. Ven y descansa.
Algunos momentos después todo estaba en tinieblas. Por la ventana entreabierta penetraba un rayo de luna rutilante y consolador para aquella muchacha que, tendida en el lecho, dejaba oír su voz queda y melancólica.