Capítulo 9

 

Tras comer copiosamente y pasar una ruidosa tarde jugando con sus sobrinos, Gina se había quedado dormida en el sofá. La Navidad con su familia había sido tan caótica como le había advertido, pero, tras unos minutos iniciales de incomodidad, por parte de todos, Lanzo se había sorprendido por el trato tan amable que había recibido por parte de todos.

Estiró las largas piernas y contempló las parpadeantes luces del árbol que Gina había instalado en el salón de Ocean View. Nunca le habían atraído las lucecitas y demás elementos decorativos de la ocasión. Ya fuera en Positano o en Roma, el día de Navidad no significaba nada para él. Era un día para celebrar en familia. Y él no tenía familia.

Para las siguientes Navidades, el bebé ya estaría con ellos, pero él no acudiría a Inglaterra a pasar esos días con su hijo. No sería justo para el niño. Al ver cómo Richard Melton acunaba a su bebé se había sentido culpable porque él jamás podría amar a su hijo. Desde la pérdida de Cristina su corazón se había endurecido y rechazaba cualquier relación que implicara una emoción y le gustaba lo poco complicada que era su vida.

Gina se volvió hacia Lanzo, aunque seguía dormida. Su pecho subía y bajaba al ritmo de la respiración. Siempre había sido deliciosamente curvilínea, pero el embarazo le había hinchado los pechos, que se marcaban grandes y redondos bajo el vestido de lana. La tentación de tocarlos fue tan fuerte que Lanzo tuvo que respirar hondo.

Llevaba demasiado tiempo sin sexo, pensó amargamente. Hacía meses que no le había hecho el amor a Gina y, desde entonces, no había buscado otra amante. No le parecía correcto acostarse con otra mujer cuando Gina albergaba a su hijo en su seno. Sin embargo, solo podía pensar en arrancarle el vestido y dejar al descubierto esos grandes y firmes pechos. Se preguntó si los pezones también estarían más grandes, y cambió de postura para intentar aliviar la incomodidad de la rocosa erección.

—Lanzo, lo siento. Debo haberme quedado dormida —Gina abrió los ojos y se sonrojó al comprobar que se había ido resbalando sobre el sofá hasta casi apoyar la cabeza sobre el hombro de Lanzo—. Debes estar muerto de aburrimiento aquí a oscuras —murmuró.

—No estoy aburrido, cara —protestó él. Gina parecía un gatito enroscado contra su cuerpo y Lanzo sintió una extraña sensación—. Resulta muy pacífico.

Después de que Gina se hubiera marchado de Positano, él se había sumergido en el trabajo para no pensar en ella ni en el bebé. Las jornadas de trabajo de quince horas y los continuos viajes alrededor del mundo le habían dejado poco tiempo para pensar en ellos. Pero, a pesar de las draconianas jornadas laborales que se imponía, ella siempre había ocupado su mente. Y las largas conversaciones telefónicas se habían vuelto adictivas.

El deseo que sentía por ella no había disminuido durante los meses que habían estado separados. Los recuerdos del delicioso cuerpo plagaban sus sueños y el embarazo la había vuelto aún más voluptuosa y deseable.

Los ojos de Lanzo brillaban de deseo y Gina contuvo el aliento cuando agachó la cabeza. Sabía que iba a besarla. Sabía que no debería permitírselo. Pero fue incapaz de moverse.

Cara —el aliento de Lanzo le acarició la piel.

El suave roce fue de tal ternura que Gina sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

Era incapaz de resistirse. A los dieciocho años se había enamorado de él y, en el fondo, sabía que nunca había dejado de estarlo.

La había echado de menos, reconoció Lanzo para sus adentros mientras deslizaba una mano bajo el cuello de Gina para poder besarla mejor. Sus labios, carnosos y suaves, se abrieron obedientemente al primer contacto con la lengua de Lanzo en cuyo interior se prendió una hoguera que le arrancó un gemido y le hizo temblar de placer. Tomó un pecho con la mano ahuecada y acarició el pezón, sonriendo al sentir el respingo de Gina.

El deseo de Gina era tan fuerte como el suyo. Nunca había podido ocultarle su apasionada naturaleza, y su ávida respuesta aumentó la impaciencia de Lanzo por hundir su palpitante masculinidad entre sus suaves muslos. Deslizó la mano por su cuerpo hasta la barriga, y se quedó paralizado al sentir un temblor bajo los dedos.

—El bebé te está saludando —murmuró Gina. La sensación de las patadas del bebé era increíblemente hermosa y sujetó la mano de Lanzo para que pudiera sentirlo de nuevo—. A lo mejor ha reconocido a su papá —susurró, aunque su sonrisa se esfumó rápidamente al percibir la tensión en el masculino rostro—. No pasa nada. Las patadas son algo normal.

Lanzo se apartó bruscamente de ella. La esperanza reflejada en los azules ojos le había devuelto de golpe a la realidad y se mesó los cabellos, maldiciéndose por permitir que la situación se le fuera de las manos. No debería haberla besado.

—No puedo ser la clase de padre que tú quieres que sea —espetó—. Me fijé en cómo mirabas a tu cuñado con su bebé, y supe lo que estabas pensando, pero yo nunca sentiré algo por ese bebé. Del mismo modo que no siento nada por nadie.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —exclamó Gina—. Puede que cuando nazca te sientas de otra manera.

—No lo haré —Lanzo se levantó del sofá y encendió una de las lámparas del salón. Veía claramente el dolor en los ojos de Gina y se sintió enormemente culpable. Sin embargo, no serviría de nada darle falsas esperanzas—. No quiero sentir nada por nadie —admitió.

—¿Por qué? —preguntó ella ignorando la punzada de dolor en el corazón.

En el fondo nunca había esperado que Lanzo se enamorara de ella, pero su bebé iba a necesitar un padre. Agarró a Lanzo por los brazos y tiró de él.

—Sé que tus sentimientos tienen algo que ver con la pérdida de tu prometida y de tus padres —se apresuró—. Daphne me contó que hubo un accidente, pero no quiso hablar de ello.

Lo miró fijamente, animándole a hablar, a explicarle por qué estaba tan seguro de no poder amar a su hijo. Pero tras unos tensos segundos, lo soltó.

—Tengo que irme —se excusó él bruscamente.

Con la estupefacción reflejada en sus ojos, Gina lo vio dirigirse hacia la puerta. Cuando se colgó la cazadora del hombro, comprendió que se marchaba de verdad.

—¿Adónde vas? Es Navidad —un día que había nacido lleno de alegría y esperanza, pero que terminaba con profunda desolación—. No hay ningún medio de transporte hoy.

—Tengo mi avión privado esperándome. Estaré unos días en Roma antes de volar a Canadá —el trabajo, como siempre, llenaría el vacío. La apertura de un nuevo restaurante en Toronto mantendría su mente ocupada unos días.

Gina lo siguió hasta el recibidor. Lanzo recogió su bolsa de viaje de la entrada y abrió la puerta, permitiendo la entrada de un gélido viento.

Gina no se lo podía creer. Tenía que regresar junto a ella. Pero Lanzo salió al porche y, cuando empezó a cerrar la puerta, ella sintió que los músculos se le ponían en marcha.

—¡Lanzo! —gritó, aunque la expresión en los verdes ojos la detuvo—. Nuestro bebé te necesita —susurró, olvidando su orgullo—. Yo te necesito.

—Lo siento, cara —Lanzo sacudió la cabeza y bajó las escaleras sin mirar atrás.

 

 

Enero llevó la nieve a Dorset. Una mañana, Gina descorrió las cortinas y encontró el jardín transformado en un campo de nieve sobre el que saltaba un petirrojo. Y por primera vez en varias semanas, sonrió.

Lanzo telefoneó aquella noche y ella le habló de la nieve. Era la tercera vez que llamaba desde Navidad y, aparte de una advertencia para que no condujera si las carreteras estaban heladas, la conversación transcurrió sobre derroteros dolorosamente formales.

Le asustaba mucho lo distantes que se habían vuelto. La amistad que habían compartido tiempo atrás ya no existía y parecían más bien dos extraños, no dos personas que iban a ser padres en unos meses. Lanzo había sido muy claro: no quería ser el padre de ese niño. Su única aportación sería la económica, seguramente para tranquilizar la conciencia.

La nieve desapareció en pocos días y el invierno continuó, triste y gris como el ánimo de Gina. Y de repente, una mañana despertó y descubrió que la cama estaba mojada. Perpleja, retiró la sábana y el corazón se le paralizó antes de gritar el nombre de Daphne.

 

 

—Explíqueme exactamente qué significa eso de placenta previa —exigió Lanzo al doctor en el pasillo del hospital al que Gina había sido llevada en ambulancia el día anterior.

—¿Es usted el compañero sentimental de la señorita Bailey?

Si —Lanzo no se molestó en ocultar su impaciencia—. Soy el padre del bebé —un padre que se encontraba en Roma cuando había recibido la llamada urgente de Daphne que le había informado de la fuerte hemorragia que sufría Gina—. ¿Hay peligro de que pierda al bebé?

—Afortunadamente, la hemorragia se ha detenido. Pero una ecografía ha revelado que la placenta obstruye parcialmente el cuello del útero, por lo que le será imposible dar a luz de manera natural. Habrá que realizarle una cesárea —explicó el doctor—. Si no se repite la hemorragia, y si la señorita Bailey guarda reposo durante las siguientes semanas, confío en que aguantaremos hasta la semana treinta y siete o treinta y ocho.

—Entiendo —Lanzo hizo una pausa—. ¿Podría viajar a Italia en un avión privado, acompañada de un equipo médico? Me gustaría llevarla a Roma para asegurarme de que reposa adecuadamente, y he dispuesto que reciba tratamiento en un hospital privado de Roma, de manos de uno de los mejores obstetras de Italia.

—Sí —asintió el doctor, algo perplejo—. Normalmente, no le permitiría volar, pero con los cuidados que ha dispuesto, creo que estará bien. Podrá recibir el alta por la mañana.

—Entonces, mañana mismo viajaremos a Italia —concluyó Lanzo con decisión.

Gina tenía los ojos hinchados de tanto llorar y la inesperada aparición de Lanzo provocó una nueva oleada de lágrimas.

Tesoro —susurró él emocionado mientras la abrazaba sentado en el borde de la cama.

—Tenía tanto miedo de perder al bebé —sollozó en brazos de Lanzo—. El doctor pensó que tendrían que provocar el parto, pero es demasiado pronto y el bebé demasiado pequeño.

—Tranquilízate, cara —Lanzo le acarició la cabeza—. Debes estar tranquila por el bien del bebé. Mañana te llevaré a Roma para que te atienda el mejor obstetra de Italia.

—No es necesario que hagas eso —Gina se apartó de él y se sonó ruidosamente la nariz—. Mi cara se hincha como un sapo cada vez que lloro —se disculpó.

Lanzo nunca la había visto llorar de esa manera. Ver desmoronarse a la fuerte, orgullosa y hermosa Gina había despertado un profundo dolor en su interior.

—Siempre me han gustado los sapos.

Solo Lanzo era capaz de hacerle sonreír en una circunstancia como esa.

—Estaré bien. No hace falta que me cuides movido por un equivocado sentido del deber.

—No lo hago por ningún sentido del deber —Lanzo dio un respingo—, sino porque quiero hacerlo. Sé lo mucho que deseas este bebé, cara, y haré todo lo que pueda para asegurar que nazca bien —le prometió.

 

 

La última vez que Gina había estado en Roma había hecho muchísimo calor, pero en febrero, aunque el sol brillaba, el cielo era de un frío azul y hacía veinte grados menos que en verano. Las dos primeras noches las pasó en una maternidad privada.

—Reposo absoluto en cama y, me temo, nada de sexo —había murmurado signor Bartolli al informarle de que podía ser trasladada al apartamento.

Gina se había sonrojado y, cuidadosamente, evitado mirar a Lanzo. También había sentido una punzada de tristeza al comprender que, seguramente, ya no volvería a hacer el amor con él jamás. Cualquier relación con él terminaría con el nacimiento del bebé.

—No creo que el doctor quisiera decir que deba pasar cada minuto tumbada en la cama —había protestado al día siguiente cuando Lanzo la había llevado en brazos hasta el dormitorio y tumbado con mucho cuidado en la cama de invitados.

—Eso es exactamente lo que ha querido decir, y yo también —contestó él—. No te moverás de esta habitación, cara. Trabajaré en casa para asegurarme de que cumples sus órdenes.

—¿Y qué pasa con tus viajes de negocios? —preguntó Gina.

—He delegado en mis ejecutivos —Lanzo suspiró—. Vuelvo a estar sin secretaria personal. Luisa ha decidido no volver a trabajar después de tener a su hijo —explicó—, y Raphaella solo trabaja a media jornada porque cuida de su nieta dos días por semana.

¡Nieta! La mujer de la voz sensual no era ninguna jovencita, pensó Gina más animada.

—¿Y por qué no sustituyo yo a Raphaella cuando ella cuide de su nieta? —sugirió—. Puedo sentarme en la cama con un portátil, eso no me agotará —al ver que Lanzo sacudía la cabeza, insistió—. No haría nada que pusiera en peligro la vida del bebé, pero me volveré loca si tengo que pasarme el día leyendo revistas y viendo la televisión.

—Hay un par de informes que necesito sean transcritos —contestó él lentamente—. Supongo que no habría ningún problema, si me prometes dejar de trabajar en cuanto te canses.

Lanzo hizo varios viajes del despacho al dormitorio transportando archivos, y al final llevó el portátil a la cama donde trabajaron en silencio.

—¿Vas a seguir adelante con el nuevo restaurante en Toronto? —comentó Gina.

—Sí, pero habrá que hacer algunos cambios en el menú. El chef quiere servir más hamburguesas de alce.

—¿En serio? —ella lo miró con recelo—. ¿Es una broma? —ambos soltaron una carcajada.

Era bueno reír juntos de nuevo, pensó ella mientras devolvía su atención a la pantalla del ordenador. Desde Navidad, había echado de menos la amistad que habían mantenido.

El recuerdo de la frialdad con la que se había marchado de Sandbanks hizo que se le borrara la sonrisa, y optó por centrarse en el trabajo.

 

 

Con los constantes cuidados de Daphne y Lanzo, Gina empezó a relajarse. Sin embargo, dos semanas después se despertó y descubrió que sangraba de nuevo. El grito con el que llamó a Lanzo lo llevó en volandas a la habitación y después de aquello todo fue un ir y venir de enfermeros, sirenas de ambulancia y enfermeras.

—Aún me quedan seis semanas para dar a luz. Puede que se corte la hemorragia como la última vez y pueda llevar al bebé dentro un poquito más —suplicó cuando el médico le informó de que iban a practicarle una cesárea de urgencia.

El doctor sacudió la cabeza y lo último que recordó Gina fue a Lanzo apretándole la mano antes de que la llevaran al quirófano.

—Todo va a salir bien, cara.

 

 

—Gina...

La voz de Lanzo sonaba distante y extrañamente apagada. Gina intentó abrir los ojos, pero los párpados parecían estar pegados. Al fin lo consiguió y, lo primero que vio, fue el rostro tenso del hombre que amaba.

—¡El bebé! —su cerebro despertó de golpe.

—Una niña. Tienes una hija, Gina.

A pesar de lo aturdida que estaba, no se le escapó el detalle de que había dicho «tienes».

—¿Está bien? —Gina se humedeció los resecos labios, sintiéndose muy mareada—. ¿Lanzo?

—Está bien —Lanzo percibió el miedo en su voz—, pero es muy pequeña... diminuta.

Increíblemente diminuta. La imagen del trocito de humanidad que le había mostrado una enfermera antes de llevársela a la incubadora, se le había grabado en la mente.

—Está en la incubadora —hizo una nueva pausa—, con respiración asistida porque sus pulmones son inmaduros.

—Quiero verla —la alegría inicial de Gina se había tornado en enloquecedora preocupación.

—Pronto, cara. Pero primero el médico tiene que hacerte una revisión.

Una hora más tarde, Lanzo empujaba la silla de ruedas, en la que iba sentada Gina, hasta la unidad de cuidados intensivos de neonatos.

—¿Por qué hay tantos cables? —preguntó ella con voz temblorosa.

Al ver a su hija se había sentido sobrecogida por la emoción. Una oleada de amor la había inundado y, en esos momentos, posaba una mano temblorosa en un lado de la incubadora. Deseaba tomar a su bebé en brazos, pero, tal y como había dicho Lanzo, era diminuta. El pañal casi la cubría entera y estaba rodeada de tubos que la mantenían con vida.

—Pero estás aquí, mi pequeño ángel —susurró Gina con la mirada fija en el frágil cuerpecito de su niña cuya cabecita estaba cubierta de una sedosa mata de pelo negro—. Eres mi pequeño milagro, y sé que saldrás adelante.

El pediatra le había explicado los riesgos potenciales a los que se enfrentaba un bebé nacido a las treinta y cuatro semanas de gestación, y pesando menos de dos kilos. Había un riesgo elevado de que sufriera alguna infección y problemas respiratorios. Lo cierto era que su hija era incapaz de respirar por sí misma. Durante los primeros días, su vida estaría pendiente de un hilo, pero Gina se negaba a considerar lo peor. Se negaba a llorar.

Lanzo era incapaz de mirar al bebé. La única ocasión en que la había visto, le había reafirmado en su creencia de que ese pellejo arrugado tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. Se mantuvo silencioso junto a Gina, sufriendo por los evidentes esfuerzos de esa mujer por ocultar su preocupación. Y sintió la necesidad de aliviarle el dolor.

—Procura no encariñarte demasiado con ella, cara —le aconsejó en un susurro.

—¿Que no me encariñe? ¡Es mi hija! Sangre de mi sangre, y también de la tuya, a pesar de que no tienes las agallas suficientes para enfrentarte a la paternidad —espetó ella con rencor—. ¿De verdad piensas que si la amase menos, dolería menos si ella al final...? —le costaba seguir hablando—. ¿Si no lo consigue? Ya sé que tu prometida falleció al mismo tiempo que tus padres, y no dudo que debió ser demoledor para ti, pero no puedes eliminar las emociones de tu vida como si extirparas un cáncer.

Gina respiró hondo.

—Eres un cobarde. Te comportas como un temerario, porque no temes arriesgar tu seguridad personal. Pero el verdadero peligro es sentir emociones, poner tu corazón sobre la mesa y arriesgarte a volver a resultar herido, como lo fuiste al perder a tu familia. Tu bebé lucha por su vida, y tú te niegas a «encariñarte demasiado con ella», porque no quieres tener que tratar con esas incómodas emociones, como el amor y quizás... —su voz se quebró—, la pérdida.

El rostro de Lanzo parecía esculpido en granito, pero antes de que pudiera responder, una enfermera anunció que Gina debía regresar a la cama.

—Debo ponerle algún calmante tras la cesárea —aseguró con una sonrisa—. Después la ayudaré a sacarse la leche para que podamos alimentar a su bebé con ella hasta que esté lo bastante fuerte para mamar directamente de su pecho.

—No quiero dejarla —contestó Gina, decidida a ignorar el dolor de los puntos.

—Necesita descansar —insistió la enfermera con firmeza—. Además, su papá está aquí.

—Él ya se iba —le aseguró Gina sin dirigirle siquiera una mirada mientras la enfermera empujaba la silla de ruedas fuera de la unidad de cuidados intensivos.