Capítulo 33
A las tres de la tarde, Héctor y yo subimos al ùltimo taxi de aquel viaje. No habíamos ingerido nada sólido desde el desayuno. Estábamos tan exhaustos, que ni siquiera ducharnos juntos había logrado estimularnos. La inminencia de la despedida ya me ahogaba el corazón con riadas de bilis. Dentro del coche, Héctor me apresó una mano y la acarició durante todo el trayecto sin articular palabra. Yo tampoco despegué los labios, sellados con saña por la creciente angustia. Así llegamos al aeropuerto. En cuanto facturamos el equipaje, arrastramos los pies, desganados, hasta la zona de tiendas. Héctor estaba empeñado en comprarle algo a Claudine. Yo buscaba desesperadamente un regalo para los niños. Me sentía una pésima madre por haber dejado esa cuestión para el último momento. Y encima tendría que gastar dinero en cualquier tontería inútil para no presentarme ante mis hijos con las manos vacías. Tras revolver en un bazar surtido de objetos extravagantes, Héctor adquirió un foulard casi tan espantoso como la gorra de cuero que le regaló su mujer para Reyes. Yo compré a cada crío un coche en miniatura de escasa originalidad, pero al menos serviría para rendir mi tributo a la maternidad. Resuelto el problema de los regalos, entramos en una cafetería donde comimos algo que en España calificaríamos de montaditos y Héctor se atiborró de café negro. Tres días atrás, se había burlado en el Prat de su costumbre de combatir con cafeína el miedo a volar. Luego había ironizado sobre su hábito de acariciarle la mano a Claudine para calmarle la angustia de las alturas. Ahora tal vez me dedicaría a mí esas carantoñas. Aunque me pegaba más que manoseara mis dedos con la pasión furtiva destinada a una amante. A fin de cuentas, eso era yo: su amante de cuarenta y ocho horas. Salvo que me lanzara con él a una aventura incierta, sacrificando lo que más esfuerzo me había costado conseguir en la vida: mis dos hijos.
El embotamiento me duró todo el viaje, que padecimos inmersos en un triste mutismo. Apenas intercambiamos una decena de sílabas. Nada más sentarnos en el avión, Héctor me atrapó una mano entre las suyas y no la soltó ni cuando la azafata nos puso delante la bandeja del almuerzo, que no tocamos siquiera. Yo mantuve la cabeza recostada sobre su hombro como una novia adolescente, hasta que se perfilaron al otro lado de la ventanilla los edificios de Barcelona, convertidos en casitas para jugar al Monopoly. Ya mientras esperábamos en la zona de embarque, me había cerciorado de que el azar no nos había colocado cerca a ningún conocido de Valencia. Creo que Héctor también escrutó desde el rabillo del ojo a nuestros futuros compañeros de vuelo. El regreso a la realidad empezaba a minar la audacia de los días anteriores.
Cuando la voz de la azafata nos exhortó a abrocharnos los cinturones para aterrizar, dentro de mí luchaban a brazo partido las ganas de iniciar una nueva existencia junto a Héctor contra el instinto de conservar mi vida actual, incluidas sus pequeñas alegrías, mi precario trabajo en el periódico y la sombra de la rutina ahogando mi relación de pareja. Al pisar tierra firme, me pregunté si Héctor seguiría dispuesto a sacrificar por mí lo que había logrado en el pasado, más lo que esperaba del futuro. Pero no me atreví a plantearle la duda. No era el momento. En silencio aguardamos ante la cinta transportadora a que nos devolvieran el equipaje. Cuando lo rescatamos, Héctor abrió la cremallera de un bolsillo lateral. Guardó allí la bolsa de plástico que cobijaba el foulard de Claudine. Yo hice lo mismo con el regalo de los niños. Encadenando pasos morosos buscamos la salida de la terminal. Dos o tres metros antes de alcanzar la última frontera que nos separaba de la realidad cotidiana, Héctor se detuvo. Soltó el asa de su maleta. Expulsó uno de esos carraspeos que solía enviar de avanzadilla a las observaciones embarazosas.
—Clara, no he querido decir nada durante el vuelo por no abrumarte, pero antes de que salgamos por esa puerta, te recuerdo que si cambias de opinión y decides... bueno, ya sabes, te estaré esperando. Un telefonazo... y soy todo tuyo.
Sacudí la cabeza con terquedad. ¿Por qué hablaba Héctor a última hora como si fuéramos actores de un culebrón latinoamericano? Decidí hacer un esfuerzo por ser realista, ya que él no parecía dispuesto a mantener los pies en el suelo.
—En cuanto vuelvas a tu vida, te arrepentirás de lo que me estás proponiendo y desearás que no te llame.
—¡Yo no soy de los que se desdicen! Ya sé que tres días no bastan para conocer a alguien, pero creía que eso lo tendrías claro. ¿Sabes?, nunca me había sentido tan feliz, ni tan motivado en la cama, como estos días contigo. Ni siquiera cuando me enamoré de Claudine.
A punto estuve de abrazarle en medio del aluvión de pasajeros que nos sorteaban para no arrollarnos. Pero la razón me obligó a ser firme.
—Vamos a buscar un taxi —murmuré—. No nos sobra tiempo para llegar a la estación.
Él se volvió a aferrar a su maleta con gesto resignado.
—Sí, será mejor. No vayamos a perder nuestros trenes.
Echó a andar hacia el portón que convertía en humo nuestra utopía de los últimos días. Franqueamos al mismo tiempo el umbral de lo cotidiano. Al otro lado, una multitud de desconocidos aguardaba con impaciencia a que saliera la persona anhelada. De repente, la mano libre de Héctor se acercó a la mía y la apretó con fuerza durante un segundo mágico. Luego soltó mis dedos, que enseguida le añoraron y se estiraron para recuperar el contacto.
En ese momento descubrí a Emilio, mezclado entre la piña de los que se amontonaban al otro lado de la puerta. Sus ojos me escrutaban rígidos, sin la alegría que ilumina la mirada de quien por fin ve acercarse a su viajero. Una incipiente barba de dos o tres días enturbiaba su mentón. Antes de que mi corazón se retorciera del susto, vi en ese rostro mal rasurado al hombre guapo y barbudo que me enamoró a los veinticinco años. Forcé el regreso de la mano que buscaba a Héctor y la escondí en el bolsillo del abrigo. Luego sólo sentí pánico a que Emilio hubiera visto el último roce entre Héctor y yo. ¿Qué hacía esperándome en el Prat, si habíamos acordado que yo regresaría a Valencia en tren? ¿Y por qué aparecía sin afeitar como si fuera un pordiosero? Me fijé en su ropa. Iba tan impecable como siempre. Intenté sonreír, agité la mano fingiendo entusiasmo y dije a Héctor:
—¡Ha venido Emilio! Está ahí...
Señalé con un patético dedo índice. Saludé un poquito más. De reojo percibí el sobresalto de Héctor. Aunque él era un hombre de recursos. Se rehízo enseguida. O eso quise creer en mi apuro. Juntos dimos el puñadito de pasos que nos separaban de Emilio. Este no sonrió cuando le estampé en la boca un beso huero, tal vez manchado con el sabor del otro. Me asaltó el maldito aroma del perfume que también usaba Héctor. A partir de ese momento, cada vez que besara a Emilio besaría el recuerdo de mi fugaz amante.
—¡Qué bien que hayas venido! ¿Cómo se te ha ocurrido hacer ese montón de kilómetros?
Emilio me brindó un seco encogimiento de hombros.
—Pues mira...
—¿Y los chicos?
—En casa, con Paquita y sus virus. Ésos hoy no se duermen hasta que no vean a su madre. A final de mes nos tocará pagarle a Paquita un montón de horas extras. —Alargó el brazo derecho y se adueñó de la maleta—. Trae, yo la llevo.
Giré la cara en busca de Héctor. El pobre se había parado a cierta distancia de nosotros y se rascaba el cogote con semblante turbado. Teniendo en cuenta que habían transcurrido muy pocas horas desde nuestra última escaramuza en su cama del hotel, la situación era delicada hasta para un hombre al que siempre había atribuido mucho aplomo. Forcé otra sonrisa.
—Héctor, ven que te presente a mi marido.
Héctor llegó a paso de caracol. Balbuceé dos frases manidas de puro folletinescas. Héctor murmuró «Encantado de conocerte» y tendió la diestra al marido de la que había sido su amante durante dos días. El esposo burlado se la estrechó con suma frialdad. Un síntoma preocupante. Emilio no solía ser tan soso con los desconocidos. Sin duda había observado el roce de manos. ¿O me habrían delatado los nervios anoche, cuando su llamada telefónica me pilló sorbiendo la esencia de Héctor?
Avanzamos sin hablar hacia la salida de la terminal. Emilio tiraba de mi maleta, poniendo cara de estar absorto en una importante tarea. Héctor hacía lo mismo con su equipaje y examinaba el suelo como si buscara billetes de quinientos euros tirados sobre las baldosas. Yo miraba con disimulo a uno, después al otro, preguntándome cómo había podido degenerar la situación en semejante melodrama. De esa guisa pisamos el exterior. Había anochecido. Se nos echó encima un viento invernal y húmedo.
—Vaya, en Düsseldorf hacía frío, pero aquí tampoco nos quedamos mancos —exclamé.
Hablar del tiempo suele disipar la tensión cuando hay que compartir el ascensor con desconocidos, o cuando no se sabe qué decir. En nuestro caso no sirvió para suavizar la tirantez. Emilio se paró en seco junto al bordillo de la acera, justo donde más aire corría. Soltó la maleta y anunció en tono adusto:
—Voy a buscar el coche. Está en el quinto pino, al final del aparcamiento. Es tontería que arrastremos el equipaje hasta allí. Se estropean las ruedas. —Miró a Héctor, igual que habría hecho el sanguinario asesino de una película de terror gore—. ¿Llevas coche, o quieres que te acerquemos a algún sitio?
—No, gracias. Por mí no os preocupéis, que os quedan muchos kilómetros. Yo cojo un taxi ahí delante —Héctor señaló con la barbilla hacia la parada cercana.
Emilio no insistió. Otro indicio inquietante. Él solía ser mucho más cordial con la gente.
—Bueno, me voy pitando. No te importará acompañar a Clara un ratito más, ¿verdad? Ya tienes práctica en hacerle compañía...
La ironía de Emilio rajó el aire como el filo de un escalpelo. Por debajo de la barba, la nuez de Héctor se agitó como una canica saltarina.
—Por supuesto —murmuró, tan bajito que la voz se le extravió en una revuelta de la bufanda.
—Os dejo solos para que os despidáis tranquilos.
Emilio torció una mueca bajo la nariz. Dio media vuelta y cruzó la calle para dirigirse al aparcamiento de enfrente. A Héctor se le escapó un suspiro, no supe si de alivio o de pesar. Me miró lastimero como un gato recién magullado. Sólo le faltó lamerse las patitas.
—Nos toca separarnos antes de lo previsto.
—Es raro que Emilio haya venido a recogerme. Acordamos que volvería en tren. Tengo el billete y todo.
Héctor se encogió de hombros.
—Igual es mejor así. Los trances dolorosos, cuanto antes mejor.
—Creo que se huele algo.
Otra elevación de omóplatos, ésta de impotencia, fue la primera respuesta de Héctor. Luego añadió:
—No sé qué decirte. ¿Siempre es tan seco?
—¡Qué va! Todo lo contrario.
Él sonrió con desvalida picardía.
—A lo mejor lo llevamos escrito en la cara. Y por todo el cuerpo. Hace un rato aún estábamos follando como leones. Y esas cosas... cantan.
El recuerdo de nuestros últimos arrumacos me estrujó un jadeo. El adiós estaba siendo tan grotesco... Los adúlteros de las películas se despedían con romántica grandeza, no azotados como espantapájaros por la ventolera inclemente de Barcelona ante una terminal del aeropuerto, mientras esperaban a que el esposo burlado apareciera de un segundo a otro con el coche. Eso no era lo que las mujeres de mi edad habíamos aprendido viendo el grandioso final de Casablanca.
—Tendré que contárselo tarde o temprano.
La mirada de Héctor se oscureció hasta adquirir el color del musgo.
—No piensas llamarme, ¿verdad?
—Te telefonearé cuando te mande el borrador del artículo. Así me das tu opinión.
En sus ojos apareció el brillo irónico que me llamó la atención cuando le conocí, el día después de Reyes.
—No me refería a eso, señora periodista. Y lo sabes.
A falta de valor para replicar, dejé caer la vista al suelo. El viento me empujó un mechón de pelo entre los labios.
—Por detrás de ti se acerca un coche. Creo que es tu marido —advirtió Héctor—. ¿Tenéis un monovolumen plateado?
Me saqué el cabello de la boca. Arranqué la mirada de las puntas de mis botines y dije que sí con la cabeza. Héctor llevaba un ejército de abatimiento atrincherado entre las pestañas. Me acobardé. Estuve tentada de proponerle que huyéramos juntos en el primer taxi que viéramos. Él habló y me salvó de cometer ese desliz.
—Lo hemos pasado bien, ¿no?
Volví a asentir cabeceando. Héctor se estrujó una sonrisa marchita,
—Cuídate mucho, Clara Rosell.
—Lo mismo digo, Héctor Laborda.
—Te quiero...
—Y yo a ti... —articulé como pude.
Le vi pugnar por expandir la mueca de los labios en un triángulo. No lo logró. A mi izquierda, un automóvil se pegó a la acera. Sin necesidad de girarme supe que era el nuestro. El ronroneo del motor cesó. Oí abrirse la puerta del conductor. De soslayo espié los movimientos de Emilio mientras bajaba. No habló, ni nos miró a la cara, cuando se apropió de la maleta y la arrastró hasta el maletero. Parados uno frente al otro como lerdos, Héctor y yo aguardamos a que Emilio regresara para dar el tiro de gracia a nuestro amor tardío. Éste cerró el portón trasero. Se aproximó. Brindó a Héctor una mano rígida e intoxicó aún más la escena esbozando una risita. Precisamente Emilio, que era el paradigma de la simpatía.
—Bueno, Héctor, encantado.
—Igualmente. —El aludido sonrió con el júbilo de un conejo pillado en el cepo.
Fue breve el apretón de manos, Emilio alegó que debíamos ponernos en marcha y caminó hacia el coche sin más ceremonias. Intenté seguirle, pero no logré moverme. Las ganas de llorar me trepaban hasta la garganta como si fueran cucarachas. Héctor arqueó los labios. Parecía un niño haciendo pucheros tras haber sido acosado por el matón de clase. Oí cerrarse la puerta del vehículo. Cuando el motor comenzó a gruñir, yo seguía presa de la catalepsia. Héctor demostró poseer mejores reflejos que yo. Dio un paso al frente. Me besó la mejilla izquierda, luego la derecha. Susurró:
—No te olvidaré, Clara. Ojalá nos hubiéramos conocido cuando éramos jóvenes... y libres.
Antes de que pudiera responderle se separó con torpeza, atrapó el asa de su maleta y se dio media vuelta. Empezó a caminar con paso vacilante hacia la serpiente humana que se retorcía junto a la parada de taxis. Yo repelí la primera ofensiva de las lágrimas cuando abrí la puerta trasera, me quité el abrigo y lo arrojé sobre el asiento. En cuanto me instalé a la derecha de Emilio y me abroché el cinturón, mi marido soltó el freno de mano, giró el volante y nos integramos en la caravana de automóviles que se alejaban presurosos del aeropuerto. Desde el rabillo del ojo derecho intenté retener la última imagen de Héctor, con su abrigo de cuero negro, la barba de corsario honrado y esas manos que en algún tramo de su vida crecieron más de lo que les correspondía. Casi me eché a llorar. Emilio me devolvió a la realidad.
—Así que ese tío es el adefesio soseras que me decías. Pues salvo que esté perdiendo vista, yo diría que tiene buena pinta... Venís muy compenetrados, ¿no?
En las dos décadas que llevábamos juntos, mi marido jamás había sido tan sarcástico conmigo. Me tragué otros tres litros de lágrimas. No quise arriesgarme a responder, por si me fallaba la voz. Recorrimos un trecho en tenso silencio, hasta que Emilio redujo la velocidad en plena carretera y detuvo el coche en el arcén. Me asusté.
—¿Por qué paras aquí? Nos van a dar un golpe.
Emilio desembragó. Puso el freno de mano.
—No voy a esperar a llegar a casa para aclarar esto...
Deglutí más lágrimas y me enfrenté a sus ojos. Ahora me arrojaría a la cara puñados de preguntas ácidas para confirmar sus evidentes sospechas. Y yo... ¿qué debía hacer? ¿Mentirle con todo el cinismo del mundo, o confirmarle a bocajarro lo que él ya intuía de sobra? Para mi sorpresa, Emilio no parecía agrio cuando habló. Más bien ansioso. Y a la vez, enérgico. Tomó aire, lo expulsó con arrojo y dijo:
—Escúchame bien, Clara: ¡no me voy a dejar envenenar por lo que has hecho con ese tío, salvo que vayáis en serio! Te quiero desde que nos presentó Anita hace veinte años y no pienso echar nuestra relación por la borda así como así. ¡Eso que te quede bien claro! En cuanto a... si él te importa, ya lo hablaremos cuando estés... en condiciones.
Tuve que dominarme para no arrancar a llorar delante de él. Emilio alargó la mano derecha. Me dedicó un conato de caricia en el antebrazo.
—Ni te has dado cuenta de que vuelvo a dejarme barba, ¿verdad?
Tragué para despejarme la garganta.
—Vi enseguida que venías sin afeitar —susurré.
Él rescató su extremidad y pasó las yemas de los dedos por los cañones del mentón.
—He pensado que una barba canosa no queda tan mal. A nuestros años, ¿quién no tiene canas?
Me acordé de Héctor, cuyo pelo conservaba casi toda su negrura.
—Yo... —dije.
—¡Eso no vale! —protestó Emilio—. Tú te las tiñes.
—Pues claro...
Se me escapó una risa floja de puro corte. Emilio se sumó a la imprevista verbena. En la semioscuridad del coche, con el mentón manchado por la incipiente barba entrecana, volvió a ser el joven que me besó por sorpresa en el portal de la calle Ruzafa. Sólo que ahora su cuerpo abultaba bastante más, tenía plata asentada en el cabello y yo me había enamorado de otro hombre que sabía a menta y canela, y al que acababa de renunciar. Emilio quitó el freno de mano. Antes de embragar la marcha, añadió:
—Por cierto, te comunico que desde que te fuiste estoy a régimen. Me alimento igual que los grillos.
—¿Y eso por qué?
—Te prometí un cuerpo para el pecado si escribías un buen artículo. ¿No te acuerdas?
—Sí, claro...
—Pues yo he empezado a cumplir mi parte. Ahora te corresponde a ti sorprender al mundo con un artículo cojonudo. Demuéstrale al creído de tu jefe lo que sabes hacer.
—A sus órdenes, mi general.
Emilio puso la primera y abandonó el arcén con cuidado. Tras haber circulado unos metros, nos adelantó un taxi. Intenté distinguir en la noche los rasgos del pasajero que ocupaba el asiento trasero. Era un hombre, de eso estuve segura, pero no logré identificar en él nada que pudiera confirmar la identidad de Héctor. Eso agrandó el vacío en mi corazón. Contemplando cómo se alejaba el vehículo donde tal vez viajaba el hombre que me había besado bajo la nieve, fui consciente de que se habían acabado para siempre las caricias de sus grandes manos, la mirada glauca como una esmeralda recién tallada y esa sonrisa que troquelaba un triángulo entre la barba todavía negra. Y de que le iba a echar en falta toda mi vida. El golpe de lucidez me empujó de cabeza al profundo abismo donde se pudren las almas cándidas que no saben cerrar la puerta a los espejismos. Ojalá hubiera hecho caso de las advertencias de Mark cuando aún estaba a tiempo. Él ya hizo penitencia en ese lugar y sabía que la vida no regala finales felices a los insensatos que se enamoran a destiempo.
Y ahora ni siquiera iba a poder desahogarme llorando por Héctor. Debía esperar hasta bien entrada la noche, cuando mis tres hombres se hubieran quedado dormidos.
* * *