Capítulo 30

Vargas irrumpió como un vendaval en la sala de espera a la que nos había confinado su secretaria, una teutona bien entrada en años que bizqueaba horrores del ojo derecho. Durante nuestro primer encuentro con él me había forjado la idea de que era un hombre curtido y sereno, de los que no dejan traslucir sus emociones ni bajo coacción. Ahora sus rasgos de luchador transmitían una honda inquietud. Como si intuyera que no nos había incitado la cortesía a visitarle de nuevo y sin previo aviso. Nos agasajó con una sonrisa que me pareció forzada. Su apretón de manos fue mucho menos enérgico que el de la mañana anterior, casi precavido.

—¡Héctor, Clara! ¡Vaya sorpresa! ¿Qué puedo hacer por vosotros?

Héctor se aclaró la garganta. Yo escondí la mano derecha en el bolsillo del abrigo y apreté los dedos en un puño de nerviosismo. Ojalá el reciente descubrimiento no espoleara a Héctor a responder al jesuita con brusquedad y ponerle en nuestra contra, ahora que habíamos llegado tan lejos en la indagación.

—¿Nos puede dedicar unos minutos, Antonio? —dijo él, desplegando su cortesía más seductora—. No le robaremos mucho tiempo.

Deshice el puño. De momento, no íbamos mal. Vargas vaciló unos segundos antes de contestar:

—Natürlich. Por supuesto, hijo. Pasemos a mi despacho.

Nos guió hasta su oficina. Ocupamos las mismas sillas que el día anterior. Héctor la de la derecha, yo la de la izquierda.

—Elke me dijo ayer que le parecisteis encantadores los dos —dejó caer Vargas.

Opté por sonreír y mantenerme callada. Era mejor dejar que abriera fuego Héctor. Esa batalla era más suya que mía.

—A nosotros también nos cayó muy bien Elke —contestó Héctor—. Es una gran señora. Comprendo que mi padre se volviera loco por ella.

Vargas meneó la cabeza con brusca melancolía.

—Sí, era y sigue siendo fácil amarla. —Apoyó los robustos antebrazos encima del escritorio. A su rostro regresó la cautela—. Bien, vosotros diréis.

Héctor no se dedicó a marear la perdiz. Expuso con precisión de detective lo que habíamos averiguado sobre el asesinato del pequeño Andreas y sobre la muerte del presunto asesino, aunque eludió cuidadosamente revelar nuestra fuente de información. Las facciones de Vargas se contrajeron de inquietud. Temí que se levantara de la silla, nos agarrara a cada uno del pescuezo y arrastrara nuestros cuerpos fuera de su despacho. Puede que Héctor albergara el mismo temor, porque enseguida edulcoró su voz con la sacarina de la persuasión.

—Antonio, tenemos razones para deducir que mi padre mató al asesino de Andreas y que usted y Elke le proporcionaron la coartada que le salvó de ir a la cárcel.

Vargas abrió la boca para hablar, pero Héctor levantó la mano derecha a modo de freno y enlazó sin tregua las siguientes palabras. El otro se mordió el labio inferior y se resignó a seguir escuchando.

—Entiéndame, Antonio. No estamos aquí para interrogarle ni pretendemos juzgar a nadie. Y menos, a mi padre. Apenas le conocí, pero después de lo que he averiguado sobre él me inspira un gran respeto. No miento si le digo que me gustaría haber hecho algo por reencontrarme con él cuando aún vivía. Y quiero dejar bien sentado que lo que usted nos diga no saldrá de aquí, sea lo que sea. A mí no me interesa manchar el nombre de un muerto. Y Clara...

Héctor colocó su mano izquierda sobre la mía y la apretó. Sentí cómo mi rostro se convertía en un brillante rubí. A Vargas se le escapó una exigua sonrisa que se coloreó de picardía. No dejé acabar a Héctor y el jesuita se vio otra vez privado del turno de palabra.

—¡Señor Vargas, prometo no incluir en mi artículo nada que pueda perjudicar a Héctor o a cualquiera de ustedes!

—Llámeme Antonio, mujer —dijo él, con imprevista ternura. Quién iba a pensar que nuestro bloque de hormigón se ablandaría de sopetón como si fuera mantequilla caliente. Héctor aprovechó el cambio de actitud y retomó la palabra:

—Mire, es cierto que nunca me preocupé de averiguar qué clase de persona era mi padre, ni me importaba si estaba vivo o muerto. Ahora sé que no era un indeseable como me hicieron creer. ¡No me niegue la última oportunidad de conocerle mejor!

Vargas entrelazó las manos, recreando la vista en sus dedos de púgil.

—Desde que decidí consagrar mi vida a Dios —susurró con la cabeza gacha—, he sufrido dos crisis de fe. Sólo dos, pero fueron devastadoras...

Héctor y yo nos miramos con disimulo. Vi que él estaba tan sorprendido como yo por el inesperado giro de la conversación. Vargas levantó los ojos. Encajó su mirada en la de Héctor como si se hubieran quedado los dos solos en el despacho.

—La primera... —añadió, sin molestarse en reforzar la languidez de su voz— se desencadenó cuando conocí a Elke el mismo día que tu padre. Era una mujer tan alegre y espontánea. Y su belleza... ¡Qué puedo decir de su belleza! Habéis visto fotografías suyas de entonces. Desde que mi amigo y yo pisamos aquella cantina, supe que por esa mujer estaría dispuesto hasta a abandonar la Iglesia. Todo lo que siempre me había parecido importante perdió su razón de ser. Pero ella se prendó de Héctor, y en un segundo se me escaparon la fe y la mujer que me la había arrebatado. —Vargas encogió los hombros, que por su anchura semejaban hechos de granito—. Me resigné a que el Señor la hubiera destinado a otro, volví al redil y prometí velar por su felicidad y la de sus seres queridos. Eso es lo que llevo haciendo cuarenta años, que se dice pronto. Ahora sólo me queda rogar a Dios que no se lleve a Elke antes que a mí. No soportaría vivir sin tenerla cerca.

Vargas calló y posó la mirada en el dorso de sus manazas. A mi lado, Héctor se mordisqueaba el labio superior como si no supiera qué decir ni cómo comportarse. Yo permanecí callada, a la expectativa. El jesuita inspiró y reanudó el desconcertante soliloquio:

—La segunda vez que perdí la fe fue cuando lo del pequeño Andreas. Mis creencias no me sirvieron para explicarme por qué Dios permite que existan fieras capaces de hacer a un niño lo que aquel criminal le hizo a él. Cuando Héctor fue a reconocer a su hijo al depósito, vigilé que el funcionario le mostrara sólo la cara. Y antes convencí a Elke para que se quedara fuera. Desde hace treinta años cargo con los horribles detalles que me contó aquel inspector. Schubert se llamaba. Igual que el compositor. Franz Schubert.

Vargas meneó la cabeza. Descubrí la gasa de lágrimas que se había desplegado entre sus párpados.

—Nadie sabrá jamás de mis labios lo que ese pervertido le hizo a mi pequeño. ¡Nadie!

Deshizo el nudo de los dedos, apoyó las palmas de las manos sobre la mesa y se levantó muy despacio, como si cada gramo de su carne le pesara dos kilos. Dijo, con esa voz reblandecida que no le pegaba a la imagen de fortaleza que nos dio en la primera entrevista:

—Con vuestro permiso, necesito salir para hacer una llamada. Sólo serán unos minutos. Si me perdonáis...

Tragó ruidosamente y abandonó el despacho. Héctor me cogió de nuevo la mano y me dijo al oído:

—Aún acabaré pensando que fue nuestro cura quien se cargó al asesino de Andreas. ¿Tú le crees capaz?

Respondí con un encogimiento de hombros. Quién puede adivinar lo que esconde cada ser humano en las criptas de su alma.

—No sé qué decir —cuchicheé, casi sin voz. Me daba apuro que Vargas pudiera oírme—. A mí me parece un hombre íntegro. Si lo hubiera hecho él, seguro que se habría entregado a la policía.

—¿Para qué iba a entregarse? —objetó Héctor—. Proporcionando una coartada a mi padre, salían del atolladero los dos.

—No sé, Héctor...

Él guardó silencio. Se concentró en acariciarme el dorso de la mano y parte del antebrazo. El cosquilleo de la emoción reptó por mi espina dorsal. Y, desde luego, el despacho de Vargas no era el lugar propicio para dejarse llevar por accesos de lujuria. Quise pedir a Héctor que se detuviera, cuando él paró el inoportuno sobeteo y susurró:

—Hay que ver lo loquito que está el tío por Elke.

—De eso ya me di cuenta ayer. ¿No te fijaste en la cara que ponía al hablar de ella?

—La verdad es que no. Estaba demasiado ocupado cabreándome con él. De todas maneras, las mujeres sois más perspicaces para esas cosas.

Sentí la sombra de Vargas a mi lado y di un respingo. No le había esperado tan pronto. ¿Y si nos había oído cotillear? Héctor soltó mi mano. Los dos nos erguimos en las sillas como niños pillados en falta por el maestro a su regreso al aula tras una breve ausencia. El jesuita rodeó el escritorio y se sentó. Hilvanó una mueca meditabunda que se volvió mordaz en cuanto su mirada cayó sobre nosotros. Parecía divertirle nuestro apuro. Apoyó los codos encima de la mesa. Sujetándose la barbilla con las manos unidas en una pelota, propuso:

—Si os parece bien, vamos a trasladar esta pequeña reunión a casa de Elke. No tardaremos mucho en llegar. Vive bastante cerca de aquí y precisamente hoy he venido en coche. Tal vez estaba escrito que os presentaríais de esta manera...

—Antonio, no hemos querido...

Vargas no permitió a Héctor rematar la frase:

—No te preocupes, hijo. Ha llegado la hora de aligerar la conciencia. —Se despegó de la silla por segunda vez. Parecía más decidido que antes. También algo más ágil—. ¿Vamos?

Imitando su ejemplo nos pusimos en pie. Le seguimos fuera del despacho. En el hall, Vargas se detuvo para coger el abrigo y dar una breve explicación a su secretaria. La señora asintió, con cierta extrañeza en el ojo insumiso, y regresó a su tarea de golpear el teclado de un ordenador conectado a una pantalla anticuada y cabezona. Dado el tamaño del invento, no me extrañó que la pobre mujer bizqueara tanto.

—Antes iba andando a todas partes —observó Vargas dentro del ascensor—. Pero últimamente, algunas distancias se me apoderan. Achaques de la edad...

Le estudié de reojo. Llevaba bajo el abrigo de tweed un traje gris marengo combinado con una recia camisa negra. Sin corbata. Al parecer, no era partidario de esa prenda y menos aún del clásico alzacuellos. Tampoco se había protegido la garganta con una bufanda. Exhibía muy buen aspecto para ser un hombre de setenta y tantos años. Robusto y frágil a la vez. Igual todavía saltaba alguna chispa de deseo entre Elke y él cuando se reunían para hablar del pasado. O desde mucho antes. Ella abandonó al viejo Laborda casi treinta años atrás y en aquel tiempo los dos hombres andarían al inicio de la cuarentena. Seguro que Vargas conservaría buena planta entonces. Su morfología era de las que maduran bien. ¿Se vería azotado por la tentación de ir a la caza de la mujer amada, una vez rota la relación entre ella y Laborda?

El coche de Vargas, un Opel Kadett con más antigüedad que las pirámides de Egipto, la esfinge y el busto de Nefertiti juntos, aguardaba en el aparcamiento de la estación central de ferrocarril, situada a un paso del edificio donde Vargas dirigía la fundación que investigaba la emigración. Tenía su ironía que ahora el jesuita trabajara cerca del lugar donde él y Laborda conocieron a Elke en el sesenta y dos. Estuve a punto de preguntarle si aún existía esa cantina, pero no me pareció oportuno ni venía a cuento. Cedí a Héctor gustosamente el asiento del copiloto. Desde atrás podría observar mejor la pugna soterrada entre él y Vargas. Aunque hoy parecían muy compenetrados. Como si se hubieran convertido en padre e hijo.

Tardamos unos diez minutos en llegar a la calle de Elke. Pese a estar en pleno centro, al tener salida sólo por un extremo era lo suficientemente tranquila para no verse desbordada de tráfico ni coches estacionados. Nuestro cicerone aparcó delante del jardincillo donde Héctor me besó por primera vez. Jirones de nieve mullida forraban aún los setos y las ramas de los arbustos. Héctor se volvió. Me sonrió por el hueco entre los dos asientos delanteros. La respuesta aleteó en mis labios y voló como un pájaro hacia él. Vargas no dio muestras de haber advertido el intercambio de sonrisas. Bloqueó el freno de mano. Paró el exhausto motor y sacó la llave de contacto. Héctor y yo bajamos casi al mismo tiempo. Desde fuera vimos a Vargas descender del vehículo enlazando movimientos cansinos. Su forma física no debía de andar pareja con su buen aspecto. Cerró la puerta y deslizó la llave dentro del bolsillo derecho de su abrigo de tweed. Echó a andar delante de nosotros. Ante el portal de Elke pulsó uno de los timbres. De inmediato, el zumbido de la cerradura nos invitó a pasar. Él empujó la puerta. Sujetándola con una mano, hizo gestos con la otra para inducirnos a entrar en el patio. Luego sugirió que subiéramos delante. Alegó que de un tiempo a esa parte no se llevaba muy bien con las escaleras.

En la segunda planta, Elke nos esperaba bajo el quicio de la puerta. Llevaba un holgado jersey azul celeste sobre pantalones negros de punto, que conferían a sus caderas la redondez de una codorniz bien alimentada. No llevaba maquillaje y transmitía mucho menos lustre que el día anterior. Era evidente que la habíamos pillado en ropa de andar por casa y se había adecentado a toda prisa. Aun así, su antigua belleza resplandeció cuando Vargas alcanzó el rellano, resoplando como una locomotora de vapor, y sus ojos grises se asomaron a los de ella. Se regalaron el uno al otro sonrisas tan dulces como la tarta de ciruelas que esa mujer nos ofreció para acompañar el café. A mí me pasó por la cabeza que la libido es lo único que resiste intacto a la decrepitud del cuerpo y sólo muere cuando se nos para el corazón.

—Esta escalera cada día me cansa más —masculló Vargas entre los jadeos que silbaban en la caverna de su pecho.

Dentro del vestíbulo olía a café recién hecho. Elke nos hizo pasar al saloncito pintado de blanco. Tanto el televisor como el ordenador estaban apagados. Nos quitamos con cierto incomodo los abrigos y las bufandas. Elke alargó los brazos para coger nuestras prendas. Antes de abandonar el cuarto con ellas en la mano, dispuso que Héctor y yo ocupáramos el sofá azul. Le obedecimos sin rechistar. Sobre la mesa auxiliar nos esperaban la cafetera y cuatro tazas. Cuando Elke regresó, Vargas le sugirió que se sentara en el sillón. Él trajo una silla de la cocina y se acomodó enfrente de Héctor. Le miró a los ojos. De su boca escapó un suspiro. O tal vez aún le quedaban por expulsar jadeos de cuando subió la escalera.

—Bien, hijo. Ha llegado el momento. Son demasiados años cargando con este peso.

Elke se inclinó hacia delante. Cubrió con la mano el antebrazo de Vargas. Él ahuecó el plumaje como un pajarillo confiado.

—Antonio, es mejor que cuente yo.

—Está bien. Lo haremos como tú digas.

Los dedos de Elke se demoraron sobre el brazo de su amigo. Por fin los retiró. Tuve la repentina sospecha de que ese hombre le proporcionaba algo más que ayuda espiritual en sus horas bajas. Luego recordé que Vargas no llegó a abandonar la Compañía de Jesús. Y no daba la impresión de ser uno de esos curas que juegan a dos bandas. Claro que podía estar equivocada.

—El asesino de Andreas se llamaba Josef Schmidt —murmuró Elke—. Era vecino de nuestra calle. Vivía en las casas al otro lado, pero no en el bloque justo enfrente, sino uno más abajo. Desde nuestro dormitorio podíamos ver su ventana del cuarto de estar. No saben lo duro que era tener a ese hombre tan cerca... —Una rápida inspiración desgajó sus palabras—. Cuando el juez decidió que no había suficientes pruebas para culparle del asesinato, Héctor cayó en una depresión aún más grande que antes. Todos sufrimos mucho entonces, también Antonio, aunque nuestro dolor no era nada comparado con el de Héctor. Se obsesionó con ver a ese monstruo castigado. Pero Schmidt quedó en libertad y Héctor se volvió loco...

Elke cortó el goteo de palabras. Se irguió en el sillón. Levantó la cafetera de cristal y nos ofreció. Ninguno quisimos. La angustia que había invadido esa habitación era de las que contraen el estómago. La oronda señora se arrellanó en la butaca y tomó aire. Eso no suavizó los surcos que de repente envejecían su rostro. Sentado en la silla robada de la cocina, Vargas volvía a respirar con preocupante fatiga. Viéndoles tan torturados casi me ahogué de congoja. Héctor me apretó la mano. La suya también ardía de sudor. Pero el contacto con sus dedos me calmó el impulso de huir por piernas.

Tras conocerse la sentencia, prosiguió Elke, cada vez que entraba en el dormitorio veía la estampa depauperada de Héctor al trasluz de la ventana, acechando con avidez los movimientos de Schmidt. Ella se colocaba de vez en cuando a su lado y juntos espiaban al monstruo en su guarida. Durante aquellas noches de estío aprendieron su rutina según la luz que iluminaba los visillos de su cuarto de estar. Si los flagelaba un parpadeo azulado, sabían que estaba viendo la televisión. Cuando resplandecían en amarillo, interpretaban que Schmidt cenaba bajo la potente lámpara del techo. Varias veces distinguieron su silueta de pie tras los visillos luminosos y supieron que el monstruo también les observaba a ellos. Pero llegó el día en que Elke se hartó del insano espionaje. Reanudó el trabajo en Correos y se habituó a visitar a Antonio en su casa al concluir la jornada laboral. Hablar con él le hacía más llevadero aquel dolor y le daba fuerza para soportar la imagen de Héctor de pie ante la ventana, cada día más flaco y más taciturno. Para evitar verle desde la cama, dilapidó sus noches insomnes tumbada en el sofá mientras él se consumía entre los visillos como un mosquito descarriado.

Un atardecer de estío, Héctor salió de la habitación con ojos febriles y atravesó el saloncito en tres zancadas. Pasó por delante de Elke sin decir nada. Apenas hablaba ya desde que fue hallado el cuerpo de Andreas. Enseguida, ella oyó que se cerraba la puerta del piso. Despegó con esfuerzo el cuerpo apático del sofá y se aproximó a la ventana. Desde allí vio a Héctor caminando encorvado bajo el denso crepúsculo. En la mano derecha llevaba un bulto alargado que Elke no logró identificar. Varios metros delante de él avanzaba la silueta de Josef Schmidt. El monstruo.

Pasadas las tres de la madrugada, Elke yacía aún despierta en el cuarto de estar cuando oyó ruido de llaves en el vestíbulo. Luego el impacto de la puerta. Y el fúnebre chasquido de la cerradura. Identificó los pasos de Héctor y sintió una terrible repugnancia hacia él. Empezaba a aborrecer al espectro taciturno que en ese mismo instante pasaría por delante de ella para ocupar el puesto de vigilancia en el dormitorio. Pero él no entró. Los oídos de Elke registraron el gorgoteo del agua en el baño. Dedujo que Héctor había abierto un grifo. Tal vez el del lavabo. Permaneció atenta al incesante fluir del líquido.

Y aisló otro sonido. Como si Héctor restregara algo con un cepillo. Se acordó entonces de cuando obligaba a Andreas a cepillarse las uñas antes de acostarse. La imagen del pequeño le hirió tanto que brincó del sofá e irrumpió en la oscuridad del corredor, hendida por una daga de luz que escapaba del baño a través de la puerta entornada. Ciega de ira, Elke empujó la madera para exigir a ese demente que dejara de molestar en mitad de la noche.

Héctor se inclinaba sobre la pila. Al oírla entrar, un espasmo le sacudió los hombros. Alzó la cabeza con lentitud de tortuga temerosa. Su cara macilenta se reflejó en el centro del espejo. Elke vio las lágrimas que le patinaban mejillas abajo.

Y el brillo de fiebre que envilecía sus ojos gatunos. Los mismos que en tiempos latieron dentro de su corazón. Huyendo de aquella execrable estampa, dejó resbalar la vista hacia el lavabo. Y vio la porcelana salpicada de motas rojas. Y un cordón de agua deslizándose sobre el cuchillo de trinchar la carne. La hoja aún estaba jaspeada de sangre. Héctor soltó el cepillo con el que había estado frotándose las uñas. Hizo una mueca y murmuró:

—Ich habe Andreas gerächt26

Ella advirtió la franja granate que orlaba los puños de su camisa y le temió como jamás había temido a nadie. Quiso salir corriendo para llamar a la policía. O a Antonio. Incluso al vecino de al lado. Pero el pavor le impidió moverse y secó sus cuerdas vocales. El ser maligno del espejo la observó inmóvil, hasta que un brusco sollozo distorsionó el silencio de su imagen. Elke se vació de miedo y sólo le quedó una inmensa pena por el padre huérfano de hijo. Fue hacia él muy despacio. Cogió sus manos y le cepilló las uñas igual que en otra vida hizo con las de Andreas. Arrancada la sangre de la piel, le secó los dedos con papel higiénico que echó al retrete, cerró el grifo y alejó a Héctor del lavabo. Mientras le iba empujando hacia la puerta, descubrió en el suelo una bolsa de plástico tiznada de rojo. Al lado, los guantes que Héctor usaba en invierno, manchados de la misma sustancia. Él no se resistió cuando le arrastró hasta el dormitorio. Allí se dejó desvestir como si fuera un niño de pecho. En cuanto estuvo en pijama, Elke le hizo acostarse y le obligó a tomar dos somníferos. Héctor cerró los párpados y se durmió al instante.

Nuestra anfitriona calló, vertió café en su taza y se lo bebió como si tragando contuviera las lágrimas que ya asomaban a sus ojos. O quizá necesitaba combustible para narrarnos cómo guardó la ropa manchada y el resto de pruebas en la bolsa de hacer la compra, que escondió bajo el fregadero. Frotó el cuchillo con el estropajo y lo guardó en el fondo de un cajón. Por último fue al baño y restregó el lavabo y el suelo con ríos de detergente. Al acabar quedó tan exhausta que le fallaron las piernas. Tuvo que sentarse en la tapa del váter, donde sollozó por el hijo al que no volvería a arropar, por la fiera que había suplantado a Héctor y porque en el fondo de su alma mutilada celebraba la desaparición del monstruo de enfrente.

A las cinco recuperó fuerzas para telefonear a Antonio. Él acudió muy alarmado por el extraño aviso. En cuanto vio la cara de Elke, cerró la puerta y la abrazó durante una eternidad bajo la tenue luz del plafón. Puesto al corriente de lo ocurrido, Antonio demostró poseer muy buenos reflejos. Se ofreció a llevarse las prendas delatoras a su buhardilla, donde conservaba una estufa de carbón que el dueño jamás se había molestado en retirar. El trasto llevaba inactivo muchos años, pero serviría para ir quemando las pruebas poco a poco, sin peligro de provocar un incendio o ser descubierto. Luego propuso bajar a la calle para inspeccionar el coche en busca de huellas que acusaran a Héctor. Lo hallaron limpio como una patena. Al despertar horas después, Héctor les confesó que había usado los guantes para conducir de vuelta a casa desde el bosque donde acabó con Schmidt. Llevaba semanas planeando su venganza hasta el detalle más insignificante.

—Pero la policía dio con él —me atreví a intervenir—. ¿Se les escapó entre todos alguna prueba?

Ahora contestó Vargas:

—Sospecharon de Héctor, porque un vecino observó desde su ventana a un hombre que merodeaba entre los coches aparcados llevando a Schmidt del brazo. No pudo verle bien la cara, pero creyó reconocer a Héctor. En esa calle, quien más y quien menos sabía lo ocurrido y al testigo le extrañó que fueran los dos juntos. A nosotros, Héctor nos contó que obligó a Schmidt a ir hasta allí, amenazándole con clavarle una navaja en los riñones. Una vez en el coche abrió el maletero, le golpeó en la cabeza, le empujó dentro y se lo llevó al mismo bosque donde encontraron al niño.

—Y en cuanto supieron que mi padre estaba siendo interrogado en comisaría, ustedes acudieron para proporcionarle la coartada —apuntó Héctor.

—En efecto —respondió Vargas con calma—. Nada más llamarme Héctor desde allí, localicé a Elke y fuimos sin perder ni un minuto. Había que darse prisa, por si la policía conseguía sacarle algo. Pero llegamos a tiempo...

—Antonio —empecé con cautela; no quería meter la pata por hablar más de la cuenta—. Tengo una duda. Que conste que no pretendo censurar nada de lo que hicieron esa noche. Es sólo una pregunta. Si me permite hacérsela.

—Adelante, hija. Ya que hemos llegado hasta aquí, no vamos a andarnos ahora con remilgos...

—Hum... ¿siendo usted sacerdote, no habría sido más lógico convencer a Héctor para que se entregara a la policía, en lugar de eliminar las pruebas y proporcionarle una coartada falsa?

Vargas me sonrió con triste mordacidad.

—Soy sacerdote, Clara, ¡no el sheriff de Dodge City! ¿A quién hubiera beneficiado que Héctor acabara en la cárcel? Él empezó a pagar por su crimen mucho antes de cometerlo. Y siguió expiándolo durante el resto de su vida. Podéis creerme, para él cada nuevo día era una prolongación de su infierno. —La caja torácica de Vargas silbó cuando la llenó de aire inspirando. Susurró—: Además, yo estaba en deuda con él. Le había traicionado.

Escruté su semblante de boxeador curtido en demasiados rings. ¿Cómo pudo haber traicionado a su amigo? De soslayo advertí que Héctor también le miraba con curiosidad. Vargas suplicó a Elke permiso con los ojos.

—Voy a contarlo —dijo—. Llevo treinta años culpándome por ese error.

Ella bajó la mirada hasta sus rechonchos pies calzados con zuecos ortopédicos.

—No fue un error. Para nosotros es tarde ya, pero siempre estuve segura de que no fue un error...

Vargas meneó la cabeza.

—Nunca debí dejarme llevar. Tenía mis principios. ¡Hice unos votos! Para poder vivir en paz, un hombre debe ser consecuente con sus creencias. —Se aclaró la garganta. Era la primera vez que le oía hacer eso—. La tarde en que mi amigo mató a ese criminal, Elke y yo habíamos estado... juntos. En mi casa.

La mano de Héctor presionó la mía. No me hizo falta mirarle para saber que pensaba lo mismo que yo. Vargas torció la boca en un rictus amargo.

—Vuestras caras me dicen que habéis comprendido, así que no daré más explicaciones. No sé por qué ocurrió. Nunca lo habíamos hecho antes. Ni repetimos después. —Miró a Elke y su rostro se revistió de almíbar—. Tal vez la culpa fuera de esos ojos oceánicos, como decía el viejo Neruda. Es muy difícil resistirse a algo tan hermoso, aun sabiendo que estás traicionando a Dios y a tu mejor amigo, y te arrepentirás toda la vida. Yo cargo con esa culpa desde aquel día. Las equivocaciones suelen pegarse a la conciencia. Aunque al mismo tiempo sean... lo más bonito que te ha ocurrido jamás. —Se paró a respirar y exclamó con rotundidad—: ¡Había traicionado a Héctor y mi deber era ayudarle! Aunque al pobre no le sirvió de mucho. Nunca se recuperó de lo de Andreas, ni escapó del infierno que cargaba dentro... ¡Ninguno de nosotros volvió a ser como antes!

Vargas echó una ojeada a Elke, que le contemplaba sin disimular su embeleso. Se me ocurrió que el viejo Laborda fue la pasión que cegó a esa mujer, pero el verdadero amor que le habría dado serenidad era el recio jesuita sentado enfrente de Héctor. El hombre que después de probar la carne decidió ser consecuente con su voto de castidad.

—Tu padre mató a ese malnacido —recalcó Vargas, dirigiéndose a Héctor—, pero no fue el único que deseó su muerte. Aquí dentro. —Colocó la mano derecha sobre el pecho—. Me alegré de que ese tipo hubiera recibido su merecido. Yo mismo habría acabado con él, de haber tenido valor. —Empezó a jadear como si tuviera el corazón muy enfermo de tanto cargarlo con sentimientos inadmisibles y ese atroz secreto—. Andreas era como un hijo para mí. Le miraba a los ojos y veía a su madre... —El rostro cuadradote se le iluminó fugazmente, pero se apagó enseguida—. Sé que como sacerdote es mi deber condenar la venganza de Héctor y lo que hicimos nosotros para encubrirle. Sé que nunca debí convertirme en cómplice de aquel crimen, aunque lo hubiera desencadenado otro mucho peor. Pero también soy un hombre y tengo mis agujeros negros. Y de todos modos, dentro de muy poco me tocará responder ante Dios de lo que he hecho mal en esta vida.

—¿Y mi padre llegó a enterarse de..., digamos... de su equivocación con Elke?

Vargas negó con la cabeza.

—Como comprenderéis, creímos conveniente ocultárselo. En su situación, nuestra sinceridad no le habría hecho ningún bien. Además, Elke y yo no volvimos a... caer. Lo que ocurrió aquella tarde quedó atrás para siempre...

Observé de reojo a Elke. Por la expresión de su cara deduje que ella habría continuado de buena gana aquel amorío con Vargas.

Tenía gracia el resultado de mi temeridad periodística. Escarbando en la vida de un hombre que murió leyendo un salmo de penitencia que habla de adulterio y asesinato, acompañado únicamente por una vetusta botella de coñac español, había dado con un infanticidio cometido treinta años atrás, la venganza perpetrada por el padre del niño y ahora un triángulo amoroso en toda regla, con el morbo añadido de que uno de sus vértices era sacerdote. Qué pena que no pudiera incluir en el artículo ni la mitad de esta historia. Habría sido un bombazo. Vargas suspiró.

—Bien, ya conocéis nuestro secreto. Después de treinta años cargando este peso, creedme si os digo que sienta bien compartirlo con alguien.

Elke asintió, moviendo levemente la cabeza.

—Espero que hagáis buen uso de la información. No por mí, sino por Elke.

La advertencia de Vargas me pareció innecesaria. Incluso ofensiva. ¿No le habíamos prometido de sobra que mantendríamos la boca cerrada?

—Puede estar seguro, Antonio —le tranquilizó Héctor—. Seremos respetuosos con lo que nos han contado.

No hacía falta ser un as de la diplomacia para percibir que todos aguardaban mi declaración de intenciones.

—Tienen mi palabra de que en el artículo sólo incluiré lo que nos contó Elke ayer.

Elke y Vargas se sonrieron el uno a otro, después a nosotros. Quedó sellado el pacto de silencio. Igual que en las películas de mafiosos. ¿Nos mandaría liquidar Vargas a través de algún sicario, como un vengativo capo de la mafia, si nos diera por irnos de la lengua? A mi lado, Héctor tosió.

—Antonio, ¿podría decirnos en qué cementerio está enterrado mi padre? Le parecerá un sentimentalismo fuera de lugar, pero me gustaría visitar su tumba. Ya que no me reencontré con él en vida, por lo menos...

Dejó la frase inconclusa, como si le avergonzara su pregunta. Vargas le premió con una sonrisa paternal.

—Nada de sentimentalismo, hombre. Yo mismo puedo llevaros mañana si no tenéis inconveniente en volver a subir a mi cacharro. Eso sí, tendría que ser pronto. A las ocho como muy tarde. Después tengo toda la mañana ocupada.

Le aseguramos que las ocho sería buena hora. Vargas propuso esperarnos en la cafetería del hotel. Eso también nos pareció bien. Y de pronto, ninguno de los cuatro supo qué decir. El mutismo se espesó hasta convertirse en denso y pegajoso. Fue Héctor quien se decidió a acabar con él:

—Bueno, creo que ya hemos abusado bastante de la hospitalidad de Elke. Se está haciendo tarde y será mejor que nos vayamos. ¿No te parece, Clara?

Yo asentí con la cabeza. Creo que teníamos las mismas ganas de largarnos de allí, porque nos levantamos a la vez. Una vez incorporados, nos soltamos las manos. Elke tardó algo más en ponerse en pie. Salió del cuarto de estar encadenando sus anquilosados pasos de posible reumática. Vargas nos imitó con mucha pesadez de miembros y fue a devolver la silla a la cocina. Regresó unos segundos antes de que Elke entrara con nuestros abrigos y las bufandas. Nos los pusimos en un santiamén. Vargas se ofreció a llevarnos al hotel en el viejo Kadett. Pese a su impecable saber estar, las pupilas rodeadas de acero delataron un gran alivio cuando rehusamos la oferta. Nos estrechó la mano por turnos y se dejó caer como un fardo en el sillón. Allí le dejamos, con la cabeza reclinada contra el respaldo y los ojos entrecerrados. Por primera vez desde nuestra entrevista inicial, vi en él a un anciano casi tan cansado de vivir como mi padre.

Elke nos acompañó hasta el vestíbulo. Nos deseó mucha suerte y repartió un caluroso apretón de mano a cada uno. A mí me regaló una sonrisilla tejida con la picardía de la complicidad. Tuve bien claro cómo interpretarla. Salí de su casa presa del sonrojo más violento que recuerdo. Ella pulsó el interruptor de la luz de la escalera, murmuró Auf Wiedersehen!27 y cerró la puerta lentamente. Héctor y yo nos dirigimos en silencio hacia los escalones para bajar al patio. No habíamos avanzado ni medio metro, cuando él me cortó el paso en medio del rellano y me enredó en un abrazo tan enérgico que ya me vi volviendo a casa con todas las costillas quebradas.

—No aguanto ni media hora sin tocarte —me susurró al oído—. Te quiero mucho, Clara.

—Yo también te quiero.

Me dejé estrujar sin mover ni las pestañas. Nada debía romper el hechizo de ese momento. Cuando se apagó la luz, no me solté para volverla a encender. Era mejor seguir a oscuras. Así Héctor no descubriría las lágrimas que ya sentía viajar por mis mejillas. Porque acababa de comprender que en cuanto las ruedas de nuestro avión tocaran la pista de aterrizaje del aeropuerto del Prat, me caería encima el dilema más duro de toda mi vida.

Días de menta y canela
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