Capítulo 19
Anita se sirvió con avaricia del bufet de desayuno. Combustible hasta que coma algo en el tren, se excusó al ver mi cara de asombro. Yo tomé dos tostadas y un tazón de café con leche descremada. El diálogo fue parco esa mañana. Como si al habernos sincerado la tarde anterior, hubiéramos vaciado la cesta de los temas de conversación. O a lo mejor sólo estábamos demasiado somnolientas. Los Rosell nunca hemos sido aficionados a los parloteos matinales. Durante el desayuno no coincidimos con Héctor. Había desaparecido del mapa sin dejar rastro. Sospeché si no nos estaría esquivando adrede, aunque preferí atribuir su mutismo a la discreción. A las nueve y cuarto acompañé a mi hermana hasta el final de la calle donde, según el recepcionista, aguardaba el taxi para llevarla a la estación. Hacía tanto frío que cobijé la nariz dentro de la bufanda. Anita murmuró:
—Mensch, ist es kalt heute morgen!17
Se detuvo, dejó la maleta sobre los adoquines y se subió el cuello del abrigo. Después abrió el bolso Valentino y extrajo unos refinados guantes de cuero negro. Se los puso tan deprisa que no pude distinguir si también eran de marca. Anita levantó su Hermès y seguimos andando hasta el taxi. La despedida fue tan rápida como la extracción de una muela a manos de un buen dentista. Yo me moría por regresar al calor del hotel. Me goteaba la nariz. Había olvidado los guantes en la habitación y los dedos ya semejaban polos de limón. Anita parecía impaciente por regresar con el desgarbado Martin y esos niños rubios que podrían pasar por hijos de cualquiera, menos de ella. Intuí que tardaríamos en vernos de nuevo. Y en volver a tener algo que contarnos.
Anita abrió una sonrisa relámpago. Se declaró feliz por haber recuperado a su hermana mayor después de dos décadas de guerra fría. Yo respondí que también estaba encantada. Anita me dio recuerdos para Emilio y rogó que cuidara mucho de papá. Le pedí que saludara a Martin de mi parte. Y se nos agotaron las cortesías. Ella dijo Tschüs y se deslizó dentro del taxi. Hizo amago de cerrar la puerta. A los dos segundos se detuvo y me miró con seriedad entre las pestañas rebozadas de rímel.
—Por cierto, Clara, ¡cuídate del de los ojos verdes!
Lo inesperado del zarpazo me dejó muda. Ella envió desde el coche una sonrisita sabihonda.
—A ti también te gusta.
Cerró la puerta. El conductor arrancó y sólo tuve reflejos para despedir con la mano a mi petulante hermana, que mecía sus dedos enguantados a ras del cristal en lento zigzag como si fueran escobillas de goma. Y así desapareció Anita, sin haber llegado a desvelarme cuál era el trabajo de su marido en el Bundestag. Regresé al hotel aturdida por sus palabras, con las manos y los pies en estado de congelación. En el vestíbulo me arropó una nube de calor, dulce como el aroma a menta y canela que derrochaba el horno de la señora Gallina cuando preparaba galletas por Navidad. Deslié la bufanda. Desabroché el abrigo y consulté el reloj. Las nueve y media. En treinta minutos reaparecería Héctor para perturbarme durante el resto del día y los dos siguientes. Después de la tregua intercalada por la visita de Anita, me aceleré como un bólido. No supe si temblaba de frío, o de puro pánico. Subí a la habitación en busca de los guantes. Despilfarré casi un cuarto de hora peinándome y revisando el maquillaje. Antes de salir comprobé en el espejo el estado de los vaqueros y la camiseta ajustada con cuya compra celebré el éxito de la dieta. Mi coquetería estaba adquiriendo un matiz enfermizo, aunque ¿a quién podía importarle eso?
Entré en la cafetería a las diez menos cinco. Y allí estaba. El desaparecido durante horas. El diablo de ojos verdes de quien, según Anita, debía cuidarme. Ocupaba la mesa donde estuve ayer con mi hermana. Llevaba un grueso jersey de color aceituna gordal, con cuello de tipo polo, que me hizo pensar en un noble inglés aposentado en la biblioteca de su mansión campestre. Sólo le faltaba llevar una pipa colgada de la boca. Y tener el pelo menos negro. Leía con atención un papel que sujetaba en la mano izquierda. Sobre el tablero se diseminaban más documentos, además del móvil y una taza de café, no pude distinguir si llena o vacía. Héctor había instalado su oficina provisional en ese rincón. Él arrancó la vista de los papeles.
Le gustas, había dicho Anita. ¿Sería fiable su capacidad de observación? Si estaba en lo cierto, la soga de la tentación se estrechaba alrededor de mi cuello.
Arrastré los pies hasta la mesa. Me paré delante de él, tiesa como las lanzas del cuadro de Velázquez. Vi que la taza de café estaba vacía. Héctor me arrojó un brioso «Buenos días». Agrupó los papeles en una pila y los dejó sobre una silla vecina. Murmuró:
—No te quedes de pie, mujer.
—¡Qué madrugador eres! —balbuceé—. Veo que has estado trabajando.
—He repasado el presupuesto de una máquina que queremos comprar y de paso he hecho algunas llamadas. Pero ya he terminado. ¿Se ha ido tu hermana?
Estaba condenada a charlar con Héctor como si Anita no hubiera abierto las compuertas de la zozobra con su comentario. Fingiendo naturalidad, coloqué mis cosas sobre una silla. Tomé asiento enfrente de él.
—Ahora vengo de acompañarla al taxi. No te hemos visto en el desayuno.
—He bajado muy pronto. Como anoche me acosté a la hora de las gallinas, a las seis y media ya estaba despierto.
—¿Cenaste bien?
—Sí, tuve suerte. Caí en un restaurante majísimo y resulta que el camarero chapurreaba español. Me aconsejó muy bien. ¿A que no sabes qué tomé?
—Ni idea...
—¡Codillo! Me corrí una sublime orgía de colesterol, ¡sí señor!
Se me escapó la risa floja. Mal asunto. La presencia de Héctor acababa de despertar a la Clara adolescente. ¿Cómo iba a mantener en esas condiciones un diálogo de adulta? La culpa de todo la tenía Anita. ¿Qué le habría costado callarse la boca? Desde niña siempre se metía donde no la llamaban.
—Nosotras tampoco nos privamos. Y por la noche estuvimos hablando durante horas, hasta que mi hermana se quedó frita a mitad de frase. Lo malo es que con la cháchara me desvelé y apenas he dormido.
Él amplió la sonrisa. Un brillo risueño barnizó su mirada. A mí se me caldearon las tripas. Maldita sonrisa. Si al menos se hubiera levantado de mal humor, habría podido mirarle a los ojos sin poner en peligro mis circuitos eléctricos.
—Veo que habéis aprovechado el encuentro —observó él.
—Aclaramos muchas cosas que nos envenenaban desde que Emilio y yo... bueno, Emilio es mi marido..., en fin, desde que nos enrollamos. Te comenté que primero fue novio de ella, ¿no?
—Sí, me lo dijiste ayer...
—Aunque, no sé..., creo que por mucho que ahora hayamos hecho las paces, no acaba de funcionar la química entre nosotras. Anita y yo somos antagónicas.
¿Por qué le contaba eso? Cuanta menos confianza desarrolláramos entre nosotros, mejor para ambos. Él guardó la sonrisa. Suspiró y se cargó nuestra banalidad protectora, como quien rasga un envase de celofán con las tijeras de cocina.
—Te voy a decir una cosa, Clara. Puede que no sea políticamente correcto... —Se aclaró la garganta—. Pero me voy a arriesgar, aunque después pienses que callado estaría más guapo... ¿Sabes?, ayer... cuando os vi juntas a ti y a tu hermana...
Enmudeció como si las sílabas se le hubieran pegado a la lengua. Se rascó la cabeza. Vi que se ruborizaba por segundos. Me inquietó ver a Héctor Laborda lijándose el cogote con las uñas y adquiriendo la coloración de un carabinero. Salvo que estuviera sufriendo un jamacuco ante mis ojos, en cuyo caso moriría la conversación y se armaría un galimatías, sin duda me esperaba algo muy embarazoso.
—Dios, creo que estoy siendo un bocazas de campeonato...
No hallé ni una palabra que enviar en su auxilio. Él irguió el torso e inspiró muy despacio. Eso debió de insuflarle la fuerza necesaria. El rostro pasó de rojo carabinero a rosa salmón.
—Bueno, ya no hay vuelta atrás. Ahí va eso: ayer vi claro por qué tu marido... te eligió a ti, Clara. Y le alabo el gusto. ¡Yo habría hecho lo mismo!
Sólo pude mirarle. Muda. Mareada de éxtasis. Aturdida hasta la médula espinal. Y él se aferraba a mis ojos con los suyos. Mudo. No sé si extasiado. Pero sí aturdido hasta el tuétano. El trance duró hasta que él saltó de la silla, farfulló algo incomprensible y corrió hacia la barra. Regresó minutos después con dos espressos. A veces, los momentos embarazosos me agudizan la capacidad para observar los detalles. Por eso guardo el recuerdo de Héctor asiendo su cucharilla para remover el café sin haberse echado antes azúcar. Ni crema de leche. Ni nada de nada. Batió el líquido a punto de nieve, tomó un sorbo y parpadeó inquieto. Cuando habló, ya era el Héctor de siempre. Al igual que la sonrisa, torcida hacia un lado en un triángulo escaleno.
—Anoche observé una curiosa rivalidad entre vosotras, ¿sabes? Porque tu hermana es un bellezón. Eso salta a la vista. Aunque a mí me resulta... —Reflexionó durante dos o tres segundos— ... incompleta... Sí, digámoslo así. Le falta ese encanto que poseéis algunas mujeres y nunca he sabido definir. Sólo sé que es... un don. Y tu hermana es una mujer guapísima, seguro que de joven aún lo fue más, pero no tiene ese hechizo. Tú sí. Y ella te envidia por eso, mientras tú codicias su belleza cuando seduces mucho más que ella. Y me parece que ni siquiera lo sabes. —Héctor levantó la taza. La vació de un trago. Prolongado, tal vez calmante. Después añadió—: En resumen, eso es lo que me llamó la atención.
Ya parecía más tranquilo. A mí me invadió el pánico. Porque la inoportuna Anita estaba en lo cierto. Yo le gustaba a Héctor. Más que ella. Y verme correspondida por él suponía un riesgo mucho más grave que la destrucción de mis fusibles por abrasamiento. Allí había una amenaza real, palpable en la sonrisa de aquel hombre, en sus ojos lisonjeros, en las palabras que tanto le había costado formular. ¿Cómo iba a conjurar ese peligro durante dos largos días?
—En fin —musitó él—, perdona si me he metido donde no me llaman. No suelo jugar a la psicología de salón. Espero no haberte incomodado.
Oí susurrar la voz de una niña embelesada:
—No me has molestado en absoluto. Lo que has dicho es lo más bonito que oído en mucho tiempo. No lo olvidaré nunca.
La mano derecha de Héctor se apartó de la taza para deslizarse sobre el tablero de la mesa. ¡Iba en busca de la mía! Sin lugar a dudas. ¿Qué iba a hacer yo si su embajadora llegaba a rozar mi piel? ¿Me convenía darle cuerda para que siguiera adelante? ¿Y si Héctor sólo era un vulgar mujeriego disfrazado de marido fiel? Quizá sedujera a montones de mujeres con esa táctica. Y mi situación no me permitía lanzarme a una aventura fútil. En Valencia me esperaban un marido al que quería, aunque sin la pasión del pasado, dos niños que me necesitaban y un precario prestigio profesional que salvar de la ruina. Debía controlar mis impulsos sexuales, por mucho que Mark defendiera la imposibilidad de reprimir esas tentaciones. Debía apartar la extremidad que pronto sería rozada por la de Héctor, y guardarla lejos de su alcance.
No hubo necesidad de salvar nada, porque Héctor retiró su mano con brusquedad. Levantó un poquito la manga izquierda. Consultó el reloj y me miró. A sus ojos se asomaba la faz del miedo.
—Las diez y veinte —dijo—. Convendría ponernos en movimiento, ¿no crees?
No sé si logré disimular mi alivio. Puede que no.
—Desde luego. La oficina de Vargas no está lejos. Si salimos ahora, podemos ir andando sin prisas.
Él se puso en pie. Recogió sus papeles y el móvil.
—Voy a dejar esto en la habitación y cojo mi abrigo. Tú ya lo tienes todo, ¿no?
Afirmé con la cabeza.
—¿Hace mucho frío? —quiso saber él.
—Muchísimo.
Prometió regresar en cinco minutos y se alejó dando pasos inusitadamente indecisos para el aplomo que solía mostrar. Como si se arrepintiera de haber estado a punto de tocarme la mano. O tal vez no. ¿Y si me lo había imaginado todo?