Capítulo 14

El lunes pisé la Terminal B del aeropuerto del Prat a las ocho y cuarto de la mañana. Busqué la cafetería donde había quedado con Héctor. Desde lejos le distinguí entre la gente que se apretujaba ante la barra. Sorbía café con la indiferencia de quien se aísla de un entorno que no le interesa. Vestía muy moderno, con vaqueros y un jersey negro de cuello vuelto por fuera del pantalón. La tripita que creí descubrir cuando le vi en el hotel Ibis, no existía. Su vientre parecía una tabla de planchar. Una aserción a todas luces inquietante. El abrigo de cuero descansaba sobre una maleta de tamaño mediano, a la que Héctor se pegaba como si temiera a los ladrones. Debí de mirarle con excesivo entusiasmo, porque él apartó la boca de la tacita y se giró. En un segundo pasé de observadora a objeto de estudio. La sonrisa triangular rasgó su barba y a mí me abrió mil grietas en las rodillas. Arrastré hasta él la maleta de los viajes exóticos, que había dormido un plácido sueño en el trastero desde que me quedé embarazada de la niña que no llegó a nacer. Héctor me besó en la mejilla izquierda. Luego en la derecha. Le envolvía el suave perfume copiado a Emilio. «Ojos verdes, verdes con brillo de faca, que se han clavaíto en mi corazón», me canturreó al oído el vozarrón de Mark. Ahuyenté el recuerdo de esa copla y de las molestas profecías de mi amigo. Exigí dignidad a la boba de Clara Rosell, que sin duda empezaba a chochear.

—¿Qué tal, Clara? —preguntó Héctor—. ¿Quieres tomar algo?

Me inquietó estar tan cerca de él, con todas las vías de escape obstruidas por los desconocidos de al lado y nuestro equipaje.

—No, gracias. He desayunado en el hotel.

—Y yo en el tren. Pero nunca hago ascos a un café.

Héctor no había pernoctado en Barcelona como hice yo. Había venido desde Zaragoza en un tren nocturno con camas. Según me explicó por teléfono, odiaba dormir solo en un hotel y lo evitaba siempre que podía.

—Yo prefiero no tomar nada —insistí—. Es que me da miedo volar y se me revuelve el estómago.

Héctor se echó a reír.

—A mí también me da canguelo de un tiempo a esta parte. Pero lo mato con cafeína.

—Curioso sistema. Creía que para eso sirven los Valium. —Se me escapó un puyazo maligno—: ¿Lo del café es una idea de tu mujer para controlar la ansiedad generada en los vuelos?

Héctor respondió con carcajadas.

—Mi mujer sufre tanto en los aviones que tengo que acariciarle la mano como a los críos. Así que tranquila. Si te pones de los nervios, aquí está tu psicólogo de guardia. Tengo mucha práctica.

Litros de sangre me ahogaron las neuronas y la facultad de pensar, o de responder con algo de ingenio. De mi ser quedó sólo una bombilla roja a punto de fundirse por exceso de calor. Él no dio muestras de haber advertido la mutación. Levantó la manga izquierda del jersey y consultó el reloj.

—¿Qué te parece si facturamos el equipaje y subimos a la zona de embarque? Es un poco pronto, pero aquí no hacemos nada.

Aprobé la propuesta con una inclinación de cabeza, el único movimiento que logré hacer. Él dejó unas monedas sobre la barra. Levantó el chaquetón y extrajo un periódico de un bolsillo de la maleta. Explicó que lo acababa de comprar en el quiosco y le echaría un ojo durante el vuelo. No hablamos mientras arrastrábamos el equipaje hasta el mostrador que nos correspondía. Después de realizar los trámites de rigor y confiar nuestras pertenencias a una cinta de caucho negro, subimos a la zona de embarque por la escalera automática. Arriba, dos policías nos revisaron a conciencia antes de dejarnos entrar en el recinto reservado a los que van a volar.

—Y bien, Clara Rosell —preguntó Héctor cuando ya recorríamos un pasillo bordeado de tiendas—, ¿qué planes tenemos para hoy?

Creía estar recuperada del sofoco, pero aun así me sobresalté. Intenté forrar mi respuesta de eficiencia:

—A las cuatro y media nos espera Antonio Vargas, el jesuita...

—Ah sí. El hombre que me llamó de parte de la policía para comunicarme lo de mi padre. ¿Le has dicho que voy contigo?

—Sí, claro.

Caminamos algunos minutos más en silencio, hasta que Héctor se paró ante una de las puertas de embarque. Sacó su billete y lo estudió. Luego movió la cabeza con gesto satisfecho.

—Aquí es. Ahora toca esperar un rato...

Nos sentamos cerca de la manguera gigante por la que subiríamos al avión en cuanto abrieran el acceso. Me acordé de mi padre cuando se asomaba por la ventana de la cocina y afirmaba que los supositorios plateados del cielo iban a Madrid o a Barcelona. Tanto tiempo oyendo desvaríos paternos y viéndoles la panza a los aviones que despegaban del cercano aeropuerto, me dejó secuelas en la sesera. A los diez años quise ser azafata para volar a Madrid o Barcelona, vestir un uniforme azul con pañuelito al cuello y servir café a un comandante qué poseyera los rasgos del Pequeño Joe de Bonanza. Ahora, con cuarenta y cinco, me hallaba curada con creces de aquella fiebre aeronáutica. No sentía ninguna ilusión por surcar los cielos. Sólo notaba el estómago apretado como una albóndiga de ansiedad.

—El bueno de Vargas pensará que soy un monstruo —murmuró Héctor—. Cuando le espeté que no tenía intención de hacerme cargo de... bueno, del cadáver de mi padre y que tampoco iría al entierro, noté cómo se quedaba helado. Reconozco que no fui nada cordial con ese hombre. Estos últimos días, no creas que no le he dado vueltas al tema. Ya no sé si hice bien o mal. Aunque a estas alturas da lo mismo...

Capté el conflicto que le agobiaba. Casi toda la vida sin saber nada de su padre, para que a los cuarenta y tantos un desconocido le comunicara su muerte por teléfono desde Alemania. Menudo dilema.

—Lo comprendería. Seguro. ¿Te comentó que conoció a tu padre?

La sorpresa de Héctor fue de antología.

—No. No me dijo nada. Claro que apenas hablamos. ¿Te contó algo sobre él?

—Poco. No estuvo muy comunicativo. Sólo dijo que tu padre fue un buen cristiano, pero Dios le sometió a una prueba muy dura y se rompió. Palabras textuales.

—Una prueba muy dura y se rompió... —se mofó Héctor con amargura—. Lenguaje de curas. ¿No fue más explícito?

—No. Le pregunté qué le ocurrió, pero me despachó diciendo que no se creía con derecho a divulgar la vida de un hombre que ya no está en este mundo para darle su permiso. Y me despachó. Me quedé con un palmo de narices y con la sensación de que a tu padre le pasó algo horrible.

—Estos curas siempre tan sibilinos.

—No eres muy amigo de las sotanas, ¿eh?

—¡No los puedo ver! A mi madre le comieron el coco y la convirtieron en una beata. Como si la pobre no hubiera tenido bastante con volver de Alemania separada y sin un duro, en plena época de catolicismo por decreto y mojigatería. —Héctor suavizó su inmenso rencor con una sonrisilla—. Esto lo puedes incluir en el artículo, señora periodista. Tienes mi permiso. ¿A qué hora has dicho que nos recibe el jesuita?

—A las cuatro y media en la sede de la fundación que dirige. Esa que...

—Ya sé —me cortó—. La fundación a la que doné la dichosa botella de coñac y los ahorros de mi padre. En fin —intentó bromear—, seré educado con el señor Vargas. Lo prometo.

Le miré. Sonreía como un niño travieso al que hubieran pegado una barba postiza para acudir a una fiesta de disfraces. Quise agradarle.

—Eso no lo he dudado en ningún momento. Tienes pinta de buen chico.

La ironía chisporroteó en sus ojos y yo casi sufrí una nueva mutación en bombilla escarlata.

—Pues muy mal, Clara. En esta vida nada es lo que parece. Aquí donde me ves, iba para delincuente juvenil.

—¡Me estás tomando el pelo!

Héctor se rió con ganas. De pronto parecía de excelente humor.

—En absoluto. A los catorce era un bala perdida. No acabé en el reformatorio de milagro. Méritos hice muchos, desde luego.

¿Se estaría burlando de mí para amenizar la espera? Eché otra ojeada a su cara. Vi la habitual mordacidad en sus ojos, pero ni rastro de burla. Héctor Laborda, padre de dos hijos, director de producción de una fábrica de componentes electrónicos y seductor por naturaleza, no estaba de broma.

—Quién lo diría. Con lo modoso que pareces —murmuré. Al instante, sospeché que tal vez no fuera nada modoso.

—Pues sí, Clara Rosell, mataba la frustración de la época haciendo barrabasadas, hasta que me pilló por banda un cura de la parroquia. Como mi madre era clienta de la casa, me llevó casi a rastras a hablar con él. Y ese tío no era un cuervo de los que le comían el coco a la pobre, sino un rojo que leía y quería cambiar el mundo. Así le fue, que duró en el barrio lo que un suspiro. Pero antes de que le trasladaran a un pueblo del quinto pino, consiguió enderezarme. Y no creas que lo tuvo fácil. Ahora intento aplicar su método con mi hijo pequeño, que es una pieza de cuidado, pero no me da resultado. Aunque su madre tampoco se hace con él. Y eso que es psicóloga. —Héctor rubricó la imprevista confesión con un suspiro—. En fin, no sé por qué te cuento esta película cuando estamos a punto de coger un avión.

Por segunda vez, Héctor se arrepentía de haberme permitido atisbar sus emociones. Igual que durante nuestra conversación en la cafetería del hotel de Zaragoza.

—Suena a película de joven descarriado que es reformado por un cura con pinta de Spencer Tracy —observé, por aportar algo que me pareció mundano—. ¿Eso también lo puedo incluir en el artículo?

—Mejor no —rió él. Sus dientes lucían níveos en contraste con la barba. Héctor era de pronto la viva estampa de un corsario saltarín surgido de una película en tecnicolor—. Claudine me mata si sale a relucir mi adolescencia de bandarra. —Consultó la hora—. Aún nos queda un rato. A ver, Clara Rosell, háblame de ti. Ahora voy a ser yo el periodista.

Vaya ocurrencia. Con lo monótona que se había vuelto mi vida desde que tuve a los niños. Ese hombre tenía ideas de bombero.

—¿Y qué quieres que te cuente?

El corsario no se dio por vencido.

—Pues, por ejemplo, tu vida en la emigración. Si añoras Alemania. Si viajas allí a menudo... ¿Sigo dándote ideas?

—No, gracias. Con eso vale —contesté a regañadientes; no me apetecía nada hablarle de mi vida en la austeridad de la emigración—. Pues mira, no echo de menos vivir allí. Volví a Alemania algunas veces con mi marido antes de que nacieran los críos, porque él insistió en conocer aquello. Y en cuanto a mi vida de emigrante, fue muy austera y con poco arraigo. Crecí con la sensación de no pertenecer a ninguna parte. No era alemana, ni tampoco española. No era carne ni pescado. Así que cuando mi padre anunció que había encontrado trabajo en Valencia y nos volvíamos a España, fue uno de los días más felices de mi vida. —Paré unos segundos para respirar—. Pero una vez en Valencia, no fue todo tan idílico. Me costó lo mío adaptarme a la vida española, porque seguía siendo un bicho raro. Creo que mis padres, como muchos emigrantes, se agarraron al recuerdo de un país que a su regreso ya no existía. Todo lo que me contaron de España y los valores que me transmitieron se habían quedado tan desfasados, que sólo me sirvieron para seguir siendo diferente. Aunque mi hermana aún lo pasó peor, no creas. Ella ya nació en Düsseldorf y siempre fue alemana hasta la médula. Más que Adenauer, según mi madre. Hace años se casó con un alemán, ahora vive en Berlín y es mucho más teutona que mi cuñado. ¡Dónde va a parar!

Por el rabillo del ojo vi sonreír a Héctor. Eso me estimuló a seguir hablándole de Anita, la alienígena en aquella familia de marcianos apellidada Rosell.

—Cuando mi padre nos dijo que íbamos a volver a España, mi hermana montó una escena de película. ¡Una mocosa de diez años! Después se pasó todo el santo viaje llorando. Pero a ella se lo perdonaban todo. Era la más graciosa. La más guapa. Un bellezón agitanado como mi madre. Yo no saqué ese físico, ni su gracia. Sólo fui la insignificante hermana mayor a la que caían los rapapolvos. —De pronto, el vértigo me hizo callarme. Estaba descubriendo mis frustraciones más íntimas a un hombre casi desconocido. Y él se bebía mis palabras como si le supieran a gloria. Las tripas se me enmarañaron hasta llenarse de nudos—. No sé por qué te cuento esta película —me disculpé—. Si apenas te conozco.

—Será porque a ninguno de los dos nos gusta volar —murmuró él—. Y hablar es mucho más cómodo que acariciarnos uno a otro la manita. ¿No crees?

Su mirada agravó mi revoltijo intestinal.

—Y por cierto, Clara Rosell —añadió él—. No sé lo guapa que será esa hermana a la que pareces tener pelusilla, pero tú no eres insignificante. No serás una Barbie, ni una de esas tías de rasgos tan perfectos que parecen diseñadas por ordenador, ni maldita falta que te hace. Porque tú eres bella... y mucho. A mí me encanta cuando ríen tus ojos porque te llenas entera de luz. Tu sonrisa es la más bonita que he visto en mi vida. Eres una mujer... muy atractiva, Clara. —Héctor enmudeció y se aclaró la garganta—. En fin, no sé... No he querido ser... Vamos, sólo quería decirte lo que... yo veo.

Mi corazón se volvió un pájaro que echó a volar con alas cuyas plumas eran de cera. Como las del atolondrado Ícaro, que osó acercarse demasiado al sol y pagó su insolencia con la muerte.

Miré de soslayo al hombre que me había llamado bella y manoseaba a mi derecha el billete de avión con la mirada gacha. Héctor Laborda, el seductor de madres cuarentonas estresadas, estaba aturdido. De eso no cabía la menor duda. Una mujer menos hechizada que yo habría dicho algo intrascendente, aunque ingenioso, y las aguas habrían regresado a su cauce. Yo estaba intoxicada de embeleso. No logré abrir la boca. Y Héctor parecía haberse tragado la lengua.

Así se nos fueron los quince minutos de espera restantes. Hasta que él dio un respingo y anunció que era hora de subir al avión. Vi que ya habían abierto la puerta de embarque. Me aplastó un alud de pánico. Porque odio volar. Y porque las palabras mágicas de Héctor habían despertado a una Clara que llevaba años vegetando en el trastero, junto a la maleta de los viajes exóticos y las utopías. Mientras me adentraba a su lado en la tripa gigante conectada al avión, me acordé de Mark, el paradigma de la sagacidad. Él vaticinó desde el principio lo que me iba a ocurrir. Debí haber seguido sus consejos. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. Me estaba enamorando de un hombre al que me unía una relación estrictamente laboral. Iba a volar a Alemania a merced de un corsario barbudo con ojos de diablo, que me había dicho que era bella y en esos momentos caminaba a mi lado con traza de andar preguntándose por qué demonios había sido tan bocazas.

Días de menta y canela
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml