42
Perdí buena parte de mis tres horas mirando pasar los pocos coches y los muchos turistas, sentado a la sombra de un portal. Aposté conmigo mismo sobre el color de los coches y perdí. En cuanto a los turistas, no había mucho que adivinar: todos parecían vaciados del mismo molde, con apenas un par de variaciones según la edad.
Después anduve sin rumbo hasta un bar cerca de la calle Amparo. La tarde había avanzado, pero yo seguía sin sombra. Pedí algo de comer y vino. Cambié el vino y pedí Coca-Cola. Quería la máxima lucidez cuando llegara el momento.
Café.
Solo.
Doble.
Sin azúcar.
Por los ventanales vi o creí ver a lo lejos la silueta de un enorme perro negro y delgado mendigando sombra en los portales. Miré con atención y ya no estaba. Seguramente lo había imaginado y sabía por qué. Cuando tenía un problema grave, cuando de verdad estaba asustado, yo soñaba con un perro negro enorme y flaco, puro hocico y dientes, que se arrojaba sobre mí. Cargaba con ese sueño desde la niñez, cuando un perro como ese me tiró de la bici, me mordió las piernas y ya me iba a matar o eso pensé, hasta que una vieja gorda y bendita, armada con una escoba casera de palo grueso, apareció de la nada y lo ahuyentó.
Ya no sabía si había sido exactamente así, pero el sueño volvía cuando los problemas me rodeaban. Y cuando veía un perro grande en un portal, yo cruzaba la calle o incluso cambiaba de camino: ese miedo era más fuerte que yo.
El Muerto volvió a llamar y antes de que me notara la mentira declaré que tenía el dinero. Me dio unas instrucciones secas para llegar hasta una casa no muy lejos del bar y cortó.
Me interné por la calle donde la silueta negra me había recordado el miedo, y esperé el ladrido del perro en cada portal. No apareció. Un rato después llegué al lugar. La calle era correcta, pero el número no existía. Me senté a esperar que llamara.
—¿A qué juega, Muerto, quiere la plata o no? —protesté.
—La quiero —dijo—. Pero no me fío de usted ni de la pasma. ¿Ve una obra en construcción abandonada, en la acera de enfrente?
—Sí.
—Busque detrás de la pila de ladrillos. Hay un bolso de piel. Deje el dinero ahí y en una hora volveré a llamar.
—¿Tengo cara de boludo, yo? —Empecé a reírme—. No me subestimes, muertito. Dijimos un cambio: la guita por la chica, o no hay trato.
Esta vez colgué yo.
Y después, como tardaba en llamar, me arrepentí. A lo mejor estaba desquitando su rabia con Nina.
Pero la chicharra sonó de nuevo dos cigarrillos después y sin preámbulos, me dio otra dirección y cortó.
Esta vez era un edificio de oficinas al que entré temblando.
Nadie tampoco.
Salí al portal, descargué aparatosamente la mochila y la senté a mi lado, sin dejar de acariciarla como si contuviera algo muy valioso.
Iba a picar. Seguro que me espiaba desde alguna ventana y picaría.
Llamó y me fue guiando sin cortar la comunicación, hasta hacerme dar una compleja vuelta que me llevó al mismo portal. Después de un rato me hizo cruzar la calle en diagonal y entrar en una vieja casona abandonada.
Subí varios tramos de escalera, dejando atrás en cada descanso un pedazo de mi confianza. De pronto, no me pareció una buena idea y recordé que no tenía ninguna prueba de que Nina estuviera viva. Pero ya era tarde para volver atrás.
—La pasta —reclamó la voz de El Muerto saliendo de algún rincón oculto.
—La chica —exigí yo mientras cruzaba el umbral.
El primer golpe lo esperaba, pero dolió igual. Los demás fueron nada más que una continuación sistemática, pero a diferencia de la primera paliza, esta vez El Muerto se exasperaba.
Desde el suelo oí la voz de Serrano que informaba:
—Nada: ropa, unos libros, dos cajas de puros. Pero de pasta, nada.
—¿Cajas de puros? —preguntó El Muerto—. Ábralas.
Todo era oscuro y rojo a la vez.
—Puros y de los buenos —dijo Serrano.
—¿En las dos?
—En las dos —afirmó sin dudar—. ¿Gusta?
—Yo no fumo —dijo El Muerto.
Y empezó a patearme otra vez.
No me desmayé. Después de un rato se cansó. Era como si la rabia y los nervios le restaran fuerza. Entre los latigazos del dolor, comprendí algo inaudito: El Muerto estaba asustado, no me pegaba para doblegarme, sino para espantar su propio miedo. Hizo que Serrano me mirara los bolsillos y sacó las llaves del piso de Nina. Sonó la chicharra de un móvil, pero era diferente a la del mío. Esos insectos tienen cada uno su propia voz.
—Amárrelo bien —ordenó El Muerto mientras se retiraba a la otra habitación para atender la llamada.
Serrano me levantó del suelo y me llevó hasta la pared. Yo empezaba a ver algo. Y descubrí que era casi de noche. Después de todo, me había desmayado.
—¿Le gustaron los poemas a su viuda? —pregunté mientras me ataba los pies.
—Le leí uno solo, pero se emocionó —dijo Jamón y me colocó las manos a la espalda—. Yo…
—No se agobie, Serrano, no se agobie.
—No tenemos a su amiga —susurró—. Fue una trola que se inventó porque está muy raro, no hace más que saltar cada vez que suena el teléfono. Y cada vez suena más seguido. Separe un poco las manos.
No entendí y me las separó él.
—Déjelas así mientras lo ato y si él viene a revisar, sepárelas otra vez.
Tenía muchas preguntas, pero todas mezcladas en una sola:
—¿Entonces, Nina…?
—Me parece que no hablaba de Nina, porque dijo algo de una, usted perdone, una sudaca que usted quería mucho…
Se alejó asustado antes de que pudiera preguntar más. La conversación telefónica de El Muerto era tensa. No me llegaba la letra, pero la música era clara: alguien lo apremiaba y sus respuestas, a pesar de una impostura de dureza, eran justificaciones urgentes, peticiones de más tiempo y paciencia.
Yo empezaba a ver claro: El Muerto había intentado engañarme con un supuesto secuestro de Lidia, que no podría responder a mis llamadas telefónicas. Él no sabía que yo tenía llaves de su casa. Cuando entendió que Nina no estaba conmigo, siguió la farsa aun sabiendo que podía venirse abajo en cualquier momento. Debía estar desesperado para apostar por un truco tan burdo.
Apareció sin ruido y me miró con odio.
—¿Dónde vive la puta morena?
—No está ahí —dije para que los golpes que vendrían tuvieran al menos la excusa de una resistencia. Vinieron y le di la dirección de Nina. Mandó a Serrano a revisar el piso y se quedó parado en medio de la habitación semivacía. Creo que pasó horas así, mirándome.
Pensé que al menos podrían haberme dejado sobre el camastro que había en la otra pared y pese a lo incómodo de mi postura, me dormí.
Soñé con un perro negro enorme y flaco, puro dientes, que saltaba interminablemente sobre mí, para morderme la entrepierna. Y yo no podía mover más que la cabeza mientras el perro flotaba y caía sobre mí y no aparecía ninguna vieja salvadora. Soñé otras cosas febriles y cuando desperté sudoroso, era noche cerrada y no se veía nada en la habitación oscura.
Después de un rato, distinguí la sombra horizontal del camastro y sobre él lo que me pareció una silueta dormida. Una silueta delgada y temible, de las que duermen con la gruesa gabardina puesta y la navaja abierta y preparada.
Otra sombra, pequeña y ágil, se acercó a mis pies.
—Feo asunto, Nicolás, feo asunto —dijo Silvestre.
—¿Me lo vas a contar a mí? —murmuré.
—¿Sabes lo que te digo? Que en el fondo todo esto te gusta, eres un pelín masoca, tú. ¡Mira que venir a entregarte solito, mientras ella igual ya se está tirando a otro incauto!
—¿Y para eso viniste, gato de mierda? Mucho cuento de libertad y mucho romanticismo barato de callejón, pero al final sos igual que tu primo el del ministro. Pero él por lo menos se consiguió alguien que lo cuide, Silvestre. Y vos no conseguiste nada, de puro cagón.
—¡No te permito! —dijo el gato con el lomo erizado—. Yo vivo mi vida y si traté de ayudarte fue porque me diste pena. Pero tú, venga meter la pata, venga meter la pata. ¿Me hiciste caso en el Rastro? No. Y en Tánger, ya fue el colmo: te aviso que te están buscando y en lugar de actuar con sigilo, te vas a llamar la atención de los matones. Decididamente, como dices tú: eres un boludo alegre, Nicolás.
Cerré los ojos para borrar su silueta que susurraba verdades, pero cuando volví a abrirlos seguía ahí.
—Gracias por tus atenciones, gato. Pero las cosas están así y ya no puedo hacer mucho. Vos lo ves fácil porque como tenés siete vidas…
—Ya te dije que no me lo creo y por si acaso, me cuido. Y siempre se puede hacer algo. Nicolás. Siempre se puede.
Se acurrucó a mi lado, hecho un ovillo.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre mi primo y yo? —preguntó—. Que yo puedo quedarme contigo esta noche, aunque sea para que no te mueras solo. Nadie me espera y duermo donde me toca. Él tiene que cumplir los horarios y los rituales, y además fingir que le gustan.
El discurso me pareció una estupidez, pero no quise herirlo. Un amigo es un amigo, aunque ande a cuatro patas.
—Que se joda tu primo —dije.
—Que se joda —repitió Silvestre bostezando.
Nos dormimos juntos, cada uno soñando con su propio callejón y sus hembras peligrosas.