39

Serían las diez y media de la mañana y ya hacía calor.

Siempre hacía calor.

Desperté casi sin resaca y con las brumas de mi descubrimiento revoloteando como fantasmas que no quería mirar para negar su existencia.

No quería preguntar, no quería saber.

Junté mis cosas, las que me quedaban, porque no pensaba volver a la casa de Noelia. Conté el dinero que tenía encima, el billete para volver a qué, el pasaporte de tapas azules con el escudo argentino estampado en dorado y hasta estuve a punto de cantar unas estrofas del Himno Nacional. Cualquier cosa menos responder al murmullo de las dudas. Mirando al frente, pero sin mirar, fui hasta el dormitorio de Nina. Me sentía como cuando te presentan a la novia de un amigo y no querés mirarle las piernas cruzadas pero lo único que encuentran tus ojos son las piernas.

Nina no estaba.

Nina nunca estaba cuando había que hacer frente a una pena previsible. Dejaba una nota y escapaba. Pensé que esa actitud me resultaba familiar y cambié de tema, porque tampoco se trata de no mirarle las piernas a la mujer de tu amigo y acabar mirándole las tetas.

La nota estaba en una hoja de cuaderno doblada, y dentro de ella, una despedida:

«No me gusta decir adiós, prefiero el “chau” como dicen en tu tierra, porque suena a «nos vemos cuando menos te lo esperes». Y yo no voy a verte más, me temo; pero voy a esperarte de cualquier modo, porque eso no me lo puedes prohibir, jodido sudaca, jodido y querido sudaca. Un beso. Te quiero».

Una «N» rabiosa y enorme firmaba la nota, acorralada de marcas de lápiz de labios, besos de papel. Había también cuatro cabellos largos, renegridos.

Y 15 000 dólares en billetes nuevos.

De repente tuve necesidad de Nina, hambre de Nina, sed, frío de Nina caliente y dulce. Pero ella ya no estaba. Me tiré en la cama insultando mi falta de confianza, mi porfiada habilidad para ahuyentar lo que más quería. Y sentí algo duro bajo la almohada. La pistolita plateada.

Pensé en buscar a Nina y supe que no lo haría.

Pensé en escapar otra vez, total, ya estaba acostumbrado a hacerlo.

Pensé en Nina y supe que estaba jodido, porque la quería.

Una chicharra desagradable empezó a sonar por todo el cuarto.

Un teléfono móvil caído sobre la alfombra.

—Tenemos a su amiguita, Sotanovsky —dijo El Muerto—. Se acabó la broma: o me consigue el dinero o la putilla lo va a pasar pero que muy mal…

—¡Cómo le toque un pelo a Nina, yo…!

—No sea ridículo. ¿Usted, qué? No me haga perder más tiempo: consiga la pasta o ella muere, pero no en seguida, le va a costar morirse. Usted ya me entiende…

—Oiga, que ella no tiene nada que ver. Además, la pelirroja ha muerto.

—Ya me lo dijo Serrano.

—¿Y le hacía falta que alguien se lo dijera, Muerto?

—Me importa un huevo que me crea, infeliz. Pero yo no tuve nada que ver con su muerte. Aunque ya me hubiera gustado encontrarla…

—Perdimos todos, Muerto —dije—. Sin la colorada, no hay dinero y usted lo sabe. Suelte a Nina, la va a matar al pedo…

—¿Al qué?

—De balde —traduje—. Si no tenemos la plata, ¿por qué la va a matar?

Fue una pregunta estúpida.

—Porque me gusta —dijo. Y colgó.

Pero solo quería hacerme sufrir.

Cinco minutos más tarde la chicharra volvió a sonar.

—Usted elige —dijo—: la pasta o la chica.

—¿Cuántas veces tengo que decirle que no tengo el dinero?

—Eso ya lo sé. Pero aquí Serrano dice que usted no es tan tonto como parece, y a estas alturas habrá deducido que yo tampoco tengo muchas salidas. Es el único que puede encontrar la pista del dinero. Muévase. La puta pelirroja no se lo habrá llevado a Marruecos metido en las bragas. Piense.

—¿Qué plazo me da?

—Hasta la tarde y sin bromas. Lleve el teléfono encima. Ya lo llamaré.

Colgó otra vez.

No tenía la menor idea de dónde podría estar el dinero, si es que todavía existía.

Ir a la cita con El Muerto sin la guita era un suicidio.

Y no ir era matar a Nina.

Busqué una de las monedas franquistas en el bolsillo y la tiré al aire con furia.

Giró y giró hasta casi rozar el techo.

Cayó en mi mano y su peso redondo, en el centro exacto de la palma abierta sin ganas, me sorprendió tanto que la enjaulé entre los dedos apretados.

Que recordara, era la primera vez en mi vida que tiraba una moneda y tenía la ocasión de conocer su veredicto. No estaba preparado para eso.

«Si es cara, voy a cambiarme por ella aunque sea una boludez», pensé.

«Si no, me subo al primer avión aunque sea en el ala».

Miré fijamente la mano, como si pudiera ver a través de los dedos cerrados, como Superman o como el desgraciado protagonista de una de mis novelas inconclusas. No podía.

«Si es cara, voy al matadero», pensé.

«Si no, me voy a otra muerte igual de inútil, pero más lenta».

Tiré la moneda por la ventana, guardé la pistolita en la mochila, me la colgué de los hombros y antes de salir me calcé el móvil en la cintura.

A esa altura de mi vida, no iba a dejar que un dictador muerto de viejo o un águila reaccionaria decidieran por mí.

Si había algo que yo sabía hacer por mi cuenta era equivocarme.