20
Jadeábamos los tres en una mesa del mismo bar, milagrosamente vacío. Algunos rezagados celebraban la buena mañana de ventas, mientras sus empleados llegaban a rendir las ganancias de los puestos de los que eran testaferros. Nina, su amiga y yo habíamos recorrido a la carrera las calles transversales cercanas al lugar en el que la flor de invernadero juraba haber visto a Noelia. Sin resultado. Solo cajas de cartón vacías y algunos vendedores desalentados sin ganas siquiera de recoger su mercancía.
Volvimos derrotados y Violeta (era el nombre de la flor), dejó a su socia a cargo del traslado del puesto.
—¡Era ella, Nina! —juró Violeta ante el escepticismo mudo y fatigado de nuestras miradas. Bebió un trago de cerveza y dejó caer el vaso con fuerza. Yo observaba la escena, con la copa de vino aferrada entre las dos manos, y ellas hablaban de algo que podía ser mi vida o mi muerte. Tal vez por eso me importaba una mierda.
—¡Te avisé porque dijiste que era cuestión de vida o muerte! —advirtió Violeta—. Sabes que no me hablo con Noelia…
—¿También te robó las alas? —pregunté sin querer.
—¿Alas? ¡Se tiró a mi novio! La hija de puta mosquita muerta me lo quitó para follárselo un mes y después dejarlo. Era un chico tan sensible… —Su cara floral se iluminó al recordarlo—. ¿Sabes de qué trabajaba?
—¿Jardinero? —Me dejé traicionar otra vez por mis pensamientos. Pero la flor puso cara de asombro.
—¿Cómo lo sabías? Sí, era muy bueno con las plantas, les hablaba, decía que podían entender más que muchas personas, era un tío especial…
Me perdí más detalles de la historia del jardinero rebelde, molesto por tantos era, decía, tenía. Hablaba de él como si llevara varios años a dos metros bajo la tierra. Y pensé que las mujeres tienen la facultad de matarnos cuando nos vamos, de eliminarnos con más eficacia que cualquier arma, de asesinarnos para siempre en el único territorio en el que pretendemos seguir vivos: el de su memoria.
Vagamente me llegó la historia de la visión de Noelia, a treinta metros, «buscando algo o a alguien», sorprendida por el grito de Violeta, alzando una mano en incómodo saludo y siguiendo su camino en un revuelo de cabellera roja.
Lo vi todo a cámara lenta, como mueren los malos en las películas y los pobres en las casuchas de cartón que protegen a las ciudades de su verdadero rostro. Demasiado perfecto: una mujer entre un gentío todavía apretado, y Violeta reconociéndola de lejos con sus gafitas a lo Lennon.
—¿Cómo puedes estar segura de que era ella?
—¡Si la hijaputa llevaba mi vestido rojo! —protestó indignada.
—Violeta es diseñadora —explicó Nina—. Noelia era una de sus «modelos de calle»: amigas para las que confeccionaba modelos exclusivos a condición de que los usaran en los ambientes adecuados, para ver la aceptación que tenían…
—Pilotos de prueba con bragas de seda —comenté.
—O sin bragas. Noelia era parte de ese grupo y amiga de Violeta…
«Antes de podarse al jardinero», pensé frenando a tiempo mi lengua.
—… y uno de los últimos vestidos que se llevó fue con el que Violeta la vio hace un rato. —Levantó una mano—. Y antes de que me interrumpas, te diré que eran «prototipos», un solo ejemplar de cada uno, para una mujer llamativa e imitable: marketing. Si hay buena respuesta, Violeta fabrica la serie o vende el diseño a alguna marca importante…
—¡Pero ese no! —anunció la flor, desconsolada—. Eliminé el modelo de la colección pero no del catálogo, quería tener motivos para seguir odiándola cada vez que un cliente me lo pidiera…
—Eso está muy bien. Pero ¿quién te asegura que no te confundiste con un vestido parecido y otra pelirroja? Podría ser una chica de barrio engalanada para venir al Rastro; o un ama de casa en buen estado arqueológico con ganas de excavación. A esa distancia…
Enfurruñada, Violeta rebuscó en su bolso y sacó un folleto de papel satinado. Era un catálogo de fotos de moda y los bordes de las páginas estaban enmarcados con cenefas de flores exóticas. Muy apropiado.
Lo abrió en una página y me lo restregó por la cara:
—¡Era ella y llevaba este vestido! ¡Y lo bien que le queda a la cabrona!
Miré la foto, sin aliento. Lamida por un corto vestido, Noelia me miraba con esa expresión entre tímida y puta que ya le conocía del vídeo.
Ellas tenían razón: nadie podía haberla confundido con una chica de barrio ni con un ama de casa a régimen de calorías y de calentura.
Noelia era inconfundible y desde la foto me sonreía como lo hacen las mujeres que nunca vas a tener.
Están cerca, parecen a mano y te incitan a saltar para atraparlas.
Pero cuando saltas, descubres que detrás hay un abismo.
Y nada más.
* * *
Volvimos juntos, sin hablar más que lo imprescindible y en voz baja, como si cuidáramos de un enfermo grave al que una palabra inoportuna pudiera matar. Me detuve en un bar con teléfono público, de los pocos que van quedando en Madrid. Nina me mostró su celular, pero negué con la cabeza. Probé y había tono. Las monedas cayeron y marqué. Funcionaban. Un teléfono público que funcionaba. Todo un hallazgo.
Le pregunté a Lidia cuánto sabía de mi historia el tal Manolo y me tranquilizó: le había contado que yo estaba haciendo un reportaje sobre la decadencia del hampa tradicional madrileña. No se lo había creído del todo, pero sus dudas, informó Lidia, «van más por el lado de que intentes llevarme a la cama que otra cosa».
—Que no me dé ideas —advertí en broma, ante la seria mirada de Nina.
—Bebé, para ideas como esa, yo tengo un montón. Lo malo es que no me vas a dejar aplicarlas —dijo Lidia, tentadora.
Cambié de tema y quedamos para esa noche en una cervecería de la plaza de Santa Ana. Nos dijimos algunas cosas dulces y colgué. Los ojos de Nina eran dos carbones helados. Pero ardían.
—Tienes que descansar —comentó mientras íbamos hacia el Metro.
—Sí. Estoy hecho mierda.
—¿Por qué no vienes a casa? Te preparo algo de comer, te baño… —La picardía volvió a sus ojos cuando me mostró la bolsa con los vestidos—. Y luego, si quieres, puedo probarme la ropa que compré en el Rastro. Esta vez sin espiar…
—¿Vas a decirme toda la verdad? —pregunté sin mirarla.
—¿Estás dispuesto a creerme?
Sacudí la cabeza. Estaba muy cansado. La noche junto a Mar López, el whisky barato, los vinos de esa mañana, todo se sumaba a mi desaliento y, aunque el sol brillaba, el gris era en ese momento mi color favorito.
—No sé —reconocí.
Llegamos a casa de Noelia y cocinó algo en silencio. No recuerdo qué era, estaba a punto de dormirme sentado. Me alcanzó una gran copa de vino tinto. Llevaba su bolso al hombro y cara de despedida.
—Que descanses, Nicolás. Yo me voy a mi casa, ya sabes el teléfono. Mañana por la mañana vendré a buscarte y si estás dispuesto a confiar en mí, seguiremos buscando a Noelia.
—Yo…
—No puedo quedarme aquí, no te fías de mí, ¿recuerdas?
—Nina… Me gustaría confiar en vos…
Se detuvo junto a la puerta y estaba hermosa y solemne.
—Pero no puedes, Nicolás —dijo en un susurro—. Y haces bien.
Sopló un beso muy serio y se marchó.
No comí mucho más, pero el vino era suave y denso. Recogí los platos y me desnudé. Venciendo el cansancio, me di una ducha, a riesgo de quedarme dormido bajo el agua. No fue así, pero tampoco logró despejarme del todo.
Cuando iba sonámbulo y todavía mojado hacia la cama, recordé algo. Busqué la vieja caja de música y con ayuda de un cuchillo desmonté el mecanismo. Fumé un cigarrillo mientras mis párpados tiraban para abajo. Me reí con la risa de otro. Era ridículo: en pelotas, agotado y con la piel llena de moretones, el protagonista se negaba el sueño fumando en silencio. Extrañé al gato Silvestre. ¿Lo había visto de verdad o era un sueño más que soñaba despierto? Sacudí la cabeza y busqué la caja de madera que había visto antes. No pude encontrarla y la décima parte de mi cerebro que seguía consciente interrogó al resto en vano.
Sabía la respuesta: me sentía en deuda con Nina y quería compensarla con una sorpresa, algo que dejarle cuando ya no estuviera, cuando fuera alguien del que hablar en pasado.
Nicolás era.
Nicolás decía.
Nicolás no creía y hacía bien en no creer.
Entonces, cuando yo fuera nada más que un nombre en tiempo pasado, Nina podría abrir la caja de trocitos de madera y encontrarme en el baile de esa bailarina con una sola pierna, que al compás de Para Elisa seguiría girando como el tiempo y los días, como todo seguiría menos yo.
Me alegró imaginar a Nina llorando mi recuerdo junto a la caja de música; de todas las posibles viudas ignoradas que dejaba, ella era la única que me debía algo: me debía la verdad.
Y yo no podía encontrar la puta caja para consumar mi venganza de ultratumba.
Me fui a dormir, pensando que eso podía querer decir algo.
Pero no sabía qué era.