35

Antes de despertar supe que Nina ya no estaba. La nota decía que no la esperáramos a comer, que volvería por la tarde con noticias de Noelia aunque tuviera que tirarse a la mitad de los tipos de Marruecos (lo lamenté por la otra mitad), que Serrano y yo podíamos hacer tiempo visitando el zoco de Tánger, pero que no pagáramos nada a más de la mitad de la mitad de la mitad de lo que nos pidieran. Y que la próxima vez, de espaldas contra la pared de la piscina, se iba a poner mi puta madre.

La puerta tembló. Cuando abrí, la colorida camisa de Serrano me quitó el poco apetito que tenía.

—Que sean cuatro poemas —dijo—. Y con rima, no esas mierdas modernas.

Asentí entregado. Iba a inventar una excusa para la ausencia de Nina, pero también le había dejado una nota.

—Además, nos dejó dinero moruno, por si vamos al zoco. Es una chavala muy maja, Sotanovsky.

Dije que sí y me vestí con la sensación de que alguien escribía a mi costa un pésimo argumento. Serrano advirtió que desayunaría algo ligero, porque estaba «un poco grueso». Pero sería muy poco, porque llenó su plato de todo lo que había en el bufet y repitió tres veces. Yo mantuve una pelea desigual con una tostada que al final se rindió, ablandada por cuatro tazas de café.

—¿Sabe lo que le digo? Que me gusta viajar con ustedes, yo casi no había salido de Madrid —confesó Serrano—. Cuando todo esto acabe…

—Si no acaba con nosotros…

—Tenga fe, Nicolás. Cuando esto se acabe, estaba pensando que nos podríamos ir de vacaciones los cuatro. A Élida le encantaría.

—No se lo recomiendo, Serrano. El último que hizo planes de vacaciones conmigo está viendo crecer los rabanitos desde abajo…

No dio señas de entender. Igual no sabía nada del asesinato de Mar López.

O sí, y lo del matón ingenuo era una pose para hacerme bajar la guardia. Todo era una moneda con dos caras, con dos posibilidades posibles girando en el aire y yo nunca alcanzaba a ver de qué lado caía.

Seguimos el consejo de Nina, porque él quería comprar algo para Élida. Y sacarse una foto junto a las pirámides. Me dejé llevar. A esas alturas, si me hubiera dicho que quería bailar un tango con la momia de Nefertiti, no me hubiera asombrado.

El taxi era un Mercedes enorme y anticuado, con mil parches de masilla señalando otros tantos mordiscos en la carrocería. Y la mirada del botones del hotel cuando nos vio subir no presagiaba nada bueno. El taxista dijo algo que no entendí. Serrano pidió amablemente que hablara español, coño.

—Real Madrid, Real Madrid —dijo el tipo bajito y flaco—. Cristiano Ronaldo, España, El Corte Inglés.

Serrano asintió satisfecho y el taxista también. Todos eran muy felices pero el taxi no se movía.

—Oiga —dije—, estamos buscando a una pelirroja que…

—¡Real Madrid, El Corte Inglés, España, España!

—Argentino —dije en plan mi Tarzán tú Jane.

—¡Argentina! —se alegró—. ¡Maradona! ¡Messi!

Antes de que se acordara de Pelé, conseguí hacerle entender que queríamos ir al zoco de Tánger.

—Alí Baba —dijo sonriente señalando mi barba.

Metió primera y el Mercedes derrapó por el camino de tierra. Sin mirar a los costados subió al asfalto y voló hacia Tánger. La técnica del taxista era envidiable. Con una mano llevaba el enorme volante y con la otra cargaba el mínimo peso de su cuerpo sobre la bocina. Adelantaba a los viejos camiones y los coches raídos como si fueran piedras a un costado del camino.

—¡Este nos mata! —dijo Serrano—. ¡Haga algo, Sotanovsky!

—¡El que sabe idiomas es usted!

Se miró el puño y luego la nuca del taxista, pero optó por la vía diplomática y sacó un billete del bolsillo. Antes de que pudiera advertirle, se lo había dado al tipo que, agradecido, apretó más el acelerador. Decidió que con semejante propina había que darse prisa, y nos llevó hasta Tánger por el carril contrario. Los coches nos esquivaban por poco y se tiraban a un costado, no sé si por el bulto del Mercedes lanzado o por los insultos del taxista que sacaba medio cuerpo por la ventanilla sin dejar de pisar el acelerador y tocar la bocina.

Cuando frenó, Serrano estaba pálido y con las manazas hundidas en el respaldo del asiento. Yo quise decir algo pero tenía las mandíbulas soldadas.

—¡Maradona! ¡Messi! ¡El Corte Inglés! —dijo el tipo sonriente. Y señaló el riachuelo de gente que se perdía entre muros estrechos—. Zoco.

En cuanto bajamos del taxi, una nube de pibes nos rodeó, ofreciendo mercaderías o pidiendo algo.

—¡Barcelona, Messi, Alí Baba, ven conmigo!

—El guía es judío, te roba, ven conmigo.

—Alfombras, cerámicas, grifa, ven conmigo.

—Yo mejor precio, ven conmigo.

Rodearon a Serrano y su camisa que gritaba extranjero a voz en cuello. Parecía un Gulliver dominguero rodeado de liliputienses. Me pidió ayuda con la mirada, mientras los pibes se empujaban para conseguir un pedazo de turista. Uno bajito y rubio salió disparado y rodó por el suelo polvoriento. Me acerqué. Tenía la cara sucia y los churretes de los mocos le pintaban un bigotito a lo Chaplin. Le di un billete de los que dejara Nina y soltó un grito de alegría. Los demás se le fueron encima para arrebatárselo pero él cerró el puñito y por más que lo patearon no lo soltó. Quise intervenir pero era como mediar en una pelea de gatos.

Dos policías aparecieron gritando de la nada y empezaron a repartir palos a los niños, que escaparon con esa velocidad que da la práctica. Uno de los policías se volvió hacia mí y me dijo algo que sonó violento y amenazador. El otro me reconvino con una perorata larga y monótona que no acababa nunca.

—Sí, lo que vos digas —respondí, sonriendo conciliador y obediente—. Lo que digas, milico y la concha de tu hermana. ¿Por qué no te buscás uno de tu tamaño, boludo alegre?

Por fin nos dejaron ir y Serrano comentó que la miseria era una cosa muy miserable. Nos metimos en el zoco, buscando un «detallito» para su viuda. Las calles eran estrechas y las tiendas poco más que portales en los que se apretujaba la mercancía, creciendo en fronda hacia el techo y en ramas de artículos arracimados hasta casi tocarse con la tienda de enfrente. La gente iba y venía, salpicada de gritos y canciones, de contingentes de turistas arreados por guías nerviosos al grito marcial de «no separarse, no comprar nada, ya os llevaré yo a un sitio». Periódicamente un burro cargado de algo se colaba entre la gente, un tipo gritaba empujando una carretilla llena de algo y un policía le pegaba a alguien, para no perder la costumbre. Y entre ese mar, Serrano iba abriéndonos camino con su humanidad a prueba de multitudes.

Alguien tiró de mi mano desde abajo. Era el rubito de los mocos que me mostró el billete con aire de triunfo y dijo:

—Ven conmigo. Yo amigo, yo Marsó. ¿Tabaco?, ¿hachís?, ¿kiling?, ¿mujeras?

Nos guio por senderos enroscados, aullando con furia cada vez que otro pibe intentaba acercarse. No tendría ni diez años, pero ya sabía que en esa selva no había segundas oportunidades. Y tampoco primeras.

Antes de desembocar en la pequeña plaza, el aroma dulce y variado nos sacudió. En cajas de madera, las especias competían en colorido y perfume.

—El mercado de los maridos cansados —informó Marsó con picardía.

—Tiene gracia el jodío —dijo Jamón, sacudiendo el pelo duro del pibe con una mano en la que cabía su cabeza.

Por fin encontró el «detallito» para su viuda: una alfombra bereber más grande que una cama de matrimonio, que cargó enrollada en un hombro. Su método para regatear era digno de verse. Por cada precio que el vendedor le decía, Serrano miraba a Marsó, que se sorbía los mocos y negaba con solemnidad. A la tercera oferta el vendedor le gritó algo áspero al pibe y Serrano lo levantó diez centímetros del suelo con una mano, mientras aferraba la alfombra con la otra.

—Habla español, coño.

No estaba al tanto de los precios, pero dudo que en el zoco se haya vendido una alfombra más barata.

Yo empezaba a manifestar mi vieja fobia por las muchedumbres y quería regresar al hotel o por lo menos salir a un lugar en el que nadie me empujara. Pero Serrano estaba lanzado y quería sorprender a Élida con un vestido marroquí de fiesta. Mientras regateaban con otro vendedor que ignoraba lo que le esperaba, me senté en un portal a fumar. Lo veía todo como al otro lado de un cristal mugriento: estaban ahí, pero no podían tocarme. Ni el bullicio sin tiempo, ni el río de gente, ni el colorido surtido de las tiendas, ni los turistas a la caza de miserias a buen precio que colgar en la sala del hogar familiar mientras contaban a los amigos los previsibles pormenores de un viaje igual a tantos. Yo no era mejor ni peor que ellos. Sencillamente, yo no era.

Pensé en Lidia, en Nina, en Noelia y en Ella. Y sentí ganas de que estuvieran a mi lado para llenar ese vacío que tenía a la altura del bolsillo de la camisa, junto al paquete de Ducados.

«Cualquiera de ellas», pensé. «Alguien». Me di un poco de asco, sorprendido por la cortante lucidez de un cinismo que me negaba a reconocer desde tanto tiempo atrás. Yo era una mierda de tipo que además pretendía ser reconocido como una especie de héroe sin hazañas, un mentiroso más, un prototipo fabricado a la medida de mis miedos de uvas verdes «y si yo quisiera pero no me da la gana», un falso vagabundo que no erraba por gusto sino por cobardía, un viajero de mujer en mujer sin pelotas para quedarme en ninguna, un excepcional fabulador cómico con cuatro chistes en el repertorio, cuya única virtud era no repetir función para no descubrir su farsa. Lidia se había convertido en algo peligroso y yo ni siquiera tenía toda la culpa; Ella se borraba en las fotos pero yo la había borrado antes como condena por haberme dejado; Nina me amaba o podría hacerlo pero me mentía con descaro y sin remordimientos; Noelia me usaba como trinchera en una guerra que nada tenía que ver conmigo. Gran cosa me creía yo, en los momentos de euforia triste y tanguera, cuando tenía a la vista una nueva mujer a la que encandilar con palabras que nos mentíamos nuevas y eran apenas el eterno reestreno de una obra sin final. Una mala obra que ni era comedia ni era drama y en la que mi único dudoso mérito era recitar de memoria mi papel a fuerza de repetirlo en tantos cuerpos-escenarios.

Y el cambio de hemisferio no había mejorado las cosas. Después de doce mil kilómetros, mi única duda era saber si yo era solo un triste gilipollas o un boludo alegre.

—Por lo menos no eres un gato de ministro —dijo una voz que podía ser la de mi autoestima pero sonaba más burlona.

Al otro lado del callejón, entre piernas y chilabas, se recortó una silueta flaca, de orejas puntiagudas, negra y con manchas blancas en la barriga y en las patas.

—¡Silvestre! —Dije y me lancé entre la gente.

Cuando llegué, ya no estaba y seguí corriendo por el callejón vacío, justo a tiempo para ver el pequeño borrón negro doblar en una esquina.

—¡Silvestre! —grité mientras corría sin aliento—. ¡No te vayás, que necesito un consejo!

Volví a doblar en un corredor tan angosto que no cabían dos personas, y seguí corriendo hasta desembocar, sin previo aviso, en otra calle repleta de gente.

Entonces los vi.

Creo que reconocí al pelado un segundo antes que él a mí, porque el aparatoso vendaje que le habían colocado en el pueblo le tapaba un ojo. El rubio que iba con él también me vio. Se codearon y se abrieron para rodearme, pero yo estaba más cerca de la boca del callejón y ellos en el centro de la multitud.

No he corrido más rápido en toda mi vida, buscando desesperado la tienda en la que Serrano, su corpachón enorme y su pistola con una sola bala me ofrecerían precario refugio. Me perdí, pero ellos no me perdían. Y a medida que me internaba por las callejas desiertas, sospeché que me alejaba del centro del zoco y de cualquier salvación.

Grité el nombre de Serrano y eso fue otro error, porque los dos matones se asomaron con aire de ya te tenemos. No había mucho dónde elegir y me metí por otro pasillo sin puertas, como si señalara la enemistad de los dos edificios que no querían tocarse. Seguía gritando nombres: el de Jamón, el de Nina, el de Mar López, cualquiera servía para no sentirme tan solo frente a una muerte segura.

—¡Maradona, Maradona! —Me sorprendí aullando y acorralado.

Por la calle estrecha se acercaban sin prisa los dos, navaja en mano. Lo peor es que suponía que no podía estar muy lejos de la calle en la que Serrano y Marsó regateaban el precio de un recuerdo para la viuda. Retrocedí hasta el final del callejón sin salida, insultándome por no haber elegido el desvío. Pero intentarlo ahora era acercarme a ellos y sus navajas. Resbalé en algo que descubrí de inmediato era mierda fresca de burro y me enfurecí. Recogí un puñado y se lo tiré a la cara a ambos. Retrocedieron espantados, esquivando la mierda con golpes de cintura que parecían poco adecuados para unos rudos asesinos. Parecía ridículo —y lo era—, pero esos dos matones, capaces de hundir un puñal sin pestañear en el cuerpo de un ser humano, se horrorizaban ante la lluvia de mierda que les arrojaba.

—¡Ma-ra-do-na, Ma-ra-do-na! —Gritaba yo enardecido, a falta de otro grito de guerra que acompañara mi gesta.

Pero todo lo bueno se acaba y también la mierda de burro.

Con el penúltimo proyectil le di al rubio en la cara y se restregó con la camisa como si le quemara, mientras hacía arcadas. Pero el pelado esquivó mi disparo y sonriendo confiado cruzó la frontera que convertía mi callejón sin salida en un matadero. Levantó la navaja y fue a decir algo antes de saltar sobre mí.

No pudo.

Lo que parecía un tronco de roble apareció por el costado del callejón y le dio en toda la nariz. El tipo voló hacia atrás y cayó sobre la mierda que tan trabajosamente había evitado.

Serrano asomó por la esquina sin soltar la gruesa alfombra y me dijo avergonzado:

—Me parece que van a tener que ser seis poemas, Sotanovsky.

Después dio una zancada, medio giro monstruoso con la alfombra, y calzó al rubio en el estómago. El pelado se levantó y fue a decir algo, una queja supongo, pero Jamón demostró el porqué de su apodo pugilístico y le sirvió un trompazo atómico en la mandíbula, mientras con la otra mano seguía sacudiendo a su compinche con la alfombra.

—¡Serrano viejo y peludo! —grité enardecido.

Marsó, a mi lado, también lo alentó con unas frases que no entendí. El rubio con la cara llena de mierda intentó buscar algo en el bolsillo, imagino que un revólver, pero Serrano sacudió la cabeza como un padre comprensivo ante un hijo travieso, y le pegó un alfombrazo en la panza. El otro se dobló y empezó a vomitar sobre la alfombra.

—Seis poemas y el tinte —dijo Serrano mirando hacia nosotros.

—¡Como si quiere que le reescriba las obras completas de Neruda! —acepté entusiasmado.

—Oiga, ¿ese no era comunista? —objetó—. A mí no me meta en líos, Sotanovsky…

—«Me gusta cuando callas, porque estás como ausente…» —empecé a recitar—. Eso es de Neruda, Serrano.

—¡Qué bonito! Lo voy a apuntar…, pero no cuenta para el trato, que no es suyo, ¿eh?

—Es de todos, pero no importa. ¡Cuidado!

El rubio se había recuperado y trató de sorprenderlo. Serrano ni se molestó en esquivar el golpe. Lo encajó como si fuera una brisa y después echó atrás la derecha, se lo pensó, y descargó. El otro cayó contra la pared, se deslizó hasta la mierda esparcida y ahí se quedó.

Serrano le rebuscó en los bolsillos, arrojó al suelo la pistola, una cartera, condones, y por fin encontró un bolígrafo. Sacó una libretita de su camisa y exigió, con un pie sobre el pecho del matón dormido:

—Venga, los poemas.

—¿Le parece que es momento, Serrano? —protesté.

—Un anticipo, por lo menos. Que en cualquier momento me lo matan y me quedo sin poesía.

Marsó nos miraba sin entender, pero seguía divertido por la pelea. Hice memoria, buscando en el pasado algún poema mío, por malo que fuera. El tipo acababa de salvarme la vida.

Cuando te miro siento

que ha valido mi vida

las cosas que te miento

las peleas perdidas…

—Oiga, que tampoco fueron tantas y a los puntos…

… las calumnias del viento

las promesas heridas

los pequeños tormentos

mi memoria partida

y este camino lento

hasta tu piel, mi vida.

Cuando te toco, sueño

que despierto y te tengo

sin urgencias ni empeño

solamente, te tengo

y te trepo el aliento

te recorro dormida

este camino lento

hasta tu piel, mi vida.

Lo único que se oía era mi respiración.

El poemita había cruzado de un salto diez años de olvido, para llegar con toda la brutal cursilería de un tiempo en el que sentir no me asustaba. Serrano aplaudió con la alfombra y un respeto nuevo en los ojos. Marsó juntaba con rapidez las monedas que habían caído de los bolsillos de los matones, y uno de ellos me miraba asombrado desde el suelo y la mierda.

—¿Ves? —le dijo Jamón—. ¡Mi amigo es un poeta y te lo querías cargar!

Casi amistosamente le dio un coscorrón y el tipo se desmayó. Con gestos y un billete, le pedí a Marsó que trajera agua y, mientras volvía, me ocupé de vaciar los bolsillos de los matones inconscientes.

—¿Qué hace, ahora se va a poner a robarles?

—No es robo sino expropiación, Serrano. Además, ¿qué quiere, que los dejemos aquí para que vuelvan a seguirnos?

—Oiga, no irá a…

—Tranquilo —dije mientras le echaba arena en la camisa al que estaba lleno de mierda.

Marsó volvió con el agua y me lavé las manos antes de usar el resto en adecentar a los tipos. Revisé sus carteras. No eran policías, pero eso ya lo sabía. Saqué el dinero y lo dividí en dos partes. Había una buena cantidad. Le di una mitad a Marsó y me guardé la otra, junto con las carteras. El nene devolvió el dinero, como si se lo hubiera dado para que me lo tuviera.

—Para ti, para Marsó —dije.

Tardó en creérselo, porque para él era una fortuna.

—Usted trama algo, tiene cara de hacer una putada —dijo Serrano.

Le conté mi idea y no paró de reírse hasta que, cargando con los dos tipos, llegamos a la zona de los taxis. Daba igual cualquiera, pero el primero en vernos fue nuestro conductor suicida que empezó a saltar de alegría. Pensé que en mi vida la repetición de taxistas no respetaba fronteras. Le dije por señas que mis amigos estaban borrachos y que los llevara.

—¡Maradona, Alí Baba! —aceptó el tipo feliz.

Conseguí que Marsó saliera de su ensoñación de billetes ya bien escondidos y le pregunté por la ciudad más alejada. No fue de mucha ayuda, no hizo más que besarme las manos.

—¿A Rabat? —Propuse y el taxista se asustó por el tamaño del viaje.

Era lo que yo quería. Le mostré los billetes restantes de los matones y se le pasó el susto. Creo que si le hubiera pedido que los llevara a la Antártida, lo hubiera hecho. Cerró las puertas con fuerza y antes de que pudiéramos decir Maradona, ya se había perdido con su destartalado Mercedes, medio cuerpo fuera de la ventanilla, con la bocina sonando sin parar.

—Me dan pena —dijo Serrano—. Sin un duro ni documentación, les va a costar un huevo volver.

—De eso se trata, Serrano, de eso se trata.

Él se quedó un rato en silencio, pensativo. Después soltó un insulto en voz baja y me dijo:

—Tome. Esto es suyo.

Me tendía el sobre con mi pasaporte y el pasaje de vuelta a la Argentina.

—Serrano… yo… —Las palabras no me alcanzaron y le di un abrazo agradecido. Se separó, turbado.

—Oiga, a ver si estos moros se van a pensar que somos maricones, como su amigo Ulises —protestó.

Nos despedimos de Marsó y volvimos al hotel.

En autobús, desde luego.