TERCERA PARTE:

El error se paga

EL caballero se había dormido bruscamente, como un niño.

Jean de Glandlande temblaba, aunque para escuchar se hubiera arropado en su capa, además de una manta que le había prestado su tío. El joven cambió por otra la moribunda vela, cuya llama se agitaba desesperadamente. A pesar de todo, Irénée era su cliente. La había tomado a su cargo. El juramento de Hipócrates tenía sus exigencias.

Se levantó y, al pasar junto a la jaula del loro, se detuvo para alzar el viejo chal de indiana que protegía el sueño del pájaro. El pájaro que sabía gritar «¡Viva el rey!» y «¡Viva la República!». Dormía profundamente.

Atravesó el castillo con la palmatoria en la mano y entró en la habitación de Irénée. El fuego moría ya. Las velas se habían apagado hacía largo rato. La joven no se había movido. Seguía tendida sobre las sábanas, vestida, con un edredón que la tapaba hasta los hombros. Respiraba de prisa, pero con regularidad.

El médico comenzó por reanimar el fuego. Apiló nuevos leños. Prudent no había dejado tan siquiera leña menuda. Se sentía tan molesto como su señor por la presencia de una mujer en la casa, y se había marchado a dormir sin pensar, ni por un segundo, en lo que pudiera necesitar la enferma.

Con las manos tiznadas de negro, Jean preparó en una botella una bebida fresca, una mezcla de agua azucarada y algunas gotas de coñac. Con el vaso en la mano se inclinó sobre Irénée. El rostro era terso. La fiebre había sonrosado ligeramente los pómulos, y la barbilla transpiraba ligeramente.

Jean alzó aquella hermosa cabeza, con sus desordenados cabellos rubios, pero lo que la despertó fue el frío del vaso. Ella le miró a los ojos mientras bebía. Jean experimentaba el repetido impacto de aquella mirada. Cuando hubo bebido, la joven se aclaró la garganta. Sus ojos no se habían apartado de los de Jean, que empezaba a perder la cabeza. ¿Qué mensaje transmitían aquellas pupilas, excesivamente grandes?

—¿Se ha marchado vuestro tío? ¿Se tiene alguna noticia? —preguntó por fin.

Jean de Glandlande se había olvidado de la duquesa de Berri, y hasta de Joséphine de Grégo. Había esperado que la mirada de Irénée le proporcionara una revelación que fuera personal y de ambos.

—Sí —balbuceó—. Mi tío ha partido hacia Nantes...

—¿Y estáis seguro de que sus amistades le han permitido...?

—¿Ver a la duquesa? Sí, desde luego. ¿Cómo os sentís?

—No muy mal... Pero eso no tiene ninguna importancia. ¿Qué hora es?

—Las cinco y media.

Ella esbozó una mueca.

—Hace poco..., hará diez minutos o tres horas, no lo sé..., he tenido muchos dolores. Experimenté la impresión de que mi pierna iba creciendo en el interior de mi cuerpo.

—Pues yo he estado aquí —mintió el joven, enrojeciendo.

Se avergonzaba de haber escuchado el relato del caballero, sin ocuparse de Irénée. Aquella historia se mezclaba en su cabeza con el transcurso de una larga noche. Pasó la mano por su frente.

—Tenía sed y lo habéis adivinado —dijo ella.

Un castillo con dos torres. Una habitación en cada torre, y, en una de ellas, un anciano abrumado por las derrotas y de vuelta de todo; y en la otra, una débil accidentada que da las gracias por haberle dado de beber. Jean decidió que estaba viviendo la más singular noche de su existencia. Las palabras que Irenée empleaba retumbaban en su cabeza como si fueran palabras que no hubiese oído nunca. Incluso aquel concepto de sed, al que ella acababa de aludir, le parecía nuevo.

Al cabo de unos instantes, se dio cuenta de que la joven se había quedado dormida. Permaneció sentado junto al lecho, resistiéndose al sueño, sin ningún motivo.

Pero resistió mal, y le despertó un ruido de zuecos sobre las baldosas de la planta baja. Prudent debía prender el fuego en la cocina.

La habitación estaba sumida en la oscuridad. De la chimenea brotaba una tonalidad roja y palpitante, que ascendía hasta las mejillas de Irénée. Se destacaba la ventana, más clara; y cuando el médico descorrió las cortinas, vio que ya era de día. La lluvia caía sobre los negros árboles.

El médico oyó los pasos de su tío en el corredor y corrió hacia allí. Llegó junto a él en el momento en que el anciano entreabría la puerta, como debía hacerlo cada mañana, y echaba una mirada al patio.

—¡Tío! —exclamó sin preámbulos Jean de Glandlande—. ¿Qué debo contestar a Irénée cuando se despierte?

—¡Ah, es cierto! Se llama Irénée —gruñó el otro, como si aquel detalle hubiera agravado el caso de la joven—. ¿Y a qué es a lo que tienes que contestarle?

—Querrá saber si fuisteis a Nantes y si habéis sido recibido por la duquesa.

—Ya te he dado mi respuesta al hablarte durante toda la noche. Tú debes encontrar por ti mismo la tuya.

Un carricoche acaba de detenerse en el patio. Se apeó de él un muchacho, con un pan entre los brazos.

—Además —prosiguió diciendo el caballero—, creo que tu accidentada es lo bastante lista como para intuir que ha fallado el golpe. Créeme, no te pedirá noticias de la duquesa de Berri.

—¡Ah! ¿Sabéis ya la noticia? —exclamó el muchacho.

Al caballero no le agradaba que un mozo del panadero se tomara libertades con él. Le contempló como si fuera un motivo de escándalo.

—¿Qué noticia? —se dignó preguntar por fin.

—Pues la de la duquesa de Berri.

Una lluvia muy fina caía sobre el carricoche cargado de pan, protegido apenas por un toldo. Grandes gotas chorreaban irregularmente sobre la escalinata. El muchacho, perdido dentro de una amplia esclavina azul, de la que sobresalía la hogaza, contemplaba con ojos brillantes a los dos hombres.

—¿Qué quieres decir con eso de la duquesa de Berri? —preguntó con frialdad el caballero.

—¡Toma! ¡Pues que la han arrestado!

El caballero se quedó contemplando una manga de su casaca, y empezó a rascarse con la uña una mancha de cera.

—¿Cuándo ha sido arrestada? —preguntó, prosiguiendo con su trabajo y sin mirar al niño.

—Esta noche. Parece ser que ha habido un traidor.

La mancha había sido eliminada. Ya sólo faltaba darle unas palmadas y sacudirse la manga con la mano, cosa que hizo el caballero.

—¿Se sabe quién ha sido el traidor? —preguntó al mismo tiempo.

—Lo que se sabe es que no es nadie de aquí. ¡Tanto mejor! Tiene un nombre alemán.

—¿Deutz? —apuntó el caballero.

—Eso es. ¡Exactamente! Entonces, lo sabían ya...

La manga ya estaba limpia. Hubiera habido que saber que había habido allí una mancha de cera. El caballero se volvió, y el muchacho no debió de oírle musitar:

—Sí, lo sabía.

Penetró con paso escueto en la gran sala.

—¿Qué esperas? —dijo el médico—. Ve a llevarle ese pan a Prudent.

Luego, de mala gana, Jean de Grandlande siguió la misma dirección que había tomado el anciano. Reprimía en su interior una felicidad que le ahogaba la de saber que Irénée no había mentido. Había que decir alguna cosa, encontrar palabras para un anciano que se había equivocado temerariamente.

Vaciló antes de entrar. Temía ver lágrimas en los ojos de un antiguo teniente de Charette.

Oyó sonar la detonación muy cerca, tras la puerta. Se encontró arrodillado junto al cuerpo casi en el mismo momento en que éste caía sobre las baldosas. Buscó. El caballero tenía la mirada fija. Su pulso había aumentado a ciento cuarenta. Por fin, encontró, por encima de la oreja, el viscoso agujero que había dejado la bala.

El viejo Prudent, que también había combatido con los chuanes, no pareció sorprenderse al ver a su amo ensangrentado y tendido sobre las baldosas. Para transportarle a su habitación, propuso que le tendieran sobre dos fusiles entrecruzados, como se hacía durante la guerra. El médico le ordenó que trajera un colchón y así le subieron hasta su lecho. Habían dejado de prestar toda atención al chico del panadero, que había vuelto a subir al carricoche y azuzaba con todas sus fuerzas al caballejo, con la esperanza de hacer que galopara. Seguía lloviendo.

Fue Prudent quien tomó un caballo para ir en busca de un viejo médico militar del ejército de Napoleón, excelente cirujano, que vivía a una legua de distancia y estaba retirado desde 1814.

—¿Cayó en seguida? —preguntó el médico, tras haber examinado la herida y buscar, a lo largo del viejo y reseco cuerpo, los reflejos, que le hicieron iniciar una mueca.

—Sí —dijo Jean—. Desde entonces, la respiración es regular, pero ruidosa, como habéis podido comprobar.

—Mala señal. Mirad, después de lo de Montenotte, vi a un teniente de húsares comerse medio pollo y jugar una partida de tabas, antes de caer muerto del balazo que había recibido en la cabeza cuatro horas antes.

—¿No podéis extraer la bala?

—No, ha atravesado el peñasco del oído. Está en el cerebro. Administrarle opio.

—No parece sufrir —dijo Jean.

El viejo cirujano, enfundado en una levita negra, con los botones abrochados hasta la barbilla y el bastón retorcido en la mano, contempló con aire pensativo el cuerpo inmóvil del caballero.

—Dadle opio —repitió—. Las personas que están en coma no se mueven... Algunos ni tan siquiera se quejan. Si salen de él, lo han olvidado todo, pero nada nos demuestra que no hayan sufrido atrozmente. Y, además, el opio lo acelerará, que es lo mejor que se puede hacer.

La contienda ideológica impera, incluso junto al lecho de un moribundo.

—A menos, querido colega, que consideréis criminal apresurar la muerte de un cristiano..., aunque ese cristiano parezca haberse propuesto acelerar la suya, si no he entendido mal.

Rió sarcásticamente mirando de arriba abajo al cura, que entraba, y se marchó con su paso rápido.

—Sí, señor cura. Sí, es cierto —murmuró Jean de Glandlande, con cierta vergüenza—. El caballero se ha pegado un tiro en la cabeza.

Aquel cura cuadrado, de rostro colorado y ojos negros, hijo de campesinos vendeanos, que habían combatido también detrás de curas armados con fusiles, contemplaba el lecho con abatimiento.

—¡Uno de nuestros señores! ¡Suicidarse como Judas!

Jean de Glandlande se sobresaltó.

—¡Oíd! ¡Nada de complicaciones! ¡Se le entierra!

—Perdonadme, pero no puedo —contestó el otro en voz baja.

—Señor doctor —dijo Prudent, con rostro impenetrable y la mirada fija en el suelo—, ahí fuera están los gendarmes, y os esperan.

Después de dar el opio al anciano, que ya no tragaba, Jean de Glandlande bajó y encontró a los gendarmes bebiendo vino en la sala grande, junto a la mancha de sangre. Habían dejado los bicornios sobre la mesa, como una escuadra. El médico les ayudó a levantar el atestado.

—En cuanto al motivo que ha podido inducir al difunto..., al futuro difunto a poner fin a sus días..., o, por lo menos, a intentarlo..., pongo duquesa de Berri, ¿no es así, señor doctor?

Jean se sobresaltó.

—¿Quién os ha contado eso?

—Todo el mundo. En el pueblo, andan reunidos por las puertas, en la posada, y el alcalde ha reunido incluso al consejo, para hablar de los acontecimientos.

—Pero, ¿quién diablos ha informado a los del pueblo?

—El testigo.

—¿Qué testigo?

—Guillou, el chico del panadero. Ha llegado sin aliento en el momento en que montaban el mercado. Mirad, ésta es su declaración: «He ido, como cada semana, a entregar el pan al castillo de Glandlande, donde he encontrado al caballero de Glandlande con su sobrino, el médico del mismo nombre. Al oír la noticia que les he comunicado respecto al arresto en Nantes de la duquesa de Berri, el caballero ha entrado en la sala y se ha pegado un tiro en la cabeza. Yo estaba con Prudent, el criado, cuando ha sonado el tiro. Juntos, hemos visto el cuerpo tendido en el suelo, y a su lado se ha arrodillado el señor doctor, con aire solícito.»

El cabo volvió a meter los papelotes en su pesada bolsa de cuero. Alargaron las manazas hacia los bicornios.

—Veréis, señor doctor —siguió diciendo el cabo, poniéndose de nuevo el sable, que había dejado también sobre la mesa—, sin este Pietri que veis aquí, vuestro señor tío aún seguiría con vida, puesto que la señora duquesa conservaría todavía su libertad.

—¡Cómo! —gritó el médico—. Yo creía que la señora duquesa había sido entregada por alguien llamado Deutz.

—Y debéis de estar en lo cierto —siguió diciendo el gendarme—. Pero el hombre de quien habláis no ha hecho más que indicar al señor prefecto la casa en que se escondía la señora duquesa. Desde ayer por la mañana, todas las brigadas de la región habían enviado hombres para aumentar los efectivos de Nantes. Pietri es de ésos. De modo que entraron todos en la casa, y no encontraron a nadie. Registraron, y nadie. Los policías se van y dejan sólo a unos cuantos gendarmes, para vigilar la casa, y entre ellos a Pietri... Oye, explícaselo tú mismo al señor.

Pietri era un hombre bajo y moreno, aún más moreno porque no había tenido tiempo de afeitarse, y se expresó con un acusado acento del Mediodía.

—Yo estaba de guardia en el desván. Fue Duchamps quien tomó la primera..., la primera guardia. Yo duermo. Duchamps me despierta para que haga mi turno. En esta época del año, dormir tirado en el suelo no calienta mucho. Veo la chimenea. Había leña dentro. Era leña grande, y un poco húmeda. Intento encenderla, y humea y chirría. No hay nada que hacer. Yo me decía ya que qué le íbamos a hacer, pero la desgracia se había cebado en la señora duquesa. ¿Qué es lo que veo bajo la mesa? Un montón enorme de Quotidienne. Un poco de papel de periódico va bien para prender un fuego. Os juro que, al cabo de cinco minutos, aquello parecía un horno. Me instalé bien ante la chimenea, y tenía más calor que en mi tierra a mediados de agosto, a mediodía.

—¿Y luego? —preguntó el médico, que no entendía nada.

—Y, luego, se oyó un golpe tras la placa de la chimenea. Y otro. Como si fuera cosa de espíritus. Pero no eran fantasmas. Me levanté y grité: «¿Quién anda por ahí?» Y una débil voz de mujer me contestó: «¡Nos rendimos! ¡Pero apagad el fuego, por amor de Dios!» Desperté a Duchamps. Apagamos el fuego a golpes de culata, lo separamos, lo dispersamos a patadas y la placa se abrió. Eran cuatro. La primera que salió, alzando su lindo zapato por encima de las brasas, creí que era la duquesa, pero parece que era su doncella. La duquesa salió detrás, tan hermosa como en los retratos, pero completamente negra... Los dos hombres, Monsieur de Guibourg y Monsieur de Menars, estaban tan negros como ella. Lo habían pasado muy mal. Mi humo había empezado a asfixiarles, entrando por los bordes de la placa. Luego, ésta se calentó mucho, y el escondrijo era tan pequeño que los pobres se veían obligados a quedarse pegados a ella. No podían hacer otra cosa. Y por eso empezó a prendérseles la ropa. La duquesa me sonrió. Me dijo: «¡Ah, amigo mío! ¡Qué lástima que vuestra madre os hiciera friolero!» Y Monsieur de Menars, con los ojos llenos de lágrimas, añadió: «Es cierto. ¡Eso ha decidido la suerte del trono de Francia!» Entonces, llegó el general Dermoncourt, y la duquesa le dijo: «General, no tengo nada que reprocharme. He cumplido con el deber de una madre, de reconquistar la herencia de su hijo.»

Y el gendarme se quedó mirándose las botas, porque su relato le había dejado sin aliento.

—Y lo que no dice —añadió el cabo— es que la duquesa le ha dado un tesoro, una bolsa con trece mil francos en luises de oro.

—¡Trece mil francos! —exclamó el médico—. ¡Pero si es una fortuna! Mas, ¿por qué, Santo Cielo?

Pietri permaneció callado, y el cabo se brindó a explicarlo, con una media sonrisa.

—Ya veis la cara que pone ahora, señor doctor. ¡Pues imaginad la que puso en aquel momento! Debía de notársele hasta en los pelos, que no podía perdonarse haber hecho que apresaran a la duquesa prendiendo un fuego para tostarse las botas. Y ella, pobre, en su desgracia, se compadeció de la desgracia de Pietri. Le dio lo que podía darle, la bolsa que llevaba en la mano.

—¡Pero, entonces, sois rico!

—Tengo que decir que sólo lo he sido durante cinco minutos. El reglamento me obligaba a dar cuentas del regalo recibido, y el señor prefecto me quitó los luises de oro. Y ya está.

—Sí, ya está —terminó el cabo—. Pietri no es rico. Ha cogido a la duquesa, y vuestro tío va a morirse por ello. No hablaba mucho, pero me enseñó un truco para tirar a los perdigones... ¡Vaya! ¡Es la vida!

El médico volvió a subir la escalera, mientras los gendarmes descendían por la escalinata, a cuyo pie les esperaban sus caballos, empapados de lluvia. Antes de volver junto a su tío, a quien sólo podía aliviar con opio, el joven corrió hacia la habitación de Irénée.

—¡Ah! ¡Aquí estáis, por fin! —exclamó la accidentada—. Desde hace una hora, todo son idas y venidas, y vos me abandonáis.

—Voy a tomaros el pulso. Luego, os daré de beber y...

—Es cierto que tengo sed, pero lo que quiero es saber si ha regresado vuestro tío.

El médico vio mentalmente, como en un relámpago, el rostro apergaminado del caballero, la pequeña herida sobre el oído, los cosidos de las medias. Llenó un vaso y se lo tendió a la joven. Al ver que no bebía, y ante su mirada fija y brillante, se decidió a musitar:

—No tengo noticias, pero creo que todo marcha bien...

Al inclinarse ante el fuego para reanimarlo —pensando en el otro fuego, aquel que Pietri había prendido en Nantes—, oyó los pasos de Prudent.

—Señor —dijo Prudent—, quería deciros que no deja de llegar gente. No sé qué hacer para impedir que entren en la habitación del caballero. Sobre todo, teniendo en cuenta que hay damas.

—Ya voy.

Antes de salir, Prudent añadió:

—¿Y sabéis lo peor, señor? Parece que entre los gendarmes que han venido, estaba el bribón que ha arrestado a la señora duquesa.

—No es un bribón, Prudent. Y la duquesa le ha perdonado.

No fue un grito, sino una especie de silencio que salió de pronto del lecho, tan penetrante como un grito, lo que hizo que el médico se estremeciera. Se volvió y, al encontrarse su mirada con la de Irénée, comprendió lo imprudentes que habían sido sus palabras.

—Sí —dijo con voz sorda—. La duquesa ha sido apresada esta noche, como habíais previsto.

—¿Qué? Pero, ¿cómo? ¿Llegó demasiado tarde el caballero?

En el patio se oía rechinar de carruajes. Sonaron pasos en la escalera. «¡Ni tan siquiera pueden dejarle morir tranquilo!», se dijo el médico con rabia. Adivinaba los motivos de aquella afluencia. Por el morboso placer del escándalo, venían a ver al viejo que se había matado como Judas. «Están todos aquí —pensó Jean—. Y cuando el cura le haya negado la Iglesia, iré yo solo tras el coche fúnebre.» Lanzó un fuerte suspiro de cólera y se volvió hacia Irénée.

—Mi tío no fue a Nantes.

Ella tardó unos segundos en admitir aquella traición y, luego, sollozando, dijo:

—¡No me creyó!

Pero, en aquella joven orgullosa y activa, la cólera sustituyó pronto a la desesperación.

—¡Viejo estúpido! —exclamó—. No me ha creído porque soy republicana. Es incapaz de creer en un acto de generosidad. Ese viejo imbécil debe de estar orgulloso de sí mismo.

—Ese viejo imbécil está muerto, o poco le falta, señorita.

El médico fue hacia la puerta. Antes de cerrarla, se volvió.

—Es cierto que os juzgó mal. Pero vos también le juzgáis mal porque no sabéis que, en un hombre que ha vivido mucho, las razones que motivan un acto vienen de lejos.

Y añadió:

—A propósito, se ha pegado un balazo en la cabeza.

Y sofocó el grito de Irénée cerrando rápidamente la puerta.

Cuando entró en la habitación del caballero, la encontró llena. De un vistazo reconoció a los dos hermanos de Clergeau, a la vieja Augustine de Boislinars, que había debido traspasar el umbral de aquella casa por primera vez en su vida; a Beaurand y Champvallier, que habían sido chuanes, a la viuda de Lavoute y a una manada de niños de unos diez años. El sacerdote se había inclinado sobre el rostro del caballero.

—Venid a ver, señor —le dijo a Jean—. Me parece que Nuestro Señor acaba de llevárselo consigo.

Jean de Glandlande atravesó la habitación y palpó el pulso del caballero; luego, le tocó los ojos, le colocó un espejo frente a la boca, y, después, le cerró los párpados.

Todos los asistentes se santiguaron al mismo tiempo. El sacerdote entonó con voz fuerte:

—«María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti...»

El viejo Champvallier unió su voz a la del cura:

—«¡Oh, refugio de los pecadores!»

Y, luego, se mezclaron todas las voces para invocar:

—«¡Oh, Madre de los agonizantes, dignaos no abandonarnos en la hora de nuestra muerte; obtened de nosotros un dolor perfecto...»

«En cuanto a dolor —pensó Jean—, el caballero se ha visto colmado. No quisiera tener que vivir los segundos que ha tenido que soportar entre las palabras del chico del panadero y la descarga de la pistola.»

—Vuestro tío... —murmuró el cura, regresando junto a Jean.

—Mi tío es un hombre santo y desgraciado —le interrumpió éste—, y si le prohibís el acceso a la Iglesia, yo...

El sacerdote agitó las manos; tenía el rostro escarlata.

—¡Nada de eso! ¡Hace un momento, yo no sabía nada! ¡Le enterraría aunque me lo prohibiera el obispo! Si no le enterrase, no me atrevería a reunirme en el cielo con mi padre y mis tíos, que murieron también por la santa causa del rey.

La viuda alineó a los cinco muchachos frente al lecho y tomó la palabra:

—Gladlande —le dijo con familiaridad al muerto—, no necesitas explicarnos por qué te has matado. Si al enterarte del arresto de la duquesa, tomaste la pistola y la volviste contra ti, fue porque comprendiste una cosa. Que había que marcar esta fecha para que nuestros hijos no la olviden, para que la Vendée la recuerde, para que nuestros descendientes sepan que los gendarmes han llevado presa a una madre sólo porque su hijo es nuestro delfín.

Se volvió hacia los niños:

—Mirad a este hombre muerto —siguió diciendo con su voz cascada y autoritaria—. Ha muerto para que le miréis y no le olvidéis.

Intervino el cura, preso de inquietud pedagógica:

—Pero no olvidéis, hijos míos, que el suicidio es el único pecado imperdonable, porque es un pecado contra la esperanza. Quiero decir el suicidio ordinario. El señor de Glandlande, al entregarse a la muerte, no lo ha hecho por falta de esperanza en la misericordia, como tampoco lo hacían los primeros cristianos cuando se ofrecían a las fieras en la arena.

Prudent se había arrodillado frente al lecho. Varias personas le habían imitado.

Uno de los hermanos Clergeau se aproximó a Jean con aire perplejo.

—Es extraño —musitó—. Además, a vos tampoco os dirá gran cosa, pero, unos minutos antes de morir, ha hablado. Los otros no le han entendido.

Jean miró a Clergeau con aire inquieto. No quería que se conociera el error que había acabado con el caballero de Glandlande. Estaba seguro de poder contar con el silencio de Irénée. Balbuceó, angustiado:

—En el estado en que se hallaba, sólo ha podido decir insensateces.

—Quizas..., en efecto... Le he oído decir: «Joséphine de Grégo, sólo te hubiera amado a ti.»

—Quizá lo comprendáis —prosiguió diciendo Clergeau—, o tal vez no, porque erais demasiado joven..., ni tan siquiera habíais nacido. Pero, es curioso, porque esa señorita de Grégo...

Se vio interrumpido por un aleteo. El más pequeño de los niños Lavoute se había subido a una silla, y había conseguido hacer caer el chal de indiana que cubría la jaula, y Jonás gritó con voz estentórea:

—¡Viva la duquesa de Berri!

Los veraneantes encuentran ahora en la librería de Saint-Céné, o en las oficinas de turismo de las playas que van desde Nantes a Pornic, un folleto redactado por un erudito del país, y dedicado a las tradiciones y curiosidades locales. En él se puede leer:

«El castillo de Glandlande tiene poco interés arqueológico. Está compuesto por un conjunto de construcciones, algunas de las cuales deben de proceder del reinado de Enrique IV, mientras que otras deben de haber sido edificadas en el siglo XVIII. De todas formas, es interesante visitarlo (todos los días, menos los domingos. Dirigirse al portero), a causa de la colección de objetos relacionados con el caballero de Glandlande, que, tras haber sido uno de los compañeros del célebre Charette, se dio muerte para protestar contra la detención de la duquesa de Berri. En aquella época, la noticia de esa muerte fue censurada por Luis Felipe en la Prensa francesa.

»El castillo pasó, luego, a ser propiedad de su sobrino, por aquel entonces un joven médico, que se enroló posteriormente en el Ejército, y murió, como médico castrense, en el asedio de Sebastopol. Su viuda, de soltera Irénée Forbiquet, gozó de una corta notoriedad, por haber sido la cuarta mujer que escalara el Mont-Blanc. Durante el Segundo Imperio, se volvió a casar, con el banquero Hebrard. En 1871, se advirtió su participación en la gran procesión que se celebró en honor del hijo de la duquesa de Berri, cuyo regreso al trono era esperado por entonces. Aquella procesión comprendió una larga parada ante la sala del castillo, en honor de Jean de Glandlande, víctima de la causa legitimista. Madame Hebrard murió poco después en el accidente de ferrocarril de Champigny-sur-Orge.»

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