NOTA DEL AUTOR
LA novela histórica, al igual que la exótica —por basarse ambas en un desplazamiento, una en el tiempo y la otra en el espacio—, corre siempre el riesgo de caer en el defecto de abusar, a lo largo de descripciones excesivas, de las fórmulas de la época o de términos que designan las prendas de vestir, los instrumentos o los edificios de un tiempo pretérito. El novelista se siente tentado a detallar, con vocabulario pedante y melodioso, los vegetales, los afeites, los trajes, las joyas, las máquinas y los utensilios de una época lejana, y a describirlos, cuando no se hubiera entregado a ese minucioso placer de tratarse de un espectáculo contemporáneo. Los senadores, envueltos en púrpura y tendidos en su litera; las matronas, tras sus velos, reclinadas en las pesadas haredas, de las que tiran muías cubiertasde oro, se cruzan con el ligero scisium que conduce por sí misma la hetaira griega, llevando sentado junto a sí a su amante, que acaba de despojarse de la toga pretexta. Todo ese bazar tendrá una efímera fortuna, pero hay que advertir que Dumas no pone nunca los pies en él, mientras que Flaubert, en Salambó, recurre a él en cada página.
Y, sin embargo, Lanson, que no se atrevió a condenar la novela histórica de Flaubert, no dudó en convertir a Dumas en un fuera de la ley de la literatura. Alain siguió su ejemplo, pero con algunas vacilaciones. «¿Es esto juzgar de antemano?», se pregunta, al negarse a rehabilitar al autor de una obra por la que se adivina en él cierta debilidad. Pero Segnobos afirmaba que era preciso leer a Dumas, para comprender la Fronda, al vivirla y desde dentro. Y es cierto que Dumas logra que sus lectores se olviden de la época en que viven, y durante unos centenares de páginas participen de otra, cuya atmósfera y resortes les son dados como por descuido por el transcurso de una peripecia, al azar de una acción o por el carácter de un personaje.
Pero, aunque Dumas, en sus grandes novelas históricas, estuviera movido por la alegría atlética que experimentaba al arrancar una época a los abismos de la Historia, y exhumarla, fresca y llena de vida, también era sensible al placer de bosquejar unos seres que no estaban ligados a ningún período. Los tres mosqueteros y Veinte años después son, también, novelas sobre la amistad, las únicas que ha producido nuestra literatura.
Sé que cuando, hace veinte años, Cecil Saint-Laurent escribió Basta con una mujer se proponía enfrentar en la misma acción a dos sociedades, separadas por cuarenta años, como por un abismo: la de la Revolución y la de la Monarquía de julio. Pero no hay duda de que no hubiese escrito su libro si no le hubiese interesado igualmente describir los orígenes y la caída de una misoginia. Yo, por lo menos, veo este libro desde esta doble faceta.
JACQUES LAURENT