PRIMERA PARTE:

La desconfianza del viejo Chuán

EL turista que, en nuestros días, deja la amplia carretera que une Nantes con Pornic, y toma la otra, más estrecha, que lleva al importante pueblo de Saint-Céné, franquea el pequeño río el Labre por un puente conocido con el nombre de Pont-Neuf1. Hoy en día es un nombre bien merecido, porque ese puente, dinamitado en 1944, fue reconstruido varios años más tarde.

Pero, en 1832, no merecía ya ese nombre de Pont-Neuf, porque había sido construido durante el reinado de Luis XIV, y contaba con siglo y medio de existencia. Mas la expresión perduraba, y a la pregunta del viejo castellano, Jean de Glandlande contestó con toda naturalidad:

—A media legua de aquí, tío. Justo después del Pont-Neuf.

El caballero de Glandlande miró con desagrado a su sobrino.

—¡Como si no bastara ya con que hayas adoptado este plebeyo oficio de médico! ¡Ahora, tomas mi casa por un hospital!

El joven médico empezó de nuevo con su historia.

Cuando volvía en su cabriolé de un parto, una campesina le había advertido de que, al borde de la carretera, había una joven dama que había caído del caballo y no podía levantarse.

—¡Ya sé! —le interrumpió el caballero—. Ya lo he entendido. Te has precipitado. Has encontrado a la accidentada en medio de un grupo de mozos dispuestos a recitar plegarias, y te has dicho que como tú vives a tres leguas de aquí, era mucho más cómodo llevarte a tu cliente a casa de tu tío.

—No más cómodo, tío, sino más caritativo. Sufre demasiado, y tres leguas en mi cabriolé serían un calvario para ella. Y por aquí no hay más que chozas, en las que no podría cuidarla.

El anciano caballero observó el paisaje, con una especie de orgullo que casi hizo asomar una sonrisa a sus labios.

—Es cierto —dijo—. Por aquí no hay más que chozas, como dices tú. Viviendas, como dicen las gentes. Gracias a Dios, los bosques de Saint-Céné nos han defendido contra la invasión de las fábricas, y los buenos pantanos del Labre han disuadido a los negreros de Nantes de hacerse construir locuras por aquí.

—Precisamente en una comarca tan salvaje como la nuestra es natural que nos ayudemos unos a otros, tío. Vos sois amante de la tradición. La hospitalidad es una tradición. Con franqueza, me avergonzaba por vos de no atreverme a traer inmediatamente aquí a esa dama.

Al contrario de su sobrino, que iba envuelto en una capa, el caballero, a pesar del frío, no llevaba más que una casaca verdosa y unos ajustados y ajados calzones y polainas. Su largo rostro, delgado y asimétrico, aparecía cuidadosamente afeitado e incluso empolvado, cosa que no cuadraba con su deslucido atuendo, que más que descuidado parecía mísero.

Comenzó a pasearse de un lado para otro frente a la escalinata del castillo, que era uno de esos edificios que son llamados castillos por los contornos por amabilidad o servilismo. A decir verdad, se trataba de una pequeña construcción cubierta de pizarra, contra la que se apoyaba una gran torre redonda y puntiaguda, muy anterior a la construcción del edificio, que había debido de pertenecer a una de aquellas granjas fortificadas, que dos siglos antes abundaban en la región.

—¡No cabe duda de que eres inimitable! —gritó el caballero con brusca cólera—. ¡Sabes que no soporto que ninguna...!

—Sí, tío. Ya sé que hasta la ropa os la lava un hombre.

—¿Me lo criticas?

El joven volvió el rostro para que su tío no pudiera leer en él su regocijo. Sabía que, si el caballero se enojaba, la causa estaba ganada. Se encolerizaba al verse obligado a aceptar.

En efecto, unos minutos más tarde, el médico detenía su cabriolé cerca del Pont-Neuf, y tranquilizaba con un gesto de la cabeza a la joven, tendida sobre su propia manta de cuadra, con el rostro sudoroso a causa del dolor.

—¡Miché! ¡Lebris! ¡Tomad a la señora por los hombros! Tú, Hacquebouan, sostenía por los ríñones, pero no le toques la pierna... ¡Tened cuidado! ¡Eso es, ya está!

Una menuda campesina le tendió el tricornio azul oscuro de la accidentada, manchado de barro. Jean de Glandlande lo tomó, lo colocó entre la joven y él e hizo restallar el látigo. Conducía con una mano y sostenía a su paciente con la otra.

—Señora, conduzco deprisa, en primen lugar, porque así sufriréis durante menos tiempo, y, después, porque, al contrario de lo que se cree, los baches se notan menos al trote que al paso.

La joven le dio las gracias en tono quedo. Era evidente que sufría. El joven médico procuró proseguir la conversación, para distraer la atención de la herida.

—Quizás os haya sorprendido que haya tenido que pedir permiso a mi tío para transportaros a su casa, señora. No es que sea un mal hombre, es que ha decidido definitivamente no recibir a mujeres en su casa. Ni tan siquiera tolera junto a sí a una criada. Y me temo que voy a tener que seguir disculpándome por él. Lo más seguro es que se haya encerrado en su torre y no acuda a recibiros.

La joven consiguió proferir algunas palabras a través de los dientes apretados, dando las gracias al joven médico por su amabilidad, y manifestando su pesar por alterar involuntariamente las costumbres de su anfitrión. «Es enérgica», pensó Jean de Glandlande.

Ante la escalinata encontraron a Prudent, el criado para todo del castillo. Entre los dos consiguieron sentar a la joven lesionada en un sillón y subirla hasta el primer piso, a una de las contadas habitaciones todavía habitables del castillo. Prudent, a quien había electrizado la para él increíble visita de una mujer, se había encargado de poner sábanas nuevas y de calentar la cama. Un olor a cerrado se agarró a la garganta del joven médico. Era una mezcla del que se respira en los criaderos de setas del valle del Loira, y del que se desprende al hojear un libro muy viejo.

Prudent dio un último golpe de fuelle al fuego, que había prendido apresuradamente, y luego se fue, rogando primero al «señor Jean» que, en caso de necesitarle, no se fiara de la campanilla y le llamara.

—¡Ah! ¿Qué hacéis, señor? —exclamó la accidentada con inesperada fuerza.

Estaba tendida atravesada sobre el lecho abierto, y Jean de Glandlande había comenzado a desabrocharle el traje. Se detuvo, desconcertado.

—Os ayudo a desnudaros, señora. En vuestro estado, no podréis hacerlo vos sola.

—¡No quiero! ¡Hacedme una cura! ¡Hacedme cualquier cosa, pero es preciso que llegue esta noche a Nantes!

—Al parecer, tenéis una pierna rota, señora. Vuestro pulso es rápido e irregular. No hay duda de que tenéis fiebre alta, y vuestros sufrimientos no os permitirían viajar.

—¡No hablemos de mis sufrimientos, os lo ruego!

Dos lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Las velas se reflejaban en sus ojos oscuros y excesivamente grandes, entre unos párpados alargados y plegados por el dolor. Los cabellos de un rubio pálido, más pálido que su rostro, se habían soltado, desparramándose. La oscilación de las velas parecía poner estremecimientos en ellos.

—Comprended, señora —siguió diciendo—, que esta noche sólo puedo prodigaros unos cuidados improvisados.

Le mostró las tablillas y los cordones que había dejado sobre la mesita de noche.

—Os pondré eso, y mañana ya veremos.

La joven cayó en un lúgubre silencio, pero luego su rostro se animó.

—Haced lo que consideréis conveniente, os confío mi pierna. Estoy segura de que luego podré marcharme. ¿Podríais llevarme en el cabriolé hasta una casa de postas?

Jean de Glandlande hizo un gesto evasivo. No quería contrariarla. Era preciso curarla antes, y, luego, ella sería la primera en reconocer que no podía volverse a poner en camino. Por otra parte, la poción calmante que iba a suministrarle contribuiría a apaciguar su ánimo aventurero.

—¡Bien! ¡Eso es! —dijo con aire cordial—. Empecemos por arreglar esa pierna.

Levantó la amplia falda de amazona, y no pudo evitar admirarse ante el lujo de las enaguas que tuvo que apartar a continuación, y que contrastaba con el sobrio atuendo azul oscuro que vestía la joven.

Tras reflexionar unos instantes, el médico lanzó un suspiro.

—En cuanto a la bota, me temo que habrá que cortarla —dijo—. Es una bota ya ajustada y vuestra pierna se ha hinchado.

La accidentada asintió con un parpadeo. El médico sacó de su maletín un bisturí, y cortó la piel hasta el tacón. La joven llevaba un pantalón de batista, adornado con puntillas, y el médico lo cortó a continuación por medio muslo.

—Esto no es muy elegante —dijo sonriendo—, pero todavía voy a serlo menos al haceros daño. Para encontrar la fractura, mis dedos sólo pueden guiarse por vuestro dolor. No vaciléis en quejaros cuando os haga daño.

Comenzó a palpar, sin dejar de hablar entre dientes, sabiendo que las palabras tranquilizan tanto a los enfermos como a los caballos.

—Veamos, hay equimosis..., pero corresponden a pequeñas contusiones. Es demasiado pronto para que se manifieste la equimosis de la fractura.

—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó la joven.

Se había agarrado con ambas manos a la sábana.

—Eso es —gruñó él—. Ya hemos llegado. Hay una movilidad anormal..., pero sin crepitación ósea... Se trata de una simple fractura... Me parece que sin desviación..., muy limpia... No será necesario que la reduzca, la osamenta sigue alineada. En resumen, se trata sencillamente de mantener el miembro en buena posición, que es lo que vamos a hacer.

Extendió un bálsamo sobre la herida, y, luego, fue a mojar una compresa en el barreño que Prudent había puesto en el fuego; la aplicó con todo cuidado antes de inmovilizar la pierna entre las dos tablillas, que ató con los cordones.

—¿Os duele mucho?

La accidentada había renunciado a agarrarse a las sábanas, y ahora se dedicaba nerviosamente a los botones de cobre de su traje de amazona. Pero pronto se calmó la nerviosa crispación de los dedos, y la boca, que temblaba imperceptiblemente, recobró su arco altanero.

—¿No os resentís de la caída por ningún otro lado?

—Me parece que me sangra la cadera, pero no tiene importancia. Es preciso que parta hacia Nantes.

Y la joven intentó enderezarse.

Glandlande se lo impedió. Levantó más el conjunto de faldas y vio que la batista del pantalón estaba manchada de sangre. Lo desgarró ahora del todo y dejó al descubierto un vientre musculado que le sorprendió. Los rasguños eran leves y estaban repartidos entre la cadera y la ingle. Los limpió cuidadosamente, con la intención de ganar tiempo y vencer las ansias viajeras de la paciente. Mientras la curaba, se sorprendió de la valerosa tranquilidad con que la accidentada exponía el vientre a sus miradas, con las piernas abiertas. Parecía indiferente a ello. Aquello era una novedad para el médico, acostumbrado a los remilgos de las mujeres de la buena sociedad, y a las miradas tercas y escandalizadas de las campesinas.

Cuando término su tarea, llenó un vaso con una poción calmante. Se inclinó sobre la joven para ayudarla a beber, y la sostuvo por la nuca, una nuca frágil y cálida.

Luego, comenzó a poner en orden el maletín, confiando en las propiedades soporíferas de la poción. Creía que la enferma caería en una especie de sopor, y que permitiría entonces que la desnudara y se dormiría, olvidándose de Nantes.

—Caballero, os agradezco vuestros cuidados —dijo con calma la accidentada—. Ha sido una gran suerte encontraros, en mi situación...

—Señora, yo...

—Dejadme terminar. Esa suerte sería una desgracia si, por exceso de celo médico, os esforzarais en retenerme aquí. Se trata de importantes y graves asuntos. ¿Dónde puedo encontrar un coche y un caballo?

El médico, decidido a mantener a la enferma en el lecho, fingió no acordarse de su propio cabriolé. Además, no iba a prestárselo para que, como consecuencia de aquella locura, se quedara coja para toda la vida.

—Que me lleven los diablos si encontráis por aquí lo que buscáis, señora. El señor de Glandlande no tiene carruaje desde hace diez años...

—¿Por qué me habláis del señor de Glandlande?

—Porque... Lo cierto, señora, es que es imperdonable que yo no me haya presentado. Soy Jean de Glandlande, médico de Saint-Céné, y nos encontramos en casa de mi tío, el señor de Glandlande.

La accidentada abrió impetuosamente la boca, pero luego se dominó. Mantuvo los párpados bajos, con cierto aire de perplejidad. El médico se dijo que, tras aquella presentación, se creía obligada a presentarse a su vez, y que, por cualquier motivo, no lo consideraba conveniente.

—Señora —dijo—, puedo dedicaros todos mis cuidados sin conocer tan siquiera vuestro nombre de pila. Creed que si os he dicho quién soy y dónde os encontráis ha sido solamente por conversar, y en modo alguno para incitaros a revelarme quién sois.

La joven alzó hacia él unos ojos oscuros y tranquilos.

—Soy la señorita Irénée Forbiquet, y vivo en Pornic... Es cierto que me siento turbada —añadió, tras un corto silencio—, pero no es por el hecho de dar mi nombre. No es ése el secreto.

Sonrió como para atenuar el alcance de lo que iba a decir:

—El secreto, puesto que sí lo hay, lo llevo conmigo. Y me temo que tengáis razón y no pueda hacerlo llegar a tiempo adonde es necesario que vaya. El nombre del caballero de Glandlande es uno de los más conocidos de la Chouannerie, ¿no es cierto?

—No del todo. En tiempos de la guerra de Vendée, mi tío no fue más que un modesto teniente de Monsieur de Charette. Pero, ahora, es uno de los contados supervivientes notables que quedan aquí, de aquella aventura.

—Entonces es, sin duda, el hombre que yo creo y, probablemente, el que necesito. ¿La ingratitud de Luis XVIII no le ha hecho cambiar de opinión?

—¿A qué ingratitud os referís?

—Me han contado que Luis XVIII no ha recompensado a quienes habían defendido el trono en Vendée.

—Así es, pero el caballero de Glandlande no deseaba recompensa alguna, y por ello no ha podido decepcionarle.

—Por tanto, vuestro tío debió de lamentar dolorosamente la caída del rey Carlos X.

—Es cierto, señora.

—¿Cabe deducir de ello que no le agrada lo que llaman la Monarquía constitucional, ni tampoco la persona del rey Luis Felipe?

El médico sonrió.

—No comprometería demasiado a mi tío al aseguraos que no gusta mucho de los Orleans, y que se le olvidaría acudir a la escalinata del castillo, si el rey le hiciese el honor de detenerse aquí.

—Por tanto, habrán debido conmoverle las noticias concernientes a la duquesa de Berri.

El médico vaciló ahora levemente. La conversación estaba tomando un cariz que le parecía excesivamente político para no resultar peligroso. Estuvo a punto de inquietarse por la fatiga que hablar excesivamente podía provocar a la accidentada. Pero ésta, al mencionar unos momentos antes «un secreto», había despertado en aquel joven reducido a una vida excesivamente limitada, tras haberse criado con los nombres de nuevas batallas y nuevos mariscales, una curiosidad que fue más fuerte que la prudencia provinciana.

—Si no comprendo mal —dijo, prefiriendo preguntar a contestar—, os interesáis por la duquesa de Berri y deseáis lo mejor para ella.

Y dicho esto esperó a que ella se pronunciara abiertamente. Con un esfuerzo, la joven cambió los hombros de lugar y luego, lanzó un suspiro.

—Mis motivos no son los vuestros —dijo—. Cuando me enteré de que había un motín en Marsella, en favor de la duquesa de Berri, y que ésta, que había entrado en el puerto a escondidas, pretendía volar de campanario en campanario hasta París, como Napoleón, he pensado antes que nada en Luis Felipe. Yo soy republicana. Y eso es lo que más me molesta de todo, porque mi padre también lo es.

El médico frunció el entrecejo. Había recordado el nombre de la paciente.

—¿Sois, acaso, pariente de Monsieur Adolphe Forbiquet?

Había articulado aquel nombre con cierta dificultad. Dentro de su propia familia, Jean de Glahdlande representaba un elemento de transición. Era el primer miembro que no vivía «noblemente», es decir, de un oficio que no fuera las armas, el clero o la fragua. Como estudiante de Medicina varios años en Rennes y uno en París, se había formado en unas disciplinas del pensamiento que, durante todo aquel siglo, debían alejar a los espíritus de la tradición y la religión. Pero su infancia en la Vendée, el paso de su educación y los ejemplos recibidos durante la adolescencia habían mantenido en él unas firmes creencias sobre las que procuraba no hacerse preguntas. Y por ello, aunque no compartiera la pasión legitimista de su tío, el caballero, y estuviera dispuesto a suscribir pocas de las ideas que éste enunciaba con toda naturalidad, no dejaba de considerar como enemigos al personal de la República y del Imperio. El nombre de Forbiquet le resultaba odioso aun a pesar suyo. Durante la Revolución, aquel hombre había sido recaudador de los bienes nacionales. Para la nobleza provinciana, y en especial para la de aquella región, eso era más que un robo: era un crimen y un sacrilegio. Adolphe Forbiquet, que era rico y había montado varias empresas de tonelería, había contraído matrimonio durante el Consulado con la hija de un coronel, pariente del barón Beugnot, gracias a quien había conseguido éste un puesto para su yerno en la administración francesa en Alemania, que le había valido ser nombrado prefecto durante los Cien Días. Había vuelto a la industria tras algunos problemas. Negociante en vinos y destilador de alcohol, también era conocido en Nantes por las sumas que invertía en equipar ciertos navios comerciales, que algunos acusaban de negreros.

—Soy su hija.

—Entonces, ¿a qué santo os interesáis por la duquesa de Berri? —preguntó impulsivamente Jean de Glandlande.

—No es preciso que os diga lo cansada que me siento, caballero. Puesto que deseo que vuestro tío oiga lo que voy a relatar, quisiera que fuerais a buscarle para que sólo tenga que decirlo una vez.

El médico se impacientó visiblemente.

—No cabe duda de que he debido de expresarme con poca claridad señora, pero he tenido ya el honor de haceros saber que a mi tío, por razones que desconozco, y que probablemente tampoco divulgaría de conocerlas, le repugna toda relación con una persona de vuestro sexo. No puedo ir contra su voluntad.

—Así lo había entendido. Pero, por lo que sé sobre vuestro tío, es demasiado buen monárquico para considerar a la duquesa de Berri como una simple mujer. Que yo sepa, si ha entrado secretamente en Francia ha sido para hacer triunfar los derechos de su hijo a la Corona para devolver el reino de Francia a la rama mayor y acabar con la usurpación de los Orleans, que, en la persona de Luis Felipe, constituye los cimientos de la República.

—Es posible que los sentimientos de mi tío hacia la empresa de la señora duquesa de Berri sean los que decís, señora. Pero yo hablaba de vos, y de que me resulta imposible conseguir que mi tío venga a veros.

Ella lanzó una carcajada breve y triste, que terminó en una mueca, porque, al agitar el cuerpo, había movido la pierna.

—Yo no le pido a vuestro tío que venga a visitar a Mademoiselle Irénée Forbiquet —dijo—, sino a una persona que tiene en su poder importante información referente a la seguridad, o quizás a la vida, de la duquesa de Berri.

El joven la contempló con amargura. No le perdonaba que fuera hija de Adolphe Forbiquet. Sentía incluso tanta rabia contra ella que se sorprendió a sí mismo. «Es curioso —se dijo—. Me duele este descubrimiento como si fuera una traición.»

—Apresuraos, caballero —dijo ella—. No me he caído porque conozca poco a los caballos. Me precio de montar mejor que muchos tenientes de húsares. He sido imprudente porque tenía prisa por llegar a Nantes. Los minutos cuentan. De no llegar mi mensaje, la señora duquesa quizá sea arrestada antes de mañana.

—Corro a transmitir vuestra petición a mi tío —dijo Jean Glandlande, inclinándose—. Dudo de que la escuche.

Salió al pasillo, tropezó con uno de aquellos inesperados escalones que eran el rasgo característico de aquella casa, y, desconcertado por las tinieblas, se resignó a llamar a Prudent con todas sus fuerzas.

—El caballero duerme —objetó Prudent.

—¡Oh! Ya sé que se pondrá a vociferar, pero este asunto sobrepasa mi competencia —murmuró Jean de Glandlande, siguiendo por el laberinto del pasillo, tras la lámpara del criado.

—¡Adelante! —aulló el caballero—. ¿Qué quieres? ¿Decirme que te vas a tu casa y me dejas aquí esa criatura? ¡Ya me lo figuraba! ¡Y si hubiera estado dormido, tu tonta irrupción me hubiese despertado!

—Tío —contestó Jean con sonrisa forzada—, no hubiera corrido ese riesgo de no haber pronunciado la accidentada un nombre muy querido por vos, el de la duquesa de Berri.

El viejo caballero conservaba el mismo atuendo. Sólo se había quitado las polainas, bajo las que llevaba unas antiguas medias de seda remendadas. Sentado frente a su escritorio, con las piernas cruzadas, leía El viaje del joven Anacharsis. A su lado, y cubierta para pasar la noche con un chal viejo, se alzaba la jaula de un loro llamado Jonás, el malhumorado compañero que su sobrino le conocía desde su más tierna infancia.

El caballero le hizo señas a Jean de Glandlande de que bajara la voz.

—Con ese nombre vas a despertar a Jonás, y se pondrá a chillar.

El loro profería, en efecto, dos gritos de guerra: «¡Viva el Rey!», y «¡Viva la Duquesa de Berri!». Aunque, a veces, también clamaba «¡Viva la República!», con la evidente intención de enojar a su dueño. En aquellos casos, el caballero se apresuraba a tapar la jaula con el chal de indiana y el pájaro se callaba.

—Esa joven pretende que ha sido descubierto el escondrijo de la duquesa —siguió diciendo Jean en voz más baja—, y que si no se la avisa, será arrestada en las próximas horas.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué viene a contarnos eso a nosotros?

—¡Por casualidad, tío! No olvidéis que se cayó del caballo a media legua del castillo. De no mediar esa circunstancia, estaría ya en Nantes, en contacto con personas sin duda más próximas que nosotros a la duquesa.

—¡Vaya, vaya! ¿Y qué quiere de nosotros?

—Su lesión le impide continuar el viaje. Al conocer vuestro nombre, lo ha considerado una garantía de vuestros sentimientos. Espera que vos partáis hacia Nantes y que transmitáis su mensaje a la duquesa.

El caballero se puso en pie, ante la sorpresa de su sobrino.

—¿Adónde vais, tío?

—Pues a ver a esa dama. ¿Acaso no lo ha pedido?

No cogió ninguna luz. Se conocía de memoria las trampas de los pasillos. Su sobrino le siguió a tientas, y entraron uno tras otro en la estancia en que yacía Irénée, que tenía los ojos cerrados. La joven los abrió, y dirigió su primera mirada, imperceptiblemente burlona, hacia Jean, y decía aproximadamente: «Ya os lo había dicho.»

—Señor —le dijo al caballero—, sentaos y escuchadme.

El caballero no se sentó, pero indicó con un gesto de la cabeza que escuchaba.

—Supongo que vuestro sobrino os habrá dicho mi nombre.

—No he tenido tiempo de... —intervino Jean.

—Soy Mademoiselle Irénée Forbiquet. Mi nombre, en caso de que lo conozcáis, sólo puede inspiraros desconfianza. Y, sin embargo, para lo que voy a relatar, es indispensable que lo sepáis. Antes de ser industrial, mi padre fue, es cierto, prefecto. Y antes de ser prefecto, administrador en Alemania, en Coblenza.

El caballero mantenía el rostro completamente impasible. Indicaba que la historia de la vida de Monsieur Forbiquet no podía en modo alguno interesarle, por mucho que se lo propusiera. Pero no manifestaba el menos signo de impaciencia.

—El otro día —prosiguió la joven, al parecer sin advertir la frialdad del caballero—, mi padre estaba visitando los almacenes que posee en Paimboeuf, cuando un hombre que se apeaba de una berlina le reconoció y se le echó al cuello. Se llama Simon Deutz. Su familia vivía en Coblenza cuando mi padre estaba allí. Pareció muy orgulloso de poderse vanagloriar de su éxito ante mi padre, de exhibir su carruaje y su elegante ropa. Mi padre le preguntó por fin en qué profesión había ganado esta súbita fortuna, y Deutz le contestó, riendo, que en la región pasaba por ser un capitalista que compraba y vendía tierras, y le presentó a su secretario, Monsieur Joli, añadiendo que éste pasaba por ser agrimensor. Y, riendo con más fuerza, añadió: «Lo cierto es que Monsieur Joli es inspector de policía, y que yo, por mi parte, he prometido al ministro del Interior apresar a la duquesa de Berri antes de ocho días.»

El caballero movió nerviosamente su cruz de San Luis, se miró los zurcidos que adornaban sus pantorrillas, y, luego, no pudo evitar que sus ojos adquirieran una expresión más intensa, que significaba que esperaba con cierto interés la continuación del relato.

—Ya os lo he dicho casi todo —dijo Irénée—. No cabe duda de que, aquel día, Monsieur Deutz se había excedido un tanto en la comida. Por otra parte, pensaría que los orígenes republicanos de mi padre le inclinarían a guardar silencio sobre su indiscreción. Tenía razón. Mi padre no me lo ha confiado hasta esta tarde. Sus opiniones políticas le convierten en adversario de las maquinaciones de la duquesa. Pero no me ha ocultado la repugnancia que le inspira Deutz. Acababa de saber, por un amigo que está en la prefectura de Nantes, que Deutz ha conseguido entrar en contacto con la duquesa, que aún ignoraba dónde vivía ella, pero que estaba convencido de saberlo dentro de pocos días, de pocas horas tal vez. Y entonces...

Señaló con un gesto de la mano la bota cortada por el bisturí, que yacía sobre el parqué.

—Pensé que llegaría antes a caballo. Ahora, os corresponde a vos daros prisa.

—Es algo muy bello ser legitimista cuando se ha nacido en una familia como la vuestra, señorita —dijo el caballero.

La accidentada hizo un gesto encantador con la cabeza.

—¡A mí me importa un bledo la legitimidad! Por inclinación, soy más bien republicana.

—¿Y bien?

—Pues que me gusta la audacia. Y la idolatro, si se trata de una mujer. Mis tendencias son totalmente igualitarias, y la tutela del hombre sobre la mujer me irrita hasta lo infinito. El porvenir de nuestra sociedad sólo me interesa en la medida en que nos libere de esta carga secular de pretenciosa majadería.

«Desde que tenía unos ocho años, odio a estos cretinos de pueblo que creen que una mujer es demasiado tonta para poder hablar de política con ellos, que son, simplemente, demasiado cortas de alcances para que se las escuche. A caballo, saltamos tan alto como los hombres. Yo tiro mejor que mi primo, que es oficial. Sé nadar... ¿Acaso sabéis nadar, señor? Y aunque haya estudiado piano, como conviene a una joven, sé suficientes matemáticas y física como para poner en apuros al mejor alumno de Monge.

Durante aquel discurso, el caballero había sacado la tabaquera, y aspiraba violentamente rapé, sin ceremonia alguna.

—En mis tiempos, las damas esperaban a que sus méritos fueran descubiertos —dijo—. Parece ser que la moda ha cambiado. De todos modos, os felicito por saber nadar, aunque yo tampoco lo haga mal. Pero temo no entender bien qué relación hay entre esos ejercicios y los peligros que, según vos, corre la duquesa.

—Pues está claro, tío —intervino Jean de Glandlande—. La señorita admira a las mujeres audaces, y, por lo tanto, admira a la duquesa.

—No podría expresarse mejor —dijo Irénée—. Admiro a la duquesa desde el día que supe que había desembarcado en secreto en las costas de Provenza, presentando sus reivindicaciones contra Luis Felipe, en favor de su hijo, que es un niño. He pensado en ella. En mi opinión, se trata de una bella mujer cuyo marido cae asesinado. Tiene la dicha de estar embarazada de él, y de llevar en su vientre a un precioso niño, un delfín. La Monarquía está trastocada. De la rama menor, surge uno de esos reyes republicanos que la familia de Orleans parece tener siempre en reserva. Y esa hermosa mujer abandona su refugio italiano para arrancar los derechos de su hijo a ese burgués gordo y con paraguas a quien desprecia. Intenta sublevar a Marsella, pero fracasa. Porque ese burgués gordo está al mando de todo el Ejército, de toda la gendarmería, de todos los cobardes que prefieren servir al poder a ayudar al heroísmo. Entonces, la duquesa, rodeada por algunos valientes, vaga por Francia, de morada amiga a casa sospechosa, de asilo en trampa. En lugar de volver a embarcar, ha ido avanzando lentamente hacia la Vendée. No ignora que aquí los corazones siguien latiendo por ella, y que en la Vendée se sabe defender a un rey. Nos trae, entre sus pequeñas manos, la revolución. Un Deutz se dispone a venderla, por poco o mucho dinero... ¡eso qué importa! Yo lo sé. Y sabiéndolo, ¿qué queríais que hiciera, caballero? ¿Que me pusiera a leer una novela?

Jean de Glandlande hubiera querido gritar: «¡Oh, señorita! ¡Sois admirable!» Calló por deferencia a su tío, que resumió la situación sin demostrar ninguna emoción:

—Por tanto, señorita, consideráis que si la duquesa de Berri vuelve a ver a... ¿Cómo le habéis llamado?

—Deutz.

—Si vuelve a ver a Deutz, corre el peligro de que la denuncie al prefecto de Nantes.

—¡E incluso si no vuelve a verle, caballero! El mal quizá ya está hecho. Es preciso que la duquesa abandone su casa, que vaya a otra parte, no importa adónde..., de inmediato, por la noche, en cuanto vos lleguéis allí... Porque iréis, ¿verdad, señor?

—Sí, señorita. Voy a ir. Me guardaría bien de hacer caso omiso de una advertencia tan valiosa para la seguridad de la señora duquesa de Berri.

La joven contempló al anciano caballero con una emoción casi incrédula. Parecía estar sorprendida de haber convencido tan pronto a un hombre frío, hostil y que detestaba a las mujeres. Lanzó una mirada de triunfo al joven Glandlande, que se volvió hacia el caballero:

—¿Y sabéis cómo llegar hasta ella?

—Sí, naturalmente.

La joven dejó caer, entonces, la cabeza sobre la almohada y sus ojos se alargaron y estrecharon, para cerrarse por fin.

El caballero salió y Jean de Glandlande le siguió, pisándole los talones. El joven iba dando tropezones por el pasillo, y manifestaba su emoción mediante suspiros de impaciencia. Al llegar a la altura de la escalera, farfulló:

—Tío, quizá debieras llevaros vuestra capa. Hace frío y el viento no perdona a nadie por el camino de Nantes.

—No necesito ninguna capa para meterme en la cama.

Y en lugar de bajar las escaleras, para ir a las cuadras, como había supuesto su sobrino, el anciano prosiguió hasta entrar en su habitación.

—Sin duda, preferiréis que vaya yo —dijo Jean—. No me había atrevido a proponéroslo.

El caballero había vuelto a sentarse en el sillón y había cruzado las piernas; se hallaba otra vez en la misma postura de la que le arrancara su sobrino antes, para conducirle junto al lecho de la accidentada.

—En tal caso, sería mejor que me prestarais a Phoebus —siguió diciendo el joven—. Mi caballo es demasiado pesado y está excesivamente acostumbrado a ir enganchado.

—No tengo intención de despertar a Phoebus.

—Está bien, tío. Me llevaré el mío.

—Tomarás el tuyo, muchacho, pero será para volver a tu casa.

Jean no acertaba a comprender.

—Pero, ¿y la duquesa?

El caballero depuso su aire guasón. Se puso en pie y permaneció inmóvil frente a la delgada vela, cuya luz oscilante contorsionaba su rostro. Luego se santiguó, murmurando:

—Que Dios guarde a la señora duquesa de Berri.

Y con el mismo tono de voz e idéntica solemnidad, añadió:

—Y que reviente el bribón de Luis Felipe.

Jean vacilaba en sentarse, porque su tio no le había invitado a hacerlo. Por ello siguió en pie, y estremeciéndose a causa del frío que reinaba en la habitación, observó tímidamente:

—Lo que es admirable... es que esta noche... los designios de la Providencia... pongan en nuestras manos la salvación de la señora duquesa. ¿No os parece, tío?

El anciano, que había vuelto a sentarse, pareció querer protestar airadamente. Se contuvo, cambió de talante, y en su rostro se dibujó una sonrisa casi ladina.

—En cierto modo, tienes razón. Esta noche, nosotros, y en la escasa medida de nuestros medios, tenemos en nuestras manos la salvación de la señora duquesa.

El médico se tranquilizó, volvió a sonreír y tuvo la audacia de decir:

—En tal caso, no perdamos más tiempo, por favor. Los minutos cuentan.

—¡No sabes la razón que tienes!

La risa del caballero resultaba desagradable. Su sobrino adivinaba oscuramente en él una resistencia socarrona, rabiosa, que le resultaba incomprensible. Angustiado, le vio levantarse, rodear la jaula de Jonás, apartar la cortina, y contemplar la noche a través de los cristales.

—Los minutos cuentan —repitió el caballero—. Con el tiempo que hace, incluso deben de contar el doble para los memos que acechan bajo nuestros árboles.

Jean intentó razonar de prisa. Era cuestión de olvidar que se trataba de su tío. El problema consistía en saber qué diagnóstico emitiría sobre un enfermo que dijera cosas semejantes.

—Lo que me pregunto es dónde se habrán emboscado —gruñó el caballero, sentándose nuevamente—. Lo primero que se me ha ocurrido ha sido pensar que estaban allí, bajo el oquedal. Pero, tras reflexionar, creo que habrán considerado más expeditivo plantarse por las buenas a la puerta de Nantes. Así, no tendrían que seguirme, o seguirte, durante varias leguas, sino sólo por las calles de la ciudad... Sí, esta segunda hipótesis es la buena.

Tomó un polvo de rapé, se contempló con interés las remendadas medias de seda, y después le sonrió a su sobrino.

—Sé sincero, crees que estoy loco.

El joven médico no se atrevió a contestar que sí. Tenía las manos sudorosas. Estaba en juego la suerte de la duquesa. «Me iré solo —pensaba—. Pero, ¿como llegar hasta ella? Parece que mi tío sabe dónde está, pero yo, no.»

—¡No, tío! —exclamó, satisfecho de su astucia—. No creo en absoluto que estéis loco, sino un tanto apurado, porque, a pesar de lo que decís, no sabéis dónde reuniros con la duquesa.

—¡Vaya un médico que estás hecho! Espero que interpretes mejor los cuerpos que los espíritus. Mis dificultades en hacer llegar el aviso a la duquesa no son tan grandes. En cuanto llegara a Nantes, correría a casa de una de las familias de antes..., de las que hicieron la Vendée; a casa de los Kersabiec, por ejemplo, a quienes, además, tú conoces bien. Apuesto a que, un cuarto de hora más tarde, tendría el honor de presentar mis respetos a la señora duquesa. Supongo que no vas a dudar de ello.

El joven estaba tan convencido de ello que no pudo reprimir cierta agitación en sus manos. Su plan era muy simple: en primer lugar, debía despedirse del anciano lo antes posible.

—Entonces, todo está arreglado, tío —dijo amablemente—. Puesto que consideráis inútil, y sin duda peligroso, advertir a la señora duquesa, lo mejor será que me despida de vos y me vaya a dormir. Tengo mucho sueño.

—Buenas noches, hijo. Buenas noches, y que descanses bien.

—Vos también, tío. En cuanto a nuestra accidentada, por ahora está tranquila. Bastará con que venga a verla en cuanto amanezca.

«A pesar de que la carrera hasta Nantes me habrá derrengado, será a vos a quien venga a examinar», pensaba. Al salir hacia la puerta, se preguntaba si no habría sido la inusitada aparición de una mujer en su casa lo que habría turbado el espíritu del anciano.

En el momento en que levantaba el pestillo de la puerta, cayó sobre su hombro una mano tan firme y pesada, que el joven no podía hacerse a la idea de que fuera la del débil caballero. Y cuando sus miradas se cruzaron, se estremeció. En los ojos del anciano había una decisión rencorosa, que cierto asomo de burla hacía resultar más impresionante aún.

—Eres tan necio como tu padre. No tienes la menor astucia. Por fortuna, durante la época de la Vendée, tu padre estudiaba tranquilamente en el colegio de Soréze; de lo contrario, hubiesen pescado al muy desgraciado la primera vez que hubiera ido a la ciudad. ¿Acaso supones que se me engaña con tanta facilidad? ¿Imaginas que no te he visto venir cuando me has preguntado a quién había que ver en Nantes para llegar hasta la señora duquesa?

—¡Tío, os juro que...!

—Y yo te juro que, cuando te he detenido, te ibas a marchar hacia Nantes, y quizás a lomos de mi Phoebus, porque no hay duda de que cuando las personas quieren hacer una estupidez, les gusta hacerla lo más de prisa posible. Les habrías soltado a los Kersabiec la historia que tan deliciosamente nos ha recitado una enferma, que si no he comprendido mal, en una sola velada se ha convertido para ti en algo mil veces más preciado que una paciente, ¿verdad?

—Tengo derecho a...

La voz del caballero bajó mucho de tono y se tornó tenue hasta la sequedad:

—No tienes derecho a entregar a la duquesa.

—¡Tío!

—¡Tío! ¡Tío! Al oírte, uno creería estar en pleno teatro provinciano. A los quince años, tu tío hacía la guerra por los caminos de la Vendée; y la más terrible de todas, aquella en la que tu enemigo habla el mismo idioma que tú.

«Soy más fuerte que él —pensaba Jean—. Pero me da miedo.» Intentó maniobrar disimuladamente hacia la puerta.

—Te excedes en tu necesidad —observó el caballero con cierto buen humor—. Te quiero mucho, pero te aseguro que si te me escaparas de entre los dedos, te derribaría desde esta ventana de un pistoletazo, antes de que tuvieras tiempo de montar a caballo.

Y como si bastara con aquella amenaza, apartó los ojos del joven, dio media vuelta y regresó lentamente hacia el escritorio, musitando:

—He aquí lo que pueden hacer los ojos de una mujer con un muchacho, que no es que sea demasiado inteligente, pero a quien yo, al menos, atribuía cierto sentido común.

No se sentó, giró sobre sí mismo y se quedó mirando a su sobrino con cierta compasiva simpatía.

—Vete, si quieres. ¿Deseas ir a ver a los Kersabiec? Como gustes. Sólo te pido que reflexiones. Sabes la importancia que puede tener el arresto de nuestra duquesa para el gordinflón de Luis Felipe. En París, están enfermos de angustia por ello. El desgraciado Monsieur Casimir Périer debe de despertarse por la noche con palpitaciones. Saben que no transcurrirá mucho tiempo sin que la Vendée se alce. Y el rey será un verdadero rey. Sospechan que toda Francia les barrerá jubilosa del Palais-Royal. Han movilizado regimientos. Han sustituido en Nantes a un prefecto honrado por ese Maurice Duval, que no es más que un espía. Han sembrado de oro los tugurios de la ciudad, con la esperanza de que brote un traidor. Han fracasado. Pero, donde ellos han fracasado, han estado a punto de triunfar los ojos de una mujer ¿Empiezas a comprender?

El médico negó con la cabeza, pero se vio obligado a admitir que, para estar loco, su tío razonaba con mucha cordura. Ya no pensaba en huir, sino que deseaba saber adónde quería ir a parar el caballero.

—Quizás haya sido idea del prefecto Duval. El padre de tu querida... ¿cómo la llamas?

—Irénée.

—...de tu Irénée hizo una carrera del mismo tipo que la de Duval. Apuesto mis rentas a que se conocen. Entre esas gentes, las hijas valen para todo. La recompensa de Luis Felipe debe de ser bastante sustanciosa. Los burgueses son amantes del dinero. En pocas palabras, que han enviado a la pollita a que se rompiera una pierna bajo tus narices. Y ya no tenía que hacer más que recitar su lección con el mayor encanto posible. Así lo ha hecho, y desde su lecho debe de estarse felicitando por haber hechizado tan bien al viejo oso.

—Como médico, no puedo creeros, tío. Ahora, tiene fiebre. Su pierna está rota de verdad.

—¿Te he dicho yo lo contrario? Reflexiona en lugar de defenderla. Si para salvar a la duquesa fuera necesario que te cayeras del caballo delante del prefecto, ¿no correrías acaso el riesgo de quedarte cojo toda la vida?

El médico fue a apoyarse en el escritorio, con aire pensativo, frente al caballero.

—Daría mi vida por la duquesa, pero no la vendería. Y pretendéis que es por dinero por lo que...

—¡Y por el placer del mal! Además, ¿sabemos a quién ama esa apasionada joven? Una mujer joven, enamorada, con ánimo y ansias de vivir como ésa, y como otras que he conocido, es capaz de romperse el cuello porque se lo haya pedido un hombre. Un Duval cualquiera.

Jean sufrió una fuerte impresión ante la idea de que Irénée pudiera sentir pasión hacia un hombre, y tuvo que imponerse un esfuerzo para ocultar sus sentimientos.

—¡Dios nos libre de las mujeres de acción! ¡Dios nos guarde de las mujeres a quienes se les ha metido algo en la cabeza! Tal como ésta misma nos lo ha recordado, si una pasión despoja a una mujer de la reserva propia de su sexo, es capaz de tirar con una pistola tan bien como un hombre, y matar. Pero también conserva intacto el poder de sus ojos. Las de esa ralea matan o fascinan, según los casos. Rezo por la duquesa de Berri, desde que sé que una mujer anda tras sus talones.

Se aproximó nuevamente a la ventana y, con dedo firme, señaló hacia la noche.

—Los policías te esperaban a las puertas de Nantes para seguirte los pasos. Hubiesen esperado en la calle a que tú parlamentaras con los Kersabiec. Ya sólo hubiesen tenido que seguirte, a ti y a tu guía, hasta el escondrijo de la duquesa. Cuando hubieras vuelto a salir, muy orgulloso de tu misión, hubieses visto aparecer el escuadrón encargado de cercar la casa. Estaba bien tramado, pero demasiado tosco. Un poco demasiado tosco para un veterano de la guerra de la Vendée.

El anciano comenzó a desabrocharse la casaca.

—No tengo sueño, pero voy a acostarme. Desde la cama, experimentaré mayor placer al pensar que, en estos momentos, unos espías pasan frío para nada.

Jean, con la cabeza gacha, se reprochó la ligereza con que había descartado, sin desconfianza, tantos indicios. Irénée a caballo, en lugar de ir en berlina. Irénée cayéndose por un camino bueno y sin obstáculos, a pocos pasos de él, a unos centenares de metros del castillo de un viejo vendeano. Irénée, hija de una familia de republicanos y animada por sentimientos políticos totalmente contrarios a la causa de la duquesa. Irénée fingiendo querer volver a montar a caballo, cuando todo el mundo sabe que con una pierna rota no es posible hacerlo.

«Me he comportado como un niño», pensaba con tristeza. No se atrevía a añadir: «Y he llevado mi estupidez hasta enamorarme de ella, hasta creer que ella misma...» Vio mentalmente la cortina de pestañas cayendo sobre las amplias y oscuras pupilas.

El caballero se había metido en su gran lecho campesino. A su lado lucía el candelabro, sobre la pequeña mesita. El rostro quedaba medio oculto por la cortina de la alcoba.

—Piensas en ella —dijo en tono bajo—. En cuanto uno las ve, ya no puede evitar pensar en ellas... Piensa en tu Grégo, pero, sobre todo, no vayas a su habitación. La cadencia de su respiración te convencería de que dice la verdad. ¿Crees que he prohibido sin ningún motivo que penetraran faldas en esta casa?

Jean se aproximó al lecho.

—¿Por qué la llamáis mi Grégo?

—Cuando nací, no sabía lo peligrosa que es una mujer. A los quince años, seguía ignorando que si unos hermosos ojos se interponen en una pendencia de hombres, siembran pronto en ella la infamia. Fue una Grégo, la hija de la marquesa de Grégo, quien me lo enseñó.