21

El vagón en el que se había sentado Marjorie, acurrucada en un rincón, afortunadamente estaba vacío. No se libraba del todo de la observación de los demás porque era un tren con pasillo, y la gente iba y venía constantemente por el pasillo hacia los otros vagones. Cada vez que pasaba alguien, Marjorie se encogía sobre sí misma. Se volvió a mirar hacia la ventana, presentando así solo la nuca a los pasajeros, e intentó taparse la cara también poniéndose la mano en la mejilla. El paisaje corría fuera ante sus ojos, y el sonido de las ruedas resonaba de una manera constante pero tranquila en sus oídos. Todo, incluso las precauciones que estaba tomando para seguir sin ser vista, le parecía irreal, excepto el temor que anidaba en su corazón. Era como un dolor de una intensidad tan abrumadora que todo lo demás se volvía antinatural e insignificante, como las circunstancias de una pesadilla. El miedo le mordisqueaba el corazón, y corría como una llamarada blanca por sus venas. El placer irracional que el ser humano encuentra en la caza tiene su contrapartida natural en la agonía sin sentido del cazado. Para Marjorie no era posible esperar estoicamente el siguiente giro de la rueda, ni encontrar una satisfacción torva en el cálculo matemático de las posibilidades a su favor o en su contra. Lo único que podía hacer era sufrir, indeciblemente. La hora que el tren tardó en viajar desde Brighton hasta la estación Victoria devoró la poca fuerza que le quedaba.

Y como el soldado herido en la batalla, o el hombre moribundo de cáncer, parece soportar bien todo el dolor que se le puede infligir, y sin embargo a intervalos chilla bajo unas punzadas nuevas y mucho más intensas, así le ocurría a Marjorie: la corriente constante de su dolor se aceleraba a intervalos cuando pensaba en Derrick y Anne en algún orfanato en aquel momento, presumiblemente, o en su madre… qué agonía más amarga. Y en una ocasión, entre el tamborileo constante de las ruedas, pensó en George Ely. Le pareció que sus manos podían palpar la áspera cuerda de cáñamo que esperaba a su cuello. Se mordió los labios y se retorció en su asiento sintiendo aquel tormento. Cuando el tren llegó a la estación Victoria ella apenas pudo ponerse en pie y dirigirse tambaleante hacia la puerta del vagón. Y al ver el andén repleto de gente, ya que era sábado a mediodía, se echó atrás un segundo, aterrorizada. Aquella masa de gente, le sugería su instinto irracional, podía estar esperándola.

La estación Victoria estaba llena de gente, como era de esperar a primera hora de la tarde de un sábado de verano, una multitud1 atareada y ruidosa. Marjorie, de pie en el andén, hizo un esfuerzo por sobreponerse. Sabía muy bien lo que debía hacer… o más bien sentía que lo sabría si se paraba a pensar en ello. Intentó decirse que en aquella multitud ajetreada y presurosa se encontraba la mejor oportunidad que tenía de escapar a la observación. Intentó animarse como habría hecho su madre.

Pero el estrépito de la estación la despojó de sus últimas fuerzas. Sabía que pronto se desmayaría, y desmayarse significaría la detección y el arresto. El esfuerzo necesario para hacer lo que debía, comprar una maleta, viajar hasta las afueras, encontrar un alojamiento, estaba completamente fuera de su alcance, como hubiera estado para ella arrastrar sin ayuda el tren en el que acababa de viajar. Su voluntad y su inteligencia se hallaban tan agotadas como sus fuerzas. Era un animalillo pequeño y débil, movido solo por sus instintos, en el momento en que el esfuerzo por sobreponerse hubo pasado. La estación Victoria ahora significaba una sola cosa para ella: Millicent Dunne, el piso de Millicent Dunne.

La guió una antigua asociación de ideas, nada más. Sin saber adonde iba, se introdujo entre la multitud y se dirigió a la salida de Wilton Road, y salió de la estación. Allí estaba la casa, con la puerta de la calle abierta. Subió las escaleras hasta el segundo piso. Aquella era la puerta; llamó a ella, y al instante le abrió Millicent, todavía con sombrero y abrigo, que acababa de volver a casa de la oficina.

Millicent pensaba que llamaba la propietaria, o algún vecino para, pedirle leche o un huevo. Nunca se imaginó que podía ser Marjorie. Pero se apartó a un lado y Marjorie entró, con los ojos ciegos, dando pasitos cortos y lentos, y se quedó clavada en medio del salón mientras Millicent cerraba la puerta y, como si se lo pensara mejor, pasaba el cerrojo. Luego volvió con Marjorie.

—¿Marjorie? —dijo en voz baja—. ¿Cariño?

No pudo decir nada más. Las lágrimas corrían por las mejillas de Marjorie y caían en su pecho, mientras permanecía allí de pie con los ojos ciegos, vueltos hacia las ventanas.

—¡Pobrecilla! —dijo Millicent, sintiendo una intensa compasión, y la cogió entre sus brazos.

Más tarde, Marjorie estaba sentada en el sillón. Sin duda, aquel era el salón dormitorio de Millicent, su «piso», como decía Millicent a la gente que no lo conocía. El sofá con una cubierta marrón colocado contra la pared hacía de cama por la noche. En la ventana había puesto unas cortinas que Marjorie le ayudó a elegir, y a las que hicieron el dobladillo con la máquina de coser de Marjorie. Había una foto de Anne de bebé encima de la chimenea. Y Millicent se inclinaba hacia el fogón de gas que se encontraba pegado a la chimenea de gas, parloteando como de costumbre.

—Tendrán que ser huevos —dijo Millicent—. Siempre son huevos… ¿Sabes?, cuando me suban el sueldo tendré un piso de verdad, y nunca más volveré a comer huevos. Y siempre cocinaré cosas que «huelan». Cebollas. Arenques frescos. Pero aquí solo con pensar en arenques, la señora Hardy sube corriendo en menos que canta un gallo y llama a la puerta y dice que toda la casa se está quejando porque apesta. En fin, que serán huevos esta vez. Tres en total. ¿Cómo los quieres, fritos, pasados por agua, escalfados o revueltos?

Marjorie meneó la cabeza. Incluso podía sonreír.

—No me importa —dijo.

—Es una elección horriblemente difícil —dijo Millicent—. Especialmente cuando has dudado ante esas cuatro posibilidades unas cinco veces a la semana desde hace seis años. Vamos, dime una. Elige y ahórrame la preocupación.

—Pues entonces pasados por agua —dijo Marjorie. Eso significaba que después habría menos cacharros que fregar. Era lo que siempre elegía en casa cuando debía decidir ella.

—Bien —dijo Millicent llenando el cazo con los huevos en el grifo.

Millicent siempre era capaz de hablar, y años de experiencia en su actual empleo le habían enseñado a llenar cualquier vacío incómodo con cháchara intrascendente. Hablaba con aplicación mientras ponía la mesa, cortaba pan y mantequilla, abría una lata de fruta en conserva, un toque de extravagancia. Más tarde, recordando aquel momento, no era capaz de imaginar cómo pudo hablar con tanto entusiasmo sin tema alguno durante aquella primera hora… No concedía el mérito suficiente a su propia habilidad profesional. Pero el parloteo tuvo tan buenos efectos que finalmente Marjorie se comió un huevo, pan y mantequilla y un poquito de ensalada de fruta en conserva, sonrió de verdad con sus ocurrencias, se olvidó de verdad durante cuarenta minutos del motivo por el que se escondía allí, en la habitación de Millicent.

Millicent devolvió el último cacharro al aparador. Pensativa, sacó la pitillera y la boquilla de su bolso y encendió un cigarrillo.

—¿Cama o sillón? —preguntó—. Supongo que estarás cansada…

Esa fue la primera e insignificante alusión que hubo entre ellas al hecho de que Marjorie no estaba haciendo una visita corriente.

—Ah, sí, estoy muy cansada, Mili. Agotada. Me persiguen. Mili, ¿puedo quedarme aquí?

—Claro que sí —dijo Millicent.

Ya se había roto el hielo. Tendrían que hablar de todo aquello, y cuanto antes mejor. Millicent iba caminando por la habitación, arriba y abajo, con la boquilla del cigarrillo entre los dedos. Hacía mucho rato, en realidad, mientras quitaba la cáscara a su huevo, que la palabra «encubridora» había aparecido en su mente, y había que decir en su favor que no permitió que se interrumpiera el flujo de su cháchara, ni tampoco permitió que aquello influyese en sus actos. Se arriesgaba a ir a la cárcel, a perder su amado trabajo, todo su futuro. Pero eso ahora no tenía importancia ante el hecho de que Marjorie necesitaba ayuda. Fue recorriendo la habitación arriba y abajo mientras Marjorie la miraba. Turbada por aquel escrutinio, consciente de sí misma, jugueteó con los adornos. Separó las cortinas y miró hacia afuera, abajo, a la calle ruidosa que quedaba dos pisos por debajo.

Entonces fue cuando el control que ejercía sobre sí misma vaciló. La ligera mueca que alteró su expresión mientras se alejaba de la ventana llenó de pánico de nuevo a Marjorie, que estaba en la cama.

—¿Qué ocurre? —preguntó Marjorie—. ¿Qué has visto?

—Nada, querida —dijo Millicent.

—¡Sí, has visto algo! ¿Qué era?

Marjorie abrió las cortinas también y miró hacia fuera. No habría sabido decir qué era lo que esperaba ver: un cordón policial, quizás, o una multitud que se aproximaba para lincharla. Pero en realidad la calle estaba vacía de todo peligro. Unos niños jugaban, pasaba algún taxi, algunas personas caminaban pacíficamente por las aceras. Nada peligroso en absoluto. Pero justo enfrente se encontraba un quiosco de prensa, con su hilera de carteles, y en medio uno de ellos ostentaba unas letras rojas, letras de sangre, que se podían leer tan claramente como si estuvieran allí al lado ante ella, aunque en su presente estado de tensión se iban encogiendo casi hasta parecer microscópicamente pequeñas.

«LA SEÑORA CLAIR ARRESTADA».

Los teletipos habían enviado aquel mensaje urgente desde Brighton. Hombres con receptores de teléfono en los oídos los habían vociferado en oficinas de Fleet Street. Las prensas se detuvieron mientras los dedos de los linotipistas corrían sobre los teclados. Luego los camiones salieron disparados, guiados con imprudencia por sus conductores, con enormes paquetes de periódicos y carteles, y corrieron por las calles intentando alcanzar a la última marea enorme que salía de Londres para conseguir la mayor cantidad posible de las monedas que saldrían ansiosamente de los bolsillos al leer aquellas enormes letras rojas.

A Marjorie le pareció que no se añadía dolor alguno al que ya sentía, porque su copa estaba tan llena que nada podía hacer que lo estuviera más. Su rostro no sufrió alteración alguna en su expresión, mientras Millicent la miraba. Su mirada y la de Millicent se encontraron, y la suya era una mirada inmóvil, estúpida.

—¿No… no lo sabías? —susurró Millicent.

—No —dijo Marjorie.

Se quedó quieta, entumecida, sin sentir nada.

—Échate otra vez, querida —dijo Millicent.

Solo más tarde Marjorie fue capaz de pensar y llorar de nuevo.

—¡Mi madre lo ha hecho por mí! —dijo de repente—. Pensaba hacerlo desde el principio. Yo no me lo imaginaba. ¿Qué le estarán haciendo ahora, Mili? ¿Serán crueles con ella?

—No, claro que no —dijo Millicent tranquilizadora.

El tono que había usado, sus modales, sus palabras, le recordaban a Marjorie cómo hablaba su madre durante los dos días de pesadilla que habían vivido, y por una extraña peculiaridad de su carácter, eso le ayudó a recuperar la estabilidad. Su madre la había guardado y protegido. Se dio cuenta con súbita claridad de lo mucho que había dependido de su madre, y de que en cuanto se encontró librada a sus propios recursos voló de inmediato hacia Millicent para buscar un nuevo apoyo. No volvería a ocurrir nada semejante. Millicent, que la contemplaba, vio con sorpresa que la expresión de Marjorie se endurecía. El infantilismo, la estupidización, desaparecieron. Mediante una súbita transformación se convirtió, en pocos minutos, en la antigua Marjorie que siempre había conocido Millicent. Por primera vez desde el jueves, Marjorie pensaba con claridad, y se hallaba en completa posesión del control de sí misma.

—Yo no debería estar aquí —dijo Marjorie—. No es justo para ti. No tendrías que haberme dejado entrar.

Millicent se encogió de hombros.

—Yo me quedaría aquí todo el tiempo que pudiera, en tu lugar —dijo—. Aprovéchalo.

—Eres muy amable conmigo, Mili —dijo Marjorie—. Tendrías que haberles contado dónde estaba.

—Yo no podría hacer eso. Eres amiga mía.

Millicent no pudo evitar mirar inquisitivamente a Marjorie al hablar ahora. No sabía más de lo que había ocurrido que cualquier otra persona de la calle; los breves párrafos en los periódicos contaban muy poco. Nunca había oído hablar de George Ely. Habían ocurrido tantas cosas desde aquella trágica noche, solo unas pocas semanas antes, en que vio a Marjorie por última vez… Los párrafos del periódico le habían traído a la imaginación el retrato de dos mujeres furiosas y un joven amante, un drama sangriento en el cual tomaba parte un hacha. Cómo habían llegado a aquello era algo que no se podía ni imaginar, pero durante años había sospechado que Ted abusaba brutalmente de Marjorie. Pero ya hubiese recibido Ted lo que se merecía o no, era natural que Millicent ofreciese a Marjorie sin dudar la ayuda que estuviese en su poder; aquella mirada inquisitiva no implicaba otra cosa que una curiosidad comprensible. Marjorie lo observó también.

—¡Crees que lo hice yo! —dijo con voz aguda, alzando la voz un semitono.

—No, no lo creo. No podría creer semejante cosa —respondió Millicent, y luego, mirando el rostro cansado de Marjorie, dijo—: Cuéntame cómo pasó, si te apetece.

Para Marjorie fue un alivio hablar. Contó toda la historia, con todo su horror y su sufrimiento. A veces más rápido, a veces más despacio, pero Marjorie la contó toda. Los descubrimientos referentes a la muerte de Dot los vertió en unas pocas frases sin aliento. Vaciló y dudó cuando habló de George Ely, pero no tanto por vergüenza como porque ahora mismo le parecía que todo aquello no había ocurrido nunca. Le parecía imposible que alguna vez ella hubiese podido pasarle los brazos en torno al cuello y sentir sus besos. Su recuerdo le decía que sí, que lo había hecho, pero ella desconfiaba de su memoria. Era como si intentase recuperar los detalles de alguna novela que hubiese leído hacía mucho tiempo, y que al reconsiderarla no le sonase tan cierta como había pensado en una primera ocasión. Explicó con voz balbuceante aquella parte de la historia, sin pensar en excusarse.

Los detalles de la última noche de la vida de Ted estaban mucho más vivos en su memoria. Contó cada uno de ellos por turno, y las crudas frases fueron reconstruyendo todo el cuadro de una forma muy vivida en la mente de Millicent. Y luego empezó la huida, los incidentes de los dos últimos días. Aquí le empezaron a fallar de nuevo las palabras. Solo por deducción, por el horror que vio pintarse en el rostro torturado de Marjorie, pudo adivinar Millicent lo que había pasado durante las últimas cuarenta y ocho horas.

—Y así ha sido como he llegado aquí —dijo Marjorie vagamente, intentando transmitir mediante sus gestos el terror y la debilidad que la habían asaltado en la estación Victoria.

—Ya veo —dijo Millicent.

Marjorie miró suplicante el rostro compasivo de Millicent.

—¿Me colgarán si me cogen? —preguntó.

—¡No! —exclamó Millicent acalorada—. ¡Nunca! Tú no eres… no eres culpable de nada.

De todos modos tartamudeó en medio de su frase. Había empezado a negarlo de buena fe. Solo después de empezar a hablar la asaltó aquella duda. A Marjorie le habían dicho antes de llegar a su casa lo que ocurriría allí. «¡Vamos a matarle!», había dicho su madre. Y aun así Marjorie había dejado entrar a George y a la señora Clair en su casa, se había apartado a un lado sin interferir mientras se cometía el crimen. Legalmente era igual de culpable, en consecuencia, fuera cual fuese su justificación moral, fueran cuales fuesen las excusas que podía aducir con respecto a su estado mental en aquel momento. Si tenía mala suerte o su defensa se llevaba mal, podían colgarla, podían reducir a aquella hermosa mujer a un montón de carne muerta. Millicent sintió en su interior el extraño pinchazo de curiosidad con respecto a alguien cuya vida estaba en peligro, por la ley que hace que se abarroten los tribunales en un juicio por asesinato, y se odió al instante a sí misma por pensarlo.

—¿Es cierto eso? —preguntó Marjorie.

—Sí —dijo Millicent. No consentía en decir otra cosa, al principio, aunque fuesen otros sus sentimientos. Se enfrentó a la mirada inquisitiva de Marjorie lo mejor que pudo. Luego, haciendo un esfuerzo, mencionó la fuente de sus dudas.

—Pero mira, chica —dijo intentando hablar de una manera convincente y desenfadada al mismo tiempo—, debes tener mucho cuidado con lo que dices, si… si alguna vez tienes que decir algo. No le cuentes a «nadie» lo que dijo tu madre cuando subíais por Simón Street. Excepto a tu abogado. A él sí que se lo debes decir, claro. Pero a nadie más.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Marjorie sinceramente sorprendida. La ignorancia y el miedo habían evitado que intentase siquiera estimar la fuerza o la debilidad de su posición con respecto a la ley.

—No puedo explicártelo en realidad —dijo Millicent intentando desesperadamente resultar despreocupada—. Pero estoy segura de que tengo razón. Lo digo en serio, cariño. Recuerda siempre lo que te estoy diciendo, «siempre».

Millicent intentaba advertir a Marjorie de que no reconociera cosas que podían perjudicarla en una de esas «declaraciones voluntarias» tan diestramente extraídas a los detenidos por la policía, pero no podía ser más explícita. Habría tenido que mencionar a sangre fría las palabras «policía» y «arresto», y recrearse en una indecencia que no podía tolerar.