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El viernes por la mañana, mientras Marjorie, con Derrick cogido de la mano, iba caminando por High Street para hacer sus compras, atrajo su atención un titular del Weekly Advertirser.

«Acto imprudente de una mecanógrafa del Ayuntamiento», leyó. «Todo sobre la investigación».

La mecanógrafa del Ayuntamiento era Dot, eso lo sabía, y su acto imprudente era su suicidio. Marjorie raramente se gastaba los dos peniques que costaba el periódico local, pero aquel día sí que lo hizo, y algo más extravagante aún: fue a Mountain’s, el café de High Street, adonde iban las mujeres ricas, compró el silencio de Derrick por un tiempo con un helado de cuatro peniques y la tranquilidad para poder leer el periódico a solas con un café que le costó otros cuatro peniques.

Vio en seguida la noticia que buscaba: un suicidio local de lo más jugoso estaba destinado a ocupar un espacio importante en el periódico local.

«El señor Harley Brown, juez de instrucción, reunido en sesión sin jurado, ha dado un veredicto de “Suicidio por locura temporal” tras investigar la muerte de Dorothy Evelyn Clair, taquimecanógrafa, de veintiocho años, con residencia en Dewsbury Road n° 16, el pasado 18 de junio. El doctor Aloysius Montgomery, según sus observaciones, ha declarado que la causa de la muerte fue el envenenamiento por monóxido de carbono como resultado de inhalar gas de carbón. La difunta había comido algo y había bebido una cierta cantidad de alcohol poco antes de la muerte. No es inhabitual que las personas que piensan en el suicidio beban en abundancia para estimular su valor. Es más raro que coman algo, pero tampoco es excepcional. Él mismo había visto varios casos. La difunta estaba embarazada de tres meses.

»El sargento Hale, de la Policía Metropolitana, declaró que llegó a Harrison Way 77 como respuesta a una llamada telefónica, y encontró a la joven muerta en el suelo, con la cabeza dentro del horno de gas. No encontró carta alguna ni ninguna otra indicación de un posible motivo para aquel acto.

»Marjorie Grainger, casada, hermana de la difunta, declaró que su hermana llegó al número 77 de Harrison Way para hacerse cargo del hogar durante la tarde, mientras su esposo y ella estaban fuera. Al volver a casa, poco después de medianoche, notó olor a gas, y al entrar en la cocina encontró a la difunta como se ha descrito. La cocina estaba llena de gas procedente del horno, y después de cerrar la llave de paso y abrir la ventana, llamó a la policía. No conocía motivo alguno por el que su hermana pudiese sentirse desgraciada; siempre había sido una joven alegre y animosa. Sabía de un par de flirteos por parte de su hermana, pero nada serio, ciertamente, no en los dos últimos años. Edward Grainger, su esposo, lo corroboró.

»Martha Clair, viuda, madre de la difunta, declaró que su hija había vivido con ella siempre en Dewsbury Road, 16. Siempre había sido una joven muy alegre y vivaz, aunque ella había notado un cambio durante las últimas semanas. La difunta conocía a pocos hombres, y si hubiese tenido una aventura importante ella está segura de que lo hubiese sabido.

»Mabel Somerset, de una organización benéfica, declaró que la difunta llevaba los cuatro últimos años trabajando a sus órdenes como taquimecanógrafa. Siempre la había encontrado diligente, alegre y activa. El desempeño de su trabajo le ponía en contacto con muy pocos hombres. Ella no veía motivo alguno por el cual la joven hubiese querido quitarse la vida. Todos sus asuntos estaban en orden.

»El señor Harley Brown, al emitir el veredicto antes mencionado, declaró que no había duda alguna de que esa desgraciada muchacha había sido traicionada por algún hombre poco escrupuloso que no tenía el valor de dar la cara y confesar el crimen. Desearía saber quién es, aunque la publicidad no sería castigo suficiente para él».

Marjorie dejó caer el periódico en su regazo cuando terminó el artículo. Las frases breves y descarnadas, destrozadas por la pésima relación que hacía de ellas el reportero en oratio obliqua, no dejaban adivinar una imagen clara de la escena en el tribunal. Ciertamente, daban una impresión equivocada de la forma en que ella había prestado declaración, de sus estúpidas lágrimas y del amable interrogatorio llevado a cabo por el juez de instrucción calvo que le había sonsacado las pruebas, igual que tampoco ofrecía un relato fidedigno de la justa indignación del juez de instrucción, cuyo rostro había enrojecido al hablar de la traición de Dot… igual que esa fría y maldita palabra, «difunta», no traía a la mente ningún retrato de Dot, hermosa, risueña y desenfadada.

Pero había dos breves párrafos en aquel informe que sobresalían como si estuvieran escritos con letras de fuego. «La difunta estaba embarazada de tres meses». Marjorie no sabía nada… ni siquiera lo sabía cuándo prestó declaración, ya que no le dejaron entrar en la sala cuando dio su testimonio el doctor. Ella pensaba que las amables preguntas del doctor estaban destinadas a averiguar si Dot había tenido un asunto amoroso poco afortunado. Marjorie no podía adivinar en absoluto quién era el responsable, quién había recibido el regalo de la dulzura y la virginidad de Dot. Ninguna de las personas que ella conocía se lo merecía. Y desde luego, si Dot hubiese amado a alguien tanto como para hacer algo así, se lo habría contado. Nunca hubo secretos entre Dot y ella.

«La difunta había bebido una cierta cantidad de alcohol». Eso también era poco propio de Dot. Vino en las bodas y una copita de oporto Invalid el día de Navidad, era lo único que bebía Dot, que ella supiera. Resultaba difícil imaginar a Dot emborrachándose sentada en casa, aunque estuviera tan desesperada como para suicidarse. Una imagen apareció ante sus ojos repentinamente, la visión de unos cascos negros de botella tirados en el cubo de la basura… Pero no era capaz de imaginarse a Dot rompiendo botellas de vino. Resultaba desconcertante y la cabeza le daba vueltas.

—¡Mamá! —estaba diciendo Derrick—. ¡Mamá, mira!

El persistente chillido de su voz penetró al fin a través de su abstracción. Derrick, que se había acabado el helado hacía rato, había buscado distracción balanceando una cuchara encima de su cabeza. Marjorie de repente se dio cuenta de lo divertidas que parecían dos mujeres bien vestidas que se encontraban en la mesa de al lado, y de la sonrisita educada pero hostil de la encargada. Le quitó la cuchara y acalló las protestas de Derrick con una sacudida, sonriendo a modo de disculpa a la encargada, y salió del restaurante después de pagar la cuenta.

En la calle hacía calor y el sol brillaba cegadoramente, y por supuesto, tal y como pudo comprobar en el reloj de Tomlin, era muy tarde. Agarró la mano de Derrick y echó a correr hacia casa subiendo por High Street, pasó junto a las salas de ventas de la Compañía de Gas (respondiendo con paciencia: «sí, cariño» a los gritos de Derrick que anunciaba que allí era donde trabajaba su papá) y enfiló por Simón Street, una calle muy empinada, hasta llegar a la última esquina, que era Harrison Way. El mismo nombre de la calle revelaba el hecho de que se había urbanizado después de la guerra, y la había edificado un constructor para especular vendiendo las casas, no alquilándolas. Era una calle larga con parejas de casas adosadas, de estuco y tejados con tejas, dos salitas y una cocina abajo, y arriba, dos dormitorios pequeños y uno más diminuto aún, y un baño. Sin embargo, bajo la brillante luz del sol, la calle tenía un aspecto muy bonito, con sus hayas y sus tejas rojas.

Marjorie se preguntaba si podría soportar vivir allí mucho tiempo más, trabajar en la misma cocina donde había muerto Dot. Y ahora todo el mundo en la calle sabía que su hermana se había matado porque iba a tener un niño y no estaba casada. Era horrible para sí misma, y sería espantoso para los niños… pero como Ted tenía el despacho en High Street, sería una tontería que se mudaran a otro sitio más lejos, aunque tuvieran dinero suficiente para hacerlo. Ellos sacaban más partido al escaso salario de Ted que otros hombres, porque Ted no tenía que pagar transportes y podía ir a comer cada día a casa.

Y estaba también el tema de su madre. Habían hablado de ello la noche anterior. Su madre era viuda de funcionario, como Marjorie se recordaba siempre orgullosamente a sí misma. El padre, a quien apenas recordaba, era administrativo en un banco y funcionario interino, y murió en la guerra. La casita de Dewsbury Road era de propiedad, y con eso, la pensión, el dinero del seguro, y la generosa indemnización del banco, la señora Clair había podido educar a sus hijas de una manera bastante satisfactoria… De hecho, después de que Marjorie se casara y Dot empezase a ganar dinero, vivía con mucha comodidad. Pero su madre ahora se había quedado sola. Marjorie, arriesgándose a la ira segura de Ted, le había preguntado la noche anterior si su madre podía venirse a vivir con ellos y él se había negado, diciendo con mucha sensatez que nunca funcionaba bien que la suegra viviese con el yerno (y Marjorie sabía en lo más profundo de su ser que no había amor alguno entre Ted y su madre).

Marjorie llegó al número 77, abrió la puerta con su llave y convenció a Derrick de que saliera al jardín, todo ello automáticamente, de modo que sus pensamientos apenas se interrumpieron. Pero aun así, a Marjorie no le gustaba la idea de que su madre se quedara sola. Ted había hecho la sugerencia, realmente sensata, de que quizá a su madre le gustase coger a algún realquilado joven, más por la compañía que pudiera prestarle que por el dinero que pudiese obtener.

—Sí —dijo su madre—, es buena idea. Pero hoy en día es difícil conseguir un realquilado joven.

—George Ely podría ir, si yo se lo pido. Dijiste que te gustaba, y seguro que le encantaría ir. Puedes apostar a que sí.

Ted había puesto aquella expresión dura de hombre de negocios al decir esto. George Ely era ayudante de Ted en las salas de ventas.

—Pero no me gustaría que el señor Ely viniese contra su voluntad —dijo su madre.

—La semana pasada me dijo que la habitación donde vivía era un desastre… —contestó Ted—. Se lo mencionaré.

Marjorie esperaba que George Ely aceptase. Le gustaba. Era esbelto, rubio y tranquilo, de buen carácter; justo lo contrario de Ted en todo. Seguro que se llevaría de maravilla con su madre.

Era más agradable pensar en eso que en la muerte de Dot, pero no podía quitársela de la cabeza tampoco mientras iba trasteando por la cocina y preparando la cena. Marjorie recordaba que hacía unas semanas Ted había traído a casa un informe impreso, emitido por la Asociación de Productores de Gas, que trataba precisamente de la cuestión del suicidio por envenenamiento de gas. Ella no lo había leído, pero sabía que Dot sí. Quizá fue eso lo que le dio la idea a la pobre Dot. Ted lo examinó con mucha atención, pero claro, su trabajo consistía precisamente en eso, ya que en las salas de ventas, donde tenía que convencer a la gente de que usara todo el gas posible, debía ser capaz de responder a todas las preguntas que le hiciesen sobre cualquier cosa que tuviese relación con el gas.

Pero había una imagen que bañaba ante sus ojos, mientras empezaba a poner el mantel, sin venir al caso, como ocurría siempre: ¿qué narices podían hacer aquellas botellas de vino rotas en el cubo de la basura?

—¡Mami! —gritó Derrick, dando golpes en la puerta de la cocina—. ¡Mami!

Era demasiado esperar que Derrick se quedase más de media hora en el jardín, aun en una mañana tan buena como aquella, sin que le hicieran caso. Y Ted y Anne estarían pronto en casa, y querrían comer. Ted estaba de un humor bastante imprevisible últimamente, desde la muerte de Dot.

—Eres un chico listo —dijo Marjorie, cuando Derrick consiguió desabrocharse los zapatos que llevaba en el jardín él solo.

Resultaba un poco sorprendente que Ted se mostrase tan preocupado. Quizá era porque en el despacho no causaba buena impresión que su cuñada se hubiese matado en su propia casa, y por ese mismo motivo también.

—Hola, mamá —dijo Anne, entrando por la puerta de la cocina. Era una mujercita seria y tranquila, aunque tenía los pies ligeros, como un hada.

—Hola, cariño —respondió Marjorie—. La comida ya casi está lista. Lávate las manos.

Anne se lo había tomado todo muy bien, con mucha serenidad, sin hacer preguntas desde el día del funeral.

¿Quién podría ser el amante de Dot, ese del que nunca había hablado a su hermana?