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Una línea del ferrocarril de cercanías corría por el final del jardín de la pequeña casita semiadosada. Cuando había servicio, la casa temblaba a intervalos de diez minutos al paso de los trenes, porque había un servicio cada veinte minutos en ambas direcciones, pero el último tren del día pasaba a la una y cuarto de la mañana, y al principio, mientras Marjorie yacía despierta, la casa se vio envuelta en la tensa quietud de la noche de las afueras. Estaban en mitad del verano, y la habitación no se quedaba nunca totalmente a oscuras, siempre se percibían los pálidos cuadros de las ventanas, y más tarde ella notó que había más luz. Y luego oyó a los gorriones y los estorninos que empezaban a piar, y luego, muy, muy lejos, los cascos de un caballo que trotaba. Era el carro del lechero que venía de camino para hacer su ronda diaria. Ahora que los carros de la leche habían empezado a usar ruedas de neumático, solo se oía el caballo, nunca el carro. Mientras el caballo estuvo al alcance de su oído, ella siguió oyendo aquel golpeteo distante y rítmico.

Un tren eléctrico bajó por la empinada pendiente del ferrocarril que había detrás de la casa. Los trenes de subida y los de bajada sonaban bastante distintos a los oídos acostumbrados a ellos, a causa de la inclinación. Si el tren bajaba, es que pasaban diez, treinta o cincuenta minutos de la hora; si subía, entonces era la hora en punto, o veinte o cuarenta minutos después. Este era el primer tren de subida, por lo tanto, las seis menos veinte. Su traqueteo fue en aumento poco a poco, la casa tembló levemente al pasar, y luego, el sonido continuó disminuyendo de manera constante hasta que se vio cortado de repente por el chirriar de frenos, cuando el tren se detuvo en la distante estación. Solo cuando todo lo demás estaba en silencio se podía oír ese último sonido en Harrison Way; en aquel caso, la mañana era tan silenciosa que Marjorie oyó incluso el sonido de las puertas de los compartimentos al cerrarse, y el ruido rechinante del tren al volver a ponerse en marcha otra vez.

Cuando todo quedó en silencio una vez más, Ted se movió de repente a su lado. Gruñó y sacó las piernas fuera, prácticamente igual que el pequeño Derrick en su camita, cuando no estaba dormido del todo, y luego gruñó y se volvió de lado otra vez, hacia ella. Eso le causó algo de sorpresa porque Ted solía dormir profundamente, como un tronco, sobre todo después de una noche cansada. Furtivamente y con infinitas precauciones para no molestarle, Marjorie se fue bajando la parte inferior del camisón hasta que le cubrió los pies. Quizá fue ese movimiento el que le molestó, aunque Marjorie no lo creía. Ya fuera así o no, el caso es que Ted volvió a gruñir una vez más y luego se tensó y se despertó del todo, y se volvió de espaldas. Se aclaró la garganta con la típica tos de fumador, como hacía siempre al despertarse, mientras Marjorie fingía dormir.

Algo más inusual que de costumbre: murmuró para sí, en voz baja, y luego se calló de repente. Bajó una mano precavida y la puso sobre el cuerpo de Marjorie, pero ella estaba muy quieta, fingiendo dormir. Se sentía muy desgraciada, y además no quería que él se pusiera pesado otra vez, aunque ella nunca le había oído murmurar para sí como preliminar para ponerse luego pesado. Satisfecho de comprobar que ella dormía, Ted retiró la mano. Se quedó rígido y quieto (Marjorie tenía la sensación de que sentía una tensión no deseada) y una o dos veces Marjorie le oyó murmurar de nuevo.

Era todo muy extraño: que se despertara tan temprano, aquella tensión, aquellos murmullos. Durante un momento Marjorie no supo explicárselo, hasta que se le ocurrió de repente que debía de estar gravemente afectado, mucho más afectado de lo que ella había sospechado o previsto, por la muerte de Dot. Marjorie sintió consuelo al pensarlo; el conocimiento de que ella no era la única que se sentía mal en aquella casa disminuía su infelicidad en gran medida. Su corazón se ablandó un poco, incluso podría haber levantado la mano y tocarle de no temer que él entendiera mal ese acto. De modo que se quedó muy quieta, notando que él no dormía, consciente de su tensión.

Entonces se iniciaron los otros ruidos de la mañana. Marjorie oyó que subía por la calle su propio lechero, y el tintineo que se produjo al dejar la botella de leche en el escalón. Pasaron otros trenes con su rítmico traqueteo y su acompañamiento de débiles temblores en la estructura de la casa. Se oyó el chasquido del buzón de correos al depositar en él el periódico. Luego oyó a Derrick que empezaba a canturrear. Cuando se despertaba, Derrick siempre piaba como los estorninos, pero era un niño muy bueno y se quedaba echado en su camita hasta que le decían que se podía levantar. Anne dormía más rato, y con un sueño más profundo.

Marjorie sintió que debía levantarse temprano aquel día para enfrentarse a todos los problemas que aparecerían en seguida. El sargento de policía había hablado de una investigación. Ella no sabía nada de investigaciones, y la simple idea le preocupaba. También le costaría mucho explicárselo a los niños; y su madre, seguramente, aparecería por allí bien temprano, y temía también que la noticia atrajese a todos los demás rápidamente, en cuanto se conociera. La señora Posket, por ejemplo, seguro que aparecería en cuanto se enterase. La señora Taylor, por supuesto, querría hablar también con ella. Cuanto antes se levantara, mejor.

Marjorie apartó las sábanas y saltó de la cama. Ya a buen recaudo miró a su marido, que yacía mirando al techo, o más bien a través del techo, al cielo azul que se encontraba por encima, le pareció a Marjorie. Ella se sintió conmovida al verle tan afectado, de tal modo que, como ocurría muy raramente, se agachó y le besó sin invitación alguna. Él no le devolvió el beso. Ted no era consciente de su proximidad hasta que ella le tocó, y eso pareció sobresaltarle, porque saltó al notar su contacto. No dio otra señal de haber notado su beso, y Marjorie, un poco dolida, se apartó, recogió su ropa y corrió al baño en camisón.

Vestirse era un proceso lo suficientemente automático para conservar la facultad de sentir hondamente su desdicha, aunque no tan hondamente como podía haberla sentido, porque estaba un poco sorprendida por el inesperado sufrimiento de Ted y pensó también en ello. Luego, una vez estuvo vestida, la rutina maternal la devoró por completo y no tuvo tiempo de sentirse desgraciada ni por un momento. Había que preparar el desayuno, supervisar cómo se vestía Derrick, que hacía lo posible por vestirse solo, pero siempre se ponía los calcetines con el talón por delante, y aquella mañana consiguió ingeniosamente ponerse los pantalones al revés. Marjorie tenía que freír el bacón, poner la mesa, contestar de alguna manera al insistente parloteo de Derrick, procurar que Anne se lavase detrás de las orejas, y tener preparada el agua caliente para que Ted se pudiera afeitar. Eran tres cuartos de hora de actividad intensa, si no extenuante, hasta que conseguía tenerlos a todos sanos y salvos sentados a la mesa de la cocina con el desayuno delante.

Encontraba algún consuelo en el hecho de que ninguno de los dos niños le hiciese preguntas sobre la tía Dot. Habían dormido toda la noche a pesar del ruido, y daban por sentado que, como otras veces antes, ella se habría ido a su casa después de acostarles, al llegar uno de sus padres. Sin embargo, por otra parte, entre todo el alboroto y las prisas, Marjorie se encontró pensando con horror que les estaba dando de comer a los niños en la misma habitación donde Dot se había suicidado solo doce horas antes, una comida cocinada, además, en el mismísimo horno con el que se había matado ella. Cuando se le ocurrió aquello se le derramó la leche de Derrick, y se apagó la llama del gas bajo la sartén, y antes de que Marjorie pudiese apagar la llave de paso, notó una vaharada de olor a gas que la puso enferma y casi le hizo vomitar, de modo que se sentó de repente a la mesa justo cuando llegaba Ted, con los zapatos en la mano. Él también estaba pálido. Marjorie pensó que ambos debían de parecer un par de fantasmas. Se alegraba de que los niños no se hubiesen dado cuenta.

—Será mejor que me vaya al despacho hasta que me necesiten —dijo Ted.

—Sí —respondió Marjorie.

—¿Quién te va a necesitar, papá? —preguntó Anne. Toda la vida se le había inculcado que nada en el mundo tenía más importancia que el hecho de que su papá llegase puntual al trabajo. Ted ignoró su pregunta.

—¿Y Anne, va a ir al colegio? —preguntó Ted.

—Pues claro que debe ir —dijo Marjorie. No podía soportar la idea de tener a Anne pegada a ella toda la mañana.

—¿Pero qué dices, papá? —preguntó Anne—. ¿Por qué no iba a ir al colegio? ¡Papá! ¡Mamá! ¿Qué ha pasado?

—¡Tranquila, Anne! —le regañó Marjorie. Y eso que Marjorie se sentía inclinada a ser especialmente amable con Anne desde que se había dado cuenta de que era Derrick quien se había ganado su corazón. Anne se quedó algo mustia, con los labios temblorosos. El hecho de que su adorada madre le hablase tan rudamente era tan raro que le provocaba lágrimas. Estaba a punto de llorar cuando un insistente golpeteo en la puerta de atrás distrajo su atención, y la abuela entró por aquella puerta, y Anne no recordaba que la abuela hubiese llegado nunca a casa a la hora del desayuno. Marjorie gritó llena de alegría al verla.

—Ven a tomar una taza de té, mamá —dijo, y se levantó automáticamente y empezó a preparar un lugar para ella.

—Gracias, cariño —dijo la señora Clair. Era la misma mujer pulcra, tranquila y eficiente de siempre, y hablaba con la misma voz suave. Marjorie sintió una enorme oleada de alivio con su llegada.

—Buenos días, Ted —dijo la señora Clair.

—Buenos días, mamá —dijo Ted. No la miró.

—¿No ha ocurrido nada aún? —preguntó la señora Clair.

—No —respondió Marjorie.

—¿Qué es lo que tiene que ocurrir? —inquirió Anne.

—Cállate la boca —gruñó Ted, y ambas mujeres intercambiaron miradas que Ted no vio porque tenía los ojos clavados en el suelo.

Ted echó atrás su silla con un chirrido.

—Bueno, me voy —dijo—. Llámame al despacho si me necesitas.

Seguía sin mirarlas a los ojos cuando se fue.

—¿Qué puede necesitar mamá de papá? —preguntó Anne. Recordaba un incidente de hacía dos años. Mamá recibió una severa reprimenda de papá por atreverse a llamarle por teléfono al despacho.

—No creo que mamá le necesite en absoluto —repuso la señora Clair—. Y ese vestido que llevas tan bonito me gusta más cuanto más lo miro.

Eso fue suficiente para satisfacer a Anne. Se puso el sombrero y permitió que la llevaran al colegio sin hacer más preguntas.

Solo cuando las dos mujeres pudieron sentarse ante sus respectivas tazas de té, haciendo oídos sordos a los parloteos de Derrick, pudieron comentar los acontecimientos de la noche anterior.

—Ted está muy afectado, mamá —dijo Marjorie.

—Ya se ve. Pero ¿y tú, querida? ¿Has dormido esta noche?

—Ni un solo minuto. ¿Y tú, mamá?

—No, claro que no. Pensaba demasiado. Marjorie, ¿por qué haría una cosa semejante?

—No lo sé, mamá. Siempre me había parecido muy feliz. Yo pensaba que no tenía preocupación alguna en el mundo.

—Llevaba un mes o dos más callada de lo normal, me parece —dijo la señora Clair.

Pero era imposible mantener una conversación seguida.

Las interrupciones empezaron de inmediato. La señora Taylor, la vecina de al lado, después de enviar al trabajo a su marido, llamó a la puerta de atrás para enterarse de los últimos acontecimientos. La señora Posket, que vivía cinco puertas más allá, y a la que Marjorie solo conocía muy superficialmente y de haberse saludado, pero que era la cotilla más notoria de Harrison Way, llegó cinco minutos después, tal y como había anunciado ya Marjorie. Se había despertado demasiado tarde la noche anterior, qué mala suerte, y solo consiguió despabilarse justo a tiempo para ver partir la ambulancia. Escuchó con envidia el relato precipitado de la señora Taylor, que explicaba que la señora Grainger había llamado a su puerta y la había sacado de la cama, y que se había acercado a aquella casa, a aquella mismísima cocina, y había visto con sus propios ojos a la chica muerta, echada, con la cabeza en el horno.

—¡Oooh! —exclamó la señora Posket. Era desgarrador pensar lo que se había perdido.

—Fue espantoso, sí, señor —dijo la señora Taylor—. No lo olvidaré hasta que me muera.

—¿Y estaba toda retorcida? —preguntó la señora Posket.

—No —dijo de mala gana la señora Taylor—. Estaba echada, sencillamente, como si estuviera dormida, con la cara apoyada en el brazo.

—Pensaba que los que se asfixian quedan todos retorcidos —dijo la señora Posket, suspicaz—. ¿Por qué lo hizo?

—Nadie lo sabe —dijo la señora Taylor—. Se lo estaba preguntando a la señora Grainger cuando ha llegado.

—Quizá la investigación nos lo aclare —dijo la señora Posket. Intercambió una mirada significativa con la señora Taylor. Hasta aquel preciso momento no se les había ocurrido a la madre y la hermana de la mujer muerta que ella pudiese estar embarazada. Gracias a la presencia de la señora Posket, nació la sospecha. La señora Clair miró el rostro blanco de Marjorie.

—Vamos, Marjorie —dijo, bruscamente—. Con investigación o sin ella, hay que hacer las labores de la casa. Tú ve arriba a hacer las camas. Yo lavaré los platos y abriré la puerta.

Pero aun así hubo ciertas interrupciones que exigían la atención personal de Marjorie. Vino un policía que llamó con estruendo y que llevaba una carta para la señora Grainger que tenía que entregarle en mano, no podía dársela a la señora Clair.

—Aquí tengo otra para su marido, señora Grainger —dijo el oficial.

—Está en la oficina —respondió Marjorie.

—¿Las salas de ventas de la Compañía de Gas en High Street? —preguntó el oficial, consultando sus documentos.

—Sí.

—Entonces se la entregaré allí. A ver… ya le he dado la suya a su madre. Entonces, eso es todo. Gracias, señora.

El sobre contenía una citación, respaldada por insinuaciones de las graves consecuencias que podrían sobrevenir si se desobedecía, para asistir a la investigación judicial sobre Dorothy Evelyn Clair, que se llevaría a cabo en el juzgado de instrucción, a las once de la mañana del veinte de junio… o sea, al día siguiente. En el estado de confusión en el que se encontraba, Marjorie intuyó el sentido de aquella convocatoria, ya que su formulación ligeramente arcaica no causó en ella más que una nimia impresión.

Acababa de volver a subir al piso de arriba para proceder a la limpieza a fondo semanal del dormitorio principal, cuando llegó otra interrupción. Derrick se había cortado en un dedo, y no confiaba ni siquiera en su amada abuela para que se lo vendase. Nadie podía hacer aquello excepto su mamá. Marjorie encontró una tira de tela y le vendó el corte.

—¿Cómo has podido hacerte esto, cariño? —preguntó Marjorie.

Derrick se limitó a inclinar la cabeza en silencio, sus aullidos silenciados repentinamente, una señal bastante segura de que había hecho algo que no debía. La abuela respondió por él.

—Eso es lo que pasa cuando los niños malos abren el cubo de la basura —dijo, y siguió explicando—: Llevaba veinte minutos en el jardín portándose muy bien. Habrá ido al cubo de la basura un minuto que he salido de la cocina. Se ha cortado con unas botellas rotas.

—¿Botellas rotas? —repitió Marjorie. Como era la única persona que sacaba la basura al cubo, ella sabía lo que contenía, y no recordaba en absoluto haber tirado ninguna botella, ni rota ni sin romper, al cubo de la basura desde hacía meses.

—Mira y verás —dijo la señora Clair.

En el cubo de la basura se encontraban los fragmentos negros de dos botellas de vino, se podía afirmar porque todavía se podían distinguir el cuello y el culo de las dos. Marjorie adivinó lo que contuvieron: ese vino tinto áspero y muy alcohólico que había hecho su aparición recientemente en las tiendas locales. Ted había traído una botella a casa unas semanas antes. Fermentado y criado en Inglaterra, le ahorraba al consumidor unos cuantos peniques de impuestos en cada botella, y en aquel momento era, como Ted había señalado muy bien, la bebida más barata que se podía obtener, si el único objetivo del bebedor era obtener una rápida intoxicación alcohólica. Un hombre podía emborracharse con aquello por un penique menos que con whisky. Pero no era capaz de imaginar qué hacían dos botellas de ese vino, y rotas además, en su cubo de la basura. Ted no podía haberlas dejado allí porque no llegó a casa la noche anterior directamente desde las oficinas de ventas, sino que se fue a su partida de billar. Era uno de aquellos misterios a los que no se veía capaz de enfrentarse, estaba demasiado cansada.

Y entonces, unos pocos minutos más tarde de las doce, llegó Anne corriendo del colegio.

—¡Mamá! ¡Mamá! Lo de la tía Dot no es verdad, ¿no?

Marjorie comprendió que tenía que haber supuesto que la noticia de un suicidio, al cabo de doce horas, habría corrido incluso entre los niños del colegio.

—No sé qué es lo que has oído, Anne —dijo—, pero supongo que sí que es verdad.

La cara de Anne se deformó, a punto de llorar, mientras en el mismo momento abría la boca para contar lo que había oído, pero un rápido gesto de la señora Clair llamó su atención a la presencia de Derrick, y sacudiendo la cabeza y llevándose un dedo a los labios le alertó de la necesidad de mantener el silencio para no preocupar al pequeño. Anne se sintió encantada al ver reconocida de aquella manera su inmensa superioridad de edad sobre Derrick, uniéndose a una conspiración de silencio compuesta por tres mujeres.

Por supuesto, Derrick había oído las palabras que no tenía que oír.

—¡La tía Dot! —dijo—. ¡La tía Dot! Me gusta mucho la tía Dot. Quiero que venga a casa pronto.

El silencio con el que fueron recibidas sus observaciones lo tomó como una indicación de la profunda impresión que estaba causando. Empezó a repetir de nuevo:

—¡Tía Dot! ¡Tía Dot!

Ted había llegado ya por aquel entonces y se había sentado a la mesa, esperando la comida.

—¡Calla! —exclamó repentinamente a Derrick, y Derrick, claro está, empezó a gritar de nuevo, y Anne gritó también por simpatía, y la comida resultó desordenada y caótica. En medio de toda aquella confusión, Ted se levantó de la mesa y se volvió a ir deprisa y corriendo, ya que el intervalo del que disponía para comer era solo de tres cuartos de hora, y en ese tiempo tenía que ir caminando desde High Street y volver, y dejó a las mujeres la tarea de tranquilizar a los niños. Cuando lo consiguieron, la señora Clair se volvió a su hija.

—Estás agotada —dijo—. Ve arriba y échate. Yo llevaré a Anne al colegio y sacaré un rato a Derrick al parque.

No ocurría más de una vez al mes que Marjorie pudiera echarse por la tarde, pero aquel día, en cuanto le recordaron su cansancio, se dio cuenta de que anhelaba desesperadamente el descanso. Dudó un momento.

—¿Y tú, madre? —preguntó—. Estás tan cansada como yo.

—Ah, no, yo no —replicó la señora Clair—. A mi edad no nos cansamos tanto. Tú vete.

Marjorie subió a rastras escaleras arriba, hasta el dormitorio, donde el cálido sol de la tarde empezaba ya a abrirse camino a través de las ventanas. Se dio cuenta de que estaba demasiado cansada incluso para quitarse la ropa, de modo que se echó encima de la cama, se volvió de lado y se durmió casi de inmediato. Sin embargo, tuvo sueños tumultuosos, unos sueños sobre cascos negros de botellas de vino que se encontraban tirados en el cubo de la basura.