9

Las vacaciones no fueron perfectas desde el principio, claro está. George Ely tardó tres horas en recorrer los cien kilómetros que había hasta The Guardhouse por una carretera principal atestada, ya que era sábado por la tarde, y cuando llegaron, todos estaban acalambrados y cansados, hambrientos y sedientos. De hecho Derrick lloró de cansancio antes de que hubiesen recorrido la mitad del camino, y no le consolaron nada las agrias palabras que su alterada madre le arrojó por encima del hombro. Por supuesto, cuando llegaron a The Guardhouse no había provisiones, ni té, ni nada. Incluso hubo que hacer las camas para que pudieran descansar. Marjorie contempló con desesperada fatiga el paseo de un kilómetro hasta las tiendas.

La señora Clair fue quien estuvo a la altura de las circunstancias con una decisión y una energía que habrían sido meritorias en una mujer de la mitad de sus años, igual que fue la señora Clair quien consoló a Derrick hasta conseguir que se callase cuando se echó a llorar en el coche, y quien le convenció para que echara una siesta durante el resto del camino.

—Lo primero que necesitamos son unas bonitas flores —dijo animosamente—. Anne, ¿podéis ir Derrick y tú a coger algunas bien bonitas en el campo que hay ahí cerca?

—Sí, sí, abuela —dijo Anne. Si se le presentaban las cosas de la manera adecuada era una niña muy dócil, y las responsabilidades de la tarea que le habían encargado le parecían encantadoras.

Su entusiasmo contagió a Derrick, y los dos corrieron hacia el campo con la irritabilidad y el hambre olvidados, al menos por el momento, y dispuestos a la tarea de recoger dientes de león y ranúnculos.

—Hay que hacer las camas —dijo la señora Clair animosamente a su hija—, pero primero habrá que hacer té, ¿no? Iré a las tiendas. Necesitaremos pan, leche…

La señora Clair enumeró con los dedos una interminable lista de artículos necesarios para la compra del fin de semana en una casa desprovista de todo lo necesario. El joven Ely, que estiraba las piernas en el jardín, entró a tiempo para oírla. Estaba mareado y cansado por el esfuerzo de conducir, lo más lejos que había ido conduciendo en un solo día, y en medio de todo el tráfico, que parecía querer chocar con él a unas velocidades elevadas y peligrosas. Pero era un hombre servicial y extrañamente domesticado, a pesar de los años que había pasado en habitaciones alquiladas, o precisamente por ello.

—Bueno, aquí estoy yo, y tenemos el coche —dijo—, ¿qué podemos hacer?

Aquella simple pregunta quitó un enorme peso de la mente de Marjorie de inmediato. No había olvidado la existencia del coche, claro, pero suponiendo que el señor Ely era como Ted en los asuntos domésticos, había dado por sentado que ella y su madre no obtendrían ninguna ayuda para disponerlo todo, y que el señor Ely se iría a comer algo de pan y queso y tomar una cerveza en la posada local y volvería solo cuando todo estuviese hecho. Sonrió agradecida a George.

—Gracias, señor Ely —dijo la señora Clair reformulando sus planes—. Le diré lo que podemos hacer. Lleve con usted a Marjorie a las tiendas, y yo mientras tanto prepararé el té y haré lo que pueda en la casa.

Era maravilloso tener un coche con el que hacer las compras. Un kilómetro no era nada, yendo en coche, y cuando compraran las cosas, tenían el asiento de atrás todo entero para colocarlas en lugar de tener que irlas cargando con un dolor de espalda cada vez más intenso, de tienda en tienda. Todo el cansancio y la súbita desilusión de Marjorie desaparecieron de golpe al apreciar aquella feliz situación. Sonrió y echó atrás la cabeza para aspirar el aroma del mar distante, y su alegría y desenfado contagiaron también a Ely, de modo que disfrutó muchísimo de los quince minutos de rápido ajetreo por las tres tiendas que había en el pueblecito de bungalows.

De vuelta a The Guardhouse, su madre había puesto ya la mesa y la tetera estaba hirviendo, y aunque los niños se habían cansado en seguida de recoger flores, solo les costó un momento colocarlos ante el pan, la mantequilla y el té con leche que disiparon su irritabilidad como por arte de magia. Cada año Marjorie olvidaba el sufrimiento que representaban las llegadas a The Guardhouse, y solo las recordaba con renovada desilusión y amargura la vez siguiente. Pero aquella llegada fue distinta. Apenas eran las seis de la tarde y allí estaban tomando el té, con la mitad del trabajo ya hecho. En los viejos tiempos, incluso Dot, siempre atolondrada y alegre, estaba irascible y taciturna cuando los niños se metían en la cama y la casa estaba ya en orden. Marjorie se reía y hablaba, y la señora Clair sonreía y callaba, y los niños se portaban como angelitos.

—¡Señor Reely! ¡Señor Reely! —decía Derrick sonriendo como un querubín, a pesar de la mancha de mermelada de fresa que tenía en la mejilla—. ¡Señor Reely! ¿Le digo un secreto?

George Ely, obedientemente, inclinó la cabeza. Le resultaba irresistible el contacto de los brazos de Derrick en torno al cuello.

—Señor Reely —dijo Derrick con un susurro tan claramente audible como su tono de voz normal—. Queremos que nos lleve al mar después del té. A Anne y a mí.

—¿Podemos ir? —preguntó Ely mirando a Marjorie.

—No se moleste —respondió Marjorie.

—No, si me gustaría, de verdad —protestó Ely.

—No hemos visto todavía el mar, en todo el día —suplicó Anne.

—Bueno, muy bien, si el señor Ely quiere llevaros… —accedió Marjorie, y añadió a Ely—: Solo media hora. Ya es casi la hora de irse a dormir. ¿Seguro que no le supone demasiados problemas, señor Ely?

—No, no, qué va, señora Grainger.

Mientras los niños recogían a toda prisa cubos y palas, y Ely se acababa el té, la señora Clair intervino:

—Todo eso de «señora Grainger» y «señor Ely» suena un poco fuera de lugar aquí —dijo—. ¿Le importa que le llamemos «George»? Y los niños podrían llamarle «tío»… es mejor que «señor Reely». ¿No le importa?

—En absoluto, me gustaría mucho.

—Entonces será mejor que diga «Marjorie» en lugar de «señora Grainger». Supongo que yo tendré que seguir siendo la «señora Clair», sin embargo… soy demasiado vieja para el nombre de pila.

—Llámela abuela —sugirió Marjorie.

—Sí, eso haré —dijo George.

En cuanto George hubo salido con los niños que brincaban, la señora Clair se quedó un momento en silencio en la mesa.

—Es un chico muy agradable —dijo, pensativa, como si fuera para sí misma.

—Sí, madre —dijo Marjorie.

El éxito de aquellas vacaciones, que fueron hasta el último día las mejores vacaciones con diferencia que Marjorie o George pudieran recordar, se debió en gran medida al tacto, discreción y energía de la señora Clair. Fue ella quien puso en marcha ese éxito, y después se quedó a un lado para dar un discreto empujón o dos cuando se necesitaba un poquito de movimiento, de modo que el éxito fue creciendo como una bola de nieve, día a día. Le ayudaron en sus designios, por supuesto, algunas circunstancias fortuitas: el tiempo maravilloso, por ejemplo, así como la decisión de Ely de comprar un coche, pero ella consiguió extraer todas las ventajas posibles de ello, sin que nadie lo notase tanto como para atribuirle cualquier otro motivo que su amabilidad general y un deseo de eficiencia.

Seguramente era la tumultuosa amargura de su corazón la que la estimulaba en la sutil conciencia de las reacciones humanas, y lo que le daba fuerzas para procurar que funcionase todo. El domingo por la mañana (el primer domingo) adivinó que George estaba temporalmente saturado de tanto conducir el coche y que se preguntaba, incómodo, qué podría hacer a cambio, y le envió a la playa con Marjorie y los niños mientras ella se quedaba en casa a preparar la comida.

George disfrutó de aquel domingo, por tanto, después de todo. Estaba encantado de poder quedarse echado tomando el sol y tostándose, y de ayudar a Anne y Derrick a construir emocionados su primer castillo de arena del año. También nadaron. George nunca había sido muy aficionado a nadar antes, porque sin darse cuenta, en el agua fría, sin nadie con quien hablar, se sentía aún más solitario de lo habitual, de alguna manera. Pero era muy distinto bañarse con Marjorie, que se reía a cada momento. Marjorie tenía buen tipo, solo un poquito más pronunciado de lo que exigía la moda del momento, y nadaba bien. George se dio cuenta de lo bien que nadaba, aunque las cosas entre ellos no habían progresado todavía lo suficiente para que él se fijase en su tipo. Se le ocurrió, sin embargo, que su gorro de baño blanco, abrochado bajo la barbilla, resaltaba más aún su belleza morena y la hacía parecer más joven y más aniñada y accesible.

Era tan feliz que no le preocupó la incomodidad de tener que vestirse y desnudarse sin más abrigo ante el ojo público que el proporcionado por una hondonada muy inadecuada en la playa de piedrecillas. George la habría sentido en seguida en unas circunstancias menos afortunadas, porque era muy joven y tímido, y se había acostumbrado a sentirse violento por tener que cambiarse en una playa abierta, aunque todos los demás bañistas tuvieran que hacer lo mismo.

El ejercicio desacostumbrado y el sol le cansaron un poco, y pasó la tarde vagueando ociosamente, hojeando las páginas de un libro de aventuras que se había traído como lectura veraniega. Marjorie, siguiendo las sugerencias de su madre, se fue a la cama sin vergüenza alguna para recuperarse del cansancio de los últimos días, mientras la señora Clair mantenía a los niños entretenidos en el campo cercano, que estaba al lado. Por la noche, los tres se sentaban juntos en la profunda galería de The Guardhouse y contemplaban el sol que lentamente se iba poniendo detrás de las colinas. Levantaban los pies y los apoyaban en la barandilla, fumaban y parloteaban con ligereza y con una creciente intimidad. Marjorie era secretamente consciente de la diferencia que representaba para ella tener a un hombre a su lado que contemplase con ecuanimidad el paso de una velada entera sin beber cerveza. Durante años, sus relaciones con el único hombre con el que había estado estuvieron coloreadas e influidas por el hecho de que cada noche, no importa dónde estuvieran o lo que estuvieran haciendo, había que beber cerveza o si no expresar violentas quejas. Una secuencia de tres mil días, cada uno sujeto a esa condición especial, habían creado en ella un hábito tan fuerte de ansiedad mental que el alivio que sentía ahora era intenso.

Tampoco era aquel el único factor, ni el principal, que determinaba la actitud mental de Marjorie aquella noche. Era libre durante tres semanas de la acuciante necesidad de decidir qué hacer con respecto a su marido. Tres semanas de tranquilidad para ella, después de la espantosa inseguridad de los días precedentes a las vacaciones, parecía algo interminable. No había que preocuparse por nada. Y había disfrutado de un descanso largo y satisfactorio aquella tarde. No era de extrañar que se mostrara vivaz y alegre, parlotease con libertad y mantuviese a los otros dos divertidos todo el rato.

George Ely se sentía irresistiblemente atraído hacia la alegría reinante. Sentía que nunca había vivido antes de aquellas vacaciones… lo sentía, aunque naturalmente nunca habría expresado la sensación que tenía con tales palabras, porque George era un joven a quien le costaba expresarse, y que nunca había adquirido, ni en la escuela ni en el mundo, la habilidad de pensar de una manera ordenada. Como tantos otros semejantes a él, George dirigía sus asuntos con la única guía del instinto y el impulso. En aquel momento solo era consciente de una sensación de bienestar y superioridad, y no hacía el menor intento de descubrir por qué.

Aquella noche, cuando se fueron a dormir (Marjorie compartía con su madre la habitación que en anteriores vacaciones había compartido con Ted, mientras que George tenía la habitación que Dot había compartido con la señora Clair), Marjorie dijo:

—Ha sido un día muy bonito. Creo que voy a disfrutar de estas vacaciones mucho más que de las vacaciones de años anteriores.

—Espero que sea así, cariño —dijo la señora Clair—. Seguro que sí.

La señora Clair se quitó la ropa interior por debajo del camisón, y se sacó del cuello del camisón la pequeña coleta de pelo gris. Se arrodilló al lado de la cama para rezar, pero como Marjorie compartía habitación con ella lo hizo solo interiormente, y no con el susurro reverente que solía emplear. Cuando se metió en la cama vio a Marjorie que se aplicaba la crema limpiadora en la cara, ante el espejo. El camisón de Marjorie tenía un corte frívolo, y sus brazos desnudos resultaban encantadores con aquella luz amortiguada. La larga trenza oscura de pelo oscilaba con sus movimientos, y la curva de su pecho, insinuada por el camisón, era exquisita. Su madre la vio como un bonito pájaro enjaulado, que pronto iba a volar en libertad… y al pensar en su marido lo comparaba con algún reptil asqueroso, exudando veneno, a quien iba a aplastar bajo su pie.

Marjorie acabó sus preparativos y se dirigió hacia su lado de la cama. Durante un momento dudó, porque había abandonado hacía mucho tiempo la práctica que su madre tan estrictamente le había inculcado durante la niñez de rezar un poco. Pero como deferencia hacia la presencia de su madre se arrodilló y enterró la cara entre las manos. Unos pensamientos tumultuosos, todos vagos y nebulosos, llenaron su mente al instante. Imágenes borrosas de George Ely en algunas de las actitudes en que ella le había visto durante el día pasaron momentáneamente ante sus ojos. Luego apagó la luz y se subió a la cama junto a su madre.