CAPÍTULO 24

—En aquel puerto hay mucha animación —decía Bush mirando por el catalejo, mientras entraba en la bahía al amanecer—. Endiablada. Barcos de guerra, capitán. No, barcos mercantes. De guerra y mercantes, de la Compañía de las Indias. ¡Allí hay un triple cubierta! ¡Oh! ¡Aquélla es la vieja Téméraire, capitán, o yo soy un holandés! ¡Y lleva la insignia de contraalmirante! Debe ser el rendez-vous para los buques de escolta del convoy directo hacia Inglaterra, capitán.

—Que avisen al señor Marsh —dijo Hornblower. Habría que hacer salvas de salutación y visitas. Hornblower estaba ya otra vez preso de la corriente irresistible de la rutina naval. Ahora habría de pasar mucho tiempo antes de que tuviese unos momentos libres para llegar a tener una explicación con lady Bárbara, en el caso de que ella fuese tan condescendiente que se lo permitiera. Y él no sabía si debía o no debía alegrarse.

La Lydia izó su número y el estampido de las salvas llenó toda la bahía. Hornblower llevaba ya su estropeado uniforme, la casaca azul descolorida y las charreteras de metal dorado, los deteriorados calzones blancos y las medias de seda de los innumerables y groseros zurcidos hechos por Polwheal con mucha paciencia. El práctico del puerto subió para emitir su certificado de ausencia de enfermedades infecciosas a bordo. Unos minutos más tarde, el ancla caía rechinando y Hornblower mandaba botar el cúter al agua para conducirle en donde se hallaba el almirante. Estaba a punto de bajar cuando lady Bárbara se presentó en cubierta. El apenas se fijó de reojo en cómo miraba a los verdes declives montañosos, con una expresión de contento y luego sorprendida al ver el barullo de los buques que llenaban el puerto. Hubiese querido detenerse y dirigirle alguna palabra, pero una vez más se lo impidió su dignidad de capitán. Tampoco podía invitarla a ir con él; no estaba bien que un capitán en visita oficial se dejase ver con una mujer, aunque ésta resultase ser una Wellesley.

Velozmente el cúter se aproximó a la Téméraire.

¡Lydia! —gritó el piloto en contestación a la pregunta que le hicieron desde la cubierta de la Téméraire, y levantó los cuatro dedos que indicaban la presencia de un capitán y advertían para que preparasen el debido ceremonial.

Sir James Saumarez, recibió al capitán Hornblower en la galería de observación del buque insignia. Alto y delgado, tenía un aspecto juvenil mientras no se destocaba y descubría sus cabellos blancos. Cortésmente escuchó la concisa explicación que Hornblower le dio de su presencia en aquel puerto; después de cuarenta años de navegar y dieciséis de guerra, estaba preparado para imaginarse las vicisitudes y aventuras sobre las cuales Hornblower pasaba una rápida revista verbal. Pero sus duros ojos azules brillaron de admiración cuando oyó que, en duelo naval, la Lydia había hundido un bajel de doble cubierta con cincuenta cañones.

—Puede unirse a mi convoy —le dijo cuando hubo acabado el informe—. Apenas tengo dos buques de línea y ninguna fragata para escoltar todo el convoy de las Indias Orientales. Se diría que desde que empezó la guerra en 1793, el gobierno ya hubiese podido darse cuenta de la necesidad que teníamos de poseer más fragatas. ¿Verdad? Le mandaré las órdenes por escrito esta mañana. Y ahora, capitán, espero que me conceda el placer de acompañarme en la comida que voy a dar…

Hornblower objetó que era su deber presentarse al gobernador.

—Su excelencia come conmigo —dijo el almirante.

Hornblower comprendió que no sería conveniente oponer más reparos a un almirante, pero aún tenía algo que alegar.

—Tenemos una señora a bordo de la Lydia, almirante. —Y como sir James levantó las cejas interrogativamente, se apresuró a explicar la presencia a bordo de lady Bárbara.

El almirante lanzó un silbido.

—¡Una Wellesley! ¿Y la ha llevado por el cabo de Hornos? ¡Inmediatamente hemos de avisar a lady Manningtree!

Sin ceremonia se dirigió hacia la espaciosa cámara de popa, en donde una larga mesa, con suntuosa mantelería blanca, relumbraba por la plata y la cristalería que contenía. Alrededor de la mesa, una pequeña reunión de señoras y caballeros, todos magníficamente vestidos, estaban enfrascados en una animada conversación. El almirante se puso a hacer las presentaciones:

—Su excelencia el gobernador y su esposa; el conde y la condesa de Manningtree, sir Charles y lady Wheeler.

Lady Manningtree era una señora pequeñita y regordeta que irradiaba buen humor y no parecía tener nada de la dignidad llena de reserva que podía esperarse en la esposa de un ex gobernador general que volvía a la patria.

—¡El capitán Hornblower ha traído consigo a lady Bárbara Wellesley desde Darién hasta aquí! —anunció sir James y rápidamente explicó el caso. Lady Manningtree escuchaba con atención y asombro visibles.

—¿Y la ha dejado allí en aquel cascarón? —exclamó—. ¡Pobrecita mía! ¡No debe permanecer allí ni un minuto más! ¡Ahora mismo voy a buscarla! ¡Ahora mismo! Sir James me perdonará, pero no estaré tranquila mientras no la vea alojada en el camarote vecino al mío en el Hanbury Castle. ¡Sir James! ¿Sería tan amable de hacer botar al agua una embarcación para mí?

Y escapó como un torbellino entre excusas y explicaciones con gran crujido de faldas de seda y un torrente de objeciones dirigidas principalmente a Hornblower.

—Cuando se hacen cargo las mujeres —declaró sir James filosóficamente—, es mejor que los hombres nos abstengamos de intervenir. ¿Quiere sentarse aquí, capitán?

Puede parecer increíble, pero lo cierto es que Hornblower no pudo tragar bocado de aquellos deliciosos manjares. Había unas costillitas de carnero, verdaderamente apetitosas; café con leche recién ordeñada; un perfumado pan de trigo y mantequilla y legumbres y frutas, cosas, todas ellas, con las que Hornblower había soñado con los ojos abiertos, cuando sus pensamientos no giraban en rededor de lady Bárbara. ¡Y ahora apenas conseguía tragar bocado! Afortunadamente, su falta de apetito pasó inadvertida, tan ocupado estaba contestando a las preguntas que le dirigían los comensales que todo lo querían saber; tanto lo de las aventuras en el Pacífico como lo de lady Bárbara y cómo doblaron el cabo de Hornos y vuelta a preguntar por lady Bárbara…

—Su hermano se está llenando de gloria en España —decía sir James—. No hablo del mayor, el marqués, sino de Arthur, el que ganó la batalla de Assaye. Salió sano y salvo de la investigación después de Vimiero. Ahora ha hecho retroceder a Soult y le ha expulsado de Portugal y cuando yo dejé Lisboa, marchaba sobre Madrid. Desde que han matado a Moore, él es el soldado más eminente de nuestro ejército.

—¡Hum! —murmuró lady Wheeler. El nombre de Wellesley era mal mirado entre algunas personas criticonas de la sociedad angloindia—. Me figuro que esa lady Bárbara será mucho más joven que él. La recuerdo cuando era niña, en Madrás.

Todas las miradas se dirigieron a Hornblower; pero lord Manningtree, tuvo el buen sentido de ahorrarle el apuro en que se veía, teniendo que declarar la edad de lady Bárbara.

—No es ninguna niña. Es una joven de gran talento. Ha rechazado a una docena de buenos partidos en la India, y Dios sabe cuántos en otros lugares.

—¡Hum! —volvió a murmurar lady Wheeler.

El almuerzo se le hizo interminable y se sintió aliviado cuando la reunión pareció que se iba a disolver. El gobernador aprovechó inmediatamente para hablarle de las provisiones que necesitaba y que la Lydia tenía derecho a exigir. Además, ya era tiempo de que volviese a bordo, en donde le reclamaban mil quehaceres. Excusándose con sir James, se despidió de toda la reunión.

La chalupa del almirante seguía atracada al costado de la Lydia cuando él ya estaba de vuelta. Su dotación vestía casacas rojo escarlata, con sombreros galoneados de oro. Hornblower sabía que había capitanes de fragata a los que también les gustaba vestir a los marineros de sus chalupas con esos trajes de fantasía, pero eran hombres ricos, que habían hecho fortuna al apoderarse de grandes botines, y no pobres como él. Subió a bordo y casi tropezó con el equipaje de lady Bárbara amontonado en la pasarela, en espera de ser bajado a la chalupa del almirante. Desde la cabina de popa llegaba un rumor incesante de voces femeninas que conversaban. Lady Manningtree y lady Bárbara estaban sentadas allí y charlaban animadamente. Era evidente que tenían que contarse tantísimas cosas que no podían ni siquiera esperar a estar a bordo del Hanbury Castle. Pasando de un asunto a otro, cada uno de ellos más importante que el anterior, se habían olvidado de la chalupa que las estaba esperando, lo mismo que del equipaje y hasta de que debían comer alguna cosa.

Cuando sacaron los baúles de la bodega, lady Bárbara no había podido resistir la tentación de ponerse un vestido nuevo. Llevaba uno que Hornblower nunca le había visto y también un nuevo turbante con su velo. Era en todo y por todo una gran señora. A los asombrados ojos de él, en cuanto la tuvo delante, le pareció que había ganado unos centímetros de estatura.

Era natural que la llegada del capitán, al interrumpir el hilo de la conversación, fuese la señal de partida.

—Lady Bárbara me ha contado todo su largo viaje —dijo lady Manningtree, mientras se abrochaba los guantes—. Y yo estoy convencida de que usted se merece muchísimo agradecimiento por la solicitud que ha tenido con ella.

La anciana señora era una de esas almas cándidas que nunca saben pensar mal. Echó una mirada a su alrededor a la cabina, que nunca había parecido tan miserable y angosta.

—Pero creo —siguió diciendo— que ya es hora de que lady Bárbara goce de más comodidad de la que usted puede ofrecerle aquí.

Con la boca seca, Hornblower consiguió decir algunas frases de alabanza sobre las comodidades de que disfrutaban los pasajeros a bordo de los lujosos buques de la Compañía de las Indias.

—¡Oh! ¡De ninguna manera he querido decir que sea culpa suya, capitán! —se apresuró a protestar lady Manningtree—. Estoy segura de que su buque es lo más conveniente y bien dispuesto que se pueda pedir. ¿Es una fragata, verdad? Pero las fragatas nunca fueron empleadas para llevar a las señoras, y ¿qué más se puede decir? Y ahora hemos de despedirnos, capitán. Espero que tengamos el placer de recibirle más tarde a bordo del Hanbury Castle. No faltarán ocasiones de ello, durante este molestísimo viaje hasta llegar a casa. ¡Hasta la vista, capitán!

Hornblower se inclinó y se separó para cederle el paso. Lady Bárbara siguió a lady Manningtree.

—Adiós —dijo ella. Hornblower volvió a inclinarse, mientras ella le hacía una reverencia. El la miraba, pero no pudo ver claro, solamente le quedó en la memoria el recuerdo de algo blanco—. Gracias por todas sus atenciones —le dijo lady Bárbara.

La chalupa se separaba de la fragata y se iba alejando al cadencioso compás de los remos. Pronto estuvo tan lejos, que se la veía confusamente y ya no era más que una manchita rojo y oro. Hornblower halló a Bush a su lado.

—El oficial de avituallamiento ha llegado ya, capitán —anunció.

El deber reclamaba a Hornblower. Mientras se separaba de la borda para dirigirse a su trabajo, pensaba estúpidamente que en un par de meses, poco más o menos, volvería a ver a María. Y antes de que el recuerdo de ella se volviese a perder, hasta cierto punto se complació en él. Comprendía que con María sería feliz. En lo alto del cielo el sol brillaba rutilante y allí, delante de él, se erguían los verdes y escarpados declives de la isla de Santa Elena.