CAPÍTULO 13
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Día tras día, de modo interminable, desfilaba ante el buque la línea de la costa volcánica. Siempre se veía el mismo panorama del mar azul y los picos rosa grisáceo subrayados por el zócalo verde brillante de los bosques. Con el buque en zafarrancho de combate, y cada uno de los hombres en su puesto, la Lydia entró en el Golfo de Fonseca y dobló la isla de Manguera en busca del Natividad, sin encontrarla. Tampoco en las playas de la ensenada se veían señales de vida. Desde lo alto de los acantilados de la isla partió un disparo de mosquete; la bala rebotó sobre la quilla, pero no vieron quién había disparado. Bush volvió a sacar a la fragata fuera de la bahía, enfilándola en dirección noroeste, en busca del Natividad.
No pudo encontrarla en la rada de La Libertad, ni mucho menos en los pequeños puertos que había por aquellos lugares. En Champerico se vieron humaredas, y Hornblower, explorando con el catalejo, pudo comprobar que, por una vez, no se trataba de los fuegos de los volcanes. Champerico estaba en llamas. Era probable que los secuaces del Supremo hubiesen pasado por allí para llevar la luz de la verdad, pero el Natividad no se veía por ninguna parte.
Las tempestades del golfo de Tehuantepec esperaban a la Lydia; aquel rincón del Pacífico era siempre borrascoso, azotado continuamente por los huracanados vientos que, a través de un valle abierto en las sierras, soplaban hasta allí procedentes del Golfo dé México. Hornblower notó el cambio al advertir un leve incremento en la velocidad de la nave. La Lydia cabeceaba y se movía más que de ordinario, dando bandazos bajo un vendaval cada vez más violento. Eran las ocho campanadas. Se oía el vozarrón del piloto de guardia —«¡Aprisa, aprisa!»— llamando a los hombres. Apresuró el paso hasta el castillo. El cielo aún estaba azul y quemaba el sol; pero el mar había ya adquirido un color grisáceo y crecía la violencia de las olas. La Lydia comenzaba a fatigarse bajo la presión de las velas.
—Estaba a punto de pedirle permiso para arrizar velas, capitán —dijo Bush.
—Bien. Que recojan las velas bajas y los juanetes —contestó Hornblower, después de dirigir una mirada a la lona y otra a las nubes que se amontonaban en el cielo, hacia la costa.
La Lydia se zambullía pesadamente de proa mientras él hablaba; luego se levantaba con grandes trabajos, estrellándose las olas contra sus costados. Los crujidos del maderamen y los sonidos que el viento arrancaba de las jarcias hacían que la nave pareciese viva. Una vez recogidas las velas la nave iba más ligera, pero como arreciaba el viento, se veía obligada a soportar repetidas embestidas de las ráfagas, que la hacían inclinarse de lado. Hornblower descubrió a lady Bárbara en el castillo, asida con una mano a la barandilla. El viento le levantaba el borde de las faldas, mientras con la mano libre intentaba mantener su peinado inútilmente. Tenía las mejillas sonrosadas y centelleantes los ojos.
—Debería ir abajo, lady Bárbara —le dijo.
—¡Oh, no! Después del calor que hemos pasado, este viento es una verdadera delicia.
De pronto cayó sobre ella una verdadera rociada de espuma.
—Por su bien se lo digo, señora.
—Si el agua salada fuese perniciosa, todos los marinos morirían jóvenes.
Sus mejillas resplandecían como si se hubiera puesto colorete. Hornblower no tuvo valor para negarle aquel placer, aunque recordó con cierta amargura que la tarde anterior ella estuvo hablando animadamente con Gerard a la sombra de las jarcias de mesana y que nadie más había podido disfrutar de su compañía.
—Entonces, si lo desea, puede permanecer ahí, señora, a menos que aumente el vendaval… y me temo que aumentará.
—Gracias, capitán.
Algo en sus ojos parecía indicar que lo que sucedería si aumentaba la fuerza del viento no se podía saber aún, aunque muy distinta fuese la opinión de Hornblower; pero, a semejanza de su ilustre hermano, lady Bárbara no se preocupaba por las cosas hasta que realmente ocurrían.
Hornblower se apartó de ella. No le hubiese disgustado permanecer más tiempo a su lado para charlar con ella mientras la espuma de las olas caía sobre ambos; pero su deber le reclamaba en otra parte. Apenas hubo llegado al timón cuando, desde lo alto del palo trinquete, oyó una voz que decía:
—¡Buque a la vista! ¡Justo delante de nosotros! ¡Parece el Natividad, capitán!
Hornblower miró hacia arriba. Aferrado al palo, el vigía giraba en amplios círculos vertiginosos, siguiendo el movimiento del bajel.
—Knyvett, suba —ordenó al guardiamarina que halló más cerca—. Tome un catalejo y dígame qué es lo que ve.
Sabía que con aquel temporal él no podía ser un buen vigía. Le avergonzaba reconocerlo, pero era verdad. No tardó en llegar a él la voz juvenil de Knyvett a través del furioso vendaval.
—¡Es el Natividad, capitán! La conozco por la forma de las gavias.
—¿Qué dirección?
—Velas amuradas a estribor, señor, nuestro rumbo. Los palos están todos en línea. Ahora cambia de rumbo, capitán. Vira de bordo… Debe de habernos visto. Ahora está en la amura de babor y viene hacia nosotros a sotavento, a todo ceñir, capitán.
—¿De veras? —dijo Hornblower para sí, sombrío.
Era una experiencia poco habitual hacer que un barco español diese media vuelta para enfrentarse a ellos… pero recordó que aquel buque ya no era español. De todos modos, pasase lo que pasase, no permitiría que se les colocara a barlovento.
—¡Hombres a las brazas, ahí! —gritó, y, dirigiéndose al timonel, añadió—: ¡Rumbo a babor! Timonel, ten la nave de cara al viento todo cuanto sea posible. Bush, mande a la tripulación a sus puestos y ordene zafarrancho de combate.
Al redoble de los tambores surgieron marineros por todas partes. Sólo entonces recordó Hornblower a la mujer apoyada en la barandilla del castillo y su obstinado fatalismo se trocó en ansiedad.
—Lady Bárbara, su lugar no es éste. Vaya abajo y llévese a su camarera —le ordenó—. Quédese en la cabina hasta que haya pasado todo… No. En la cabina, no. Vaya al pañol de cables.
—Capitán… —comenzó. Pero él no estaba dispuesto a discutir si eso era lo que ella quería.
—¡Clay! —llamó Hornblower con voz ronca—. Conduzca a su señoría y a su doncella al pañol. Y antes de dejarla, compruebe que se encuentren seguras. ¡Éstas son mis órdenes, teniente Clay! ¡Ejem!
Tal vez no fuera muy digno descargar en Clay toda la responsabilidad de que se cumplieran sus disposiciones. Hornblower no lo ignoraba, pero estaba irritado contra aquella señora a causa de toda la angustia que le ocasionaba. No obstante, lady Bárbara siguió a Clay con una sonrisa e hizo un amistoso ademán con la mano, despidiéndose de Hornblower.
Durante los minutos que siguieron, la Lydia se agitó en un apresurado trajín mientras los hombres realizaban las maniobras, ya convertidas en una costumbre. Los cañones fueron colocados en su sitio; los puentes se enarenaron y se ataron los guindastes a las bombas. Se apagaron todos los fuegos de a bordo y se retiraron los mamparos. Podía verse a simple vista al Natividad dirigirse al encuentro de la Lydia, navegando de bolina para intentar ganarles el barlovento. Hornblower dirigió una mirada al velamen tratando de advertir en él la más leve palpitación.
—Poco a poco, maldita sea —gruñó al oficial de derrota.
Macheteaba la Lydia bajo el viento; se estrellaban las olas contra la amura y el viento rugía en las jarcias una sinfonía salvaje. La noche anterior había navegado el buque como por una balsa de aceite, bajo los rayos de la luna, y ahora, doce horas después, gemía y crujía sin término, bajo aquella tempestad y con la inminente perspectiva de una batalla naval. Indudablemente, el huracán aumentaba en intensidad. Una ráfaga más violenta que las anteriores estuvo a punto de hacerla zozobrar, pero vaciló, resbalando sobre las olas, hasta que el timonel pudo enderezarla.
—El Natividad ni siquiera llegará a abrir las portas del segundo puente —dijo Bush, que, junto al capitán, aguzaba la vista en dirección a la nave enemiga.
Hornblower miró hacia el buque a través de la tormenta y vio una nube de espuma deshacerse contra la proa de la fragata española.
—No —contestó.
Su acostumbrado temor de hacerse demasiado locuaz le impidió discutir la eventualidad de la próxima acción.
—Teniente Bush —dijo—, le agradeceré que haga recoger dos rizos en aquellas gavias.
Las dos fragatas se acercaban en opuestos rumbos, como a lo largo de los lados de un ángulo obtuso. Por más que miraba, Hornblower no podía adivinar cuál de las dos, al encontrarse en el vértice, se hallaría a barlovento.
—Señor Gerard —llamó al teniente que mandaba la batería de babor en cubierta—. Cuide de que las mechas estén encendidas en los toneles.
—Sí, señor.
Con toda aquella agua que caía a chorros sobre el mecanismo de pedernal, era dudoso que los gatillos funcionasen convenientemente en tanto los mosquetes no se hubieran recalentado, por lo que deberían recurrir al anticuado modo de encendido. Por esta razón se tenían dispuestas las mechas lentas encendidas en los barriles. Entre tanto, Hornblower no perdía de vista al Natividad. También éste había arrizado las gavias y avanzaba cabeceando, a todo ceñir, bajo velas de tormenta. En el palo mayor ondeaba la bandera azul con la estrella amarilla. Hornblower miró sobre su cabeza hacia el lugar donde ondeaba la enseña blanca, un poco amarillenta por la intemperie.
—¡El Natividad ha roto el fuego, capitán! —dijo Bush a su lado.
Hornblower se volvió con rapidez, con el tiempo justo para ver apenas el penacho de humo que el viento disipaba en leves flecos. El ruido del cañonazo no llegó hasta la Lydia y nadie supo adonde fue a parar el proyectil. El surtidor de agua que debió de levantar con su caída pasó también inadvertido entre aquella marejada.
—¡Ejem! —exclamó Hornblower.
Era una mala táctica la de abrir fuego a larga distancia, aunque se contase con una excelente artillería. La primera descarga, procedente de piezas cargadas con escrupuloso cuidado por hombres que habían tenido tiempo de afinar la puntería, era demasiado preciosa para ser desperdiciada tan a la ligera. Era más prudente reservarla para el momento en que pudiera producir algún daño, aunque tuvieran que esperar en una inactividad enervante.
—Pasaremos muy cerca del costado, capitán —dijo Bush.
—¡Ejem…!
Era difícil precisar aún cuál de las dos embarcaciones tendría el costado de barlovento cuando se aproximasen. Si ambos capitanes pudieran mantenerse inflexiblemente sobre la ruta trazada, era de creer que ambas proas chocaran. Hornblower tuvo que recurrir a toda su sangre fría para no dejarse amilanar y aparecer sereno.
Del Natividad salió otro gran vellón blanco de humo y esta vez se oyó el silbido del proyectil, que pasó por encima de los palos.
—¡Más cerca! —exclamó Bush.
Otra nubecilla, y un chasquido en el combés de la Lydia indicó el lugar donde había dado la bala.
—¡Dos hombres a la pieza número cuatro! —gritó Bush, inclinándose a mirar fuera de la borda. Y luego, calculando la distancia que los separaba del otro buque, exclamó—: ¡Dios! ¡Estaremos muy cerca!
Era una situación que frecuentemente se había imaginado Hornblower en sus solitarios paseos por el alcázar. Dirigió una última mirada al catavientos y a las gavias, que bailaban locamente sacudidas por el huracán, en tanto la Lydia cabeceaba sobre las olas.
—¡Vamos, señor Rayner! ¡Fuego hasta que los cañones no puedan más!
Rayner tenía el mando de la batería de cubierta a estribor. Luego, volviéndose al timonel, añadió el capitán:
—¡Mete a barlovento! ¡Ciñe! ¡Aguanta!
La Lydia viró, se ciñó a sotavento al Natividad y sus cañones de estribor descargaron simultáneamente una andanada que la sacudió hasta la quilla y que cogió de lleno a la fragata enemiga. El huracán dispersó inmediatamente la humareda. Todos los disparos dieron en el costado del Natividad, el viento llevó hasta la Lydia los ayes de los heridos. Tan inesperada había sido la maniobra que el Natividad sólo respondió con un cañonazo que no produjo daño alguno porque, a babor, la Lydia tenía cerradas todas las portas a causa de la mar gruesa.
—¡Magnífico! ¡Estupendo! —exclamó Bush, aspirando el acre olor de la pólvora que llenaba el aire, como si fuera un suavísimo y arrebatador aroma de incienso.
—¡Prontos a virar de bordo! —gritó Hornblower.
La tripulación, curtida en tantas tempestades bajo la guía de Bush, demostraba su pericia en brazos y escotas. La Lydia viró con la velocidad de una máquina aun antes de que el Natividad pudiese prepararse a resistir el inesperado ataque, y Gerard descargó sus baterías sobre una popa indefensa. Los grumetes prorrumpieron en agudos gritos; corrían de un lado a otro, llevando las municiones para las piezas. A estribor, los cañones estaban ya cargados y a babor, los artilleros metían a viva fuerza por las bocas de los cañones las estopas mojadas para apagar los residuos de cartuchos que aún estuviesen ardiendo. Cargaban de nuevo y colocaban la pieza en disposición de disparar. En el castillo del Natividad, sacudido por el oleaje, Hornblower veía a Crespo. El bribón tuvo la insolencia de detenerse un instante en medio de las órdenes que lanzaba a su torpe tripulación, para enviarle un saludo con la mano.
La Lydia había obtenido de su maniobra toda la ventaja posible; había disparado dos andanadas casi a quemarropa y no había recibido en contestación más que un cañonazo; pero pagaría por todo. El Natividad, consiguiendo al fin ponerse a barlovento, podía forzar a su enemigo al combate si actuaba con resolución. Hornblower veía la pala de su timón desde el lugar donde se encontraba; la vio dar una vuelta brusca y un segundo más tarde viraba la nave, lanzándose sobre la Lydia. En medio de sus cañones, medio cegado por el viento y el agua, Gerard miraba con los ojos entornados aquella mole que se le venía encima. En aquel instante, tan lleno de emoción, su expresión fiera y reconcentrada aumentaba la belleza de su moreno rostro, pero, sin embargo, por una sola vez, el teniente Gerard se había olvidado de su belleza.
—¡Levantad las compuertas! —ordenó—. ¡Apuntad! ¡Fuego!
El estruendo de la descarga coincidió exactamente con el que procedía del Natividad. A través de la espesa humareda que envolvía a la Lydia se oían chasquidos de maderas que volaban en astillas, estruendo de jarcias que caían sobre el puente y, sobre todo este espantoso ruido, la voz de Gerard, que seguía gritando las órdenes.
—¡Taponad las bocas!
Cuanto más de prisa se tapasen los hornos de los cargadores después de haber disparado, menor sería el desgaste provocado por la fuga de los gases ácidos que salían de ellos. Los artilleros sudaban copiosamente para mantener en su sitio las garruchas, pues los bandazos del buque amenazaban con arrastrar los cañones contra las bordas. Cargaban y atacaban con los botafuegos.
—¡Muchachos! ¡Haced fuego! —gritó Gerard desde la batayola mirando a través del humo. Veía al Natividad subir y bajar casi tocando uno de los costados de la Lydia. La siguiente descarga se desparramó en abanico, y siguió otra aún más amplia, que los expertos artilleros dispararon antes que los demás. Pronto el estruendo se hizo continuo, y la Lydia se estremecía de tal modo que parecía estar a punto de estallar. A intervalos, al fragor de sus cañones, respondían las acompasadas descargas del Natividad. Evidentemente, Crespo no se fiaba de la pericia individual de sus artilleros y él mismo ordenaba cada vez el fuego. Y no podía decirse que lo hiciera mal; de pronto, y cuando el oleaje lo permitía, abríanse los portillos con la regularidad de un mecanismo y los gruesos cañones de veinticuatro libras vomitaban llamas y humo.
—¡Duro trabajo, capitán! —observó Bush.
La granizada de metralla barría la cubierta de la Lydia. Había ya algunos muertos al pie de los mástiles, donde habían sido llevados a toda prisa para que no estorbaran a los artilleros en su trabajo. Otros hombres heridos eran llevados abajo por las escotillas, y allí les esperaban los honores de la enfermería. Hornblower vio a un grumete servidor de la pólvora a unos pasos de él, convertido en una masa sanguinolenta que ya nada tenía de persona, alcanzado de lleno por un proyectil de mortero.
—¡Ejem! —se le escapó; pero la interjección se perdió en el fragor de la carronada que se hallaba cerca de él.
Duro trabajo. Sí, muy duro, realmente. Demasiado. Aquellos quince minutos de cañoneo habían bastado para convencerle plenamente, a pesar del daño ocasionado a su enemigo, de que la artillería de la Lydia era demasiado floja para medirse con la aplastante superioridad de la enemiga, y se veía obligado a reconocer que ésta estaba bien manejada. Si había que vencer era necesario hacerlo a fuerza de habilidad y astucia.
—¡Todos a las velas! —gritó, y su estridente voz se sobrepuso al estruendo de los cañones. Mirando hacia el Natividad, envuelto en una espesa nube de humo, calculó la fuerza del viento y la velocidad de ambos contendientes. Su mente aguijoneada por la excitación, calculaba con rapidez febril las posibilidades de la nueva maniobra. Poner ligeramente en facha la gavia había permitido al Natividad adelantarse sin apartarse demasiado de la Lydia, para volver a virar de bordo. Pero al mismo tiempo, Hornblower procuró virar velozmente, a fin de que su batería de estribor, dispuesta para entrar en acción, pudiese ser descargada contra la popa del enemigo. A la Lydia le fue fácil la maniobra, ante la pesadez de su enemigo de doble cubierta; éste se vio obligado a acercarse para pasar guirlas y mantenerse borda con borda mientras Hornblower, mirando agudamente a sus enemigos, vio instantáneamente una vez más, posando junto a la popa del Natividad, cómo Gerard corría de un cañón a otro para animar a sus hombres. Una granizada de proyectiles acribilló el maderamen de la nave española.
—¡Estupendo! ¡Muerte y condenación! ¡Que me lleve el diablo! ¡Soberbio! —gritaba Bush, golpeándose la palma de la mano izquierda con el puño de la derecha y saltando por el puente como un condenado.
Pero Hornblower no tenía tiempo para fijarse en Bush ni en su desenfrenado entusiasmo, aunque más tarde recordó aquellas palabras y el consuelo que le proporcionaron.
Gritó las órdenes a fin de adelantarse al Natividad, pero ésta, en aquel preciso momento, se dispuso a ponerse a sotavento. ¡Mejor! Podría herirla de nuevo en la popa, ya desarmada y vulnerable. Estaba seguro de poder contestar, por lo menos, con dos descargas por cada una del enemigo. Los mamparos del Natividad aparecían destrozados en varios lugares y de los imbornales brotaba un río de sangre. Hornblower tuvo la visión de Crespo erguido en la popa. Había esperado que una de las últimas descargas hubiese acabado con él, porque su muerte habría provocado seguramente un relajamiento en el ataque. En lugar de eso vio los cañones dispuestos a barlovento y las escotillas de la cubierta inferior abiertas.
—¡Para la que nos vais a mandar…! —gritó Bush, repitiendo la manoseada pero siempre nueva imprecación usada en todos los barcos cuando esperaba una descarga.
Las dos naves se acercaban; los segundos parecían largos como minutos. Pasaron a una docena de brazas de distancia una de otra, proa contra proa, trinquete contra trinquete, y luego delante de mesana. Rayner miraba a popa con atención y tan pronto se dio cuenta de que uno de los cañones de popa enemigos tomaba puntería, ordenó disparar a los suyos. La Lydia se estremeció al estampido de las baterías; un fragor ensordecedor llenó el aire y antes de que el huracán disipase el humo, llegó la contestación del Natividad.
A Hornblower le pareció que se derrumbaba el cielo. El soplo de una descarga le hizo vacilar y halló a sus pies un montón de palpitantes restos humanos de los servidores del cañón de estribor. Luego, con un chasquido horroroso, cedió el palo de mesana, que estaba cerca de él. Enredado entre las jarcias, por la parte de barlovento, cayó sobre el puente, entre los charcos de sangre, y mientras trataba de liberarse del cordaje sentía girar a la Lydia como si se encontrara en medio de un remolino, a pesar de los esfuerzos de los hombres que se encontraban en el timón.
Aturdido y magullado, se puso en pie. Todo en torno suyo era una ruina. Al caer el palo de mesana, cortado a nueve pies del puente, había arrastrado consigo el mastelerillo de mayor, y palos y vergas, velas y jarcias, formaban un revoltijo a popa o colgaban de las jarcias que quedaban intactas. Con la caída de las gavias de mesana, la Lydia había perdido gran parte de su equilibrio y ya no se sentía capaz de mantener la ruta con el viento; navegaba a la deriva, empujada por el huracán, como un casco muerto. En aquel mismo momento, Hornblower vio que el Natividad se preparaba para asaltarles por la popa y a vengarse, con una terrible andanada, de todas las descargas que antes no pudo contestar. Parecía como si el mundo se hundiese. Tragó saliva convulsivamente, y un repentino temor de ser derrotado le oprimió la boca del estómago.