CAPÍTULO 12

La mañana halló a la Lydia cabeceando sobre un mar de aleta. A estribor, el horizonte aparecía punteado por los picos grises y rosas de los volcanes de aquella costa atormentada. Ciñéndose a la ribera, la Lydia estaba segura de hallar al Natividad.

Hornblower estaba en pie desde el alba, y el timonel Brown, con mil excusas, tuvo que limpiar la parte del castillo reservada al capitán mientras éste paseaba de un lado a otro.

A lo lejos, a babor, se destacó en el mar el negro lomo de una ballena, entre las aguas azules llenas de una espuma blanca y cegadora. Una nube sutil, como de blanco humo, se disipó en el aire mientras vaciaba el cetáceo sus pulmones. Hornblower, por una razón inexplicable, experimentaba una gran simpatía por las ballenas. La vista de aquélla fue un primer paso hacia el buen humor. Con la cercana perspectiva de una buena ducha fría, la sensación del sudor corriendo por su pecho y espalda, bajo la camisa, le agradaba en lugar de irritarle. Dos horas antes se repetía tercamente que aborrecía aquella costa del Pacífico, con su mar azul y sus siniestros volcanes y hasta su falta de dificultades en la navegación. Había sentido una gran nostalgia por los escollos, arrecifes y nieblas del canal de la Mancha; pero ahora, bañado por el sol, había cambiado de opinión. El Pacífico, después de todo, no era tan malo. Tal vez aquella nueva alianza entre España e Inglaterra hiciese que los españoles ablandasen algunas de las durísimas leyes que impedían el comercio inglés con América, e incluso tal vez fuera posible intentar abrir un canal a través de Nicaragua, que era lo que, desde hacía tiempo, deseaba el Almirantazgo. En este caso, el océano Pacífico adquiriría una gran importancia… Pero, antes que nada era necesario eliminar al Supremo, y esta empresa, en una mañana tan radiante como aquélla, le parecía a Hornblower mucho menos ardua.

Gray, el oficial de derrota, se acercaba a popa para medir la velocidad del buque. Hornblower se detuvo en su paseo, con objeto de vigilar la operación.

Gray lanzó el pequeño triángulo de madera por encima de la borda, y, con el cabo de la corredera en la mano, miró fijamente con sus azules ojos de muchacho el trocito de madera, que bailaba, colgante.

—¡Dale la vuelta! —gritó abruptamente al marinero que sujetaba el reloj de arena, mientras el cabo corría libremente por encima de la barandilla.

—¡Alto! —dijo el hombre del reloj.

Gray apretó el cabo entre sus dedos y detuvo su progreso, y a continuación midió la longitud del cabo que había soltado. Un fuerte tirón al delgado cordón que corría junto al cabo liberó el trocito de madera, de modo que la corredera flotaba ahora con el borde vuelto hacia la nave. Esto permitió a Gray recuperar la corredera tirando del cabo.

—¿Cuánto? —preguntó Hornblower a Gray.

—Casi siete y medio, señor.

La Lydia era un excelente velero, capaz de desarrollar siete nudos y medio con aquella ventolina, aun cuando podía alcanzar más con viento en popa. Si se mantenía el viento, no tardaría en llegar a un lugar donde fuera probable encontrar al Natividad. Éste, como todos los buques de dos puentes que armaban cincuenta cañones, era mucho más lento, y Hornblower pudo darse cuenta de ello diez días atrás —que ya le parecían diez años—, cuando navegó junto a él desde el golfo de Fonseca hasta La Libertad.

Si el encuentro tenía lugar en alta mar, contaba con la facilidad de maniobra de la Lydia, así como con la experiencia de la dotación, para maniobrar mejor que el Natividad, a pesar de la superioridad de su armamento. Si los buques llegaban a rozarse y los rebeldes se lanzaban al abordaje de la Lydia, sus hombres se encontrarían en inferioridad numérica con respecto a los del Natividad, que eran el doble. No había más remedio que alejarse, procurar situarse a popa de la nave enemiga y barrer el puente con media docena de andanadas. La imaginación de Hornblower le hacía ver la batalla, mientras paseaba de un lado a otro del puente, trazando planes para el caso en que se presentara cualquier impedimento, como no poder resistir la fuerza del viento, la mar gruesa o que la batalla se desarrollase cerca de la costa.

Hebe, la negrita, se acercaba al alcázar con un pañuelo rojo en la cabeza, y antes de que la dotación, estupefacta, pudiera impedirlo, se dispuso a interrumpir al capitán en su sagrado paseo matutino.

—Milady pregunta zi el capitán quiere dezayunar en zu compañía —dijo con su vocecita ceceante.

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué es eso?

Hornblower, interrumpido de pronto en sus meditaciones, parecía caer de las nubes. Cuando hubo comprendido la futilidad de las razones que le habían distraído de sus pensamientos, tronó:

—¡No, no y no! Dile a su señoría que no desayunaré con ella. Dile que nunca desayunaré con ella. Dile que con ningún pretexto se me deben enviar recados por la mañana. Y dile que ni a ti ni a ella os está permitido subir a cubierta antes de que hayan dado las ocho. ¡Largo de aquí!

Ni siquiera entonces pareció la negrita comprender la enormidad de la inconveniencia que había cometido. Inclinó la cabeza y se retiró sonriendo, sin la más ligera señal de arrepentirse de su acción. A juzgar por las apariencias, ya estaba acostumbrada a ver a los hombres blancos de un endiablado humor antes de desayunar, y no concedía importancia a estas cosas. El tragaluz de la cabina de popa estaba abierto y Hornblower, al pasar cerca, ahora, interrumpidas irremediablemente sus meditaciones, oía ruido de vajilla, la voz de Hebe y luego la de lady Bárbara.

El ruido que efectuaban sus hombres al baldear la cubierta, el silbido del viento entre las jarcias, el crujido del maderamen, eran los únicos ruidos a que estaba acostumbrado. Llegaba de proa el rumor de unos rítmicos martillazos; el herrero y su ayudante reparaban el garfio del ancla, que se había estropeado en la avería del día anterior. Hornblower era capaz de soportar cualquier estrépito a bordo, pero el murmullo de aquella charla femenina le hacía perder los estribos. Nuevamente exasperado, pisó con rabia el suelo. La ducha no le proporcionó alivio alguno y recriminó a Polwheal porque no se apresuró lo suficiente a entregarle la camisa. Luego desgarró la raída ropa que Polwheal había extendido sobre la litera, y volvió a blasfemar. ¡Era inaudito que le hubiesen molestado de aquel modo en el puente! Ni siquiera el café con mucho azúcar, como a él le gustaba, pudo disipar su malhumor. Tampoco contribuyó a disiparlo verse obligado a explicar a Bush detalladamente que la Lydia salía al encuentro del Natividad, con objeto de proceder a su captura, a pesar de haberle costado tanto apresarlo antes, para verse obligado a cederlo a aquellos rebeldes, convertidos ahora en enemigos.

—Sí, señor —contestó Bush gravemente, una vez oídos los nuevos proyectos.

Tan lleno de tacto se mostró, y se abstuvo tan ostensiblemente de hacer ningún comentario, que Hornblower se desahogó lanzando un improperio.

—Sí, señor —volvió a decir Bush, que conocía la razón por la que le injuriaban, y sabía, además, que hubiese sido peor replicar algo al capitán excepto su «Sí, señor». Hubiese querido expresar a Hornblower su solidaridad por medio de palabras adecuadas, pero su extravagante capitán podía interpretarle mal.

Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo, Hornblower se arrepintió de su pasado mal humor. La recortada costa volcánica se alejaba a ojos vista y el Natividad se hallaba en algún lugar ante ellos. Le esperaba a la Lydia una desesperada lucha, y antes de afrontarla sería conveniente que el capitán invitase a comer a sus oficiales. Hornblower no ignoraba que un capitán que estimase en algo su carrera debía esforzarse en tratar a una Wellesley de forma menos arrogante de como la había tratado hasta entonces. La más elemental cortesía le obligaba a aprovechar aquella ocasión —la primera que se le ofrecía— para presentar a la señora a los oficiales con la debida formalidad, aunque ya sabía que lady Bárbara, con sus maneras desenfadadas, había conversado por lo menos con la mitad de ellos en la cómplice oscuridad del alcázar.

Mandó a Polwheal a que preguntara a lady Bárbara si tendría la bondad de permitir que el capitán Hornblower y sus oficiales la invitasen a comer en la cabina de popa. Polwheal volvió con otra no menos cortés contestación, diciendo que lady Bárbara se sentiría feliz participando de su compañía. La mesa del camarote no podía acoger más que a seis personas, y el capitán, supersticioso, recordó que la víspera de su primer encuentro con el Natividad, Galbraith, Clay y Savage habían sido sus invitados. Jamás hubiese confesado que volvía a invitarlos con la esperanza de que se renovara la buena suerte y, sin embargo, así fue. Bush era el sexto invitado. Otro de los posibles candidatos era Gerard; éste era un guapo mozo y sus modales tan correctos y mundanos que Hornblower prefería no proporcionarle demasiadas ocasiones para hablar con lady Bárbara, solamente por la paz y tranquilidad del buque, según aseguró para sí. Después de haberlo dispuesto todo pudo volver a cubierta para efectuar la acostumbrada inspección de mediodía y pasear de un lado a otro del alcázar, febrilmente inquieto. Cierto es que ya estaba seguro, después del intercambio de mensajes, de que podría sostener la mirada de los ojos de lady Bárbara sin sentir la confusión que antes, con razón o sin ella, había sentido.

La comida, que fue servida a las tres, resultó francamente agradable. Clay y Savage pasaron por distintas fases, propias de sus pocos años. Al principio se mostraron huraños y tímidos; luego, apenas se acostumbraron un poco a la novedad de la presencia de una gran señora, y, sobre todo, cuando se hubieron animado con una copa de vino, pasaron al extremo opuesto, es decir, a una excesiva familiaridad y desenvoltura. También el severo Bush, sorprendentemente, mostró análogos síntomas tras un proceso similar, mientras el pobre Galbraith, como era de esperar, fue tan apocado como de costumbre, desde el principio de la comida hasta el final.

Pero lo que más asombró a Hornblower fue la desenvoltura de lady Bárbara. El instinto le decía que María no hubiese estado a la altura de la situación, y como conocía a pocas mujeres se sentía inclinado a juzgarlas a todas según la suya. Lady Bárbara, con una sonrisa, desarmaba la presunción de Clay, escuchaba con atención e interés el relato que le hacía Bush de la batalla de Trafalgar —en la que tomó parte como subteniente a bordo de la Téméraire— y, al final, conquistó completamente a Galbraith, demostrando conocer perfectamente cierto poema, obra de un abogado de Edimburgo, titulada The Lay of the Last Minstrel[3], que el muchacho sabía de memoria, considerándola como la pieza más excelente de la lírica inglesa. Las mejillas del joven ardían de placer mientras ambos discutían los méritos del poema.

Hornblower se reservó el juicio que le merecía. Su autor predilecto era Gibbon, cuya Decline and Fall of the Roman Empire[4] se hallaba metida en aquel cofre sobre el que se sentaba, y le sorprendía que una mujer capaz de citar a Juvenal como si tal cosa pudiese distraerse hablando de una adocenada balada romántica desprovista de elegancia. Por lo demás, se sentía muy satisfecho de poder estar allí sentado observando los rostros que se reunían en torno a la mesa. Galbraith era el prototipo de la satisfacción; Clay, Savage y Bush un poco decepcionados, pero muy atentos; y lady Bárbara, que, con mayor desenvoltura que nunca, dominaba la conversación, impertérrita y llena de aquella confianza en sí misma que, no obstante —Hornblower lo reconocía, a pesar suyo— no provenía de la conciencia de su alta posición social.

No parecía que se aprovechase de su feminidad y, sin embargo, milagrosamente, no resultaba ni fría ni masculina. Podía ser muy bien la hermana de Galbraith o la tía de Savage. Sabía conversar con los hombres de igual a igual, y, no obstante, sus modales no eran ni muy libres ni demasiado reservados. ¡Qué diferente de María! Y cuando, terminada la comida, se levantaron los oficiales para brindar a la salud del rey —aún debían de transcurrir veinticinco años para que un rey que también había sido marino autorizara a sus marineros a que bebieran sentados a su salud— se unió a ellos deseando: «¡Que Dios le bendiga!», y terminó su última copa de vino con la necesaria solemnidad, mezclada con la alegría que convenía a aquel momento. Sólo entonces Hornblower se dio cuenta de que hubiese deseado que aquella velada no terminara nunca.

—¿Juega usted al whist, lady Bárbara? —le preguntó.

—Sí —contestó ella—. ¿Hay jugadores de whist en este buque?

—Algunos, pero no muy aficionados —contestó Hornblower, con una sonrisa dirigida a sus oficiales.

Pero nadie tenía nada que oponer, tratándose de jugar una partida de cuatro con lady Bárbara, tanto más cuanto que su presencia atenuaría la áspera severidad del capitán. Clay, que esperaba el ofrecimiento, descubrió un as como triunfo; la mano correspondía a lady Bárbara. Ésta jugó el rey de corazones y Hornblower se revolvió, inquieto. Aquella jugada podía ser la de un novato y, sin embargo, le disgustaba, hasta cierto punto, pensar que lady Bárbara fuese una mala jugadora de whist. Pero al rey de corazones siguió el rey de diamantes que, igualmente, tomó la mano; y a éste, el as de corazones, seguido del siete del mismo palo. Hornblower tomó la mano con la reina del último corazón que le quedaba, haciendo así un total de once, y contestó con un diamante. Lady Bárbara contestó con la reina de ese palo. Siguió luego el as de diamantes y, enseguida, dos cartas bajas del mismo palo. Hornblower, descartando por primera vez, jugó el siete de una serie de tréboles abierta por el rey. Sus adversarios se descartaron cada uno las picas sobre aquella despiadada serie de diamantes, y Hornblower pasó de la primitiva desconfianza a una completa seguridad en su compañera de juego, seguridad que ésta no defraudó por cuanto jugó el as de trébol, seguido de las tres figuras. Hornblower arriesgó la jota, jugó el rey, y su compañera contestó jugando el último trébol y ganando entonces las dos últimas manos con los triunfos que le quedaban.

Aunque sus adversarios tuviesen todos los puntos de las picas, lady Bárbara y el capitán habían ganado la partida. Además de demostrar ser una buena jugadora, lady Bárbara dio pruebas de conocer a fondo el juego y todas sus sutilezas y argucias. En fin, desde que la Lydia abandonó las costas inglesas, Hornblower no había tenido la suerte de jugar con tan buen compañero. La alegría de este descubrimiento fue tal que le hizo olvidar todos sus resentímientos con respecto a una mujer que demostraba ser tan hábil.

Durante la noche del día siguiente, lady Bárbara reveló de nuevo sus habilidades al subir al castillo con una guitarra, con la que acompañó las canciones que cantaba con dulce voz de soprano, tan dulce que los hombres de la dotación se dirigieron disimuladamente a popa y se detuvieron bajo la toldilla para escuchar con atención. Cuando se terminaba cada canción tosían y se agitaban, conmovidos. Galbraith se convirtió en su esclavo; ella había conseguido hacer vibrar las cuerdas de su corazón lo mismo que las de la guitarra. Todos los guardiamarinas estaban enamorados de lady Bárbara y hasta los lobos de mar, como Bush y Crystal, se suavizaban en su presencia. Gerard derrochaba sus mejores sonrisas, hacía valer su juventud y contaba episodios de sus privaciones y aventuras a lo largo de los ríos de África. Más de una vez, durante el viaje a la costa de Nicaragua, Hornblower observaba al joven con ansiedad y maldecía su falta de gusto musical que le impedía apreciar las canciones de lady Bárbara, encontrándolas no sólo poco interesantes, sino incluso fastidiosas.