CAPÍTULO 10
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El capitán de la Lydia regresó a bordo, y recibido en el buque con los acostumbrados pitidos de los silbatos y los honores que le rendían los soldados formados sobre cubierta. Caminaba con cierto cuidado. Las noticias procedentes de Europa habían inducido al virrey a ser insistentemente hospitalario, y por otra parte, la noticia del primer caso de fiebre amarilla acaecido en Panamá le había causado tal aprensión que Hornblower se vio obligado a beber una copa de más. Por lo general era abstemio, y detestaba la sensación de no ser dueño de sí mismo.
Como siempre, en cuanto pisó la cubierta se volvió para dirigir una cuidadosa mirada en torno suyo. Lady Bárbara estaba sentada en una silla en el alcázar. Alguien durante el día debió haber construido para ella aquella silla plegable, mientras otro se había ingeniado en habilitar una especie de tienda bajo las jarcias de mesana, de modo que la dama se sentara a la sombra. Hebe se hallaba acurrucada a sus pies. Lady Bárbara parecía contenta y a gusto en el buque. Se apresuró a sonreír en cuanto le vio aparecer, pero el capitán apartó la mirada. Prefería no hablarle hasta que no sintiera su cabeza más clara.
—Llame a todos los hombres para levar anclas y desplegar velas —ordenó a Bush—. Salimos inmediatamente.
Bajó por la escalerilla y se detuvo de pronto, dándose cuenta de que la fuerza de la costumbre le había llevado a la puerta de su antiguo camarote, y, al volverse repentinamente, dio con la cabeza contra uno de los baos del techo. La nueva cabina en que Bush había estado alojado era aún más pequeña que la suya. Polwheal estaba esperándole para ayudarle a cambiarse de uniforme, y viendo todo aquello experimentó una nueva sensación de disgusto. Cuando lady Bárbara subió a bordo lucía él su mejor casaca, adornada con galones de oro y los pantalones blancos, pero si continuaba usando el traje de gala se estropearía tanto que no serviría ya para las grandes ceremonias. A partir de ese momento tendría que presentarse ante la dama con los trajes viejos y remendados y los pantalones baratos de paño. Le vería entonces desprovisto de toda elegancia, bajo la entera desnudez de su pobreza.
Mientras se despojaba de sus ropas, empapadas de sudor, maldijo a lady Bárbara. Enseguida se le presentó un nuevo inconveniente. Polwheal tuvo que quedarse de plantón mientras su capitán se duchaba con la bomba, para evitar que lady Bárbara le sorprendiera en cueros. También era necesario dar órdenes a la tripulación, a fin de que los castos ojos de la dama no se ofendieran ante el estado de desnudez en que solían andar los hombres en el trópico. Peinó lo mejor que pudo su pelo rizado y rebelde, que en la frente empezaba ya a escasear.
Luego salió a cubierta, contento de que sus obligaciones le evitasen un encuentro con lady Bárbara y tener que observar su reacción al ver la ropa andrajosa que él llevaba. Pero, pese a que tenía toda su atención puesta en la maniobra de levar anclas, sentía fijos en él los ojos de la aristocrática pasajera. La mitad de los hombres de la guardia manejaban el cabrestante, y, con toda la fuerza de que se sentían capaces, empujaban las barras buscando con los pies puntos de apoyo sobre el suelo liso y resbaladizo. Tronaba Harrison, animándolos y amenazándolos alternativamente, incitando a los más calmosos con algunos golpes de su bastón. Sullivan, el violinista loco, los dos gaiteros y los tamborileros, tocaban una música sobre el castillo de proa. Pero en los oídos de Hornblower, todas las músicas sonaban del mismo modo.
La cadena del ancla subía con toda regularidad; los grumetes la seguían con los ganchos a las brazolas de las escotillas y retrocediendo a toda prisa para agarrar cadena y molinete. Pero el rítmico ruido del cabrestante sonaba cada vez con mayor lentitud, hasta que dejó de oírse.
—¡Virad, bastardos! ¡Virad! —tronó Harrison—. ¡Eh! ¡Los del castillo de proa! ¡Venid a echarnos una mano! ¡Virad! ¡Ahora!
Una veintena de hombres empujaba las palancas. La fuerza de todos ellos, reunida en un supremo impulso, arrancó un último chirrido al cabrestante.
—¡Virad, malditos! ¡Virad!
El bastón de Harrison caía con furia, primero aquí, luego allá.
—¡Virad!
Un estremecimiento pareció recorrer la nave de proa a popa. El cabrestante giró sobre sí mismo tan rápidamente que los hombres que se agarraban a las palancas salieron despedidos, rodando a algunos pasos de distancia.
—¡Se ha roto el molinete, capitán! —gritó Gerard desde el castillo de proa—. Me parece, capitán, que el ancla está atascada.
Hornblower lanzó una blasfemia para sí. Sin duda alguna, la mujer que se hallaba recostada en la silla extensible se reiría de él y de lo que ocurría. Un ancla enredada en el fondo, y los ojos de todos los hispanoamericanos clavados en él… Pero él no sentía el menor deseo de regalar a los españoles un ancla con toda su cadena.
—¡Enganchad el cabo corto a un molinete! —ordenó.
Levantar el cabo fuera del rango y engancharlo al cabrestante suponía una ruda tarea para aquellos veinte hombres, bajo un calor insoportable. Las imprecaciones y los gritos de los segundos del contramaestre llegaban hasta el castillo. Los oficiales de la Lydia, lo mismo que su capitán, lamentaban la humillante situación en que se encontraban, igual que su capitán. El temor que le inspiraban los burlones ojos de lady Bárbara impedía a Hornblower medir el puente a grandes zancadas, como hubiese sido su deseo. No le quedaba más remedio que permanecer allí, lleno de rabia, enjugándose con un pañuelo el sudor que le resbalaba por el rostro y el cuello.
—¡El molinete está preparado, capitán! —anunció Gerard.
—Poned todos los hombres que podáis a las barras…, hasta que no quede sitio. ¡Harrison, cuide de que empujen con toda su fuerza!
—Bien, bien, capitán.
Sonaban los tamboriles.
—¡Más fuerza, hijos de perra! —rugía Harrison, y una rociada de palos llovía sobre las espaldas en tensión.
El cabrestante cantaba su triquitraque lentamente.
Hornblower sentía, bajo sus pies, inclinarse ligeramente el puente. El esfuerzo tiraba del bajel hacia popa, sin que se moviera el ancla una milésima.
—¡Dios…! —murmuró Hornblower para sí, dejando la frase sin terminar. De las cincuenta y cinco imprecaciones que conocía, no había una sola que pudiera aplicarse a aquel caso—. ¡Parad! —gritó, e inmediatamente sus hombres, chorreando sudor, enderezaron sus doloridas espaldas.
Hornblower se pellizcaba febrilmente su barbilla, como si quisiera arrancársela. No quedaba más solución que levar el ancla recurriendo al empuje del velamen, delicada maniobra que pondría en peligro los mástiles y la arboladura y que podría concluir en un desastroso y ridículo fracaso. Hasta aquel momento había muy poca gente en Panamá que pudiera darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo a la Lydia, pero en cuanto desplegara las velas, todos los telescopios apuntarían hacia ella desde la ciudad, y si la maniobra fracasaba, la diversión sería general, aparte de que luego se perdería mucho tiempo en la reparación. Pero por nada del mundo quería Hornblower abandonar el ancla y la cadena.
Miró el catavientos que ondeaba en el palo mayor y luego al agua. Llegaba el viento con la marea, y esto, al menos, le proporcionaría una ayuda. Serenamente, procurando ocultar su emoción y volviendo premeditadamente la espalda a lady Bárbara, dio las órdenes oportunas.
Los gavieros subieron ágilmente para largar las gavias del trinquete. Con ellas y la cangreja de popa, podría hacerse retroceder a la nave. Harrison permanecía junto al cabrestante, dispuesto a soltar de golpe la cadena y a recogerla de nuevo fulminantemente, apenas avanzara el buque hacia delante. Bush tenía a sus hombres preparados en las brazas y todos los que estaban ociosos en aquellos momentos fueron llevados al cabrestante para unir sus fuerzas a las de los demás.
La cadena salía rechinando por el escobén, mientras la fragata iba retrocediendo. Hornblower continuaba clavado en el alcázar, como si no pudiera moverse de él. Hubiese dado una semana de su vida por poderlo hacer sin atraer las miradas de lady Bárbara. Aguzando la vista, observaba el movimiento del buque, y sus pensamientos seguían la maniobra en todos sus detalles a la vez… El esfuerzo de la cadena a proa, la presión del viento sobre la gavia del trinquete en facha, la subida de la marea, el retroceso del buque, lo que aún quedaba de cadena por soltar… Y en el instante preciso:
—¡Todo a estribor! —gritó con voz ronca al timonel; y luego, dirigiéndose a los hombres, añadió—: ¡Rápido las brazas!
Con el timón de través, la nave se volvió levemente. La gavia del trinquete giraba con lentitud. En un santiamén fueron desplegadas las velas de estay y los foques. Hubo un momento de tensión antes de que el buque se inclinase a sotavento. Vaciló la fragata; luego, ciñéndose al viento casi alegremente, empezó a moverse con lentitud hacia delante. En la arboladura se desplegaban sin cesar las velas, a medida que Hornblower daba sus órdenes. Cantaba alegremente el cabrestante, mientras los hombres de Harrison movían con energía las palancas, recogiendo de nuevo la cadena. Ahora, movido el buque hacia delante, Hornblower disponía de un segundo para meditar. La tensión de la cadena podía hacer retroceder la nave, si le daba la mínima oportunidad. Hornblower sentía latir su corazón con fuerza y rapidez, mientras sus atentos ojos avizoraban la más pequeña señal de aflojamiento en la vela de gavia. Necesitó toda su fuerza de voluntad para dominarse y que su voz no temblara al dar las órdenes al timonel. La cadena se arrollaba rápidamente; estaba ya muy próximo el momento en que se vería subir el ancla o partirse la arboladura de la Lydia. Hornblower se dispuso a afrontarlo y escogió el instante; luego ordenó que se arrollaran las velas.
El largo y penoso entrenamiento al que había sometido Bush a la tripulación dio entonces su fruto. En pocos segundos fueron arrolladas las gavias y las velas del trinquete, y apenas hubo desaparecido el último vestigio de lona cuando, con una nueva orden, el capitán hacía virar a la fragata, poniéndola proa al viento. Aguzando el oído, Hornblower escuchaba el ruido del cabrestante.
—Clanc, clanc.
La Lydia comenzó a moverse casi imperceptiblemente. Pero aún no podía decirse que aquellos heroicos esfuerzos no estuvieran destinados a un lamentable fracaso.
Clanc, clanc.
Harrison lanzó un potente grito.
—¡El ancla está libre, capitán!
—Largue todas las velas, señor Bush, —ordenó Hornblower.
Bush no intentó de ningún modo disimular su admiración por aquella prodigiosa demostración de valor marinero, y Hornblower debió hacer aún un postrer esfuerzo para mantener en su propia voz el mesurado tono que disimulaba su triunfo, dando a todos la sensación de que, desde el principio, el capitán había estado seguro del éxito de la maniobra.
Apenas la Lydia hubo emprendido su camino, Hornblower señaló la derrota y dirigió sobre el puente una última y cuidadosa mirada, para cerciorarse de que todo estaba en orden.
—¡Ejem! —exclamó, aclarándose la garganta.
Y desapareció bajo cubierta, alejándose de la mirada de Bush… y también de la de lady Bárbara.