Capítulo 12

Los judíos de Ostrowiec son introducidos en las cámaras de gas de noche
El asombro del comandante Matthias
Una nueva diversión
Combate en las cámaras de gas

Hasta el 15 de diciembre los transportes llegaban regularmente, alrededor de diez mil personas por día. Si un transporte llegaba a Treblinka después de las seis de la tarde, no era exterminado ese día. Lo retenían en la estación y al día siguiente a la madrugada era introducido en el campo.

El 10 de diciembre sucedió que en la estación de Treblinka se encontraba un transporte de judíos de Ostrowiec y el comandante Matthias fue informado de que al día siguiente a la madrugada llegaría un nuevo transporte. El comandante ordenó que hicieran pasar por la noche a los judíos de Ostrowiec. Para entonces ya estábamos encerrados en el barracón y no habíamos podido ver nada. Solo habíamos oído los ruidos de costumbre. Pero cuando a la mañana salimos para ir al trabajo vimos rastros de los acontecimientos nocturnos. Los de la «rampa» abrieron las puertas y sacaron arrastrando los cadáveres. Los acarreadores trasladaron los cadáveres a las fosas. Pero además los acarreadores y los limpiadores de la llamada «brigada de la manguera» tuvieron esta vez otro trabajo.

Todo el corredor del edificio con las tres cámaras pequeñas estaba repleto de cadáveres. El piso estaba lleno de sangre coagulada que llegaba hasta los tobillos. Nos enteramos de lo que había pasado por los ucranianos. Un grupo de unos veinte hombres que era empujado hacia las cámaras de gas no había querido entrar. Habían opuesto resistencia y desnudos como estaban se habían defendido con los puños, impidiendo que los empujaran dentro de las cabinas. Entonces la gente de las SS había abierto fuego con sus metralletas en el corredor, liquidándolos en el acto.

Los hombres retiraron los cadáveres. Los limpiadores despejaron y limpiaron el corredor, y los pintores, como siempre, cubrieron con una capa de cal las manchas de las paredes salpicadas con sangre y materia gris y el edificio estuvo listo para recibir nuevas víctimas.

Después el comandante Matthias vino hasta nosotros, los dentistas, y dijo a nuestro kapo, el doctor Zimerman:

—¡Sabe usted, los tipos trataron de embaucarnos!

Matthias estaba realmente asombrado. No podía comprender en absoluto que los judíos no hubiesen marchado mansamente hacia la muerte. Era para él un fenómeno anormal.

Ese día fue especialmente duro. Después del primer transporte, llegó enseguida otro y el azar hizo que hubiese en él muchos dientes postizos y coronas que extraer.

Después del examen de una partida de cadáveres se arrojaban los dientes en dos escudillas y dos de los dentistas iban con ellas al pozo de agua para lavarlos antes de llevarlos a nuestra cabaña para el trabajo. En nuestra cabaña había siempre varias cajas con dientes y si no se limpiaban bien de la sangre y los restos de carne pegados despedían un olor hediondo.

Cuando se producía una breve pausa en el trabajo, una vez que terminábamos de limpiar una cámara y la otra todavía no había terminado por completo de gasear a las víctimas, y las personas en su interior aún mostraban signos de vida, o quizá se oían los gritos que salían de allí, las bestias nos obligaban a bailar y cantar al son de la orquesta integrada por judíos que estaba junto a nuestro barracón y que tocaban permanentemente.

En el mes de diciembre los transportes llegaban más espaciados. Una parte de los alemanes partió de permiso. Matthias se fue incluso antes y no volvió hasta después del Año Nuevo de 1943. Cuando regresó tenía un aspecto mucho peor que cuando estaba con nosotros en el campo. Al parecer, en Treblinka se sentía mejor que en su casa. El aire de Treblinka le sentaba bien. En los dos días de Navidad no hubo absolutamente ningún transporte.

Los trenes comenzaron a llegar de nuevo regularmente alrededor del 10 de enero.

Ese día fue muy duro. Llegaron nuevos transportes y al mismo tiempo vino a vernos un «visitante» del campo 1, el Obersturmführer Franz, llamado «el Muñeco», y con él vino también su perro Bari que era igual que su amo.

Después que se restableció el exterminio, los alemanes comenzaron a utilizar nuevos métodos de trabajo.

Alrededor del 10 de enero empezaron a llegar de nuevo transportes de las fronteras, de Bialystok, de Grodno y de los alrededores. Fue un invierno muy crudo. Habían empezado heladas fuertes. Entonces los sádicos idearon un nuevo tipo de diversión. Con un frío de veinte grados bajo cero mantenían afuera filas de jóvenes mujeres desnudas, sin permitirles entrar en las cámaras. Los hombres y las mujeres mayores ya se habían asfixiado dentro, y las muchachitas, medio congeladas, estaban descalzas sobre la nieve y la escarcha: temblaban, lloraban, se acurrucaban una contra la otra y rogaban en vano que finalmente las dejaran entrar al abrigo donde las esperaba la muerte.

Los ucranianos y los alemanes miraban con placer y sorna el sufrimiento de los jóvenes cuerpos, se burlaban y reían hasta que se dignaban a concederles la gracia de dejarlas entrar en los «baños». Tales escenas se repitieron durante todo el invierno.

Cabe señalar que la extracción de dientes en invierno era mucho más difícil. Ya fuese porque los cadáveres se habían congelado después de abrirse las puertas, o el congelamiento se hubiese producido en la escarcha antes de que entraran en las cámaras, abrir las apretadas bocas era para nosotros un esfuerzo sobrehumano y cuanto más nos costaba, tanto más nos golpeaban los asesinos.

En general, incluso en verano, sucedía que las personas querían entrar en las cámaras lo más rápido posible, cuando los guardias los azotaban en la última parte del camino de la «manguera». Las cámaras eran una protección contra los golpes y los prisioneros querían terminar con todo lo más rápido posible.

En febrero de 1943 comenzaron a acumularse grandes montículos de cenizas de los cuerpos. Se organizó una brigada especial para deshacerse de la ceniza. A la mañana, cuando íbamos al trabajo, la primera tarea de los acarreadores era llevar en varias rondas la ceniza en las cajas que ahora habían sido fijadas a las camillas, debido a que los cadáveres desenterrados de las fosas estaban a menudo en tal estado de descomposición que no se los habría podido acostar sobre una escalera, solo arrojarlos en pedazos dentro de las cajas. Los acarreadores arrojaban la ceniza en pilas, en las que ahora trabajaba la brigada especialmente organizada. La tarea de esta brigada era la siguiente: los miembros de los cadáveres que habían sido carbonizados en los hornos a menudo permanecían enteros. Se sacaban después cabezas enteras carbonizadas, pies, huesos, etcétera. La cuadrilla de las cenizas debía destrozar estos miembros con unas mazas de madera especiales que recordaban a las mazas de hierro para golpear adoquines. Los otros instrumentos también recordaban a las herramientas que se utilizaban para picar piedra. Junto a los montículos había redes de alambre muy tupidas, a través de las cuales se tamizaba la ceniza triturada, tal como se tamiza la arena. Los restos que no pasaban volvían a ser triturados una vez más. La trituración se hacía sobre unas planchas de lata que estaban colocadas al lado. Los huesos que no estaban totalmente quemados no podían retirarse; quedaban junto a los hornos y eran arrojados sobre la nueva capa de cadáveres. La ceniza finalmente «lista» debía estar libre del más mínimo pedazo de hueso y ser tan fina como la de un cigarrillo.

Cuando comenzaron a juntarse grandes montones de este tipo de ceniza, los alemanes empezaron a hacer distintos experimentos para librarse de ellas y eliminar toda huella de los asesinados.

En primer lugar probaron a transformar la ceniza en «tierra» con la ayuda de líquidos especiales. Vinieron expertos, se situaron encima de los montículos, mezclaron en distintas dosis la ceniza con arena, rociándola con distintas cantidades de líquidos, pero los resultados no los convencieron. Después de los experimentos, decidieron enterrar la ceniza bien hondo en la tierra, debajo de grandes capas de arena.

En las fosas ordenaron arrojar una fina capa de ceniza, sobre ella una fina capa de arena y así sucesivamente hasta que llenaban cada una hasta unos escasos dos metros por debajo de la superficie.

Estos dos últimos metros los llenaban solo con arena. Así pensaron borrar para siempre las huellas de los terribles crímenes.

Pero los prisioneros judíos que se ocupaban de limpiar las fosas aprovecharon toda oportunidad para dejar en la tierra restos de huesos humanos. Como las fosas eran más angostas cuantos más metros tenían y la tierra de las paredes se derrumbaba, los obreros, en cada descuido de los alemanes y de los delatores, enterraban debajo de cada capa de tierra caída tantos huesos como fuera posible.

La ceniza la esparcían en finas capas, una capa de ceniza y una de arena. Así funcionaba el trabajo normalmente. Los acarreadores que cargaban constantemente la ceniza y la arena desde la mañana hasta la noche afirmaban el suelo al pisarlo.

Recuerdo que todas las mañanas, cuando llegábamos al trabajo, notábamos que en las fosas la superficie se había levantado en varios lugares. Durante el día el suelo era apisonado, pero de noche la sangre brotaba a la superficie, la cual se elevaba tanto que los trabajadores, al bajar con las carretillas cargadas de ceniza y arena, transpiraban profusamente cuando descendían a la fosa.

La sangre de decenas de miles de víctimas no podía descansar y brotaba a la superficie.