Capítulo 1

En vagones cerrados hacia un lugar desconocido

Los tristes vagones me conducen hacia allí, hacia aquel lugar. De todas partes nos llevan: del este y del oeste, del norte y del sur. De día y de noche. En todas las estaciones del año, viajan los trenes: primavera y verano, otoño e invierno. Los transportes viajan hacia allí sin obstáculos ni restricciones y Treblinka se vuelve cada día más rica en sangre. Cuanta más gente llevan allí, más crece su capacidad para recibirla.

Partimos de la estación de Lubartów, que queda a unos veinte kilómetros de Lublin. Viajo con mi joven y bella hermana Rivke, de diecinueve años, y mi buen amigo Wolf Ber Rojzman, con su mujer y sus dos hijos.

Igual que los demás, ignoro hacia dónde nos conducen y por qué. No obstante, tratamos, dentro de lo posible, de averiguar algo sobre nuestro destino. Los ladrones ucranianos que nos vigilan no quieren concedernos la gracia de contestarnos. Lo único que oímos de ellos es:

—¡Entregad el dinero, entregad el oro y los objetos de valor!

Estos asesinos nos revisan constantemente. Casi en todo momento alguno de ellos nos aterroriza. Nos golpean salvajemente con las culatas y todos tratamos, dentro de lo posible, de esquivar el ensañamiento de los asesinos con algunos zlotys para evitar golpes.

Así es el viaje.

Casi todos los que se encuentran en el vagón son conocidos míos del mismo pueblo, Ostrów Lubelski. En el vagón somos unas ciento cuarenta personas. Estamos hacinados, el aire es excesivamente denso y nocivo, cada uno apretujado contra el otro. Aunque las mujeres y los hombres están juntos, debido al hacinamiento, todos tienen que evacuar sus necesidades donde están. De todos los rincones se oyen pesados quejidos, y cada uno le pregunta al otro: «¿Adónde vamos?». Solo que todos se encogen recíprocamente de hombros y responden con un profundo «¡Ay!». Nadie sabe adonde nos conduce el camino y, a la vez, nadie quiere creer que nos dirigimos hacia donde llevan, desde varios meses atrás, a nuestras hermanas y nuestros hermanos, a nuestros seres queridos.

A mi lado está sentado mi amigo Katz, ingeniero de profesión. Él me asegura que nos dirigimos a Ucrania y que allí podremos establecernos en una aldea y ocuparnos de tareas agrícolas. Me da a entender que lo sabe con total certeza porque se lo dijo un teniente alemán, un administrador de una granja estatal a siete kilómetros de nuestro pueblo, en Jedlanka. Se lo contó como si fuese un amigo, porque cada tanto él le arreglaba un motor eléctrico. Yo quiero creerle, aunque veo que, en verdad, no es así.

Avanzamos. Con mucha frecuencia, el tren se queda detenido, debido a las señales, porque corre fuera del plan ferroviario y, por eso, debe esperar para dejar pasar los trenes regulares. Pasamos por distintas estaciones, entre ellas Luków y Siedlce. En cada ocasión en que el tren se detiene, pido a los ucranianos que descienden que nos den un poco de agua. Pero ellos no nos responden; solo si se les da un reloj de oro, traen un poco de agua. Muchos de mis amigos entregan sus objetos preciosos y no reciben el agua prometida. Me ocurre una excepción. Le pido a un ucraniano un poco de agua, me exige cien zlotys por una botella. Acepto. Poco después me trae una botella de medio litro con agua. Le pregunto cuánto más vamos a viajar. La respuesta es: «Tres días, porque vamos a Ucrania». Comienzo a pensar que tal vez sea verdad… Ya hace quince horas que viajamos, a pesar de que el trayecto recorrido es de no más de ciento veinte kilómetros.