Capítulo 5
La primera noche en el barracón
Moshé Etinger cuenta cómo se salvó y no se lo perdona
Rezan y recitan el Kaddish
El reloj marca las seis de la tarde. Se oye un toque de trompeta, dejamos el trabajo y formamos en filas de a cinco para el recuento. El judío de más antigüedad en el campo, jefe de todos los kapos, Galewski, ingeniero de profesión, nos cuenta y da parte de nuestra situación. Se oye a una orquesta tocar. Giramos a la derecha y vamos en dirección a la cocina. La ventana de la cocina está abierta y en fila nos acercamos a recibir la cena.
Nos dirigimos hacia el barracón que está enfrente de la cocina. El barracón está atestado y tenemos que sentamos en el suelo.
Mi amigo Leybl y yo nos miramos y nos brotan las lágrimas. Cada uno le pregunta al otro: «¿Por qué lloras?». No puedo hablar. Es como si hubiera perdido la lengua. Tratamos de consolarnos uno al otro, tranquilizándonos como podemos.
—Leybl, ayer a esta hora mi joven hermana aún vivía.
Él contesta:
—Y toda mi familia también. Mis parientes y doce mil judíos infelices de mi pueblo.
Y nosotros vivimos y hemos sido testigos de la gran desgracia y nos quedamos tan petrificados que no podemos comer ni soportar el gran dolor en nuestros corazones. ¿Cómo se puede ser tan fuerte, tener una fuerza tan sobrenatural como para soportar esto?
Tras estar así un rato vemos a Moshé Etinger, de nuestro pueblo. Se arroja sobre nosotros con un llanto lastimero. Una vez que se ha tranquilizado un poco, nos cuenta que ayer, mientras corría desnudo hacia la cámara de gas, encontró en el camino una montaña de ropa, se enterró en ella para esconderse, sacó un par de pantalones y una chaqueta y se vistió. Al ver que no lejos de él había un judío clasificando calzado, le pidió que lo salvara. Por suerte, el judío tomó un par de zapatos y se los entregó. Después salió del agujero, se quedó al lado de la montaña y se puso a clasificar. Los trabajadores que estaban junto a él lo ayudaron, indicándole lo que debía hacer. Así se salvó de la muerte.
Ahora está a nuestro lado y llora y no puede perdonarse el haberse salvado mientras que su mujer y su hijo fueron a la muerte.
Todos estamos como ebrios. Ayer también los míos vivían y ahora ya están todos muertos.
Cada uno está petrificado en su lugar. Lloro por mi destino, por lo que he vivido.
En ese momento se oye, del lado izquierdo del barracón, que los infelices sobrevivientes se colocan en posición de rezar la plegaria vespertina, y después de la oración cada uno recita con lágrimas en los ojos un Kaddish.
El Kaddish me despierta. Miro hacia ellos; sí, todos los que están allí son pobres huérfanos y personas condenadas. Me vuelvo prácticamente loco y grito:
—¿A quién dirigís el Kaddish? ¿Aún seguís creyendo? ¿En quién creéis? ¿A quién dais las gracias? ¿Le agradecéis al Señor del universo por la gracia de haber recibido a nuestros hermanos y hermanas, a nuestros padres y madres? ¿Realmente le estáis agradecidos? No y no. No hay ningún Dios. Si lo hubiese no podría haber permitido semejante desgracia, una injusticia tan grande, el exterminio de inocentes, niños pequeños recién nacidos, personas que solo quieren trabajar y traer un poco de provecho al mundo. Y vosotros, testigos vivientes de una gran desgracia, ¿todavía agradecéis, a quién dais gracias?
Mi amigo Leybl, consternado, quiere tranquilizarme:
—Tranquilízate, tienes razón. Ayer aún vivían mi hermana y mi hermano, como esas pequeñas golondrinas, y hoy ya no están en el mundo.
Quiere tranquilizarme y él mismo se lamenta y me abraza.
—Chil, no grites, sabes dónde estamos…
Y luego grita más fuerte que yo.
Caemos al suelo del cansancio y no nos podemos levantar. Estoy recostado y recuerdo que traté injustamente a mi infeliz hermana. Unos minutos antes de su muerte le había impedido comer un pedazo de pan y ella fue arrastrada hambrienta a la muerte. ¿Me habrá perdonado?
Los asesinos nos han quitado a todos la alegría.
Yacemos así en nuestro dolor. El reloj marca las nueve de la noche.
Cierran el barracón, apagan la luz. Me quedo toda la noche acostado en el suelo.