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El barco se llama Mulligayn, un nombre cuyo origen no pudimos rastrear, ya que no tenía ninguna relación con la geografía, ni con una persona, ni con la lógica. Matriculado en Tumo, era un vapor de edad provecta, de combustión a carbón, propenso a rolar en el oleaje más manso. Despintado y sucio, le faltaba por lo menos un bote salvavidas, y se parecía a los cientos de embarcaciones pequeñas que unían entre sí a las populosas islas del sur del Archipiélago. Durante quince días nos asfixiamos en las cabinas y escalerillas, regañando a la tripulación porque eso era lo que se esperaba que hiciéramos, aunque en nuestro fuero interno ninguno de los dos pensara que tuviésemos mucho de qué quejarnos.
Al igual que mi anterior viaje a Muriseay, esta segunda etapa de la travesía fue en parte un descubrimiento de mí mismo. Descubrí que ya había asimilado ciertas actitudes isleñas: una aceptación de las aglomeraciones, de la falta de higiene general, de los barcos que llegaban con retraso, de los teléfonos averiados y de los funcionarios corruptibles.
Recordaba a menudo el dicho que había mencionado Seri la primera vez que nos vimos: que ya nunca me iría de las islas. Cuanto más tiempo permanecía en el Archipiélago, mejor lo comprendía. Me sometiese o no al tratamiento de la Lotería, tenía aún toda la intención de regresar a Jethra, pero con cada día que pasaba sentía crecer dentro de mí el hechizo de las islas.
Puesto que había vivido en Jethra toda mi vida, aceptaba sus valores como la norma.
Nunca la había visto como una ciudad gazmoña, anticuada, conservadora, recargada de leyes, cautelosa y encerrada en sí misma. Había nacido en ella, y aunque era consciente de sus defectos tanto como de sus virtudes, su escala de valores era la mía. Ahora que la había dejado, ahora que empezaba a gustar de la actitud despreocupada de muchos isleños, quería participar más a fondo de su cultura, convertirme en una pequeña parte de ella.
A medida que mis percepciones cambiaban, la idea de volver a Jerhra me atraía cada vez menos. Estaba fascinado por el Archipiélago. En un determinado nivel, el viajar por las islas era sin duda tedioso, pero la constante certeza de que había otra isla, otro sitio para visitar y explorar, despertaba en mí grandes expectativas secretas.
Durante el largo viaje a Collago, Seri me habló de los efectos que el Pacto de Neutralidad había tenido dentro del Archipiélago. El Pacto era un invento de los gobiernos del norte, impuesto a las islas desde fuera. Permitía a las dos facciones beligerantes utilizar el Archipiélago como un parachoques estratégico, geográfico y económico contra el otro bando, alejando la guerra de sus propios territorios mediante el aventurerismo en el inmenso y desierto continente del sur.
Tan pronto como se hubo firmado el Pacto, una atmósfera de intemporalidad y apatía había descendido sobre el Archipiélago, minando su vitalidad cultural. Los isleños siempre habían sido racial y culturalmente distintos de la gente del norte, pese a que los vínculos comerciales y políticos se remontaban a tiempos inmemoriales. Pero ahora las islas estaban aisladas. Esa situación afectaba la vida archipelagiana en todos los niveles.
Repentinamente no hubo nuevas películas que llegaran del norte, ni libros, ni automóviles, virtualmente no más visitantes, ni acero ni cereales ni fertilizantes, no más petróleo ni carbón, no más periódicos ni académicos, ni tecnología ni maquinaria industrial. Las mismas sanciones cerraron los únicos mercados exportadores de las islas. Toda la industria lechera del Grupo Torqui, la pesca, la madera de construcción, los minerales, los centenares de tipos diferentes de artes y artesanías, ya no tuvieron abiertos los mercados de consumo masivo del norte. Obsesionado por sus rencillas internas, el continente septentrional cerró sus puertas al resto del mundo, y lo hizo porque se consideraba a sí mismo el mundo.
Los efectos más nocivos se habían hecho sentir en los años inmediatos a la concertación del Pacto. A la sazón, tanto el Pacto como la guerra se habían convertido en una parte de la vida cotidiana y el Archipiélago estaba empezando a recuperarse, tanto económica como socialmente. Seri me dijo que había habido un perceptible cambio de actitud en los últimos años, una reacción en contra del norte.
Una especie de nacionalismo pan-islándico estaba surgiendo en el Archipiélago. Había habido, entre otras cosas, un renacimiento de la fe religiosa, un evangelismo avasallante que estaba atrayendo fieles a las catedrales ortodoxas como jamás se viera antes en el último milenio. A la par de esto, se había producido un renacimiento secular: una docena de nuevas universidades habían sido inauguradas o estaban en proceso de construcción, y se proyectaba fundar otras más. Las rentas fiscales se invertían en la creación de nuevas industrias destinadas a sustituir las mercancías importadas. Se habían descubierto importantes yacimientos de petróleo y carbón, y las ofertas en contravención con el Pacto, de asistencia técnica o inversiones provenientes del norte, habían sido sarcásticamente declinadas. Al mismo tiempo se fomentaba el interés por las artes, la agricultura y las ciencias: con un mínimo de demora burocrática, se obtenía dinero para inversiones y becas. Seri dijo que ella conocía la existencia de docenas de colonias nuevas en islas antes deshabitadas, cada una de ellas procurando llevar a cabo una forma de vida centrada en su propia interpretación de lo que significaba realmente la independencia cultural. Para algunos era una colonia de artistas; para otros la agricultura de subsistencia; otras veces, una oportunidad de experimentar estilos de vida, programas educacionales o estructuras sociales. Todos estaban unidos, sin embargo, por el espíritu renacentista, y por la necesidad común de demostrarse a sí mismos, y a cualquiera que quisiera saberlo, que la antigua hegemonía del norte estaba a punto de fenecer.
Seri y yo nos proponíamos convertirnos en dos de aquellos que querrían saberlo.
Nuestro plan, después de Collago, era saltar de isla en isla durante un largo tiempo.
Antes de todo eso, en el camino, estaba Collago. La isla donde se concedía la inmortalidad, donde se negaba la vida. Yo no me había decidido aún.
Estábamos navegando por una de las rutas marítimas principales entre Muriseay y Collago, y era inevitable por lo tanto que hubiese a bordo otros ganadores de la lotería. Yo no reparé en ellos al principio, preocupado por Seri, absorto en la contemplación de las islas, pero al cabo de un par de días fue obvio quiénes eran.
Habían formado una camarilla, los cinco que eran. Había dos hombres y tres mujeres, todos de edad; calculé que el más joven, uno de los hombres, andaría cerca de los sesenta. Eran invulnerables en su jovialidad, comiendo y bebiendo, llenando de carcajadas el salón de primera clase, a menudo borrachos pero siempre de una empalagosa cortesía. Una vez que empecé a observarlos, fascinado de una manera un tanto morbosa, no cesé de desear que se desmandaran de algún modo, que le asestaran un puñetazo a uno de los camareros, o que se excedieran tanto con la comida que se pusieran a vomitar en público; ya entonces, sin embargo, eran seres superiores, por encima de esas venialidades, humildes en su inminente papel de semidioses.
Seri los había reconocido de la oficina, pero no me dijo nada hasta que yo hube sacado mis propias conclusiones. Entonces las confirmó.
—No puedo recordar los nombres de todos. La mujer de cabello plateado se llama Trecca. Me cayó bastante simpática. Uno de los hombres se llama Kerrin, me parece. Son todos de Glaund.
Glaund: el país enemigo. Había aún en mí lo bastante del norte para pensar en ellos como adversarios, pero lo bastante de las islas para reconocer como improcedente mi reacción. Aun así, la guerra se había estado librando durante la mayor parte de mi vida, y hasta ahora yo nunca había salido de Faiandlandia. A veces veíamos en los cines de Jethra películas de propaganda sobre los glaundianos, pero yo nunca les había dado mucho crédito. Objetivamente, los glaundianos eran una raza de tez más clara que la mía, su país era más industrializado y su historia la de un pueblo con ambiciones territoriales; con menos verdad se decía también que eran hombres de negocios insensibles, deportistas indiferentes y amantes incompetentes. Tenían un sistema político distinto del nuestro. Mientras nosotros vivíamos bajo el feudalismo benevolente del Señorío, y el impenetrable aparato de las Leyes de Diezmo, los glaundianos se gobernaban por un sistema de socialismo de estado, eran iguales socializados.
Aquellos cinco no parecían reconocerme como uno de ellos, lo cual me convenía. Yo aparecía disfrazado para ellos, disfrazado por mi juventud, y por el hecho de que estaba con Seri. Debían de suponer que éramos meros andariegos, salta-islas, jóvenes e irresponsables. Al parecer, ninguno de ellos reconoció a Seri sin su uniforme. Estaban inmersos en ellos mismos, unidos en su inminente atanasia.
Con el correr de los días, pasé por una serie de estados de ánimo contradictorios con respecto a ellos. Durante un tiempo me repugnaron sencillamente por la vulgaridad con que exhibían su buena suerte. Luego empecé a compadecerlos: dos de los mujeres eran obesas, y traté de imaginarme cómo sería ir de un lado a otro como gansos sin resuello toda una eternidad. Después, sentí lástima por todos, viéndolos como personas vulgares a quienes la gran fortuna les había llegado tarde, y celebrándola de la única forma que conocían. Poco después pasé por un período de asco de mí mismo, sabiendo que los miraba con condescendencia y que yo no era mejor que ellos, sólo más joven y más sano.
Por ese lazo que había entre nosotros, porque yo era igual que ellos, varias veces estuve tentado de abordarlos y averiguar qué pensaban de la lotería. Tal vez tuvieran las mismas dudas que yo; yo sólo daba por sentado que ellos corrían hacia la salvación, pero no lo sabía con certeza. No obstante, el pensamiento de que tratarían de atraerme a su círculo, de hacerme participar de sus partidas de naipes, de sus parrandas bonachonas me disuadió. Estarían, inevitablemente, tan interesados en mí como yo no podía evitar estarlo en ellos.
Yo trataba de comprender, de explicarme esa necesidad de ostracismo. Puesto que no estaba seguro de mis intenciones, no deseaba tener que dar explicaciones, ni a ellos ni a mí. Con frecuencia oía al pasar fragmentos de sus conversaciones: divagantes, ambiguos, solían hablar de lo que iban a hacer «después». Uno de los hombres estaba convencido de que después de Collago poseería gran fortuna e influencia. El otro no hacía más que repetir que «tendría la vida resuelta para siempre», como si sólo necesitara la atanasia para salir de apuros y disfrutar la jubilación, unos buenos ahorros de los que podría hablar con sus nietos.
Yo sabía, sin embargo, que si alguien me preguntara cómo aprovecharía mi larga vida, mi respuesta sería igualmente vaga. También yo recitaría homilías sobre mis propósitos de entregarme a las obras de bien en pro de la comunidad, o de volver a la universidad, o de afiliarme al Movimiento por la Paz. Cada uno de ellos sería una mentira, pero eran las únicas cosas que podía concebir como meritorias, como excusas suficientemente morales para aceptar el tratamiento.
El mejor uso que yo podía darle a una vida larga sería el egoísta de vivir largo tiempo, de evitar la muerte, de tener perpetuamente veintinueve años. Mi única ambición para el «después» era viajar por las islas en compañía de Seri.
A medida que el viaje progresaba me hundí, por lo tanto, en un estado de ánimo más introspectivo que nunca, sintiendo una tristeza inexplicable a causa de la situación en que me veía envuelto. Me concentraba en Seri, observaba el paisaje siempre cambiante de las islas. Los nombres pasaban, fugaces: —Tumo, Lanna, Winho, Salay, Ia, Lillencay, Paneron, Juno—, algunos que había oído antes, otros no. Estábamos ya muy al sur, y durante un tiempo pudimos ver la costa distante del salvaje continente austral: allí la península de Qataari penetraba hacia el norte entre las islas, encumbrada detrás de los acantilados rocosos, pero más allá la tierra retrocedía hacia el sur y la ilusión de mar interminable reaparecía, más templado en esa latitud. Después del árido paisaje de algunas de las islas tropicales, el escenario era aquí más sedante: más verde y más boscoso, con pulcros pueblecitos que trepaban por las colinas desde el mar, y ganado pastando, y huertos y cultivos de cereales. También la naturaleza de la carga que embarcábamos y desembarcábamos revelaba nuestro progresivo avance hacia el sur: el cargamento era al principio de alimentos a granel y aceites y maquinaria en los mares ecuatoriales, más adelante, uvas y granadas y cerveza, y más tarde aún, quesos y manzanas y libros. En una de las escalas le dije a Seri:
—Bajemos aquí, quiero ver este lugar.
La isla era Ia, una isla grande y boscosa, con aserraderos y astilleros. Observándola desde la cubierta me gustó el trazado de ciudad de la, y admiré la eficiencia sin prisas de los muelles. Era una isla en la que yo deseaba entrar, sentarme sobre la hierba, sentir el olor de la tierra. El aspecto del lugar hacía pensar en manantiales fríos, flores silvestres y granjas encaladas.
Seri, bronceada por el sol de las largas horas de ocio en la cubierta, estaba junto a mí cuando me incliné sobre la borda.
—Nunca llegaremos a Collago si bajamos.
—¿No más barcos?
—No más resolución. Siempre podremos volver aquí.
Seri tenía el firme propósito de llevarme a Collago. Seguía siendo un poco un misterio para mí, por mucho tiempo que pasáramos juntos. Nunca conversábamos demasiado y por lo tanto rara vez discutíamos; por eso mismo, sin embargo, habíamos llegado a un grado de intimidad más allá del cual, al parecer, nunca progresaríamos. Los planes de saltar de isla en isla eran de ella. Yo estaba incluido en esos planes, e incluido hasta tal punto que cuando una vez mostré cierto titubeo con respecto a ellos, Seri estuvo dispuesta a abandonarlos; sin embargo yo tenía la sensación de ser sólo un elemento incidental. El interés de ella en hacer el amor era desconcertantemente esporádico. A veces nos encaramábamos a nuestra minúscula litera en la estrecha cabina, y ella decía que estaba muy cansada o tenía demasiado calor, y así acababa la cosa; otras veces me dejaba exhausto con sus pasiones. Algunas veces era intensamente tierna y afectuosa, y a mí me gustaba eso. Cuando conversábamos me hacía toda suerte de preguntas sobre mí y mi vida pasada, pero de ella misma hablaba poco.
En el transcurso del largo viaje, puesto que mis dudas respecto del tratamiento de atanasia subsistían, la relación con Seri se vio turbada por un sentimiento creciente de mi propia inadecuación. Cuando no estaba con ella —cuando ella tomaba baños de sol a solas, o yo estaba en el bar o especulando acerca de mis futuros hermanos inmortales— no podía menos que preguntarme qué veía en mí. Era obvio que yo satisfacía en ella una necesidad, pero una necesidad al parecer no selectiva. A veces tenía la sospecha de que si apareciera algún otro, me dejaría por él. Pero no aparecía nadie, y en general yo consideraba preferible no cuestionar lo que en muchos sentidos era una amistad fortuita, ideal.
Hacia el término del viaje desempaqué mi manuscrito largo tiempo abandonado y lo llevé al bar, con la intención de leerlo.
Hacía ahora dos años que había terminado de trabajar en él, y era extraña la sensación de tener otra vez en las manos las páginas sueltas y recordar el período en que las había escrito. Me preguntaba si las habría dejado abandonadas demasiado tiempo, si me habría distanciado de la persona que había tratado de resolver una crisis temporal recurriendo a la permanencia de la palabra escrita. Mientras crecemos no nos vemos cambiar —hay una aparente continuidad en el espejo, la conciencia diaria del pasado inmediato— y hacen falta los testimonios de fotografías viejas o de antiguos amigos para poner de relieve las diferencias. Dos años eran un período considerable, pero durante todo ese tiempo yo había permanecido en una especie de éxtasis.
En ese sentido, mi intento de definirme había sido un éxito. Al describir mi pasado yo había intentado modelar mi futuro. Si creía que mi verdadera identidad estaba contenida en esas páginas, nunca las habría abandonado.
El manuscrito estaba amarillento y tenía enroscadas las puntas de las páginas. Quité la banda elástica que las sujetaba y empecé a leer.
Lo primero que noté me causó una profunda sorpresa. En los dos o tres primeros renglones había escrito que tenía veintinueve años, señalando que era una de las pocas certezas de mi vida.
Sin embargo, tenía que tratarse de una fantasía, una falsificación. Yo había escrito el manuscrito dos años atrás.
Al principio esto me confundió, y traté de recordar qué era lo que había pensado entonces. Luego vi que se trataba tal vez de una clave para comprender el resto del texto.
En un sentido, me ayudaba a dar cuenta de los dos años de estancamiento que siguieron: mi manuscrito ya se había tomado a sí mismo en consideración, desmintiendo cualquier progreso.
Seguí leyendo, tratando de identificarme con la mente que había producido el manuscrito, y descubrí, en contra de mis temores iniciales, que podía hacerlo con facilidad. Luego que hube leído unos pocos capítulos, que trataban en su mayor parte de mi relación con mi hermana, sentí que no necesitaba leer más. El manuscrito confirmaba lo que yo siempre había sabido, que mi intento de alcanzar una verdad más alta, una verdad superior, había sido plenamente logrado. Las metáforas tenían vida, y en ellas estaba definida mi identidad.
Estaba solo en el bar; Seri había bajado temprano al camarote. Me quedé allí a solas una hora más, rumiando mis incertidumbres y reflexionando en la ironía de que la única cosa en el mundo que yo conocía con absoluta certeza era una pila un tanto estropeada de páginas escritas a máquina. Al fin, harto de mí mismo y cansado de mis interminables cavilaciones, bajé a dormir.
Al día siguiente, por fin, llegamos a Collago.