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Con la imaginación, yo había rescatado mi vida. Escribía impulsado por una necesidad interior, y esa necesidad consistía en crear una visión más clara de mí mismo; escribiendo, me convertía en aquello que escribía.

No era algo que yo fuese capaz de comprender. Lo sentía en un nivel instintivo, o acaso emocional.

Era un proceso idéntico al que me llevara a la creación de mi cuarto blanco. Aquél, en el principio no había sido más que una idea; luego convertí la idea en realidad, pintando el cuarto tal como lo había imaginado. De la misma manera me descubría a mí mismo, en este caso por medio de la palabra escrita.

Empecé a escribir sin sospechar las dificultades que la tarea entrañaba. Tenía el entusiasmo de un niño a quien le han dado por primera vez lápices de colores. Me dejaba llevar por la escritura sin un rumbo fijo, sin controlarme, sin inhibiciones. Todo esto habría de cambiar con el tiempo, pero aquella primera noche trabajé con una alegría inocente dejando que las palabras fluyeran y se esparcieran sobre el papel sin someterse a ninguna disciplina. Me sentía profunda, misteriosamente estimulado por lo que estaba haciendo y releía con frecuencia lo que había escrito, borroneando correcciones en las páginas y acotando en los márgenes las asociaciones de ideas. Experimentaba un vago descontento, pero lo pasaba por alto: el sentimiento predominante era de alivio y satisfacción. ¡Rescatar mi vida escribiéndola!

Trabajé hasta altas horas, y cuando por fin me deslicé en mi saco de dormir, dormí mal.

A la mañana siguiente volví al trabajo, dejando la decoración a medio hacer. Mi energía creadora no había menguado y las páginas se deslizaban una tras otra por el carro de la máquina como si no existiese nada que pudiera obstruir alguna vez aquel torrente de palabras. Cada vez que llegaba al final de una página, las desparramaba todas por el suelo alrededor de la mesa, imponiendo un caos momentáneo en el orden que estaba creando.

De pronto, por alguna razón inexplicable, llegué a un punto muerto.

Eso ocurrió el cuarto día, cuando ya tenía alrededor de más de sesenta páginas mecanografiadas. Conocía íntimamente cada página, tan absorbente era mi necesidad de escribir, tantas veces las había releído. Lo que me quedaba por escribir era de la misma naturaleza, tenía esa misma necesidad perentoria de ser expresado. Yo no tenía ninguna duda en cuanto a lo que habría de seguir, en cuanto a lo que diría o no diría. Sin embargo me detuve de pronto en la mitad de una página, incapaz de continuar.

Era como si hubiese agotado mi forma de escribir. Me acometió de pronto una tremenda timidez y empecé a preguntarme qué había hecho, cómo podría continuar. Leí una página cualquiera y me pareció ingenua, obsesiva, trivial y sin ningún interés. Advertí que casi todas las frases estaban sin puntuar, que mi ortografía era bastante caprichosa, que empleaba una y otra vez las mismas palabras, y hasta los juicios y observaciones, de los que tan orgulloso me había sentido, me parecían ahora obvios e irrelevantes.

Todo era insatisfactorio en aquel apresurado manuscrito y me invadió un sentimiento de desesperación e ineptitud.

Abandoné temporalmente la escritura y busqué una vía de escape para mis energías en las tareas mundanas de la domesticidad. Concluí la pintura de una de las habitaciones de la planta alta y trasladé a ella mis colchones y pertenencias. Decidí que a partir de ese día mi cuarto blanco sería utilizado sólo para escribir. Vino el maestro de obras contratado por Edwin y empezó a reparar las estrepitosas cañerías, a instalar un calentador de agua de inmersión. Yo tomé la interrupción como una oportunidad para recapacitar sobre lo que estaba haciendo, para planificar con más cuidado.

Hasta ese momento, todo cuanto había escrito dependía por completo de mi memoria.

Idealmente, hubiera tenido que hablar con Felicity para ver qué cosas recordaba ella, y llenar quizás algunas lagunas de los misterios de la infancia. Pero Felicity y yo ya no teníamos casi nada en común; en los últimos años habíamos discutido muchas veces y más recientemente, y con más encono, después de la muerte de papá. Poca simpatía tendría ella por lo que yo estaba haciendo. Y de todos modos, era mi historia; yo no deseaba que ella la matizara con su interpretación de los acontecimientos.

Sin embargo, le telefoneé un día y le pedí que me enviase los álbumes de fotografías de la familia. Felicity se había quedado con casi todas las pertenencias de mi padre, inclusive esos álbumes, pero hasta donde yo sabía no tenía ninguna necesidad de ellos.

Le intrigó sin duda mi súbito interés —después del funeral me había ofrecido los álbumes y yo había dicho no—, pero prometió enviármelos.

El maestro de obras se marchó y yo volví a la máquina de escribir.

Esta vez, después de la pausa, encaré el trabajo con mayor celo y con la intención de ser más organizado. Estaba aprendiendo a cuestionar mi tema.

La memoria es un instrumento falaz, y los recuerdos de la niñez suelen estar desfigurados por influencias que en el momento uno es incapaz de discernir. El niño no tiene una perspectiva del mundo: sus horizontes son limitados, sus intereses egocéntricos. Mucho de lo que experimenta es interpretado para él por los padres. No discrimina entre las cosas que ve.

Por otra parte, mi primer intento no había sido mucho más que una serie de fragmentos más o menos concatenados. Ahora me proponía narrar una historia, y narrarla de manera tal que formara un todo coherente, de acuerdo con un plan narrativo.

Casi en seguida descubrí la esencia de lo que quería escribir.

Mi tema, inevitablemente, era siempre yo: mi vida, mis experiencias, mis esperanzas, mis desengaños, mis amores. En lo que antes me había equivocado, razonaba, era en tratar de narrar esa vida según un orden cronológico. Había empezado por mis recuerdos más tempranos e intentado crecer en el papel como había crecido en la vida. Ahora veía que tenía que seguir un camino más tortuoso.

Para hablar de mí mismo tenía que tratarme con más objetividad, examinarme de la misma forma en que en una novela es examinado el protagonista. Una vida escrita no es lo mismo que una vida real. Vivir no es un arte, pero sí lo es escribir sobre la vida. La vida es una sucesión de accidentes y desengaños, mal recordados y peor comprendidos, con enseñanzas sólo vagamente aprendidas.

La vida es desorganizada, no tiene una forma, no es una historia.

A lo largo de la infancia aparecen misterios en el mundo que nos rodea. Son misterios sólo porque no se da de ellos una explicación adecuada, o por nuestra inexperiencia, pero persisten en la memoria por la simple razón de que son tan intrigantes. Las explicaciones suelen presentarse en la edad adulta, pero llegan demasiado tarde: para entonces, ya no tienen la fascinación imaginativa de un misterio. ¿Qué es más verdadero, sin embargo: el recuerdo o la realidad?

En el tercer capítulo de mi segunda versión empecé a escribir sobre un hecho que ilustraba a las claras esta situación. Se refería a tío William, el hermano mayor de mi padre.

Durante casi toda mi niñez nunca vi a tío William… o Billy, como lo llamaba mi padre.

Siempre flotaba algo como una nube alrededor de su nombre: mi madre lo desaprobaba visiblemente; para papá, sin embargo, era una especie de héroe. Recuerdo las historias que cuando yo era muy pequeño me contaba de los embrollos en que él y Billy se metían de niños. Billy siempre andaba metido en líos, y era un genio para las bromas pesadas. Mi padre, con el tiempo, llegó a ser un ingeniero respetable y próspero, pero Billy se había embarcado en una serie de aventuras turbias, como por ejemplo trabajar en barcos, vender automóviles de ocasión y traficar con mercaderías excedentes del gobierno. Yo no veía nada malo en todo eso, pero por alguna razón era considerado como algo nefasto por mi padre.

Un día, tío William apareció de improviso en nuestra casa, y mi vida fue desde su llegada una sucesión de locas emociones. Billy era alto, bronceado por el sol, tenía un gran mostacho rizado y guiaba un auto sin capota, con un claxon anticuado. Tenía una forma de hablar vivificante, arrastrando un poco las palabras, y me alzó y me paseó por el jardín de arriba abajo, chillando. Tenía unos callos oscuros en las manos grandes, y fumaba una pipa mugrienta. Era capaz de ver muy lejos. Más tarde me llevó a dar un emocionante paseo en coche, atravesando como una flecha las calles campesinas y graznando con su claxon a un policía que nos seguía en una bicicleta. Me compró un fusil ametralladora de juguete que disparaba balines de madera a través de la sala, y me enseñó a construir una guarida en un árbol.

De pronto se marchó, tan repentinamente como había llegado, y a mí me mandaron a la cama. Acostado en mi cuarto, oí discutir a mis padres. No alcanzaba a oír bien lo que decían, pero mi padre gritaba y luego oí un portazo. Y mi madre se había echado a llorar.

Nunca más volví a ver a tío William, y ni mi padre ni mi madre lo mencionaron. Una vez o dos pregunté por él, pero ellos cambiaron de tema con esa prontitud de los padres que los hijos nunca pueden superar. Alrededor de un año después, mi padre me dijo que tío Billy estaba trabajando ahora en el extranjero («en algún lugar de Oriente») y que era improbable que volviésemos a verlo. Hubo algo en la forma en que mi padre me lo dijo que me hizo dudar de él, pero yo no era un niño sutil y prefería infinitamente creer lo que me decían. Durante mucho tiempo después de eso, las aventuras de Billy en el extranjero fueron un acompañante familiar imaginario; con la pequeña ayuda de las historietas que leía, lo veía escalando montañas, cazando animales salvajes, construyendo ferrocarriles.

Todas esas fantasías concordaban con lo que sabía de él.

Con el correr de los años, cuando empecé a pensar por mí mismo, comprendí que lo que me habían contado era falso probablemente, y que la desaparición de Billy era casi con certeza explicable para el mundo real, pero aun así seguí conservando la imagen fascinante que tenía de él.

Sólo después de la muerte de mi padre, cuando tuve que revisar sus papeles, me enteré de la verdad. Encontré una carta del Director de la Cárcel de Durham en la que decía que tío William había sido internado en el hospital de la prisión; una segunda carta, fechada algunas semanas más tarde, notificaba que había muerto. Hice algunas averiguaciones en el Ministerio del Interior y descubrí que William había estado cumpliendo una sentencia de doce años por robo a mano armada. El delito por el que había sido condenado fue cometido unos días después de aquella tarde loca, emocionante del verano.

Sin embargo, aún entonces, en el momento mismo en que escribía sobre él, una poderosa parte de mi imaginación seguía viendo a tío Billy en algún paraje exótico y remoto, peleando con antropófagos o esquiando en laderas montañosas.

Las dos versiones eran verdaderas, pero en diferentes latitudes de verdad. Una era sórdida, desagradable y final. La otra tenía una cierta plausibilidad imaginativa, en mis términos personales, y dejaba abierta, por añadidura, la atrayente perspectiva de que Billy volviera alguna vez.

Para profundizar en mi relato cuestiones de esta naturaleza, necesitaba distanciarme de mí mismo, desdoblarme, verme como si fuera otro. Era un proceso que requería una duplicación, tal vez hasta una triplicación de mí mismo.

Había un yo que escribía. Había un yo a quien yo podía recordar. Y había un yo acerca del cual yo escribía, el protagonista de la historia.

La diferencia entre la verdad real y la verdad imaginativa estaba siempre presente en mí.

La memoria, sin embargo, era fundamental, y día a día yo tenía nuevas pruebas de su falibilidad. Aprendí, por ejemplo, que los recuerdos no tenían la coherencia de un relato.

Los acontecimientos significativos eran evocados en una secuencia ordenada por el subconsciente, y el tener que reubicarlos dentro de mi historia era un esfuerzo constante.

Me rompí un brazo cuando era pequeño y había fotografías que me lo recordaban en los álbumes que Felicity me había mandado. Pero ¿fue este accidente antes o después de que empezara la escuela, antes o después de la muerte de mi abuela materna? Los tres acontecimientos me causaron en el momento una impresión profunda, los tres habían sido enseñanzas tempranas en cuanto a la naturaleza hostil, arbitraria del mundo. A medirla que escribía, trataba de recordar el orden en que habían ocurrido, pero me era imposible: me fallaba la memoria. Me veía obligado a reinventar los incidentes, a ordenar los según una secuencia, aunque falsa, para poder determinar por qué habían influido en mí.

Ni siquiera en los ayuda-memoria podía confiar, y mi brazo fracturado fue un ejemplo sorprendente de esta realidad.

Era el brazo izquierdo el que me había fracturado. Esto lo sabía sin lugar a dudas, ya que nadie puede confundir el recuerdo de esas cosas, y hasta el día de hoy ese brazo es ligeramente más débil que el otro. Ese recuerdo era incuestionable. Y sin embargo, el único testimonio objetivo de la lesión aparecía en una corta secuencia de fotos en blanco y negro, tomadas durante unas vacaciones familiares. Allí, en varias instantáneas sacadas en el campo a pleno sol, había un niñito de aire compungido a quien reconocía como yo mismo, con el brazo derecho en un cabestrillo blanco.

Di con esas fotos más o menos al mismo tiempo en que escribía sobre el incidente, y el descubrimiento me produjo una especie de sobresalto. Durante un rato quedé perplejo, confundido por esa aparente revelación, y me vi obligado a poner en tela de juicio otras muchas especulaciones que yo había estado elaborando a propósito de los recuerdos.

Por supuesto, no tardé en darme cuenta de lo que sin duda había sucedido: era evidente que el revelador había impreso todo el rollo por el revés del negativo. Cuando examiné las fotografías con mayor detenimiento —al principio sólo me había fijado en mi propia imagen— reparé en una serie de múltiples detalles que confirmaban esta presunción: los números de las matrículas de los automóviles impresos al revés, la dirección del tránsito a la derecha, las prendas de vestir abotonadas a la inversa, etc.

Todo era perfectamente explicable, pero este hecho me enseñó dos cosas más sobre mí mismo: que estaba obsesionado por la idea de verificar y autentificar lo que hasta entonces había dado por supuesto, y que no podía confiar en ninguna cosa del pasado.

Llegué a un segundo alto en mi trabajo. A pesar de que estaba satisfecho con mi nueva forma de encarar la tarea, cada nuevo descubrimiento era un retroceso. Empezaba a tomar conciencia del carácter engañoso de la prosa. Cada frase contenía una mentira.

Inicié un proceso de revisión, releyendo las páginas ya terminadas y reescribiendo ciertos pasajes muchas veces. Cada versión sucesiva mejoraba de una manera sutil la semejanza con la vida. Cada vez que escribía una parte de la verdad me acercaba un poco más a la verdad total.

Cuando estuve por fin en condiciones de continuar donde había interrumpido, tropecé muy pronto con una nueva dificultad.

A medida que mi historia progresaba, de la niñez a la adolescencia, de la adolescencia a la primera juventud, otros personajes aparecían en el relato. Y estos no eran de la familia sino extraños, gente que había entrado en mi vida y que, en algunos casos, todavía era parte de ella. En particular, un grupo de amigos que conociera en la universidad y una serie de mujeres con las que había tenido relaciones. Una de ellas, una muchacha llamada Alice, era alguien a quien había estado viendo durante varios meses.

Habíamos pensado seriamente en casarnos, pero al fin las cosas marcharon mal y rompimos. Alice estaba ahora casada con otro y tenía dos hijos, pero todavía era una amiga buena y leal. Y estaba Gracia, además, cuya influencia en los últimos años de mi vida había sido profunda.

Si quería llevar hasta sus últimas consecuencias mi necesidad obsesiva de verdad tenía que encarar de uno u otro modo el relato de tales relaciones. Cada amistad nueva señalaba un paso que me distanciaba del pasado inmediato, y cada una de mis amantes había de alguna manera, para bien o para mal, alterado mi visión del mundo y de la vida.

Y si bien había muy pocas posibilidades de que cualquiera de las personas mencionadas en mi manuscrito llegase a leerlo alguna vez, el hecho de que aún las conociera me inhibía.

Algunas cosas que pensaba decir resultarían chocantes, y yo quería tener la libertad de describir en detalle, si no en sus detalles íntimos, mis experiencias sexuales.

El método más simple habría sido cambiar los nombres, falsificar los detalles de tiempo y lugar con el fin de hacer irreconocibles a las personas. Pero no era esa la clase de verdad que yo intentaba decir. Tampoco podía, pura y simplemente, excluirlas del relato: aquellas experiencias habían sido importantes para mí.

Descubrí al fin que la solución consistía en tergiversar la realidad. Inventé amigos nuevos, nuevas amantes, dotándolos de historias e identidades ficticias. A uno o dos los retrotraje a la infancia, por así decir, dando a entender que habían sido amigos desde siempre, cuando en mi vida real había perdido todo contacto con los niños con quienes había crecido. Este subterfugio confería al relato una mayor continuidad, una mayor consistencia. Todo parecía coherente y significativo.

Virtualmente, no se perdía nada: todos los acontecimientos y personajes descritos tenían, de algún modo, su correlato en otra parte de la historia.

Así trabajé, pues, aprendiendo sobre la marcha cosas de mí mismo. La verdad quedaba a salvo a expensas del hecho literal, pero era una forma más alta, superior de la verdad.

A medida que mi manuscrito progresaba, me poseía un estado de efervescencia mental. Dormía apenas cinco o seis horas por noche y cuando me despertaba iba directamente a mi escritorio a releer lo que escribiera la víspera. Subordiné todo a la escritura. Comía sólo cuando tenía absoluta necesidad, dormía sólo cuando la fatiga me vencía. Todo lo demás quedó abandonado; la redecoración para Edwin y Marge fue postergada indefinidamente.

Fuera, el largo estío era un infatigable bochorno. El jardín era una selva de malezas, pero ahora el suelo estaba apergaminado y resquebrajado, y el césped amarillo. Los árboles parecían moribundos y el arroyo del fondo del jardín empezaba a secarse. Las raras veces que iba a Weobley oía conversaciones sobre el tiempo. La ola de calor se había transformado en sequía; estaban sacrificando el ganado, racionando el agua.

Yo me sentaba día tras día en mi cuarto blanco, sintiendo correr, de ventana a ventana, el soplo de aire cálido. Trabajaba sin camisa, sin afeitarme, fresco y confortable en medio de la mugre y el desorden.

De pronto, de una forma totalmente inesperada, llegué al fin de mi historia. Se cortó bruscamente, sin más hechos que narrar.

No podía creerlo. Había anticipado la experiencia de llegar al final como una liberación súbita, un nuevo conocimiento de mí mismo, el término de una búsqueda. Pero la narración había quedado interrumpida, sin conclusiones, sin revelaciones.

Me sentí decepcionado y consternado, me parecía que todo mi trabajo había sido en vano. Esparcía las páginas y las escudriñaba una a una, preguntándome en qué punto me había descarriado. Todo el relato parecía encaminarse hacia una conclusión, pero se interrumpía allí donde yo ya no tenía nada más que decir. En mi vida en Kilburn, antes de mi rompimiento con Gracia, antes de la muerte de mi padre, antes de que yo perdiese mi empleo. No podía continuarla porque ahora no quedaba más que el aquí, la casa de Edwin. ¿Dónde estaría el final?

Se me ocurrió que el único final correcto tendría que ser un final ficticio. En otras palabras, si para componer una historia yo había trastrocado mis recuerdos, entonces la conclusión de esa historia también tenía que ser imaginaria.

Pero para poder hacerlo tenía que admitir ante todo que me había desdoblado en verdad en dos personas: yo mismo y el protagonista de la historia.

A esa altura de las cosas, empezó a remorderme la conciencia por el estado de abandono de la casa. Decepcionado por mi manuscrito, por mi incapacidad de sortear los escollos que me presentaba, aproveché la oportunidad para tomarme un descanso.

Dediqué varios días al jardín, durante la última semana calurosa de septiembre, limpiando la selva de malezas, arrancando las frutas que aún podía encontrar en los árboles. Corté el césped y recogí lo que quedaba de las hortalizas en la deshidratada parcela del fondo.

Después de eso, pinté otra de las habitaciones de la planta alta.

Al tomar distancia de mi frustrado manuscrito, empecé a pensar de nuevo en él. Sabía que necesitaba hacer un último esfuerzo por encarrilarlo, darle su verdadera forma, pero para ello antes tenía que encarrilar mi vida cotidiana.

Decidí que la clave de una vida significativa reside en la organización de la jornada. Me creé una norma de hábitos domésticos: una hora diaria destinada a la limpieza, dos a la redecoración y al jardín, ocho horas al sueño. En adelante me bañaría regularmente, me afeitaría, lavaría mi ropa, dedicaría a cada tarea una hora del día y de la semana. Mi necesidad de escribir era obsesiva, pero estaba dominando mi vida, en detrimento de la escritura misma.

Ahora, paradójicamente liberado por haberme sometido, empecé a escribir una tercera versión, más fluida y mejor que todas las anteriores.

Por fin sabía con exactitud de qué modo tenía que contar mi historia. Si la verdad más profunda sólo podía ser expresada a través de una realidad inventada —en otras palabras, a través de una metáfora—, para llegar a la verdad total tenía que crear una falacia total. Mi manuscrito tenía que transformarse en una metáfora de mí mismo.

Inventé un mundo imaginario y una vida imaginaria.

Mis dos primeros intentos habían sido mudos y claustrofóbicos. En ellos me describía a mí mismo en términos intimistas y emocionales. Los sucesos del mundo exterior eran una presencia vaga casi fantasmal, fuera de foco. Esto se debía a que yo consideraba imaginativamente estéril el mundo real: era demasiado anecdótico, demasiado pobre en material narrativo. El crear un mundo imaginario me permitía modelarlo a la medida de mis necesidades, hacer que representara ciertos símbolos personales de mi vida. Ya había dado el paso fundamental, al alejarme de la pura narración autobiográfica; ahora avanzaba hacia una etapa ulterior, situando al protagonista, mi yo metafórico, en un entorno vasto y estimulante.

Inventé una ciudad y la llamé «Jethra», con la idea de que simbolizara una amalgama de Londres, donde yo había nacido, y los suburbios de Manchester, donde pasé casi toda mi infancia. Jethra pertenecía a un país llamado «Faiandlandia», un lugar de costumbres moderadas y un tanto anticuadas, rico en cultura y tradiciones, orgulloso de su historia, pero no sin dificultades en un mundo moderno y competitivo. Doté a Faiandlandia de una geografía, de leyes y hasta de una constitución. Jethra, en la costa sur, era la capital y el puerto más importante. Más tarde, bosquejé los detalles de algunos de los otros países que configuraban ese mundo; hasta tracé un mapa aproximado, pero pronto lo deseché porque codificaba la imaginación.

A medida que escribía, ese entorno se trocaba en algo casi tan importante como las experiencias de mi protagonista. Descubría, como antes, que gracias a la invención de los detalles afloraban a la superficie las verdades más altas.

Pronto di con mi ritmo. Las ficciones de mis primeros intentos parecían ahora torpes y artificiosas, pero no bien las transfería a ese mundo imaginario adquirían plausibilidad y convicción. Antes había alterado el orden de los acontecimientos pura y simplemente para esclarecerlos; ahora descubría que esa operación había tenido un propósito que sólo mi subconsciente había comprendido.

La transposición a un mundo inventado otorgaba un sentido a lo que yo estaba haciendo.

Los detalles seguían acumulándose. Pronto vi que en el mar al sur de Faiandlandia habría islas, un vasto archipiélago de pequeños países independientes. Para los habitantes de Jethra, y para mi protagonista en particular, aquellas islas encarnaban una forma de deseo, o de evasión. Viajar por esas islas era, de algún modo, realizar un propósito, realizarse. Al principio no estaba seguro de cuál sería ese propósito, pero a medida que escribía empecé a comprender.

En aquel escenario emergía la historia de mi vida que yo quería narrar. El nombre de mi protagonista era mi propio nombre, pero doté de identidades falsas a todas las personas que había conocido. Mi hermana Felicity era «Kalia», Gracia era «Seri», los de mis padres figuraban disimulados.

Dado que todo ese mundo era extraño a mí, yo reaccionaba imaginativamente a lo que iba escribiendo, pero como en otro sentido todo me era perfectamente familiar, el mundo del otro Peter Sinclair se trocaba en un mundo que yo podía reconocer y habitar mentalmente.

Trabajaba con un ritmo intenso y regular, y las páginas del nuevo manuscrito empezaban a amontonarse. Cada noche terminaba de trabajar a la hora que había estipulado en mi plan cotidiano, y luego releía las páginas, haciendo pequeñas correcciones en el texto. A veces me quedaba sentado en mi silla, en mi cuarto blanco, con el manuscrito sobre las rodillas, y lo sopesaba y sabía que tenía en mis manos todo cuanto de mí valía la pena decir y podía ser contado.

Era una identidad separada de mí, un yo idéntico a mí y que sin embargo estaba fuera de mí y era inmutable. No envejecería como yo habría de envejecer, y nunca podría ser destruido. Tenía una vida más allá del papel en el que estaba mecanografiado; si yo lo quemara, si alguien me lo robase, seguiría existiendo en un plano más elevado. La verdad pura tenía la virtud de no envejecer: me sobreviviría.

Esta versión final no podía ser más diferente de aquellas primeras páginas tentativas que escribiera unos meses antes. Era el relato objetivo, maduro de una vida, narrado con veracidad. Todo en él era invención, excepto mi propio nombre, y sin embargo todo cuanto contenía, cada palabra, cada frase, era tan verdadero en el más alto sentido de la palabra como puede serlo la verdad. Eso lo sabía fuera de toda duda o cuestión.

Me había encontrado a mí mismo, explicado a mí mismo y, en un sentido muy personal de la palabra, me había definido a mí mismo.

Al fin tenía la sensación de que me acercaba al final de mi historia. Ya no era un problema. A medida que trabajaba la sentía cobrar forma en mi mente, como antes cobrara forma la historia misma. Se trataba tan solo de escribirla, de mecanografiarla, página tras página. Intuía sólo vagamente cuál sería ese final; ignoraría, hasta que llegara el momento de escribirlas, cuáles serían las palabras reales. Pero con ellas llegaría mi liberación, me sentiría realizado, rehabilitado para el mundo.

Pero entonces, cuando sólo me faltaban unas diez páginas para terminar, todo se vino abajo sin esperanza alguna de salvación.