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De ciertas cosas, al menos, estoy seguro:
Me llamo Peter Sinclair, soy inglés y tengo, o tenía, veintinueve años. Ya aquí hay una incertidumbre, y mi seguridad vacila. La edad es una variable: ya no tengo veintinueve años.
En un tiempo yo pensaba que la naturaleza enfática de las palabras aseguraba la verdad. Si podía encontrar las palabras precisas lograría, con sólo la voluntad necesaria, escribir todo lo que era cierto. Desde entonces he aprendido que las palabras no son más válidas que la mente que las elige y que la ausencia de toda prosa es, por lo tanto, una forma del engaño. Elegir con un cuidado excesivo es caer en la pedantería, cerrar la imaginación a visiones más vastas; pero errar en el sentido opuesto es invitar a la mente a la anarquía. Así pues, si lo que me propongo es develarme a mí mismo, prefiero hacerlo por mis opciones más que por mis accidentes. Sé que algunos dirán que los accidentes, como productos de la mente inconsciente, son lo interesante, pero, a medida que escribo, lo que ha de seguir me pone en guardia. Hay demasiados puntos oscuros. En este comienzo tengo pues que recurrir a la tediosa pedantería. Necesito escoger con cuidado mis palabras. Quiero estar seguro.
Por lo tanto, empezaré de nuevo. En el verano de 1976, cuando Edwin Miller me prestó su casita de campo, yo tenía veintinueve años.
De esto, en todo caso, puedo estar tan seguro como de mi nombre, ya que son hechos que provienen de distintas fuentes: uno es un don recibido de los padres, el otro es el producto del calendario.
En aquella primavera, cuando yo aún tenía veintiocho años, me encontré en un momento crucial de mi vida. Fue una simple racha de mala suerte provocada por una serie de circunstancias prácticamente ajenas a mi voluntad. Cada una de aquellas desgracias era independiente de las demás; sin embargo, el hecho de que ocurrieran una tras otra en un lapso de pocas semanas me hizo sentir como si fueran parte de una terrible conspiración contra mí.
En primer lugar, murió mi padre. Fue una muerte repentina y prematura, de un aneurisma cerebral que nadie había detectado. Yo tenía con él una buena relación, a la vez estrecha y distante; después de la muerte de nuestra madre unos doce años atrás, mi hermana Felicity y yo habíamos estado muy ligados a él a una edad en la que la mayoría de los adolescentes rechazan a sus padres. Al cabo de dos o tres años, en parte porque yo salí de casa para ir a la universidad y en parte porque Felicity y yo nos distanciamos, esa intimidad se rompió. Los tres vivimos durante varios años en diferentes partes del país, y nos reuníamos sólo en raras ocasiones. No obstante, los recuerdos de aquel breve período de mi adolescencia habían creado entre mi padre y yo un vínculo tácito, importante para los dos.
Murió solvente pero no rico. Y además murió sin hacer testamento, por lo que me vi envuelto en una serie de tediosas entrevistas con su abogado. A la larga, Felicity y yo recibimos, cada uno, la mitad de su dinero. No era bastante como para cambiar la vida de ninguno de los dos, pero en mi caso fue suficiente para amortiguar algunos de los golpes que me esperaban.
Porque en segundo lugar, a pocos días de la noticia del fallecimiento de mi padre, supe que pronto perdería mi empleo.
Era una época de recesión económica en el país, de inflación, huelgas, desempleo y falta de capital. Con presunción, con mi típica confianza de clase media, supuse que gracias a mi título universitario estaría al resguardo de esos avalares. Yo era químico de fórmulas en una fábrica de esencias que abastecía a una importante industria farmacéutica, pero hubo una fusión con otro grupo, un cambio de política, y la empresa en que yo trabajaba tuvo que cerrar mi departamento. Aun así, imaginé que conseguir otro empleo iba a ser para mí un juego de niños. Yo tenía idoneidad y experiencia, y estaba dispuesto a amoldarme, pero eran muchos los graduados en ciencias que quedaban cesantes al mismo tiempo, y pocos los puestos disponibles.
Y entonces recibí, de buenas a primeras, una notificación de desalojo. La legislación estatal, al proteger marginalmente al inquilino a expensas del propietario, había roto el equilibrio entre las fuerzas de la oferta y la demanda. Comprar y vender era ahora más ventajoso que alquilar una propiedad. En mi caso, yo arrendaba un apartamento en Kilburn, en el primer piso de un edificio grande y antiguo, y había vivido en él varios años.
Sea como fuere, la propiedad fue vendida a una empresa inmobiliaria y casi inmediatamente me comunicaron que tenía que irme. Había recursos de apelación y me embarqué en ellos, pero con mis otras preocupaciones del momento no actué con la necesaria rapidez o eficiencia. Pronto comprendí que no tendría más remedio que mudarme. Pero ¿dónde podía uno encontrar vivienda en Londres? Mi caso personal no era por cierto atípico: el número de personas que andaba a la caza de apartamentos en un mercado cada vez más restringido aumentaba día a día. Los alquileres subían a un ritmo vertiginoso. La gente que tenía un contrato vigente no se mudaba, o si lo hacía transfería el arriendo a algún amigo. Yo hice todo lo que era posible: me anoté en varias agencias, contesté anuncios, pedí a mis amigos que me avisaran si sabían de algo que fuese a quedar libre, pero en todo el tiempo que estuve bajo notificación de desalojo no llegué ni siquiera a visitar un apartamento y, menos aún, a encontrar un lugar aceptable.
Y en medio de este contexto de desastres, Gracia y yo rompimos. De éste, entre todos mis problemas el único en el que yo había tenido alguna intervención, me sentía en cierto modo responsable.
Yo estaba enamorado de Gracia, y ella de mí, supongo. Hacía mucho tiempo que nos conocíamos y habíamos pasado por todas las etapas: la novedad, la aceptación, la acendrada pasión, las desilusiones pasajeras, el redescubrimiento, el hábito.
Sexualmente, ella era irresistible para mí. Sabíamos acompañarnos, complementarnos y conservar no obstante las diferencias suficientes para sorprendernos el uno al otro.
Eso fue lo que nos llevó al fracaso. Gracia y yo encendíamos el uno en el otro pasiones no sexuales que ni ella ni yo habíamos experimentado jamás. Yo, plácido por naturaleza, era capaz de llegar, cuando estaba con ella, a grados tan extremados de furia, de amor y de odio que a mí mismo me asombraban. Con Gracia todo era desmesura, todo cobraba una inmediatez o una importancia devastadoras. Gracia era mercurial, capaz de cambiar de idea o de humor con una facilidad exasperante, y la acuciaban neurosis y fobias que si bien al principio me cautivaron, después, cuando la fui conociendo mejor, sólo fueron escollos para todo lo demás. Sus obsesiones la hacían a la vez predatoria y vulnerable, capaz de herir y dejarse herir en igual medida, aunque en momentos diferentes. Yo nunca sabía cómo actuar con ella.
Nuestras disputas, cuando las teníamos, surgían de golpe, con súbita violencia. A mí siempre me tomaban por sorpresa, pero cuando ya habían estallado me daba cuenta de que eran el producto de tensiones acumuladas durante días. Por lo general, las riñas despejaban la atmósfera, y hacíamos las paces con una intimidad renovada o con pasión sexual. Su temperamento le permitía perdonar rápidamente, o no perdonar. En todos los casos había perdonado rápidamente, menos en uno, y esa única vez fue, por supuesto, la última. Había sido una disputa horrible, sórdida, en una esquina de Londres, entre la gente que pasaba tratando de no mirar, de no escuchar, Gracia gritándome e insultándome, y yo, endurecido por una frialdad impenetrable, ardiendo de cólera por dentro pero envuelto por fuera en una coraza de hierro. Cuando la dejé y volví a casa, vomité. Traté de llamarla por teléfono, pero nunca estaba; me fue imposible dar con ella.
Esto sucedía mientras yo andaba a la caza de empleo, a la caza de apartamento y tratando de asimilar la muerte de mi padre.
Hasta aquí los hechos, en la medida en que pueden reflejarlos las palabras que elijo.
Otra cosa es describir la forma en que yo reaccioné. Casi todo el mundo tiene que sobrellevar, a cierta altura de la vida, la pérdida de un padre o una madre; un nuevo empleo, una vivienda nueva son cosas que se consiguen con el tiempo, y la infelicidad que deja el fin de una relación amorosa se desvanece a la larga o es desplazada por la excitación de conocer a otra persona. Pero a mí todo eso me había ocurrido al mismo tiempo; era como un hombre a quien hubieran derribado y pisoteado antes de que pudiera levantarse. Me sentía dolorido, mísero y desmoralizado, hostigado por la carga de injusticia que la vida acumulaba sobre mí, por el caos demoledor que era Londres.
Achacaba a Londres casi todas mis desventuras: sólo veía sus aspectos negativos. La suciedad, las aglomeraciones, la carestía del transporte público, la ineficiencia del servicio en tiendas y restaurantes, los atascos y dilaciones: todo ello me parecía sintomático de los sucesos fortuitos que habían desbaratado mi vida. Estaba harto de Londres, harto de ser yo y de vivir allí. Pero esa reacción no contenía ninguna esperanza, porque me estaba volviendo introvertido, pasivo y autodestructivo.
De pronto, un accidente afortunado. El tener que revisar los papeles y cartas de mi padre hizo que me pusiera de nuevo en contacto con Edwin Miller.
Edwin era un amigo de la familia, pero hacía años que yo no lo veía. Mi último recuerdo era el de él y su mujer de visita en casa, en la época en que yo iba aún a la escuela. Yo tendría a la sazón unos trece o catorce años. Las impresiones de la infancia no son de confiar: recordaba a Edwin y a otros amigos adultos de mis padres con un acrítico sentimiento de simpatía, pero era una simpatía de segunda mano, transferida por mis padres, porque yo carecía de opiniones propias. Las tareas escolares, las rivalidades y pasiones adolescentes, los descubrimientos glandulares y todas las demás cosas típicas de esa edad han de haber causado en mí una impresión más inmediata.
Fue gratificante volver a verlo no ya con mis ojos de niño sino con una visión adulta, madura. Edwin era ahora un hombre de poco más de sesenta años, vigoroso, tostado por el sol y de una cordialidad espontánea. Cenamos juntos en su hotel de los aledaños de Bloomsbury. Era a principios de la primavera y la temporada turística apenas había comenzado, pero Edwin y yo formábamos como un islote inglés en el restaurante.
Recuerdo un grupo de comerciantes alemanes, algunos japoneses, y gentes del Oriente Medio. Hasta las camareras que nos sirvieron nuestras suculentas porciones de rosbif eran malasias o filipinas. Toda esa atmósfera era puesta de relieve por el campechano acento norteño de Edwin que a mí me evocaba irresistiblemente mis días de infancia en los suburbios de Londres. Yo me había acostumbrado al cosmopolitismo de los comercios y restaurantes londinenses, pero era Edwin quien de algún modo lo ponía en evidencia, lo hacía parecer artificial. Tuve conciencia durante toda la cena de la importuna nostalgia de una época en que la vida era más simple. También había sido más limitada, y aquellos recuerdos vagos eran importunos porque no todos ellos eran agradables. Edwin era una especie de símbolo de aquel pasado, y durante la primera media hora, mientras intercambiábamos bromas y cumplidos, lo vi como la encarnación de aquel ambiente del que por fortuna había escapado cuando volví por primera vez a Londres.
Al mismo tiempo, sin embargo, me era simpático. Al parecer, yo lo intimidaba —acaso también yo representara para él una especie de símbolo—, sentimiento que contrarrestaba con una excesiva generosidad respecto de mis triunfos en la vida. Estaba muy al tanto de todo cuanto se refería a mi persona, al menos superficialmente, y supuse que se habría enterado por mi padre de aquellos pormenores. Al cabo su ingenuidad me ganó y le conté francamente lo que había sucedido con mi empleo. Ello me llevó inevitablemente a contarle casi todo el resto.
—Lo mismo me pasó a mí, Peter —dijo—. Hace mucho tiempo, justo después de la guerra. Tú supondrías que había en ese momento montones de empleos disponibles, pero los muchachos regresaban de las Fuerzas, y pasamos algunos inviernos difíciles.
—¿Y qué hizo usted?
—Yo tendría en ese entonces más o menos tu edad. Nunca es demasiado tarde para empezar de nuevo. Estuve en el paro una temporadita, y luego conseguí un empleo con tu papá. Así fue como nos conocimos, tú sabes.
Yo no lo sabía. Otro residuo de la infancia: me imaginaba —que me había imaginado siempre— que los padres y sus amigos no se conocen en un momento dado, que de uno u otro modo se han conocido siempre.
Edwin me recordaba a mi padre. Aunque físicamente distintos, eran más o menos de la misma edad y compartían algunos intereses. Las semejanzas eran más que nada creaciones mías, percibidas desde dentro. Tal vez fuera el monocorde acento provinciano, el afectado pragmatismo de una vida dedicada al trabajo.
Era tal como yo lo recordaba, pero eso no podía ser.
Habían pasado quince años y él andaba sin duda por los cincuenta la última vez que yo lo había visto. Tenía el pelo gris, ralo en la coronilla, y cierta rigidez en el brazo derecho que él mismo comentó un par de veces. Era imposible que antes hubiera sido así, y sin embargo, sentado con él allí, en el restaurante del hotel, la familiaridad de su aspecto me reconfortaba.
Pensé en otras personas que había vuelto a ver después de algún tiempo. Ante todo la sorpresa inicial, un sobresalto interior: está distinta, se la ve más vieja. Luego, al cabo de unos segundos, la percepción cambia y lo que uno ve entonces son las semejanzas. La mente se acomoda, el ojo hace concesiones: el proceso de envejecimiento, las diferencias en la forma de vestir, en el cabello, en las pertenencias, son neutralizados en la necesaria búsqueda de una continuidad. Se desconfía de la memoria en favor de otras identificaciones más importantes. El peso puede ser distinto, pero no la talla ni la estructura ósea de una persona. Pronto es como si nada hubiese cambiado. La mente borra hacia el pasado, recrea lo que uno recuerda.
Durante unos pocos días de efervescencia me había imaginado a mí mismo en un nuevo comienzo, pero cuando estuve por fin instalado en la casita todo cuanto podía pensar era que había tocado fondo.
Yo sabía que Edwin dirigía su propia empresa. Luego de trabajar varios años con mi padre se había instalado por cuenta propia. Al principio se había dedicado a la ingeniería de obras en general, pero con el correr del tiempo montó una fábrica que se especializaba en válvulas mecánicas. Su principal comprador era, a la sazón, el Ministerio de Defensa, y abastecía de válvulas hidráulicas a la Royal Navy. Había pensado retirarse a los sesenta, pero el negocio prosperaba y él disfrutaba con su trabajo. Le llenaba la vida.
—He comprado una casita de campo en Herefordshire, cerca de la frontera galesa. Nada especial, justo lo que Marge y yo necesitamos. Pensamos retirarnos allí el año próximo, pero hay mucho que hacer, mucho que reparar en la casa. Por ahora está vacía.
—¿Qué clase de arreglos hay que hacer? —pregunté.
—Más que nada pintura y decoración. Está deshabitada desde hace un par de años. Habría que cambiar la instalación eléctrica, pero eso no es demasiado urgente. Y creo también que el sistema de cloacas está un poco anticuado, podría decir.
—¿No le gustaría que yo empezara? No estoy seguro de poder ingeniármelas con las cañerías, pero en lo demás podría dar una mano.
Fue una idea súbita y me pareció atrayente. Se me había presentado una forma de evadirme de mis problemas personales. Frente a mi recién adquirido odio a Londres, el campo cobraba a mis ojos visos románticos, nostálgicos. Hablando con Edwin de la casita de campo, ese sueño tomaba una forma concreta y tuve la certeza de que si me quedaba en Londres me hundiría cada vez más en la impotencia y la autoconmiseración. Todo se volvía plausible para mí y traté de persuadir a Edwin de que me alquilara la casita.
—Te la prestaré gratis, muchacho —dijo Edwin—. Puedes quedarte en ella el tiempo que necesites, A condición, desde luego, de que des una mano con la decoración, y que cuando Marge y yo decidamos que ha llegado el momento, te buscarás otro sitio donde vivir.
—Será sólo por unos pocos meses. El tiempo suficiente para salir de nuevo a flote.
—Ya veremos.
Discutimos algunos pormenores, pero el trato quedó concertado en cuestión de minutos. Yo podía mudarme tan pronto como quisiera; Edwin me enviaría las llaves por correo. La aldea de Weobley se hallaba a menos de un kilómetro, yo tendría que cuidar del jardín, la estación ferroviaria más próxima estaba a gran distancia, querían pintura blanca en la planta baja y Marge tenía ideas propias en cuanto a los dormitorios, el teléfono estaba desconectado pero había una cabina en la aldea, había que limpiar y quizá purgar el tanque séptico.
Edwin me obligó casi a aceptar el trato una vez que nos persuadimos mutuamente de que era una buena idea. Le preocupaba, dijo, que estuviese deshabitada, y además las casas estaban hechas para que se viviera en ellas. Contrataría a un maestro de obras de la localidad para que fuese a reparar las cañerías y a renovar una parte de la instalación eléctrica, pero si yo quería tener la sensación de que pagaba mi estancia, podía hacer la parte que deseara de los arreglos. Había una única condición: Marge querría que el jardín se hiciera de una manera determinada. Quizá fueran a visitarme los fines de semana, para darme una mano.
En los días que siguieron a este encuentro empecé a actuar de un modo positivo por vez primera en varias semanas. Edwin me había dado el impulso necesario, y yo no me había detenido. Por supuesto, no podía mudarme en seguida a Herefordshire, pero desde el momento en que nos separamos, todo lo que hice directa o indirectamente llevaba a ese fin.
Tardé dos semanas en librarme de Londres. Tenía que vender o regalar muebles, encontrar un sitio para los libros, pagar y cancelar cuentas. No quería que nada me molestase después de la mudanza; de ahí en adelante reduciría mis necesidades a lo mínimo. Luego me ocupé de la mudanza: una furgoneta alquilada y dos viajes a la casita.
Al fin, antes de dejar Londres, intenté otra vez encontrar a Gracia. Se había mudado, y la muchacha que había vivido con ella casi me dio con la puerta en las narices cuando fui a la vieja dirección. Gracia no quería volver a verme. Si yo le escribía, ella le entregaría la carta, pero era mejor que no la molestase. (Le escribí, pero no tuve respuesta.) Probé en la oficina donde ella había trabajado, pero tampoco estaba allí. Visité a amigos comunes, pero no sabían dónde ella estaba, o no querían decírmelo.
Todo esto me inquietó y apenó, y pensé que aquello era injusto. Como en otro tiempo yo volvía a sentir que los acontecimientos estaban contra mí, y la euforia que me había dado la casita se desvaneció en gran parte. Supongo que de algún modo había llegado a imaginar que me iría al campo con Gracia, que lejos de los apremios de la vida ciudadana ella y yo discutiríamos, que el amor maduro que había entre nosotros se desarrollaría sin trabas. Yo había guardado esta esperanza mientras organizaba mi viaje, pero el repudio final de Gracia, en los últimos minutos, me había recordado que yo estaba completamente solo.
Durante unos pocos días yo había visto ante mí la posibilidad de un nuevo comienzo, pero cuando al fin me instalé en la casita, tuve la impresión de que algo había concluido.
Era un período para la contemplación, para la introspección. Nada era como yo lo quería, pero todo eso me había sido dado.