6
A medida que el barco avanzaba hacia el sur, en los días ahora interminablemente calurosos y soleados, no había tiempo para sopesar los pro y los contra del premio. Me absorbía el paisaje, el panorama que me descubrían las islas, y Mathilde estaba constantemente en mis pensamientos.
En verdad, yo no había esperado encontrar a nadie en el barco pero desde el segundo día ya no pude pensar en otra cosa. Mathilde, creo, disfrutaba en mi compañía y mi interés en ella la halagaba, pero nada más que eso. Y yo la perseguía con una asiduidad tan ostensible, tan inquebrantable, que hasta yo mismo me daba cuenta de que me ponía en evidencia. Pronto me encontré sin pretextos para estar a solas con ella, porque era el tipo de mujer que hacía necesarios los pretextos. Cada vez que me acercaba a ella tenía que inventar una nueva excusa: ¿un trago en el bar?, ¿un paseo por la cubierta?, ¿unos minutos en tierra? Después de esas breves excursiones era ella la que me rehuía con algún pretexto: una siestecita, lavarse el cabello, escribir una carta. Yo sabía que no estaba interesada en mí de la forma que yo lo estaba en ella, pero eso me parecía un impedimento.
En cierto modo era inevitable que pasáramos el tiempo juntos. Éramos más o menos de la misma edad —ella tenía treinta y un años, dos más que yo—, y los dos proveníamos del mismo medio social jethrano. Al igual que yo, se sentía rebasada por las parejas de jubilados que eran nuestros compañeros de a bordo, pero a diferencia de mí trabó amistad con varias de ellas. Yo la encontraba inteligente y sagaz y, después de algunos tragos, poseía un inesperable y obsceno sentido del humor. Era rubia y esbelta, leía montones de libros. Había tenido actividad política en Jethra (descubrimos que teníamos un amigo común), y en las dos o tres ocasiones en que pudimos bajar un rato a tierra, reveló estar muy al tanto de las costumbres isleñas.
El sueño que había provocado todo eso era uno de aquellos sueños lúcidos que siguen siendo claros después del despertar. Era muy simple. En una situación moderadamente erótica yo estaba en una isla con una mujer joven, fácilmente identificable con Mathilde, y estábamos enamorados.
Cuando vi a Mathilde por la mañana sentí un impulso de afecto tan espontáneo que actué como si nos conociéramos desde hacía años, no como si nos hubiésemos encontrado brevemente el día anterior. Quizá por la sorpresa, Mathilde respondió con igual calor, y antes de que ninguno de los dos se diera cuenta de ello, se había establecido una modalidad. Desde entonces yo la perseguía y ella, con tacto, firmeza y una generosidad divertida, me eludía.
Mi otra gran preocupación a bordo era mi descubrimiento de las islas. No me cansaba nunca de estar en la borda contemplando el paisaje, y nuestras frecuentes escalas en los puertos de ruta eran sin excepción ricas experiencias visuales.
La compañía naviera había adosado en la pared del salón principal un inmenso mapa estilizado que mostraba todo el Mar Medio, todas las islas principales y las rutas marítimas. La primera reacción fue de sorpresa ante la complejidad del Archipiélago y la increíble cantidad de islas, y el asombro de que las tripulaciones de los barcos pudiesen navegar sin peligro. El mar llevaba un sinfín de embarcaciones: en un día cualquiera en cubierta yo llegaba a ver veinte o treinta buques de carga, no menos de uno o dos vapores semejantes a aquel en que yo viajaba, e innumerables ferrys interinsulares.
Alrededor de las islas más grandes iban y venían los yates privados, y las flotillas de barcas de pesca eran un espectáculo común.
Se solía decir que las islas del Archipiélago eran imposibles de contar, pese a que se había dado nombre a más de diez mil. El Mar Medio había sido explorado y revelado en mapas y planos, pero además de las islas habitadas, y de las grandes islas desiertas, había una multitud de islotes minúsculos, de promontorios y peñascos, muchos de los cuales aparecían y desaparecían con el vaivén de las mareas.
Supe, observando el mapa, que las islas que se hallaban inmediatamente al sur de Jethra eran conocidas como el grupo de las Torqui; en la principal de ellas, Derril, hicimos escala el tercer día. Más al sur se hallaban las Serques Menores. Las islas estaban agrupadas por razones administrativas y geográficas, pero cada una era, al menos en teoría, política y económicamente independiente.
En términos simples, el Mar Medio rodeaba el mundo como un cinturón a la altura del ecuador, pero ocupaba una superficie mucho mayor que cualquiera de los dos continentes que se extendían al norte y al sur de él. En una mitad del mundo, el mar llegaba a pocos grados del Polo Sur, y en el hemisferio norte, parte del territorio del país llamado Koillin, uno de los que a la sazón estaban en guerra, atravesaba el ecuador; en general, sin embargo, el clima era templado en los continentes y tropical en las islas.
Uno de los hechos anecdóticos que se enseñaban en las escuelas sobre el Archipiélago de Sueño, y que oí repetir numerosas veces a los otros pasajeros, era que las islas eran tantas y estaban tan próximas una de la otra que desde cada una de ellas podían verse por lo menos siete islas. Hecho que yo jamás puse en duda, salvo al pensar que acaso se hubieran quedado cortos: hasta desde la eminencia relativamente baja de la cubierta del barco yo podía ver a menudo más de doce islas diferentes.
Era extraordinario pensar que yo hubiese pasado toda mi vida en Jethra sin tener una idea clara de la existencia de ese mundo insólito. A sólo dos días de navegación, tenía ya la sensación de haber viajado a otro mundo, y sin embargo estaba aún más cerca de Jethra, digamos, que los pasos de montaña del norte de Faiandlandia.
Y si siguiera viajando, hacia el sur o el oeste o el este a través del Archipiélago, podría navegar durante meses viendo siempre la misma prodigiosa diversidad, imposible de describir, imposible de concebir hasta cuando se la tenía a la vista. Grandes, pequeñas, rocosas, fértiles, montañosas y llanas: estas simples variaciones podían verse en una sola tarde, y desde una sola borda de la nave. La multiplicidad del paisaje adormecía los sentidos, la imaginación dominaba. Yo empezaba a ver las islas como los dibujos de un ciclorama pintado, un ciclorama suavemente arrastrado en pos de la nave, infinitamente inventivo, minuciosamente elaborado.
Pero llegaban nuestros puertos de escala y confundían la fantasía.
Nuestras breves visitas a las islas eran los verdaderos reguladores de la jornada de viaje. Los puertos lo desquiciaban todo. Pronto me di cuenta de esto y renuncié a tratar de comer o dormir sujeto a un horario. La mejor hora para dormir era en plena travesía, porque a esas horas el barco cobraba un ritmo propio, sostenido, y hasta la comida era mejor en el restaurante, porque era cuando comía la tripulación.
La llegada del barco siempre era esperada, así atracáramos a mediodía o a medianoche, y era visiblemente un acontecimiento de cierta importancia. Casi siempre había multitudes aguardando en el muelle, y detrás de ellas filas de carretillas y vagonetas para transportar la carga y el correo que traíamos. Y estaba, además, el caótico ir y venir de pasajeros por el puente, las discusiones cada vez que subían o bajaban, los saludos o adioses, los mensajes de último momento gritados desde la borda, todo lo cual turbaba nuestra, de lo contrario, plácida existencia. En los puertos se nos hacía tomar conciencia de nuestra condición de nave: algo que hacía escala, algo que transportaba, algo que venía de otra parte.
Yo siempre bajaba a tierra cuando ello era posible, y hacía breves exploraciones de las pequeñas ciudades. Mis impresiones eran superficiales. Me sentía como turista, incapaz de ver a las gentes más allá de los monumentos conmemorativos de la guerra y las palmeras. El Archipiélago no era, sin embargo, un lugar para turistas, y no había guías en las ciudades, ni agencias de cambio de divisas, ni museos de la cultura local. En varias islas intenté comprar tarjetas postales para mandar a casa, pero cuando por fin encontré algunas descubrí que el correo hacia el norte sólo podía expedirse con un permiso especial. Mediante el método de la prueba y el error aprendí por mis propios medios algunas cosas: el uso del arcaico sistema monetario no decimal, la diferencia entre las distintas clases de pan y carne en venta, una regla práctica para comparar los precios con los de mi país de origen.
Mathilde me acompañaba algunas veces en estas expediciones, y su presencia tenía la virtud de cegarme a todo cuanto me rodeaba. Cada vez que estaba con ella sabía que estaba cometiendo un error, pero ella seguía atrayéndome. Creo que los dos sentimos alivio, aunque en mi caso fue un alivio perverso, cuando el cuarto día llegamos a Semell y ella desembarcó. Cumplimos con la fórmula de rigor para un futuro encuentro, pero la voz de ella delataba insinceridad. Cuando bajé a tierra, me quedé junto a la borda y la vi alejarse por el muelle de hormigón, los cabellos pálidos brillantes al sol. Un automóvil la estaba esperando. Vi a un hombre cargar sus maletas en el portaequipajes del coche, y antes de subir ella se volvió hacia el barco. Me saludó brevemente agitando la mano, y desapareció. Semell era una isla árida, con olivos que crecían en las colinas rocosas y ancianos descansando a la sombra; oí el rebuzno de un asno, en alguna parte, detrás de la ciudad.
Después de Semell empecé a cansarme del barco, de su lenta y laberíntica travesía entre las islas. Me aburrían los ruidos y rutinas de a bordo: el trepidar de las cadenas, el zumbido constante de las máquinas y las bombas, las volubles conversaciones en dialecto de los pasajeros. Había desistido de comer en el barco, y ahora compraba pan fresco, fiambres y frutas cada vez que nos deteníamos en una isla. Y bebía mucho. Las raras conversaciones que entablaba con otros pasajeros me parecían repetitivas y predecibles.
Me había embarcado en un estado de receptividad extrema, abierto a la nueva experiencia de viajar, al descubrimiento del Archipiélago. Ahora, sin embargo, empezaba a echar de menos a mis amigos, a mi familia. Recordaba la última conversación que había tenido con mi padre en la víspera de mi viaje; él era contrario al premio, y temía que después de recibirlo yo decidiera quedarme en las islas.
Estaba renunciando a muchas cosas por un billete de lotería, y aún seguía preguntándome qué era en verdad lo que estaba haciendo.
Parte de la respuesta se hallaba en el manuscrito que había estado escribiendo hacía dos veranos. Lo llevaba conmigo, arrumbado en mi bolsón de cuero, pero lo había empacado sin releerlo, y no había vuelto a mirarlo desde que me fuera de la casita. El escribir mi vida, el decirme a mí mismo la verdad, había sido un fin en sí mismo.
Desde aquel largo verano en las Colonias de Murinan, en las afueras de Jethra, había entrado en una fase sorda de mi vida. Un período sin altibajos, de pocas pasiones. Había tenido amantes, aunque estas relaciones fueron sólo superficiales, y había conocido a otra gente; pero no tenía ningún nuevo amigo. El país se había recobrado de la crisis que me dejara sin empleo y yo estaba trabajando otra vez.
Sin embargo, el escribir el manuscrito no había sido un esfuerzo inútil. Las palabras aún contenían la verdad. Se había transformado en una suerte de profecía, en el sentido de que era una enseñanza. Yo intuía por lo tanto que en aquellas páginas, en alguna parte, y en relación con el premio, tenía que haber una especie de guía interior. Y eso era lo que yo necesitaba, porque no había ninguna razón lógica para que lo rechazase. Mis dudas nacían de dentro.
No obstante, a medida que el barco avanzaba hacia latitudes más tórridas, mi pereza física y mental aumentaba. Dejaba el manuscrito en el camarote, postergaba cualquier pensamiento que tuviera que ver con el premio.
El octavo día salimos a alta mar con la vaga oscuridad del próximo grupo de islas en el horizonte austral. Aquella era una de las fronteras geográficas; más allá estaban las Serques Menores y, en el corazón de ellas, Muriseay.
Hicimos escala en una sola de las Serques antes de Muriseay, y a primera hora de la tarde del día siguiente la isla apareció a la vista.
Después de la confusión de islas que dejáramos atrás, recalar en Muriseay era como aproximarse una vez más a la costa de un continente. Daba la impresión de extenderse más allá del litoral en una infinita lejanía. Las colinas de un verde azulado se sucedían, interminables, desde la costa, salpicadas de villas pintadas de blanco y divididas por carreteras curvas, zigzagueantes que atravesaban los valles en anchos viaductos. Más allá de las colinas, casi en el horizonte, según parecía, divisé las montañas de un castaño purpúreo, coronadas de nubes.
A la orilla misma del mar, siguiendo la línea de la costa, había una franja urbanizada de edificios y hoteles, modernos, altos, con terrazas y balcones. Las playas, brillantemente coloreadas por los enormes parasoles y las cafeterías, eran un mar de gente. Pedí prestados unos binoculares y escudriñé las playas a medida que pasábamos. Muriseay, vista de ese modo, era como el estereotipo del Archipiélago que retrataban las películas o que describía la literatura barata. En la cultura faiandlandesa, el Archipiélago de Sueño era sinónimo de una casta ociosa de emigrados amantes del sol, o de la población isleña indígena. Era raro ver imágenes o descripciones de las islas pequeñas como las que yo había visto al pasar: un lugar densamente poblado como Muriseay proporcionaba más material para la fantasía. Las novelas románticas y las películas de aventuras tenían con frecuencia por escenario un mundo de nunca jamás y de exotismo archipelagiano, poblado de casinos, lanchas de carrera y refugios agrestes. Los nativos eran ruines, corruptibles o tontos; la clase visitante, opulenta, sibarita o locos astutos. Por supuesto, yo veía la ficción de esa ficción, pero aun así era potente y memorable.
Así pues, al contemplar al fin una isla de verdadera solvencia económica, la percibía con una especie de doble vista. Una parte de mí seguía receptiva y alerta, tratando de verlo y comprenderlo todo en términos objetivos. Pero otra parte, más profunda y más irracional, no podía menos que ver ese litoral de lajas de cemento de Muriseay con la fascinación de que la investía la cultura popular.
Las playas pululaban, por lo tanto, de gente rica e indolente que se bronceaba al áureo sol del legendario calor de Muriseay. Cada uno era un exiliado evasor de impuestos, un seductor, un inmigrante que recibía fondos de su país de origen; los yates amarrados a corta distancia de la costa eran el teatro nocturno de juegos clandestinos y asesinatos, un mundo de playboys y prostitutas de lujo, corrupto y fascinante. Detrás de los modernos edificios de apartamentos veía los míseros arrabales en que vivían los campesinos isleños, parasitarios de los visitantes, desdeñosos de ellos, y a la vez serviles.
Exactamente igual que en las películas, que en las novelas de consumo que atestaban los kioscos de periódicos de Jethra.
Thorrin y Dellidua Sineham estaban en cubierta, asomados a la borda un poco más lejos. También ellos observaban con interés la costa, señalando los edificios de la orilla, comentando. La visión frívolamente romántica de Muriseay se desvaneció, y me acerqué a ellos y les presté los binoculares. Aquellas mansiones, aquellos apartamentos estarían en su mayor parte ocupados por personas decentes, normales como los Sineham. Me quedé un rato con ellos, oyéndolos hablar con entusiasmo de su nuevo hogar, su nueva vida. El hermano de Thorrin y su esposa ya estaban allí, y vivían en la misma aldea, y habían estado preparando el apartamento.
Más tarde, volví a mi puesto solitario y observé cómo cambiaba el terreno a medida que avanzábamos hacia el sur. Allí las colinas descendían hasta el mar, irrumpiendo como acantilados, y los bloques de apartamentos no estaban a la vista; pronto pasamos frente a las costas más selváticas que había visto en las islas. El barco navegaba cerca de la orilla, y con los binoculares podía ver el raudo aleteo de los pájaros en los árboles que crecían al pie de los riscos.
Llegamos a lo que al principio me pareció el estuario de un río, y la nave viró y enfiló a contracorriente. Allí el agua era profunda y calma, de un verde botella estupendo, atravesada por los rayos del sol. En ambas riberas crecía una tupida jungla de aralias monstruosas, inmóviles en el silencio húmedo.
Al cabo de unos minutos de navegar por ese canal sofocante se pudo ver que habíamos virado hacia el interior, entre una isla costa afuera y la tierra firme, porque se abrió en una laguna vasta y plácida en cuya otra orilla se tendía la ciudad de Muriseay.
Ahora, con el fin del largo viaje ya inminente, experimentaba una curiosa sensación de inseguridad. El barco se había transformado en un símbolo de seguridad, el objeto que me había alimentado y sustentado, al que yo regresaba después de mis albures en tierra.
Me había habituado al barco, conocía su topografía como la del apartamento que dejara en Jethra. Abandonarlo sería dar un segundo paso hacia el extrañamiento. Somos nosotros quienes imponemos familiaridad a nuestro entorno; desde la cubierta del buque el paisaje pasaba de largo; ahora tenía que desembarcar, que hacer pie en las islas.
Era un regreso al yo introvertido que había perdido al embarcarme. Misteriosamente, Muriseay me inquietaba, aunque no había ninguna razón lógica para ello. Era un lugar de tránsito, un puerto donde cambiar de barco. Por otro lado, me esperaban en Muriseay.
Había una oficina de la Lotería de Collago, y allí dispondrían la etapa siguiente de mi viaje.
Me quedé en la proa hasta que el barco atracó y luego fui en busca de los Sineham. Les deseé buena suerte, les dije adiós y bajé a mi camarote a recoger mi bolsón.
Pocos minutos después caminaba muelle arriba, buscando un taxi que me llevase a la ciudad.