La barrera estaba baja. Delante de mí había dos autos. Aunque sonaba la campana y titilaba la luz roja supuse que, como siempre, todos los indicios que anunciaban que venía un tren eran una falsa alarma. Me maldije por haber tomado ese camino en lugar de otro —y no sospechaba cuánto me maldeciría de allí en adelante—. Miré por el espejo retrovisor con la intención de hacer marcha atrás, tomar un camino distinto y cruzar por otra barrera. Pero en ese momento se estacionó una camioneta detrás de mi auto y ya no fue posible desandar el camino. El primer conductor se adelantó, metió la trompa, comprobó la falsedad de los indicios y pasó. En el asiento trasero, los chicos —mi hijo y su amigo Juan— cantaban en inglés una canción que yo nunca antes había escuchado. «¿De dónde salió esa canción?», les pregunté. Pero en lugar de contestarme siguieron cantando. La debían haber aprendido ese día, pronunciaban las palabras con el esfuerzo fonético de quien no conoce lo que cada una de ellas significa pero sí su sonido, la música de una palabra detrás de la otra, ese tono que le da un posible sentido ausente a lo que se dice. Cuando llegaron a la pausa del siguiente estribillo Federico me pidió que los mirara. Los busqué en el espejo retrovisor y vi que mientras cantaban movían los deditos en el aire imitando el movimiento de esa araña, «Incy Wincy Spider». Gracias a la música, al sonido de la letra, a los gestos, y sin preocuparse por cada palabra pronunciada en ese otro idioma, ellos sabían que la araña treparía hasta el techo, se colocaría en la canaleta y descansaría allí hasta que llegara la lluvia para tirarla, una vez más, al lugar de donde salió. Trepar, caer, y volver a trepar. Como Sísifo, pero un insecto, y en inglés.
En algún momento, mientras Incy Wincy araña trepaba nuevamente a la canaleta, dejé de observar a Federico por el espejo y miré hacia adelante. Había quedado sola frente a la barrera, el primer auto había desaparecido; el segundo estaba encarando el camino para esquivar la barrera y pasar del otro lado de la vía. Y unos segundos después eso hizo. Los dos autos que tuve delante cruzaron a pesar de la luz, a pesar de la campana, a pesar de la barrera baja. Miré el reloj, en cinco minutos comenzaría la película. Había que tomar la decisión de cruzar o no. Y siempre cruzábamos. Todos los que conocíamos esa barrera. Avancé, metí la trompa, miré a un lado y al otro. Hacia la derecha, la estación se veía con claridad y podía tener la certeza de que no había ningún tren allí. Miré entonces hacia la izquierda, pero hacia ese otro lado sólo se veía hasta unos doscientos metros porque luego los rieles dibujaban una curva que impedía la visión. Sin embargo, doscientos metros daban tiempo suficiente como para que cualquier auto entrara a la barrera, avanzara y cruzara del otro lado. Excepto que sobre los rieles del ferrocarril el auto se detuviera. Y sin explicación, sin que aún hoy yo pueda saber por qué, mi auto se detuvo. Aunque hubiera sido un problema de manejo —aunque yo hubiera apretado mal el embrague, o los cambios, o la aceleración y eso lo hubiera hecho detenerse—, la explicación no me alcanza. Porque inmediatamente intenté encenderlo, puse punto muerto, giré la llave y el auto no arrancó. Intenté otra vez y tampoco, intenté en una tercera oportunidad y nada. Entonces fue que sentí la bocina del tren. Miré hacia la izquierda y supe, por primera vez en mi vida, lo que es el pánico. No temor, ni miedo, ni siquiera la palabra pánico utilizada de manera banal. El verdadero pánico. Intenté arrancar una vez más, con la bocina del tren que volvía a sonar aturdiéndome, el auto hizo un ruido ronco que me engañó y me hizo creer, por un instante, que al fin arrancaría. Pero enseguida el motor se ahogó, y otra vez no funcionó. Supe que el auto ya no iba a arrancar. Grité: «¡Sáquense los cinturones!», abrí la puerta y fui a ayudar a los chicos. Manoteé primero la del lado de Federico. Más allá de que fuera la del lado de mi hijo, era lógico que intentara abrir primero la puerta que se presentaba de inmediato en mi camino. Me lo recriminó un tiempo después la madre de Juan —no a mí, conmigo no habló nunca más, pero me hizo saber lo que pensaba, «eligió salvar a su hijo»—, y también me lo recriminaron otros. Pero aunque no puedo comprobarlo, estoy segura de que si los chicos se hubieran sentado cada uno en el asiento contrario, también yo habría abierto primero esa puerta. Lo dice la lógica, lo dice el sentido común, el instinto. Sin embargo, no lo sé con la contundencia que reclama un caso como éste, la muerte de un niño. Uno puede asegurar lo que habría hecho ante determinada circunstancia, pero no es cierto que lo sepa. Uno sólo puede saber qué es lo que hizo estando allí. Todo lo demás son sólo especulaciones incomprobables. Lo cierto es que parece absurdo pasar por delante de esa puerta y no intentar abrirla. Así que eso hice, intenté abrir la puerta que encontré primero, la puerta de Federico. Estaba trabada, tenía puesto el seguro, yo les había pedido en cuanto nos subimos que pusieran el seguro, yo verifiqué que lo hubieran hecho, y aunque al bajarme grité: «¡Saquen el seguro!», la puerta seguía trabada. Volví a gritar, le grité a Federico una vez más: «¡Abrí la puerta!». Y Federico la abrió. Desenganché el cinturón y lo saqué. Corrí entonces hasta la puerta de Juan arrastrando a Federico detrás de mí, llevándolo de la mano con fuerza, como si su cuerpo fuera una extensión del mío. Hice lo mismo, grité: «¡Abrí la puerta!». Juan no la abrió. Le grité más fuerte pero no sólo no sirvió sino que además tuvo un efecto adverso: en lugar de abrir la puerta Juan se enojó y empezó a patear el asiento de adelante, una pierna y luego la otra dándole con fuerza al respaldo del acompañante, hasta que pareció agotado, se detuvo y se puso a llorar. Lloraba como un chico, porque eso era. Manoteé la puerta de adelante, la del lado del acompañante, estaba trabada. Volví a gritar «¡Abrí la puerta!», intenté decirlo con más calma pero con la misma urgencia, con el mismo énfasis. Federico golpeó en la ventanilla con su pequeño puño cerrado y casi repitió mis palabras: «¡Abrí!, ¡abrí, Juan!». Pero mi hijo lo dijo sin gritarlo, como un susurro o una súplica, algo que se decía a sí mismo más que a su amigo. Juan lloraba cada vez más fuerte, volvió a patear otra vez, con la vista clavada en el respaldo del asiento donde sus pies golpeaban. Muchas palabras para contar lo que sucedió en tan pocos segundos. El tiempo expandido en palabras. Entonces Juan, sin dejar de llorar, me miró aterrado, y yo por fin supe que nunca iba a abrir la puerta. Sólo me quedaba la opción de volver a aquélla por la que bajé a Federico y sacarlo por ahí. ¿Por qué no lo hice antes, en el mismo momento en que saqué a Federico? Porque Juan estaba lo suficientemente lejos como para pensar que me llevaría más tiempo sacarlo por allí, porque confié en que él también sacaría el seguro como lo había hecho mi hijo, y porque en esas circunstancias uno, evidentemente, no toma las mejores decisiones. Fuimos por detrás del auto. Mi hijo, que tenía un pie descalzo —recién en ese momento me di cuenta de que él tenía puesta una sola zapatilla—, enganchó su dedo gordo debajo de un riel. Intentó sacarlo pero no pudo, yo lo tironeaba de un lado y las vías del tren del otro. «¡Mamá!», dijo, «¡no puedo!», y otra vez sonó la bocina del tren, un bocinazo interminable que creo ya no se detuvo. En la desesperación por llegar a sacar a Juan tiré de Federico y mi hijo por fin logró sacar el pie atrapado en la vía pero junto con el brusco movimiento se arrancó la uña. Lloró de dolor, el dedo estaba empapado en sangre. Sin embargo no pensé en detenerme. Ver brotar la sangre de Federico, algo que en otro momento habría logrado desvanecerme, me fue indiferente, no podía pensar en su sangre, ni mirarla, ni sentir su dolor, sólo podía hacer lo que tenía que hacer: llegar a la puerta por donde había logrado sacar a mi hijo, y sacar a su amigo, el hijo de otra madre.
Pero no pude. Antes de hacerlo, antes siquiera de terminar de andar el trayecto que me conduciría a esa otra puerta, el tren se llevó al auto. Y dentro de él a Juan. La velocidad con la que iban la locomotora y sus vagones provocó un vacío que nos tiró al piso. Federico lloraba y decía: «Mi uña, mi uña, mamá». Su uña le permitía no pensar en Juan en ese preciso momento en que el tren lo arrollaba. O al menos no decirlo, no nombrarlo. La bocina no se detuvo ni siquiera cuando el tren lo hizo. Por debajo de su sonido se sentía el ruido que hacen los hierros al aplastarse. Y los gritos de la gente que esperaba el tren en la estación.
Me puse de rodillas y traje a mi hijo hacia mí, abracé a Federico de tal manera que no pudiera ver lo que yo estaba viendo: un auto que había desaparecido debajo de un tren, hecho un bollo retorcido, con un niño adentro.