Lo primero que me dice Mr. Galván, cuando treinta minutos después de su llamado de bienvenida pasa a buscarme, es: «Yo no hablo inglés». Me explica que por supuesto se enorgullece de que el colegio tenga «el mejor inglés de la zona», que seguirá trabajando para que así sea «y más aún», pero que lamentablemente él no habla inglés. «Una deuda pendiente conmigo mismo», me dice. Y yo asiento con la cabeza pero no digo palabra porque me resisto a usar como contestación cualquiera de las frases hechas que se estilarían para avalar sus dichos. Si de verdad considerara tan importante hablar bien un idioma, lo habría aprendido. Así que no le creo. Y sin solución de continuidad agrega que me quede tranquila, que hay una excelente directora de inglés, Mrs. Patrick, que es absolutamente bilingüe, vivió muchos años en Estados Unidos y es muy reconocida en el ambiente educativo. «¿En qué ciudad de Estados Unidos?», pregunto y Mr. Galván nombra una ciudad que no es Boston. Eso me tranquiliza. No conozco a Mrs. Patrick en mi nueva vida. Tampoco en la que dejé. Cuando me fui, el colegio Saint Peter estaba manejado por la familia que lo había fundado casi cincuenta años atrás, todos relacionados con la educación. Y el director del colegio, en cualquier idioma, pertenecía a esa familia: Mr. John Maplethorpe. Lo nombro, le pregunto por él, digo que leí algo acerca de la familia fundadora en los papeles donde detallaron la historia del colegio, «Buenos educadores pero pésimos para administrar un negocio», sentencia Galván. «La crisis de 2001 se los llevó puestos, al tiempo vendieron el fondo de comercio, pero todavía algún miembro de la familia queda en el consejo directivo, un cargo más honorífico que otra cosa, eran gente muy apreciada por los padres del colegio y les gusta saber que siguen ahí aunque poco hagan ya». Me acuerdo de la última conversación que tuve con Mr. John Maplethorpe, de su esfuerzo por ayudarme, de su consejo: «Tiene que ser fuerte». Pero yo no soy fuerte, nunca lo fui, no lo soy tampoco hoy aunque me haya protegido detrás de una coraza, aunque me haya blindado para no sufrir tanto. Ni siquiera soy fuerte después de haber vivido veinte años junto a Robert. La mía era una causa perdida: nada puede hacerse cuando toda una comunidad juzgó y condenó. Mr. Maplethorpe no, pero no fue suficiente. Era un hombre sabio, formador de personas, un verdadero educador, muy alejado del concepto de empresario exitoso que muestran hoy los dueños de algunos colegios. Siempre pensé que Robert y Marplethorpe deberían haberse conocido. Por eso tal vez, porque le importaba más el proyecto educativo del Saint Peter que el negocio, no debe haber sabido qué hacer con la crisis económica de 2001 que habría arrasado su colegio si no hubiera encontrado quien lo comprara. Ni supo tampoco qué hacer conmigo unos años antes, más que venir a verme con una caja de bombones y decirme: «Tiene que ser fuerte». Un hecho que, a pesar de lo inútil, recordaré siempre como el único gesto de humanidad que recibí en aquel momento.

Mr. Galván no coincide en nada con la imagen que me hice a partir de conocer su nombre: es un hombre de poca estatura, con unos cuantos kilos de más, pelado. Sin embargo se maneja como si fuera sexy. Habla como si fuera sexy, se mueve como si fuera sexy. Sonríe como si fuera sexy. Y usa un perfume penetrante que él seguramente considera debe usar un hombre sexy. Tanto tiempo rodeado de docentes mujeres lo debe haber convencido de que lo es. No es que en la educación no haya hombres, pero sin duda las mujeres son mayoría. Algún maestro perdido cada tanto. Un hombre entra en la sala de profesores y a poco de dar unos pasos los estrógenos revolotean a su alrededor como mosquitos. Nada de testosterona, o muy poca. En el Garlic Institute la proporción masculino/femenino está un poco más equilibrada. Pero según el recuerdo que yo tengo, en los colegios de la Argentina se verifica una relación equivalente a la que aparece en el listado de docentes que el colegio Saint Peter mandó como parte de los formularios de inscripción. Un 85 por ciento de mujeres, un 15 por ciento de hombres. Los varones del Saint Peter: dos profesores de Educación Física, el profesor de Sociología, un profesor de Química, otro de Tecnología y alguno más que seguramente no recuerdo. Y Mr. Galván, al que el poder —más aún que la escasez— lo coloca en un lugar de privilegio. La sobreoferta de estrógenos convierte en sexy a cualquier hombre que no ande distraído. Mr. Galván no parece un hombre distraído.

Cuando subimos al auto se acerca el encargado del edificio para ver si encontré todo bien, si necesito algo —seguramente tiene asignada la tarea de ser solícito con los que ocupan el departamento propiedad del colegio Saint Peter, incluso sin que se le pida—. Estoy por decir que está todo bien —pregunta de compromiso, respuesta de compromiso—, pero me acuerdo de las heces. Mr. Galván se muestra exageradamente sorprendido con mi comentario, como si él mismo se sintiera en falta. «Qué circunstancia desagradable», dice Galván. El portero me aclara que le parece muy raro lo que le cuento porque el edificio es fumigado todos los meses. Pero me advierte que con tanto árbol cerca es probable que haya sido algún animal de paso dispuesto a comer insectos que revolotean en los alrededores de la luz del balcón. Me sugiere que esta noche no la encienda a ver si se repite «la circunstancia», y mira a Mr. Galván cuando le roba su eufemismo. Sé que la noche anterior la luz del balcón tampoco estuvo encendida porque cuando salí a tomar aire —recuerdo que busqué la casa de los padres de Mariano, mi casa, el colegio— todo estaba en penumbras, apenas iluminado por el farol de la calle. Y ni siquiera vi dónde está la llave de luz para encenderla. Sin embargo no lo digo porque no quiero desbaratar la teoría del encargado, siempre hay que dejar una hipótesis en pie, si no el problema se intuye irresoluble y eso molesta mucho más aún que el silencio mayor a veintitrés segundos entre dos personas que casi no se conocen.

Además de su consejo relacionado con la teoría de la luz encendida, el encargado se ofrece a dar una mirada al balcón por la tarde, cuando yo regrese del colegio. Le digo que sí y se lo agradezco, pero sé que no tendré ganas de visitas cuando termine mi día en el Saint Peter. Antes de arrancar el auto Mr. Galván vuelve atrás en la conversación y le pregunta en qué clase de animal está pensando cuando habla de esas visitas nocturnas en busca de bichos. «Murciélago», responde el portero. Bat, pienso yo. E inmediatamente me viene a la cabeza un recuerdo de cuando era niña: en el balcón terraza del departamento de Caballito revoloteaban de tanto en tanto algunos murciélagos. Incluso algunas veces, por las mañanas, aparecían varios de ellos aferrados con sus patas al alambre mosquitero. A mi madre, si la puerta estaba abierta o nosotros en el balcón, la llegada de los murciélagos le producía un terror que no ocultaba sino todo lo contrario. ¡El pelo, el pelo!, gritaba mientras corría a atarme el cabello en una especie de rodete improvisado y a continuación se ataba con la misma velocidad el suyo. Luego me contaba la historia de una niña a la que un murciélago se le enredó en el pelo y tuvieron que cortarle varios mechones para separarlo de su cabeza. La imagen me perseguía en sueños. Las patas del roedor alado enredadas en mi propio pelo. A pesar de la contundencia del relato de mi madre, mi padre subestimaba la historia del murciélago y la cabellera: «No digas tonterías, mujer, eso es un cuento». Pero ella aseguraba que la niña era la hija de una amiga de una amiga —sin dar nombre de una amiga ni de la otra— como si eso fuera garantía de que el hecho era real. Yo, a diferencia de mi padre, aceptaba el relato de mi madre y hasta lo agradecía —más allá del miedo que me provocaba la posibilidad de un murciélago enredado en mi cabello— porque era una de las pocas veces en que mi madre se veía entusiasmada por algo y me tocaba, aunque sea para ponerme una cinta en el pelo.

Todo sucede en un instante: Mr. Galván pregunta qué animal, el encargado dice murciélago, yo me digo a mí misma bat, aparecen en el recuerdo los murciélagos de mi infancia en Caballito, y automáticamente me llevo la mano al cabello —sin importar que ahora lo lleve tan corto como el de un varón, pelirrojo, una cabellera donde no podría enredarse jamás el murciélago del cuento de mi mamá—. Toda la secuencia transcurre en menos de un minuto. Sin embargo, se necesitan muchas palabras para contar minutos, segundos, instantes, fracciones de tiempo apenas perceptibles. La secuencia se da con una rapidez que las palabras que la cuentan no pueden acompañar. Así como se pueden necesitar años para que lo que sucede en un instante, y las palabras que lo cuentan, desaparezcan. A veces, incluso, no se logra que desaparezcan nunca. Un instante que nos acompaña la vida entera recreado en palabras una y mil veces como una condena. El tiempo comprimido y el relato de ese tiempo que lo expande para poder entender.

El asunto del murciélago hace que no preste atención al camino que escoge Mr. Galván, que por casualidad —o suerte como diría mi madre, una suerte pequeña— no pasa por delante de ninguno de mis lugares prohibidos. Sigo con la mano en el cabello, acariciando las cortas puntas desmechadas sobre la nuca, cuando me doy cuenta de que hemos llegado. Mr. Galván estaciona frente a la puerta del Saint Peter y alguien se acerca a tomar las llaves de su auto para acomodarlo en el estacionamiento. Antes, veinte años atrás, el colegio no tenía estacionamiento, no éramos tantos. Ni había la cantidad de autos que hay hoy dando vueltas por las calles de Temperley. Algún padre de camino al trabajo que dejaba a sus hijos a las apuradas y seguía. No todas las familias tenían un auto disponible para que la madre llevara a los chicos al colegio —yo tenía auto, tuve auto—. Entonces era común que muchos alumnos llegaran caminando. «Hoy», me dice Galván, «hasta los chicos de quinto año vienen con su propio auto, no tenemos dónde meterlos».

El edificio es tal como lo recordaba. Un chalet sobrio, de ladrillo blanco con carpintería pintada de color verde inglés. Sólo que le adosaron dos edificios linderos, uno a cada lado, tratando de respetar el estilo original con poco éxito. El cartel con el nombre también es otro. Creo que es otro, me cuesta recordarlo con precisión, pero al menos no reconozco el que tengo frente a mí. Estoy casi segura de que las letras ahora son más modernas, el color azul un poco más llamativo, y debajo del nombre —SAINT PETER— agregaron: «Bachillerato bilingüe desde 1998». Probablemente, si pasan los exámenes y pruebas que tengo que realizar en estas semanas, volverán a cambiar el cartel para poder destacar: «Licencia Garlic, colegio afín certificado». Y agregarán, al escudo propio, el nuestro.

El primer día está destinado a recorrer el edificio, mirar papeles, cuestiones administrativas. Luego vendrán los exámenes. En el caso de los docentes, se evalúa a uno por uno en entrevistas particulares. Al personal administrativo se lo evalúa globalmente y por sus resultados. La entrevista individual con quienes forman a los alumnos es una parte fundamental del método. Se pacta un encuentro que arranca con una charla social, coloquial, de presentación, para compartir un rato con el evaluado antes de que se sienta en situación de examen y aunque ya lo esté. Después se le hacen dos baterías de preguntas. Con la primera se lo evalúa técnicamente, tanto acerca de la materia que desarrolla como en lo pedagógico. Con la segunda se ahonda en cuestiones de personalidad y de actitud. Por fin el evaluado expone un tema a su elección y luego escribe un texto libre, lo más libre posible, si no tiene nada que ver con el proceso de selección, mejor. En ese texto se puede ver no sólo el uso del lenguaje, sino si elige hablar de él, de los demás, en presente o en pasado, un relato real o ficcional. Primera persona, segunda o tercera. La evaluación es exhaustiva y en este punto, en la gran importancia que se le da a la preparación de cada maestro o profesor del colegio evaluado, es donde radica también el talón de Aquiles del método, lo poco que han podido criticarle: la alta rotación docente hace que el personal pueda cambiar cada año, incluso pueda cambiar dentro de un mismo año lectivo. A lo que Robert respondía: «Ningún colegio con alta rotación docente puede ser bueno; si se les paga bien, si se los motiva, si se les dan mayores responsabilidades de acuerdo con su propio compromiso, se fomenta la pertenencia y la estabilidad del staff». Lo escribió en el libro que se le entrega a cada colegio que solicita ser «colegio afín» y usar la licencia Garlic. La Argentina es un lugar particular que Robert nunca terminó de entender bien, así que tratar de explicarle la existencia del trabajo en negro, que no siempre se pagan las horas extras, que la capacitación muchas veces se hace por iniciativa del propio docente, y que exámenes, cuadernos, monografías y otros trabajos del alumno se corrigen en la casa de cada profesor, en horas no remuneradas, y mientras se prepara la comida y se atiende los niños propios, era una empresa vana. Robert decía que yo exageraba, que no podía ser tal como lo contaba, que mis traumas relacionados con la Argentina no me dejaban verla con objetividad. Yo acababa diciéndole que sí, que probablemente veía las cosas peor de lo que eran. Pero lo hacía por terminar una discusión sin sentido, no porque creyera que él tuviera razón. Entendía que Robert no pudiera entender. Y a su vez, me espantaba menos que a él una realidad que conocía, un contexto que me era familiar aunque hiciera tantos años que ya no vivía allí. O aquí.

Recorro con Mr. Galván pasillos que conozco de memoria pero hasta hoy suspendidos en un lugar que no estaba a mi alcance, agazapados en los límites de la memoria. Sé que en cualquier momento también me cruzaré con alguien a quien conocí. Eso será inevitable. Alguien de aquella época tiene que quedar en este colegio. El abismo que atrae y espanta. Tengo que mantener la calma. Me digo que me protege mi nuevo color de ojos, mi pelo rojo que de tan corto no será atractivo para ningún murciélago, mi tono inglés y ronco aunque hable en castellano con Mr. Galván porque no sabe hablar otro idioma, mis diez kilos menos. Y mi nombre: Mary Lohan. Paso por aulas donde estuve, ventanas por las que miré, atravieso el patio que sigue igual a como lo recordaba: el mástil en el centro, unos metros de baldosa y luego césped, con algunos pocos árboles, creo que son los mismos árboles de entonces. Galván me habla y yo apenas lo escucho. Me pregunto una vez más si habrá sido una buena idea haber venido. Por momentos tengo la sensación de que todo acabará muy mal, que no podré evaluar al colegio Saint Peter por mi propia incompetencia y que mi viaje terminará siendo un escándalo. Que volveré a Boston con el trabajo incumplido y me echarán del Garlic Institute —ser la viuda de Robert Lohan no me da prerrogativas si hago mal la tarea que me encomendaron—. Pero me alivia pensar en Robert, y en que si él estaba dispuesto a mandarme a este lugar es porque puedo lograrlo.

Avanzo y ahora pienso en él —no en Robert, en él—, no puedo evitarlo, lo siento ahí, caminando a mi lado, lo espanto, le pido que se vaya, pero vuelve, me toca, tira de mi mano, se esconde del otro lado, al costado de Mr. Galván. Sé que no puede estar allí veinte años después, pero está, siguiéndome adonde voy, con la misma apariencia que tenía entonces, como si no tuviera —igual que yo— veinte años más. Años que le deben haber quitado suavidad a su piel, que tal vez le opacaron el brillo de sus ojos como lo hicieron con los míos, que volvieron su andar más certero, más adulto, pero también más sobrio y preocupado. Suposiciones, todas suposiciones. Yo no sé cómo es él hoy. No sé dónde está él hoy. O si sigue viviendo en Temperley, ni en la Argentina. Ni siquiera sé si vive. ¿Y si no viviera? No, eso no es posible.

El día se va y Mr. Galván me lleva al departamento. En lugar de aliviarme por esta primera jornada de trabajo que termina en calma, me da mala espina no haberme cruzado con nadie que yo conozca o me conozca mí. Es verdad que no empezaron las entrevistas, pero recorrí el colegio, anduve por los pasillos, trabajé en la oficina que me asignaron, fui al kiosco a comprar unas pastillas, estuve sentada con Mrs. Patrick tomando un café en los sillones de la entrada y no vi ninguna cara de aquel entonces. Una vez más revisé las listas de personal sobre el final de la tarde y apenas me sonaron tres nombres incluidos en la lista de profesores. Susan Triglia, Dolores Almada y Verónica López, sigo pensando en esos nombres mientras miro por la ventanilla del auto de Mr. Galván y dejo que me cuente una anécdota que no escucho acerca de un viaje que hizo alguna vez a Washington, «pero nunca estuve en Boston». Me parecen nombres de personas que conocí en alguna época, pero no les puedo poner la cara correspondiente. Ni recordar a qué se dedicaban, ni si eran amigas mías o conocidas o qué. Sus nombres son, apenas, un sonido familiar, una música que reconozco haber escuchado antes. Sólo eso, no puedo ligar esa música con un recuerdo concreto. He borrado mucho de aquellos años. En un esfuerzo por olvidar lo que me producía dolor, olvidé detalles cotidianos inútiles pero inofensivos, nombres de calles, de negocios, relaciones, parentescos. De todos modos no fue eficaz, aunque despojado de otros recuerdos el dolor sigue allí, lo que lo hace más brutal, como si ocupara un escenario vacío donde todas las luces se concentran sobre él. Lo que vi a mi alrededor durante este día me es ajeno: gente joven, personas que no pueden haber sido profesores o maestros en la época en que yo frecuentaba el colegio. Alta rotación, eso que Robert descalifica en la educación, un primer punto en contra en la evaluación del colegio Saint Peter. Me pregunto si esto seguirá así, sin que me encuentre con nadie, sin que nadie me descubra. O si tal vez no me crucé con alguien que conozca o me conozca apenas por casualidad, porque el encuentro no será hoy sino otro día. La calma que antecede a la tormenta. A lo mejor hoy era tiempo de calma y las entrevistas el tiempo de la tormenta que aguarda el momento más adecuado para empaparme.

Entro en el edificio y se me acerca el encargado, parece que hubiera estado esperándome. Me dice que por favor me fije si hay otra vez «caca» en el balcón. Me asombra que diga «caca» después de haber hablado de las «circunstancias». Como si no estando Mr. Galván presente, él sintiera que está permitido llamar a las cosas por su nombre. O como si quisiera mostrarse más afable conmigo, más cercano. Le digo que me fijo y cualquier cosa le aviso, pero sé que no lo voy a hacer. Una vez que entre en el departamento que ocupo cerraré la puerta y no la abriré hasta la mañana siguiente. Hoy no podría tolerar hablar con nadie más.

Dejo las cosas sobre el escritorio y voy a mi cuarto, abro la ventana: otra vez hay heces junto a la pared. Es una ubicación verdaderamente extraña, muy pegada a la medianera. Arriba del círculo de heces no hay nada de donde un murciélago pueda colgarse: ni lámpara, ni viga, ni tirante. Levanto la vista y lo verifico una vez más. Me pregunto por qué nunca vi heces de murciélago en el balcón de la casa de mis padres, si cada tanto venían a visitarnos. Me imagino a mi padre barriendo apurado o agitando alguno de sus libros para que las hojas en movimiento hicieran de escoba improvisada, logrando así que las bolitas negras cayeran a la calle antes de que mi madre las viera y saliera corriendo a atarme el pelo.

Voy a mi cuarto, revuelvo dentro de la cartera y regreso al balcón con un cigarrillo encendido —no fumo con continuidad hace años, mi disfonía lo tiene contraindicado, pero siempre llevo un paquete conmigo y hoy necesito un cigarrillo, más que en la boca, entre mis dedos, moverlo entre el índice y el mayor, girarlo con el pulgar, sostenerlo en el aire y observar su extremo encendido, el hilo de humo que serpentea sobre mi cabeza—. Me siento en el piso y espero, no sé qué pero espero. Ningún animal se acerca. Doy una pitada, dejo caer la ceniza en la cuenca que formo con mi mano izquierda. Me levanto y busco la llave de luz del balcón, la enciendo. Regreso, miro otra vez hacia arriba, me siento en el piso, recostada en la pared contraria a aquella donde aparecen las heces. Espero. Al poco tiempo el lugar se llena de insectos: mosquitos, mariposas, bichos de los que no conozco el nombre, ni en castellano ni en inglés, todos revoloteando alrededor de la luz encendida. Me entusiasmo. Pero no aparece ningún murciélago. Toco mi cabello como si aún llevara una melena donde pudiera enredarse uno de su especie, como si mi madre pudiera hacer todavía hoy un rodete con mi pelo. Doy tres o cuatro pitadas más. Pienso en el instante que se cuenta con demasiadas palabras y en el que dura toda una vida no importa con qué palabras haya sido contado. Siento que ese murciélago que viene a dejar su inmundicia a mi balcón también sabe qué es el instante, su instante: una pequeña fracción de tiempo bajo esa luz encendida, cazar los insectos que hagan falta, y luego desaparecer. Un fragmento de tiempo casi imperceptible en el que aletea ciego.

Bajo el cigarrillo a medio fumar, lo dejo a un costado. Cierro los ojos, dormito un rato que no sé cuánto dura. Tal vez minutos, media hora, cómo saberlo, no hay certeza de ese momento que se escurre.

Lo único cierto es que cuando abro los ojos hay más heces de procedencia desconocida a mi alrededor.