Ese año, el año de la muerte de Juan, habían elegido a Federico para hacer de Manuel Belgrano en el acto del 20 de Junio, Día de la Bandera. Además de decir unas pocas palabras más que el resto de los compañeros en un pequeño sketch escolar, él tendría que sostener la bandera mientras los alumnos de cuarto grado dijeran «Sí, prometo», después de que la maestra les leyera las palabras que el propio Belgrano le leyó a su ejército compuesto por soldados y no chicos de escuela primaria. Federico lo dijo contento pero sin alharaca. Es más, lo dijo porque yo le pregunté: «¿Y a quién eligieron para ser Belgrano en el acto?». «A mí», me respondió. Era una pregunta que le hacía cada vez que se acercaba la fecha de algún acto escolar desde sala de 4 —en sala de 2 y de 3 todavía no habíamos reparado en eso de ser el elegido o no—. Y siempre la respuesta era el nombre de otro compañero. Cambiaba el prócer, pero a él nunca le tocaba el protagónico. Ni Belgrano, ni San Martín, ni Sarmiento, ni Colón. Tampoco el Mago de Oz o Mowgli en El libro de la selva, o Peter Pan en el concert de fin de año. Ni siquiera la contrafigura —el jefe del ejército realista, Garfio, el horrendo tigre de Bengala Shere Khan, personajes que, aunque malos, aseguraban una participación estelar como para invitar a la fiesta a abuelos, tíos y padrinos—. Cinco años en el colegio, unos treinta actos de distinto tipo a los que fuimos a aplaudirlo, sacarle fotos y filmarlo, mientras Federico cumplía con papeles en los que apenas decía una palabra —si es que la decía— y donde lo ubicaban en la última fila, casi detrás del telón descorrido. Pero todo eso ya no importaba porque ahora, a sus seis años, a nuestro hijo le daban, por fin, un protagónico en el acto escolar. En aquella época Federico era «nuestro» hijo. Desde que me fui nunca más dije —ni me digo— «nuestro hijo». Como si Federico pudiera ser hijo de Mariano o hijo mío, pero no de los dos juntos.

Sabía que la madre de Gastón Darlin se había quejado porque su hijo esperaba ser Cristóbal Colón el 12 de Octubre del año anterior. Y la madre de Betina Mendoza porque a su hija en el concert de fin de año le habían dado el papel de una de las hermanastras de Cenicienta, mientras que a una compañerita —que ella consideraba visiblemente menos agraciada que su hija— el papel de la protagonista. También en sala de cinco hubo un comentado escándalo cuando el padre de Mateo Quirós entró en la sala de profesores a los gritos, vociferando que si su hijo, y los demás varones de la clase, se tenían que poner calzas de lycra turquesa para el concert, «van a terminar todos putos». Y lo cierto es que Gastón consiguió que le asignaran el papel de Rodrigo de Triana —al que le dieron bastante más letra que su famoso grito de «¡Tierra!»—, Betina fue finalmente Cenicienta, y ni Mateo Quirós ni ninguno de sus compañeros lucieron calzas turquesa en el acto de fin de año.

Mariano me había conminado a ir a hablar al colegio, «¿Qué pasa? ¿Lo discriminan por algo? ¿Será que otras madres van y se quejan y vos y Federico aceptan sin chistar lo que les toca, o lo que no les toca?». Ese año le había jurado a Mariano que finalmente me había quejado del asunto en la reunión que había tenido con la maestra en el inicio del nuevo ciclo lectivo, que ella me había asegurado que lo iban a tener en cuenta, que me había dicho que seguramente en algún próximo acto tendría un papel preponderante. Pero no era cierto. Así que cuando Federico dijo que el próximo 20 de Junio él sería Belgrano, hubo festejos en casa. «¿Viste que había que quejarse?», me dijo Mariano delante de Federico, que a su vez me miró y me preguntó: «¿De qué había que quejarse, mamá?». Y yo le contesté: «De nada, hijo». Pero Mariano, como siempre hacía cuando quería darnos lecciones de vida, se puso en cuclillas, le agarró la pera, lo miró a los ojos, y dijo: «De las injusticias, hijo, siempre hay que quejarse de las injusticias». Y allí quedó el tema.

El incidente de la barrera baja fue tres semanas antes del acto del Día de la Bandera. Habían empezado los ensayos unos días atrás. Federico me llegó a contar algo del ensayo de esa tarde cuando subió al auto. Dijo que lo más difícil era sostener el mástil sobre el hombro porque le pesaba mucho. Pero enseguida Juan se puso a cantar la canción de la araña y entonces Federico dejó su relato y se le sumó. Mi hijo y Juan cantaban la canción de la araña, que a partir de ese día me perseguiría tanto tiempo. «Incy Wincy araña…». Íbamos al cine, no me gustaba hacer programas durante la semana a la salida del colegio, Federico salía cansado y yo también, pero se lo había prometido. Aunque el regalo se debía en gran parte a que Federico había obtenido el protagónico en un acto, o a que su padre estaba contento porque su hijo había obtenido el protagónico en un acto, o a que me sentía feliz porque su padre estaba convencido de que yo había logrado defenderme «de las injusticias», la versión oficial para Federico y Mariano era que lo llevaba al cine en medio de la semana para festejar que había obtenido el primer premio en un concurso de manchas que había organizado la maestra de Arte del Saint Peter. De a poco se iban sumando logros que podía esgrimir —ante los éxitos de los otros chicos— cuando nos juntábamos con algunas de las madres del curso a tomar café después de dejarlos en el colegio por la mañana. «¿Así que ganó el concurso de manchas? ¿Mirá si te sale artista, Marilé?». Y yo, aunque había mirado la mancha de mi hijo y no le había encontrado mayor mérito que a las manchas de sus compañeros, dije: «Sí, Federico tiene una veta artística». Los encuentros para tomar café con las madres estaban plagados de comentarios similares. Además de criticar a la maestra o alabarla según lo maravilloso o no que resultaba para ella cada uno de nuestros hijos. «Los chicos la dan vuelta, saben más que ella». «Al mío lo caló enseguida, me dijo que es un chico brillante». «Se porta pésimo porque se aburre». «¿No te contó tu hijo lo mal que lo trató la maestra de Música el otro día delante de todo el grado?». Algunas pocas veces la charla avanzaba sobre un costado más personal. Una de esas veces me tocó a mí ser la protagonista. O a Martha. «¿Sabés que Martha se instaló otra vez en el barrio y en cuanto le den las vacantes va a cambiar a los chicos al Saint Peter?». «¿Qué Martha?», preguntó una madre nueva en el grupo, pero nadie contestó. En cambio la que vino con la novedad me miró y dijo: «No te jode, ¿no? Pasó tanto tiempo…». La pregunta me tomó por sorpresa. ¿Por qué tenía que molestarme esa mujer que había sido novia de Mariano y lo dejó plantado en la arena de Pinamar para escaparse al Sur con otro? Sin embargo, y aunque me hiciera la tonta delante de las otras madres —incluso de mí misma—, saberla cerca me perturbó. Su presencia estuvo siempre instalada como un silencio entre Mariano y yo, alguien de quien nunca se vuelve a hablar pero resuena en cada acto cotidiano —desde preparar la comida hasta tener sexo— como si Mariano hubiera estado comparándome siempre con ella. O con lo que él imaginaba que habría sido ella en ese matrimonio. Sin embargo, la presencia de Martha entre nosotros la conocía sólo yo —o eso creía—, así que dije: «No, ¿por qué tendría que molestarme?». Ninguna respondió, incluso alguna sacó otro tema y parecía como que ya no volveríamos a hablar del regreso de Martha, cuando una madre agregó: «Volvió separada, el ex se quedó allá. ¿Dónde era que vivían? ¿Bariloche o La Angostura?». Lo dijo como un comentario al margen, algo dicho al pasar y no como respuesta a mi pregunta, que se suponía retórica. Pero me estaba respondiendo. Tenía que molestarme, volvía y separada. Las demás asintieron porque ya sabían y me di cuenta de que todas —menos la que preguntó «¿Qué Martha?»— conocían aquella historia que precedió a la mía con Mariano y, de alguna manera, me compadecían. «No te jode, ¿no?», volvió a repetir alguna de ellas, ya no sé quién. Dije que no, que para nada. Lo repetí una vez más y luego cambiamos de tema. En la siguiente reunión de café de madres, Martha estaba sentada con nosotras anunciando que en el Saint Peter ya le habían dado las vacantes para los chicos, contando de su separación, de lo mal que lo había pasado en sus años de casada, hablando con detalle de sus dos hijos: Pedro y Mariano. Cuando dijo «Mariano» me llevé el pocillo a la boca, tratando de simular que ni siquiera había advertido la coincidencia. Pero sin duda lo advertimos todas. El silencio que siguió al nombre de su hijo —y al del padre del mío, y del exnovio de ella— no fue fácil de tolerar. Se cortó, seguramente antes de los veintitrés segundos, gracias a que Leticia Saldívar volcó el café sobre otra de las madres. La perplejidad cedió ante esa azarosa torpeza. Siempre que se haya tratado del azar.

Aquella tarde en la que íbamos al cine a festejar el premio de Federico en el concurso de manchas, teníamos el tiempo justo como para poder llegar al comienzo de la película. No veríamos las publicidades; eso no tenía ninguna importancia, al contrario, pero tampoco podríamos comprar maní con chocolate, lo que sí era un inconveniente, ya que tanto para Federico como para mí el cine sin maní con chocolate no era lo mismo. En tal caso lo instalaría en su butaca y saldría a buscarlo. Ya vería. Cuando llegué a la barrera había dos autos delante de mí. Esa barrera —lo sabíamos todos los que vivíamos en el barrio— era muy raro que funcionara. Por eso con cuidado y mirando a un lado y al otro, no había quien no la pasara aunque estuviera cerrada. Hacia la derecha estaba la estación, y era muy fácil determinar si había o no un tren. En cambio hacia la izquierda, a unos doscientos metros, empezaba una curva. Eso determinaba que el margen de error fuera más grande. Uno sólo podía estar seguro de que no venía un tren a menos de doscientos metros y eso daba tiempo escaso pero suficiente para meterse en la barrera haciendo zigzag y pasar. Había que hacerlo con rapidez, no a una velocidad excesiva pero sin cortar la marcha. No había que detenerse, nunca.

Pero esta afirmación partía de la base de que detenerse en medio de la barrera o no era voluntad de quien conducía. Y en este caso no lo fue.

No fue mi voluntad. Sí mi responsabilidad. Y mi error.

No debí pasar.

Sin embargo pasé y el auto se detuvo.

Y un niño murió.

Esa desgracia ya no podrá evitarse.