Debería haber dicho que no, que no era posible, que no podía viajar. Decir lo que fuera. Pero no lo dije. Me di explicaciones a mí misma, una y mil veces, acerca de por qué, aunque debería haber dicho que no, terminé aceptando. El abismo atrae. A veces sin que seamos conscientes de esa atracción. Para algunos, atrae como un imán. Son los que pueden asomarse, mirar hacia abajo y sentirse capaces de saltar. Yo soy una de ellos. Capaz de soltarme en el vacío, de caer para ser —al fin— libre. Aunque se trate de una libertad inútil, una libertad que no tendrá después. Libre sólo en el instante que dure la caída.
Entonces quizá no se trate de que haya aceptado porque no supe decir que no; tal vez, en el fondo, acepté porque quise. En un lugar íntimo y oscuro dentro de mí, allí donde ya no es posible conocerme a mí misma, yo quise. Incluso puede ser que lo haya estado esperando todo este tiempo. Mi propio abismo. Diecinueve años. Más, casi veinte. Esperar que algo, o alguien, que una fuerza a la que no pudiera oponerme, que una circunstancia irremediable e ineludible me obligara a volver. No una decisión propia que no habría podido tomar. El destino o el azar, no yo. Volver. Y volver no sólo a mi país, la Argentina, no sólo a la ciudad donde vivía, Temperley, sino al colegio Saint Peter. El regreso a una especie de mamushka que termina en ese micromundo: un colegio inglés del sur del conurbano, que quise y odié con la misma intensidad.
El colegio Saint Peter. Todavía me cuesta decir su nombre, me cuesta hasta pensarlo. Sé que quien me importa ya no estará allí. Pero quizá sí alguien que yo conozca, o alguien que me conozca a mí. Y a él. Que sepa de nosotros cuando yo aún vivía en ese barrio. Aunque varios cambios físicos y cierta intervención sobre mi cuerpo me dan tranquilidad. Tengo la convicción de que podré pasar inadvertida. Hace unos cinco años me encontré con Carla Zabala —una madre del colegio que pertenecía al grupo de mis amistades más cercanas en aquellos años y aquel lugar al que me veo obligada a regresar— y no me reconoció. Fue en una de esas grandes tiendas, las dos esperábamos nuestro turno haciendo cola en la línea de cajas, una al lado de la otra. Ella me miró y con un muy mal inglés me preguntó algo sobre el precio de la prenda que llevaba. Yo me quedé muda, no pude responder. Carla esperó unos segundos pero ante mi demora no mostró ninguna reacción, simplemente le hizo la misma pregunta a la persona que estaba detrás de mí. Entonces comprobé lo que sabía por intuición: la que yo había sido ya no estaba, quien ese día hacía cola para pagar en una gran tienda de Boston no había estado nunca en Temperley, no conocía el colegio Saint Peter, no podía ser descubierta ni por Carla Zabala ni por nadie, sencillamente porque era otra.
Yo misma no me reconozco cuando me busco en las fotos de aquella época. Sólo conservo tres fotos, las tres con él, de tres momentos distintos. Ninguna con Mariano. Ya casi no las miro, dejé de hacerlo para poder curarme. Robert me pidió que no las mirara más, y tenía razón. Un tiempo lo seguí haciendo, a escondidas. Pero una noche, al acostarme, me di cuenta de que se había ido el día entero sin que yo las mirara. Y luego pasaron otros dos días en que tampoco lo hice. Y luego una semana, un mes. Tiempo. Hasta que no las miré más. Sin embargo no me deshice de ellas. Ahora, hoy, en este avión que me devuelve al lugar de donde me fui, llevo cuatro fotos conmigo: aquellas tres y una en la que estoy con Robert, frente a nuestra casa. Pero tampoco las miro. Apenas las llevo, ni siquiera sé bien por qué.
Ya no soy rubia, como la mayoría de las mujeres que mandaban a sus hijos al Saint Peter, ese colegio que tan bien conocí. Desde hace tiempo mi pelo es rojizo, casi pelirrojo. Bajé de peso, como diez kilos, o incluso un poco más. Nunca fui gorda, pero después de mi partida —de mi huida, debo reconocer— me puse escuálida, transparente, y jamás recuperé los kilos perdidos. No uso la misma ropa que el resto de aquellas mujeres, la que usábamos todas; soy —ahora, el día de mi regreso— una mujer americana, una mujer de Boston. Si hiciera frío podría llevar sombrero, algo impensable en Temperley. Mi voz, aquella voz, quedará oculta bajo las inflexiones de otro idioma que me esforzaré en exagerar cuando esté en zona de peligro. Y se oirá empañada por esta ronquera que me apareció el mismo día en que me fui del país. «Disfonía por estrés traumático», dijo el médico cuando me hice ver en Boston, varias semanas después. Con los años se convirtió en disfonía crónica por el esfuerzo que suponen para las cuerdas vocales las muchas horas de clase. Ni siquiera mis ojos son los mismos. Y no sólo porque hayan mirado otras cosas, otros mundos. Tampoco porque no hayan mirado más este lugar al que hoy regreso. Si eso los hubiera cambiado, la modificación sería imperceptible. Lo habría notado únicamente yo, tal vez Robert: una cierta tristeza, el brillo más apagado, la demora con la que van los ojos de un objeto mirado a otro. Quizás entre esos cambios también se haya modificado el lugar tan propio de cada persona adonde van los ojos a buscar las palabras que uno no encuentra mientras habla. Mis ojos las buscan en el cielorraso; levanto la vista de costado y se cuelgan del techo, se detienen allí arriba, hasta que la palabra aparece. Robert las buscaba mirando al frente, allí las tenía, siempre a mano; mi madre —hoy lo sé— cerrando los párpados. ¿Dónde irán sus ojos, los de él, a buscar las palabras que no halla? No puedo recordarlo. Sin embargo no me refiero a ninguno de esos cambios sutiles, privados, difíciles de detectar excepto para quien está muy atento a cómo mira el otro. Me refiero a cambios más evidentes y más externos que hoy se le pueden hacer a una mirada, si uno lo desea. En cuanto mi oculista sugirió que me podía poner un color diferente en las lentes de contacto, dije que sí. Robert se espantó cuando me vio. Pero Robert era incapaz de contradecirme en nada, a menos que fuera algo que me hiciera daño. Así que si quería ojos marrones, entonces que los tuviera. Robert. A él le gustaban mis ojos celestes. A mí ya no. «Marrones será perfecto», me dijo a pesar de su propio gusto. Cruzarme con Robert, contar con él cuando me instalé en Boston como me podría haber instalado en cualquier otro lugar del mundo, fue encontrar una tabla de salvación en el momento justo en que había decidido abandonarme a las olas y las mareas, dejarme ir.
En Boston doy clases de Español. Enseño Español a angloparlantes. ¿Escribir en primera persona o en tercera? ¿Por qué elegir una u otra voz? Son algunas de las tantas preguntas que suelen hacerme mis alumnos, una vez que superan las primeras dificultades y quieren «escribir». Me las volverán a hacer cuando regrese, o me las harán nuevos alumnos en el próximo semestre. Son preguntas técnicas, y aunque así respondo —en mis clases no doy respuestas literarias sino gramaticales—, esta pregunta en particular se queda conmigo un tiempo, como si esperara de mí un mayor compromiso. Los alumnos vienen a aprender un idioma, no es el objetivo que lo usen para escribir una novela o un cuento. Para eso tienen su lengua materna, uno debería escribir en la lengua con la que piensa, con la que sueña. La lengua con la que hace silencio. Pero a pesar de saber qué se espera de mí en esas clases, a veces siento que la respuesta que doy a mis alumnos es demasiado teórica: «La persona (primera, segunda, tercera) es la categoría gramatical básica, expresada en los pronombres personales. Este rasgo regula la forma deíctica concreta necesaria para desambiguar qué papel ocupan el hablante, el oyente u otro interviniente respecto a la predicación». Deíctica, desambiguar, intervinientes, predicación. Bullshit, diría Robert. Doy la definición de memoria, se la hago repetir a ellos de memoria. By heart, se dice en idioma inglés. No es una traducción literal, todo lo contrario. Memoria versus corazón. Otras veces me apiado de mis alumnos y les doy una respuesta más amigable: «La primera persona es generalmente la que habla: yo, nosotros, nosotras. La segunda persona es con quien se habla o escucha: tú, ustedes. La tercera persona es de quien se habla: él, ella, ellos, ellas». Y yo, aquí, ahora, mientras espero embarcarme para mi vuelo de regreso a la Argentina, también me pregunto, frente al papel en blanco, si me resultará más fácil contar esta historia en primera persona o en tercera del singular. Si «yo», o «ella». Pruebo una y otra. La tercera persona aleja, protege en la distancia. La primera me lleva al borde del abismo, me invita a saltar. La tercera me permite esconderme, quedarme dos pasos más atrás, no mirar el vacío ni siquiera al contarlo. Sin embargo, sé que esconderme es lo que hice hasta ahora, mientras no pude escribir una palabra acerca de aquel día, de los días que siguieron a aquel día, de los años que siguieron a aquel día. Por eso me digo, me convenzo, me obligo, a que este texto —esta especie de bitácora del viaje de regreso— tiene que ser escrito en primera persona. Porque el dolor sólo se puede contar así. El dolor, el desgarro, la huida, el partirse en mil pedazos que nunca volverán a unirse, la mirada lejana, el abandono, el abandonarse, las cicatrices, sólo se pueden narrar en primera persona.
Entonces yo, aquí, en el aeropuerto de Nueva York —Robert me ayudó a poder subir a un tren otra vez y disfrutar la belleza de hacer el viaje en ferrocarril de Boston a Nueva York cuando no hay vuelos directos, «así uno sube al avión en estado de gracia»—, espero que me llamen a embarcar después de haber despachado una pequeña valija con cosas suficientes para el tiempo que estaré fuera de mi casa, entre una semana y dos. Y mientras espero, escribo en primera persona. Escribo para mí en primera persona. Me escribo. Anoto en la primera página «Cuaderno de bitácora», y no «Diario». Para escribir un diario hay que tener una seguridad del valor que tiene contar la vida propia que yo no tengo. La convicción de que esa vida, por más dura que haya sido o sea, merece ser apuntada día a día, escena por escena, desde el punto de vista absoluto de quien la cuenta. Y yo no tengo esa convicción.
Las fotos van conmigo en la cabina. Las cuatro fotos. Delante de las tres más antiguas va la de Robert; por si en medio del viaje tuviera que sacar algo de la mochila, revolver dentro, y eso me obligara a mirarlas. En ese caso prefiero dar primero con Robert, incluso ahora que está muerto y ya no puede protegerme de mis fantasmas como lo hizo todos estos años. Primero con Robert, sólo después con él. En la misma mochila de mano en que van las fotos, viajan también los muchos papeles del Garlic Institute, el sofisticado colegio americano para el que trabajo hoy. Aquel donde entré como profesora de español gracias a Robert. El lugar en el que —acunada en mi dolor después de huir— pasé los años que le siguieron a mi vida anterior. El colegio que hoy me envía sin escalas y en business a otro colegio, el Saint Peter.
Y a mi pasado.