HOY PÁRPADOS HINCHADOS TE CIEGAN

 

 

 

Residencia de Ramiro Sancho (barrio de Parquesol)

12 de septiembre de 2010, a las 9:47

 

 

Como un domingo cualquiera antes de las diez de la mañana, la presencia de vehículos en las calles de Valladolid era tan reducida como las ganas de recibir una llamada de trabajo durante el fin de semana. Habían transcurrido apenas treinta minutos desde que despertaron al inspector Sancho hasta que aparcó en la calle Real de Burgos, justo en la puerta del Instituto Anatómico Forense. El día había amanecido casi despejado, y el sol de principios de otoño invitaba a cualquier otra cosa que no fuese asistir a una autopsia dominical, pero el subinspector Matesanz, que estaba de guardia, le había alertado llamándole a su teléfono personal. Con voz apagada, le había dicho:

—Buenos días, Sancho. Lamento tener que molestarte estando todavía convaleciente, pero tendrías que venir de inmediato al Anatómico.

El inspector llevaba desde el viernes amarrado a la taza del váter, esclavizado por una gastroenteritis aguda que le había vaciado el cuerpo. El otro cuerpo, el de Policía, le pedía que estuviera presente en la autopsia de un cadáver encontrado solo unas horas antes.

—¡Hay que joderse, Matesanz! ¿Qué tenemos? —quiso saber incorporándose de la cama con cierta lentitud.

—El cadáver de una joven de unos veinticinco años, mutilada, encontrada en el parque Ribera de Castilla.

—En media hora estoy allí.

Colgó.

Ramiro Sancho cumplía su tercer año al frente del Grupo de Homicidios de Valladolid. A sus treinta y nueve, todos le conocían como Sancho, ya nadie le llamaba por su nombre de pila. En realidad, ya nadie le llamaba. Desde que se separó y consiguió el traslado a casa, había decidido encerrarse en sí mismo y en su trabajo. A los pocos meses de sacar la oposición de inspector de policía, fue destinado a la Unidad Territorial de Información de San Sebastián. Allí había hecho su vida hasta que la ruptura con Nagore le hizo replantearse el futuro. Tras dos años de espera, surgió repentinamente la vacante en Valladolid en forma de jubilación anticipada y no se lo pensó.

La barba pelirroja le hacía aparentar más edad. Sancho lo sabía, pero le encantaba; había sido su acto de rebeldía más importante de los últimos años. Tirarse de los pelos de la barba y pasarse la mano por la mandíbula se había convertido ya en una manía, pero era su manía. Cuando terminó de instalarse en su nueva casa del barrio de Parquesol, se hizo con una maquinilla para afeitarse la cabeza, y hacía unos meses que había empezado a raparse al uno. Su frente, cada vez más despejada, hacía que sus pobladas cejas y su barba destacaran aún más entre sus rasgos faciales. Ser pelirrojo y tener los ojos claros no le ayudaba precisamente a pasar desapercibido en España; sus ciento ochenta y siete centímetros de altura, tampoco. De gesto reservado, voz grave y sonrisa tan poco frecuente como natural, era un tipo de campo encerrado en la ciudad. Sancho seguía practicando deporte siempre que podía, aunque últimamente las sesiones se habían visto reducidas a correr por el barrio los fines de semana. Ahora bien, fumar no fumaba. Había jugado al rugby en su juventud, hasta que lo tuvo que dejar a los veinticuatro por una lesión de rodilla y para terminar sus estudios de Derecho en la Universidad de Valladolid. Los domingos solía subir a Pepe Rojo para ver jugar a su equipo, pero las circunstancias de ese día le habían llevado, todavía escaso de fuerzas, hasta la puerta del viejo y deteriorado edificio del Instituto Anatómico Forense.

Esa no era, ni mucho menos, la primera vez que tenía que pasar por el trago de ver un cuerpo sin vida. De hecho, había visto unos cuantos durante su etapa en San Sebastián, pero los escasos datos que le había proporcionado Matesanz sobre los hechos retumbaban en su cabeza como un estribillo de Georgie Dann.

Frente a la sala de autopsias número uno, la saliva le supo a formol antes de llamar a la puerta.

—Sancho, buenos días; tan puntual como de costumbre —observó el subinspector Matesanz abriéndole la puerta—. Siento haberte molestado, en breve entenderás el motivo.

—Tranquilo, ellos no saben de fines de semana —contestó intentando quitar hierro al asunto al ver el semblante extrañamente abatido de Matesanz.

—Ahí tienes todo lo necesario, te aconsejo que te pongas la mascarilla. Los de la científica se han ido hace unos minutos; dentro está solo Villamil y no hace falta que te diga lo rápido que trabaja. La autopsia no está concluida del todo, pero habla con él y te pondrá al corriente. Yo necesito algo de aire.

—Está bien, Matesanz, tómate un respiro. Cuando termine aquí, te llamo.

—Muy bien, luego hablamos —dijo despidiéndose apresuradamente.

Conocía a Patricio Matesanz desde hacía solo tres años. Le faltaban apenas unos cuantos más para pasar a segunda actividad, pero él era de esos policías para los que desprenderse de la placa era como arrancarse la piel. El subinspector era el más experimentado del grupo; un soriano parco en palabras y de expresión tan apagada como solemne, un castellano recio. Todo un referente para el grupo. Desde el primer día en que Sancho se hizo cargo del puesto, Matesanz le había brindado todo su apoyo. A su manera, le facilitó el acercamiento al resto de compañeros y, en pocas semanas, le enseñó cómo funcionaban las cosas en Valladolid. En aquel momento, el Grupo de Homicidios de Valladolid trabajaba como un reloj suizo, y eso se debía a Matesanz en gran parte. Al margen del afecto personal que le profesaba, respetaba y admiraba su trayectoria profesional. Él nunca trabajaba sobre hipótesis, solo sobre indicios y pruebas. Muchos eran los casos que se habían resuelto gracias al buen enfoque de la investigación aportado por el subinspector. Ver la cara desencajada de un policía tan experimentado y notar su voz agrietada hizo que agudizara todos sus sentidos.

Inspiró lenta y profundamente, notando cómo se hinchaban sus pulmones antes de soltar el aire por la boca, muy despacio. Al hacerlo, el olor intenso a alcohol y a cloro de los desinfectantes, antisépticos y demás bactericidas le penetró hasta la base del cráneo para abofetearle la pituitaria. A duras penas, superó las ganas de teletransportarse al baño más cercano y, mientras terminaba de atarse la mascarilla y de ajustarse los guantes, reflexionó sobre lo paradójico que resultaba tanta desinfección en aquel lugar gobernado dictatorialmente por la muerte. Levantó la mirada hacia la camilla donde podía distinguirse el cuerpo inerte de la víctima tapado por completo. De espaldas, reconoció las canas de Manuel Villamil, uno de los once médicos forenses de la ciudad, con el que Sancho guardaba una relación más que cordial. Villamil estaba apoyado sobre sus brazos y miraba inmóvil lo que debía de ser el informe preliminar de la autopsia.

—Buenos días, Manolo. El buen cirujano opera temprano.

No hubo respuesta.

—Manolo, ¿qué tenemos? —insistió.

—Querrás decir qué no tenemos —respondió Villamil con voz queda—. ¿Sabes, Sancho? Es en días como estos cuando maldigo el momento en el que dejé de fumar. Necesito un Ducados para fumármelo en dos caladas.

—Manolo —interrumpió Sancho impaciente—, solamente cuento con la información que me ha dado Matesanz hace unos minutos: un cadáver de una joven de unos veinticinco años encontrado en el parque Ribera de Castilla. Sé también que ha sido mutilada, pero no tengo más detalles.

—Mutilada, sí, pero esto no se ajusta a nada que yo haya visto antes, y no soy precisamente un yogurín. ¡Coño, Sancho, que mi hija Patricia tiene su misma edad!

—¿Por qué no empiezas por enseñarme el cuerpo? —propuso posando la mano sobre el hombro del médico de forma afectuosa.

—Claro, disculpa.

Villamil se acercó a la manta térmica que cubría el cuerpo y la retiró.

—¡Hay que joderse, Manolo! —exclamó llevándose la mano instintivamente a la boca—. Pero ¡¿qué mierda…?!

El impacto inesperado de ver un cadáver con la mirada fija y extinta le hizo morderse el dorso de la mano a través de la mascarilla antes de volver a preguntar:

—¡¿Qué le han hecho a esta chica?!

—Se los ha cortado —reveló el galeno—. No diría que es el trabajo de un cirujano, pero son cortes limpios, y eso me lleva a pensar que, para nuestra tranquilidad y la de su familia, fueron post mórtem, y que no le tembló el pulso al desalmado que lo hizo. Presenta dos incisiones verticales en cada uno de los cuatro párpados, y otra horizontal que, curiosamente, hace la forma del globo ocular; lo cual nos lleva a pensar que la hoja debía ser necesariamente curva.

—¡Hay que joderse! —repitió Sancho mientras se recuperaba del shock y se tiraba inquieto de los pelos de la barba que le asomaban por debajo de la mascarilla—. ¿Cuál fue la causa de la muerte? Supongo que esas marcas del cuello tienen mucho que ver —anticipó el inspector.

—Efectivamente, murió por estrangulamiento; tiene la tráquea aplastada. Todo indica que el mecanismo de la muerte fue anoxia anóxica. La leve cianosis facial y la equimosis puntiforme que se aprecia en el rostro no dejan lugar a dudas. Hay restos de orina de la propia víctima en el vello púbico y cara interior de los muslos a causa de la incontinencia urinaria que se originó en los instantes previos a la parada cardiorrespiratoria —explicó con asepsia el forense.

—¿Sabemos cómo la asfixió?

—Algo que tenemos claro es que no se ayudó de objeto alguno. La falta de marcas de los pulgares indica que, muy probablemente, fuera una estrangulación antebraquial aplicada sobre la laringe.

—Entendido. ¿Ningún signo más de violencia?

—Ninguno. No se aprecian señales de ataduras ni mordazas; tampoco encontramos otros hematomas ni presenta indicios de haber sido violada. Se observan algunos arañazos, también post mórtem, en cara, cuello y extremidades como consecuencia de haber sido arrojado el cuerpo ya sin vida a los matorrales en los que fue encontrado. Todo está debidamente recogido en el informe.

Sancho, ya sosegado, siguió preguntando:

—¿Restos visibles bajo las uñas?

—Nada que yo haya podido apreciar a simple vista —certificó de inmediato Villamil, como esperando la pregunta—. Voy a proceder a la amputación de las falanges distales para enviarlas a Madrid.

—Necesitamos darle prioridad en el laboratorio. No podemos esperar un mes a los resultados.

—Bueno, de eso ya os encargáis vosotros.

—Correcto. ¿Y lo de los párpados? ¿Qué sentido tiene? —cuestionó al tiempo que volvía a clavar la mirada en los ojos mate de la joven.

—Sancho, no creo que buscar el sentido de las cosas sea tarea vuestra; lo que tenéis que hacer es atrapar al desalmado que hizo esto.

—Lo sé, lo sé, solo pensaba en voz alta —aclaró el inspector mirando a Villamil—. Por cierto, ¿se han encontrado los párpados?

—No. Según parece, se los llevó de recuerdo.

—Mierda puta —concluyó antes de hacer una pausa—. Dime todo lo que sepamos hasta ahora, necesito información.

Manuel Villamil cogió la primera hoja del informe y empezó a leer.

—La víctima está debidamente identificada. Se le encontró la documentación encima, y la necrorreseña no deja lugar a dudas. Se trata de María Fernanda Sánchez Santos, nacida en Ecuador, de veinticuatro años, ciento cincuenta y siete centímetros y cincuenta kilos de peso. Pelo negro y ojos marrones oscuros. Hija de Hilario Sánchez, ecuatoriano, fallecido, y María Santos, española. Residía con su madre en España desde 2005 con dirección en el número dieciocho de la calle Lope de Vega.

—Habrá que contactar con el consulado para notificar el hecho. Entiendo que su familia ya ha sido informada.

—Supongo que sí —conjeturó Villamil sin levantar la vista del informe—. Esa labor os corresponde a vosotros.

Villamil iba a continuar, pero el inspector preguntó de nuevo:

—Espera, Manolo, has dicho que vivía en la calle Lope de Vega. En La Rondilla, ¿no? Eso está muy cerca del parque Ribera de Castilla, donde fue encontrado el cuerpo.

—Así es, yo diría que está a menos de diez o quince minutos andando.

El forense continuó leyendo.

—El cadáver fue encontrado por un joven que hacía footing por la ribera del río, parcialmente oculto entre unos arbustos a la altura del Centro de Piragüismo Narciso Suárez, sobre las ocho y media de la mañana. El cuerpo se encontraba vestido; blusa blanca, pantalones vaqueros y botas negras. La inspección ocular del lugar concluye que no fue asesinada allí al no encontrarse ningún signo de lucha ni rastros de sangre. Los de la científica aseguran que la mataron en otro sitio y, posteriormente, la dejaron en el lugar donde fue encontrada. Como te decía, mi informe lo corrobora.

—Bien, sigamos. ¿Data de la muerte?

—No hay signos de descomposición, y en el levantamiento del cadáver se aprecia rigidez en fase de instauración. Diría que lleva muerta unas cinco horas, no más de ocho casi con total seguridad; probablemente fuera asesinada entre las tres y las siete de la mañana del sábado. Ya sabes que todo esto es estimativo.

—Lo sé, pero también sé lo poco que suele equivocarse Manuel Villamil.

—Tú mismo.

—¿Quién se encargó del levantamiento del cadáver?

—La juez Miralles lo firma.

—Ahí hemos tenido suerte, Aurora suele ser bastante diligente con los casos que caen en sus manos.

—Sí, yo también lo creo.

—¿Eso es todo? —preguntó sin dejar de mirar a los ojos de la víctima.

—Todo lo que tenemos hasta el momento, aparte del poema.

—¿El poema? ¿De qué me estás hablando? —preguntó el inspector con aparente frialdad.

—¿Es que no te lo han dicho?

—A la vista está que no.

—El que hizo esto, además de un hijo de su madre, es un proyecto de poeta o algo así.

—Dime, Manolo, ¿qué habéis encontrado?

—Lo que él quería que encontráramos —respondió Villamil mientras se volvía hacia la mesa que tenía a su espalda—. Precisamente, lo estaba releyendo cuando has llegado.

—Un segundo, ¿damos por hecho que es un hombre?

—Bueno, no lo sabemos con certeza. No obstante, me juego tu pensión a que el que hizo esto fue un hombre. Una mujer no mata de esta forma. Cuando leas el maldito poema, coincidirás conmigo: se trata de un hombre.

Villamil hizo una pausa y, volviéndose al escritorio, indicó:

—Aquí lo tienes.

Con unas pinzas, agarró un fragmento de papel de unos diez centímetros de largo por cinco de ancho en el que se podía distinguir un texto.

—¿Dónde estaba esto? —quiso saber mientras examinaba el trozo de papel.

—En esta bolsita de plástico, en su boca. El papel estaba doblado en cuatro y colocado minuciosamente dentro de la bolsita.

—¿Sabemos quién es el autor?

—Ni idea, pero por el contenido me vuelvo a jugar tu pensión a que lo escribió el propio asesino.

—Te confieso algo, Manolo —dijo el inspector dejando caer la mirada al suelo—, tengo la impresión de estar viendo una de esas películas americanas del típico asesino en serie superdotado que deja pistas a los guapos e intrépidos detectives para jugar con ellos.

Sancho se acercó a la nota para tratar de leer el texto escrito a máquina, pero Villamil le interrumpió.

—No fuerces la vista, chaval. A tu edad, no es bueno —soltó con ironía—. Ya lo hemos transcrito y adjuntado al informe. Siéntate —le indicó Villamil al tiempo que movía el ratón del ordenador que tenía encima de la mesa.

Se sentó a leer.

 

Afrodita

 

Cuando la sirena busca a Romeo,

de lujuria y negro tiñe sus ojos.

Su canto no es canto, solo jadeo.

 

Fidelidad convertida en despojos

a la deriva en el mar de la ira,

varada y sin vida entre los matojos.

 

No hay semilla que crezca en la mentira,

ni mentira que viva en el momento

en el que la soga juzga y se estira.

Tejeré con la esencia del talento

la culpabilidad de los presuntos.

¡Y que mi sustento sea su aliento!

 

Caminaré entre futuros difuntos,

invisible y entregado al delirio

de cultivar de entierros mis asuntos.

 

Afrodita, nacida de la espuma,

cisne negro condenado en la bruma.

 

—Basura poética —juzgó tras leerlo dos veces—. Nunca me ha gustado la poesía, no la entiendo o no la quiero entender. En esta, a simple vista, yo diría que el móvil podría ser un desengaño amoroso; ya sabes, para el amor y la muerte, no hay cosa fuerte. Parece que pretendiera justificar su crimen. En la última parte anuncia y advierte que va a seguir por ese camino, tipo justiciero misterioso. Tendremos que salir a su encuentro lo antes posible.

—Inspector Sancho, me da la sensación de que no va a ser nada fácil ni rápido agarrar a este malnacido.

—Manolo, le atraparemos. Cuando cometa un error, ahí estaremos nosotros.

—Precisamente eso es lo que me preocupa.

—¿El qué? —preguntó sorprendido.

—Que para que cometa algún error, tendrá que matar de nuevo.

 

 

El Campo Grande

Zona del paseo de Zorrilla

 

El cielo estaba sospechosamente limpio de nubes y el sol de mediodía animaba a huir de las zonas sombrías. Los veintisiete grados centígrados que marcaba el termómetro del Campo Grande habían empujado a muchas familias a disfrutar de un domingo tranquilo en la zona verde más importante de la ciudad. Los rayos que se filtraban entre los castaños, las palmeras y los arces formaban bonitas figuras sobre el asfalto que ya pisaban muchas suelas nuevas a esas alturas de la mañana. Olía a matinal de domingo, a hierba recién cortada, a vainilla y a tierra húmeda pisada. Podía escucharse el piar de cientos de pájaros alborotados en un día sorprendentemente caluroso para esa época del año en Valladolid.

Sin embargo, a él toda esa eclosión de la madre naturaleza le importaba bien poco en ese momento. Él amaba los espacios verdes, pero los disfrutaba en solitario y aquel no era precisamente el día. Había ido a rematar la faena, y prefería zambullirse en su música que escuchar a los pájaros piando. Caminaba sereno, luciendo media sonrisa y gafas Ray-Ban de cristales amarillos, modelo piloto. El pelo, bien cortado y despeinado a la moda. Recién duchado y perfumado, con oportuna barba de tres días. Sus vaqueros y zapatillas, de marca. De complexión atlética, vestía una sudadera de capucha azul marino sobre camiseta blanca.

Continuó caminando, despacio, buscando encontrarse con miradas, gustándose. Sonaba Me amo, de Love of Lesbian. La voz de Santi Balmes era especial, distinta, con sello propio, como él. No era ni mucho menos la canción que más le gustaba del grupo, pero era la que encajaba en ese preciso momento. Subió el volumen del iPhone para cantarla:

 

Hoy voy a decirlo: ¡Cómo me amo!

Tú ya no puedes hacerme daño.

Soy un ser divino, ven a adorarme.

¡Qué buena suerte, amarme tanto!

 

Se reía y aplaudía mientras seguía caminando. Sabía perfectamente adónde quería ir, y estaba pletórico. Giró a la izquierda para llegar a la zona del estanque.

—Es domingo. ¡Cojones! —pensó en alto.

El lugar estaba infestado de familias con niños que esperaban pacientemente para darse una vuelta en la barca del Catarro.

 

Oh, el síndrome universal,

la vida te sentó en un diván,

contando todo tipo de traumas.

Oh, podrías pensar un rato en él,

quería estudiar, recuerda cómo te empujaba.

Y quedó segundo, uuuhhh.

 

—Mierda de niños —murmuró con desdén mientras se paraba un momento buscando el sitio adecuado.

 

Hoy voy a decirlo: ¡Cómo me amo!

Tú ya no puedes hacerme daño.

Soy un ser divino, ven a adorarme.

¡Qué buena suerte, amarme tanto!

 

Entonces, le asaltaron imágenes de ese mismo lugar algunos años atrás. De domingo con sus padres adoptivos. Su madre le había contado miles de veces la historia del Catarro, un hombre que llevaba treinta años dedicado a pasear a los niños en su barca, La Paloma, mientras amenizaba el viaje con vivaces historias. De repente, se vio subido en esa barca, escuchando otra vez el mismo maldito cuento de la bruja que vivía en una gruta detrás de la cascada. Por aquel entonces, tendría ocho años y ya sabía lo que era una bruja. Lo sabía perfectamente, y nada tenía que ver con lo que contaba ese viejo estúpido a los niños, que le escuchaban boquiabiertos, estupefactos. Le hubiera gustado tanto tirarle por la borda con su ridícula gorra de marinero puesta…

Se rio bruscamente al pensarlo, y una pareja que pasaba a su lado se sobresaltó antes de dedicarle una mirada cargada con cierto hálito de desprecio. Recordó también cuando su madre adoptiva le contó que se había muerto el Catarro. Sintió algo parecido a la pena, pero no podía tratarse de eso, pues él ya no podía sentir pena por nada ni, mucho menos, por nadie.

De vuelta al presente, se dirigió al kiosco en el que se agolpaban varios niños comprando aperitivos para dar de comer a los animales a pesar de los carteles que lo prohibían expresamente. Pero en el Campo Grande, la tradición se impone a las normas. Se apartó para evitar cualquier contacto con los pequeños, esperó ansioso su turno y compró una bolsa pequeña de patatas fritas por un euro.

—Ladrones —murmuró.

Siguió caminando, buscando un sitio que estuviera bastante menos concurrido. Ya no deseaba encontrarse con miradas, sino con anátidas.

«Quizá un poco más adelante», lucubró.

Recorrió visualmente todo el escenario hasta que dio con el sitio. Siguiendo un camino que subía por la parte de atrás del estanque, la presencia humana disminuía de forma proporcional al incremento de aves acuáticas. Unos pocos metros más arriba, había una zona seca bastante apartada, alejada de posibles miradas entrometidas. Caminando sin dejar de estudiar cuanto le rodeaba, llegó hasta el lugar y comprobó con satisfacción que allí descansaban, al cobijo de una gran palmera, dos ocas, tres patos y un cisne negro.

—Afrodita, preciosa, precisamente a ti te estaba yo buscando —le confesó al cisne con notable júbilo.

Algo inquieto, se metió la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros para sacar una bolsa de pequeño tamaño. Miró a su alrededor y quitó el sonido de su iPhone, no había nadie. Estrujó el envase de las patatas y tiró la mitad de su contenido al alcance de las aves que, inmediatamente, se acercaron a picotear. Examinó de nuevo el lugar para cerciorarse de que nadie estaba observando. Era el momento. Mezcló a conciencia el contenido de su bolsa con las patatas, esperó unos segundos y lo volcó todo a escasos centímetros de las ocas, que ya habían ganado la partida a los patos. El cisne negro, de mayor tamaño que las otras, se unió al festín abriéndose paso con la distinción de una dama de alta alcurnia.

En el suelo, entre las patatas, podían distinguirse los cuatro trocitos de carne.

—¡Vamos, vamos, vamos! Todo vuestro —animaba a las anátidas sin perder detalle de la escena.

Iba contando mentalmente los pedacitos de piel que quedaban al tiempo que eran engullidos por las aves. El cisne se tragó el último párpado con suma elegancia y, en ese momento, le pareció el animal más hermoso del mundo. Cuando no quedó nada, le susurró con fingida solemnidad y caricaturizada sonrisa:

—Ya nos veremos, querida Afrodita. Ad kalendas graecas[2].

Acto seguido, sacó del bolsillo de la sudadera los guantes que había utilizado la noche anterior. Se agachó para coger una piedra de tamaño medio y la metió junto con los guantes dentro de la bolsa. Una vez hecho esto, la cerró herméticamente, caminó hasta otra zona con mejor acceso al agua, volvió a cerciorarse de que nadie le miraba y la dejó caer al estanque sin más.

Dio media vuelta y se encendió un Moods. Subió el volumen de la música, sonaba La parábola del tonto, y se acercó a la fuente de la Fama para disfrutar por un instante de la tranquilidad que reinaba en aquel espacio natural.

Sentado en un banco, se entretuvo unos minutos cuestionándose a cuántos metros podría llegar de una buena patada ese caniche recién salido de la peluquería que estaba olisqueando la papelera situada frente a él. Reconoció de inmediato el ritual canino que precede a la inminente impronta de orina sobre el mobiliario urbano. Sin perder detalle del evento, pensaba en cuál sería la mejor opción. La primera era la que le pedía el cuerpo: darle una patada con carrerilla empleando toda la fuerza que le nacía de la repulsión. La otra alternativa era fruto de la táctica y la estrategia. Consistía en acercarse a su objetivo con la serenidad de un banderillero, buscar la precisión del golpe y ajustar bien el ángulo para que cogiera altura, ganando así el máximo número de metros. Descartó la primera al sopesar la posibilidad de despanzurrar al animal en el envite, porque no estaba dispuesto a adornar sus Bikkembergs blancas con pedazos de distintos órganos internos caninos. Así, al final de su debate interior, estaba prácticamente seguro de que podría superar con creces la altura de la fuente golpeando con la fuerza adecuada en la caja torácica. Solo le quedaban por disipar algunas dudas razonables: por un lado, si el animal moriría en el momento del despegue o al tocar tierra; por otro, si el chillido del chucho amortiguaría el sonido del crujir de sus costillas. Cuando el caniche terminó de marcar el territorio, ajeno al peligro, le dedicó una mirada de desprecio al tiempo que iniciaba, con suma arrogancia, un trote altivo hacia su dueña.

—Si tú y yo estuviéramos solitos, no me mirarías de esa forma, estúpido chucho disfrazado de oveja. Ahora estarías bien reventado por dentro y con tu sucia lengua por fuera —aseguró dejando escapar el humo de la última calada.

Algo frustrado y aburrido de ver carreras de madres con carritos y niños disfrazados de domingo, se levantó del banco en busca de la salida. En el camino, se cruzó con el busto de Rosa Chacel y se paró a mirarlo. Siempre le había llamado la atención, no sabía por qué. Se quitó las gafas de sol y le declaró con rotundidad:

Deus dedit, Deus abstulit[3]. ¿Verdad, doña Rosa?

Paseando por los senderos del Campo Grande, de regreso a casa, algo inesperado le hizo detenerse en seco. Unos tres metros delante de él, un pavo real estaba cruzando el sendero. Los había visto cientos de veces, pero este era especial y parecía querer decirle algo. Tenía el cuello azul turquesa, brillante, y una enorme cola verde que arrastraba por el suelo con la elegancia de una modelo de sangre azul. El animal se detuvo, le miró y, repentinamente, extendió la cola mostrando decenas de ojos azul turquesa y verde que parecían estar diciendo: «Te hemos visto». Durante esos segundos, sintió algo raro parecido al miedo recorriéndole el cuerpo. Se quedó paralizado ante el pavo real sin poder dejar de mirar a todos aquellos ojos acusadores. Pasados unos segundos que se le hicieron eternos, el ave recogió la cola y emprendió la marcha buscando encontrarse con miradas, gustándose.

Se perdió por la acera de Recoletos, pensativo, algo intranquilo, casi malhumorado.

 

 

Notas

 

[2] Expresión latina que se traduce al castellano como «hasta las calendas griegas». Hace referencia a algo que no sucederá jamás, ya que en Grecia no existían las calendas, que formaban parte del sistema de división temporal de los romanos. El origen de esta expresión se atribuye al emperador Octavio Augusto.

[3] Expresión latina que se traduce al castellano como: «Dios lo dio, Dios lo quitó».