Era un juego y ahora es real
Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa (Valladolid)
10 de septiembre de 2010, a las 17:05
Como el pesaroso discurrir de la corriente por el curso bajo de un río cualquiera, aquella semana había progresado sin sobresaltos ni alarmas, sin conmoción alguna, sin novedades, como circula el agua sin meandros en ciernes, esperando a morir de forma imperativa en la desembocadura del viernes.
Un calendario inerme de una vida inerte.
Así, mientras podaba las ramificaciones secundarias que habían brotado en el abeto rojo, uno de mis bonsáis predilectos, pergeñaba la posibilidad de exprimir la noche.
Se iban a cumplir dos años desde que mis padres adoptivos fallecieron en aquel desgraciado accidente volviendo de Redipollos, muchos meses desde que Orestes se había instalado a perpetuidad en el bajocubierta, demasiadas semanas atrincherados aguardando a que llegara el momento. Teníamos un proyecto común, una gran obra por hacer, una sinfonía inacabada en la que a él le había tocado la batuta y a mí los instrumentos. Sin embargo, aquella partitura no se iba a interpretar hasta que el director no lo considerara oportuno y he de reconocer que hacía tiempo que había sobrepasado los límites de la paciencia.
Orestes prácticamente no salía de casa. Trabajaba toda la noche, dormía por la mañana y apenas coincidíamos unos minutos por la tarde, durante el cambio de turno. Era parte del procedimiento y casi nunca hablábamos de ello porque, según su criterio: «Cuando ya está todo dicho las palabras pierden su razón de existir».
Pero ese fin de semana él tenía que ausentarse por algún motivo que se había empeñado en ocultar.
Ese fin de semana volvía a ser dueño de mi voluntad.
Ese fin de semana todo habría de cambiar.
–Vaya, vaya, hermanito, ese bonsái no tiene muy buen color –le escuché decir a mi espalda.
Me sobresalté, no le había escuchado bajar las escaleras.
–¡Joder! –protesté alimentando su júbilo.
–Te he dicho que hay que permanecer siempre alerta. Si me hicieras caso no te habrías asustado.
–En mi propia casa no tengo por qué estarlo –refuté–. Y hablando de colores, el tuyo no parece muy saludable.
–Puede que tengas razón.
Orestes desvió la mirada al espejo del vestíbulo y se acarició la mejilla con dos dedos, como queriendo comprobar que su piel seguía siendo sensible al tacto. Tenía una tonalidad cerosa, consecuencia de la casi carente exposición a la luz solar.
–¿Ya te marchas? –pregunté abemolando la voz, clavando los ojos en la maleta de pequeño tamaño que portaba.
–Sí. He avisado a un taxi.
–¿Y cuándo regresarás?
–No puedo saberlo. Martes o miércoles, quizá antes. En cuanto lo resuelva.
–No me lo vas a contar, ¿verdad? –me anticipé.
–No es estrictamente necesario que lo sepas, por tanto, carece de sentido intoxicarte con esa información.
–Sin embargo, ayer me dijiste que querías hablar conmigo.
–Y eso hago, pero de otro asunto más importante –enfatizó Orestes recalcando cada sílaba de la última palabra.
Dejé las tijeras de poda fina sobre la mesa y me crucé de brazos invitándole a iniciar su discurso.
–¿Recuerdas la última charla que mantuve con Pílades en el restaurante Milagros, hermano?
Asentí ligeramente con la cabeza.
–¿Cómo olvidarlo? Ha sido la última vez que has salido de casa; a mediados de mayo –añadí.
–Exacto. Durante la conversación le advertí, mejor dicho, le advertiste –corrigió– de que había llegado el momento. Le expusiste que todo estaba planificado y tenías decidido qué camino seguir para completar tu obra.
–Planificación, procedimiento y perseverancia, lo tengo tatuado en mi memoria, básicamente es de lo único de lo que hemos hablado desde que decidiste trasladarte a esta casa, hermano.
–Decidimos –me corrigió endureciendo el tono–. Fue algo consensuado. ¿Te tengo que describir en qué estado te encontrabas después de que Paloma te diera la patada y tras el accidente de...?
–No es necesario –atajé.
–Bien. En este tiempo yo no he hecho otra cosa que trabajar ultimando los detalles de algo que te mostraré en su día, porque es el final de un camino por el que todavía no hemos comenzado a transitar. Saber dónde está la meta podría provocar que trazaras una línea recta, con el peligro que eso conlleva. No. Cuando regrese estará listo y entonces, solo entonces, empezaremos a planificar los primeros pasos. Y quiero insistir en que son estos los mas importantes. Cualquier pequeño traspié nos desviará de la senda que los dos hemos dibujado en nuestros sueños; un resbalón y todo se esfumará. Alcanzar la inmortalidad no es un objetivo sencillo. ¿Confías en mí?
–Confío.
–Entonces elimina esos oscuros pájaros que revolotean en tu cerebro y te picotean las neuronas, hermanito. O lo haré yo –me advirtió–. Controla tu voracidad, que es la mayor de tus debilidades. Juntos somos uno, separados ninguno. ¿Cómo era el lema?
–Indivisa manent.
–Permanecen unidos –tradujo él.
–Permanecen unidos –corroboré.
–¿Confías en mí? –insistió.
–Confío –insistí.
–Entonces sigue el camino de baldosas amarillas que hemos construido juntos –conminó Orestes repitiendo las palabras que en su día pronunció el psicólogo criminalista–. Ese y no otro es el que nos llevará a perdurar en el recuerdo de los mortales. Seremos recordados a perpetuidad.
Dio tres pasos hasta acercarse a mí y me agarró la cara con las dos manos.
–¿Confías en mí?
–Confío.
–Bien. Este fin de semana te quedarás en casa. Uno sale, el otro permanece. Ese es el procedimiento.
No pude evitar arrugar la cara y, aunque Orestes supo leer mi mueca contrariada, no quiso ahondar en el tema.
–Podrías aprovechar para fabricar otro juego completo de identidades, –sugirió dándome la espalda– tienes todas esas máquinas que compramos muertas de risa.
–Tengo cinco por estrenar –repliqué–. Pienso que serán suficientes...
–¡Tú no piensas! –vociferó entre dientes para no levantar la voz– ¡Esa es mi tarea! La tuya es actuar cuando yo te lo indique. ¿Es que aún no lo tienes claro? ¡¿Qué crees que hago todas las noches?! Seis juegos serán mejor que cinco y siete mejor que seis.
Me limité a aguantar su mirada cargada de ira.
–Me marcho. Te llamaré mañana –se despidió Orestes.
En ese instante noté que el corazón latía enfurecido e instintivamente me tomé el pulso en la sangradura del brazo izquierdo.
–Indivisa manent –le escuché decir desde la puerta de entrada.
El aire que me rodeaba se condensó conformando una atmósfera plúmbea, apelmazada. Me saqué los nudillos: siete de diez. Luego apreté los párpados con fuerza hasta trasladarme a otro sitio en el que pudiera respirar.
Más lejos.
Más allá de Ogigia[1].
Cuando noté que me el aire volvía a circular con libertad por mis pulmones, abrí los ojos. Ante mí aquel bonito abeto rojo, el último bonsái que compró mi madre adoptiva, al que más tiempo dedicaba, al que más hablaba, abonaba y regaba, al que más quería. Prolongación de mis propias raíces, ramificación de mi impuesta dependencia, otrora paternal, embozadamente fraternal.
Nunca florecido.
Agarré con firmeza las tijeras de poda gruesa y centré mi atención en la rama más próxima al sustrato. El sonido seco y conclusivo me provocó una sacudida que recorrió mi espalda en sentido ascendente, el mismo que seguí yo a lo largo del tronco mientras cercenaba el símbolo de mi sumisión. Cuando solo quedó la que coronaba la copa me percaté de que una extraña sonrisa se había cincelado en mi cara. Salió despedida como las ramas que la precedieron; todas ellas esparcidas por la mesa conformaban el anagrama de mi liberación.
Solo quedaba una última tarea por hacer.
Con el rastrillo en una mano y el gancho en la otra, sincronicé un único movimiento con el que logré penetrar en la tierra. Escuché como se partían algunas raíces pero sabía que no era suficiente, definitivo. Removí con fuerza describiendo círculos con ambas muñecas hasta que noté que el tronco perdía sujeción. Entonces, tiré hacia arriba motivado por un ímpetu que nacía de alguna parte recóndita del estómago.
Cuando la última parte del bonsái tocó el suelo, yo ya era otro.
Me incorporé raudo y subiendo los peldaños de dos en dos llegué a mi habitación para seleccionar de forma minuciosa la ropa que luciría esa noche. Conecté el iPad y buscando algo que alimentara mi estado eufórico me acordé de un grupo que había descubierto recientemente: Lori Meyers. Busqué su LP Cuando el destino nos alcance y pinché en la primera canción. «Mi Realidad».
Lo siento por interrumpir
sólo he venido a preguntar:
me dice que soy infeliz,
¿qué puedo hacer por mejorar?
Psicoanalistas deprimí
con un trastorno bipolar
razones para desistir
y tiempo para imaginar.
Mi mundo que es mi realidad
¡Mi mundo que es mi realidad! –canté.
Me ajusté unos vaqueros desgastados y una camiseta bastante ceñida de corte entallado. Buscaba comodidad, así que me calcé mis Bikkembergs blancas mientras seguía canturreando la letra.
Yo no necesito hablar
para expresar una emoción,
me basta sólo con mirar.
Pero sí necesito amar
es mi única ambición.
¡Y es lo que necesito!
¿Qué puedo hacer por mejorar
mi mundo que es mi realidad?
¿Qué puedo hacer por mejorar
mi mundo que es mi realidad?
Mi mundo que es mi realidad.
¡Mi mundo que es mi realidad!
Grité aquella gran verdad contraviniendo las normas. Me miré en el espejo de cuerpo entero y, aunque mi atuendo era algo veraniego, esa tarde nublada luciría un sol insigne.
Sé que a veces tengo la sensación
de que no va a cambiar,
que sólo puede ir a peor.
Yo no necesito hablar
para expresar una emoción,
me basta sólo con mirar.
Pero sí necesito amar,
es mi única ambición
¡Y es lo que necesito!
¡Y es lo que necesito!
Bien despeinado a la moda y perfumado, bajé a prepararme un gin tonic de Hendrick´s con Fever Tree. Con el sabor amargo en el paladar y el olor avainillado del Moods me dejé invadir por una emoción singular que quise clasificar como la libertad para tomar decisiones.
En el taxi que me bajaba al centro estuve tentado de llamar a alguno de mis falsos amigos, pero lo descarté de inmediato. Llevaba una temporada larga saliendo solo y aquella noche no sería una excepción. Ninguno de ellos me interesaba una puta mierda. José Ángel, con su halo de ejecutivo triunfador..., estaba tan pagado de sí mismo que sus nimios éxitos profesionales apenas le servían para tapar las enormes grietas que resquebrajaban su endeble personalidad. Vestía con desatino, se trastabillaba al hablar, bebía mucho y follaba poco, se perfumaba en exceso y su mujer era en sí misma un defecto. Me generaba pena y asco a partes iguales. Gelete tenía treinta y ocho años y todavía consentía que le siguieran llamando Gelete. Nadie sabía el motivo, porque paradójicamente lo único de lo que podía hacer alarde Ángel San Juan era de envergadura, inversamente proporcional a su capacidad de debate cuando los temas de conversación se escapaban del terreno del juego y del capó de un coche. Trabajaba en un taller. Sus sempiternas uñas ennegrecidas me provocaban arcadas y los cuatro pelos que le asomaban bajo la ropa acariciando la nuez me recordaban a las patas de un infecto insecto que quisiera escapar de la prisión de su pecho. ¡Cuántas veces había soñado con pisotear a Gelete en el suelo, deleitándome con el crujido de su exoesqueleto! ¡Cuántas! De Pedro decíamos que llevaba en paro desde antes de que se abriera en España la primera oficina del INEM, circunstancia que compensaba con una novia con pasta: Nuri «la besugona» –por sus abultados ojos y voluminosa delantera–, que era muy amiga de tirarse a terceros, a cuartos si era menester y a los quintos de su pueblo. Pedro era sabedor de sus infidelidades, pero le importaba más bien poco mientras ella le siguiera pagando las cervezas y el tabaco. Lo único que me gustaba de Pedro era lo rápido que se emborrachaba y nos privaba de su oprobiosa presencia. Raimundo, Rai, daba tanta lástima como ser humano que apenas recuerdo haber intercambiado ninguna palabra con él distinta a un monosílabo. Todas las desgracias y males que pudieran cebarse con una misma persona las había experimentado en sus flácidas carnes antes de alcanzar la pubertad. Me cuidaba mucho de guardar cierta distancia de seguridad con él por el elevado riesgo de sufrir daños colaterales. Sin embargo, el destino había querido ensañarse con él castigándole a perpetuidad con la más cruel de las condenas. El desgraciado gastaba un cipote mayúsculo, un miembro tal que le hacía parecer miembro de una especie diferente a la nuestra. La primera vez que se lo vi fue en las duchas tras jugar un partido de pádel en el que se rompió las gafas al impactarle una bola que él mismo tiró contra la pared. Tuve que apartar la mirada. Un calibre desproporcionado; un despropósito descalabrado. La besugona aseguraba que, supuestamente antes de formalizar su relación con Pedro y estando muy borracha, se lió con Rai. Se asustó tanto que el pedo se esfumó en el acto y afirmaba que aquel apéndice enhiesto todavía le perseguía en sus pesadillas. Tamaña condición se había propagado entre las féminas como el fuego en un pajar y no había una que se le acercara, ni para hacerle una paja. Y por último estaba Chema, «el homoso». Un juguete. Torpe como su padre, feo como la madre que apenas conoció. Siempre he sostenido que no era gay, pero cuando abría la boca se le deslizaban tanto las eses que mi argumento se perdía por la cuneta de la primera curva. Ahora bien, era un tipo letrado y con valores: terminó derecho con treinta y cuatro, un mes después de que muriera su padre. Este le dejó un paquete de acciones que sumaban un valor de dieciséis con veinte euros. El resto de la herencia fue una hipoteca que devoró sus escasos ahorros y los de su hermana, más fea que él por imposible que pudiera parecer. Hacía meses o años que no veíamos al homoso pero nadie se preocupó de averiguar qué tal estaba. Ciertamente, me importaba muy poco que estuviera vivo, enterrado vivo o en paradero desconocido, y en eso coincidía con el resto de los integrantes de la cuadrilla.
Preferiría ser desollado vivo o torturado con la música de Hombres G, que compartir cinco minutos con cualquiera de ellos. Por suerte todo parecía indicar que sentimiento era recíproco, puesto que ninguno me había llamado desde que España ganó el Mundial de fútbol, allá por el mes de julio. Aquella jornada termino mal. A Gelete no se le ocurrió otra cosa que dejarse llevar por la euforia y con el gol de Iniesta me buscó para abrazarme; y me encontró. Le partí la nariz de un único zambombazo y rompió a sangrar como un puerco en San Martín, tiñendo su camiseta blanca de Raúl con el color de «La Roja». Aún me arrepiento de haber dejado pasar la oportunidad de pisotear a mi invertebrado amigo.
–Amicitia quae desinere potest, vera nunquam fuit[2] –pronuncié
–¿Disculpe?
–No hablaba con usted –le corté al taxista–. Déjeme aquí mismo.
Miré mi Hublot: las 19:10.
Buena hora.