El paraíso al borde del tiempo
Oí hablar por primera vez de las islas Tonga hará unos cincuenta años, con motivo de la coronación de la joven princesa Isabel de Inglaterra como Isabel II. La ceremonia había congregado en Londres a reyes y jefes de Estado del mundo entero. Entre ellos se encontraba la reina de Tonga, un archipiélago perdido en algún lugar del Pacífico Sur. Aquel día la reina adquirió fama mundial, pues, a diferencia de las demás testas coronadas, se negó a que le cubrieran la calesa al desatarse un súbito aguacero. El resultado fue que la reina de Tonga llegó empapada a la catedral de Westminster. Y ello, sumado a que era una mujer altísima, atrajo las miradas de todos cuando se apeó de la calesa.
Ante semejante imagen es natural que el nombre de Tonga se grabe en la memoria y suscite curiosidad. Tan vasta es la extensión del Pacífico que media entre Australia y América del Sur que todos los continentes contiguos podrían anegarse en ese océano. Intentadlo y comprobaréis que no es fácil ubicar el archipiélago de Tonga en el mapa. Es como si una mano poderosa hubiera arrojado un montón de migas de pan sobre esa extensión de agua: las islas Cook, las islas Marshall, las Marquesas, todas a una distancia infinita unas de otras. Si eres un apasionado de las islas podrías pasarte horas mirándolas, deben de ser miles. No sabe uno ni por dónde empezar. Leí sobre Gauguin en Tahití, sobre Louis Stevenson en Samoa; vi pinturas, fotografías y la película Rebelión a bordo sobre el motín en el Bounty, con Charles Laughton en el reparto. Incluso llegué a visitar Hawai, donde pude saborear un poco ese mundo polinesio, pero Tonga y su altísima reina seguían siendo inalcanzables. Aún tardaría años en hacerse realidad mi sueño de visitar esas islas, y además sucedió de modo completamente fortuito.
Me habían invitado a participar en un festival literario en Sydney, donde conocí a un escritor de Fidji, otrora el secretario personal del rey de Tonga. El rey no tenía la altura de su madre, que entretanto ya había fallecido, aunque compensaba su menor estatura con un volumen de cuerpo importante, algo que en esas tierras es signo de poder y riqueza. El escritor, llamado Epeli Hau’ofa, me recomendó cambiar el destino de mi viaje, y que en lugar de volar de Tahití a Los Ángeles como tenía previsto inicialmente me detuviera en Fidji, Tonga, Vanuatu y Samoa, cuatro sueños juveniles de un solo golpe. De Fidji recuerdo poca cosa. Más tarde se produjo allí un golpe de Estado relacionado con las luchas y rivalidades entre los habitantes autóctonos y los inmigrantes originarios de la India.
Epeli, quien me invitó a su casa, me contó con nostalgia un sinfín de historias sobre Tonga, lo cual no hizo sino aumentar mi curiosidad por esa isla que aún era un misterio para mí. Así me enteré de que el rey era tan orondo que le reservaban dos asientos en el pequeño avión que comunicaba las distantes islas de su reino; que el domingo era tan sagrado en Tonga que no se movía ni una mosca cuando la gente acudía a la iglesia; que existía una aristocracia de mil años de antigüedad; y que los indígenas se arrojaban a la cuneta cuando veían acercarse el automóvil del rey. Sin embargo, a Epeli se le olvidó contarme una cosa: que saliendo a las cuatro de la tarde del aeropuerto de Suva con destino a Tonga en un vuelo de dos horas de duración, uno llega a su destino a la seis, sí, pero a las seis del día anterior. La vida te obsequia de improviso con un día entero. Viajas hacia delante en el espacio pero hacia atrás en el tiempo, y así materializas uno de los sueños más hermosos de la humanidad. Y es que Tonga se encuentra exactamente encima de esa línea de separación imaginaria con la que el hombre ha intentado domeñar el mundo: quien avance o retroceda un paso pasa de ser un sujeto de ayer a un sujeto de hoy o viceversa, con lo cual se demuestra, a mi entender, que en realidad el tiempo no existe. Tal vez fue ésa la razón por la que me sentí tan feliz en Tonga.
Me alojé en el International Dateline Hotel y me dediqué a no hacer nada, es decir, me adapté al ritmo imperante: paseé por la ciudad y por la orilla del mar, compré ostras y erizos de mar en el mercado, me senté debajo de una palmera y me quedé mirando los cielos oceánicos, di una vuelta en barca con un pescador…, en suma, me desprendí de la agitación del gran mundo y me entretuve en contemplar, lleno de admiración, a esos bellos individuos que pasaban delante de mí y cuyas vidas se me figuraban maravillosamente sosegadas, alejadas del mundanal ruido y de las cosas que el resto de la humanidad considera importantes.
En el hotel, por las noches, había espectáculos de canto y baile. Las mujeres eran tan bellas como las retratadas por Gauguin. Según decían, eran virtuosas y piadosas gracias a los misioneros anglosajones, lo cual aumentaba su atractivo. Renuncié a mi intención de continuar mi viaje por el archipiélago cuando comprendí que además de Tongatapu, donde yo vivía, había otras 174 islas, de las cuales 39 estaban habitadas. Me conformé con el mar turquesa, las palmeras de coco, la ausencia de periódicos y las increíbles formaciones de nubes en el cielo. Era como si el mundo se hubiera elevado, y me parecía perfecto.
Epeli me dijo con orgullo que Tonga-tapu contaba con el único instituto en el Pacífico donde se podía estudiar latín y griego, y me facilitó la dirección de la Ateneisi University. El rector, Futa Hele, me invitó a su casa. Pasamos una tarde inolvidable de sabiduría antigua, con unos cerdos merodeando debajo de la vivienda, Mozart sonando en un piano desafinado, un grupo de jóvenes entonando canciones tradicionales y el ritual del kava. Esto último entrañaba cierto peligro, me advirtieron, pues a pesar del aspecto inocente del kava —se asemeja bastante a la leche—, ese brebaje elaborado con la raíz del pimentero (Piper methysticum) produce efectos psicotrópicos nada desdeñables. No sé qué es lo que más me cautivó, si el canto lento e hipnotizador de aquellos muchachos, la manera en que trituraban en un gran mortero la blanquecina raíz y el sonido que eso producía, o la hija de Futa Hele interpretando a Mozart en un piano que sonaba como si el compositor hubiera creado una versión especial para el trópico. Quizá la magia se debiera también al viento que agitaba las palmeras y a los efectos del brebaje parduzco. El kava se preparaba fermentando la raíz molida en agua en el interior de una gran vasija de madera cuadrada, y era servido en media cáscara de coco. No produce embriaguez (la cáscara de coco iba pasando de mano en mano y regresaba a mí una y otra vez), sino un curioso y agradable efecto relajante, un leve aturdimiento de los sentidos que atempera los rasgos más duros del carácter. Al cabo de un rato me invadió un profundo deseo de elevarme despacio en el aire y volar con lentas aletadas hacia todas las demás islas, donde me esperarían más kavaka lapu’s.
Pero volar no es sencillo, como advertí el último día de mi estancia en la isla. Con dificultad logré un asiento en el avión con destino a Samoa cuya salida estaba prevista el sábado por la tarde, un vuelo que me transportaría al día anterior o al día siguiente. Pero eso enseguida dejó de importarme, porque el aparato no despegó. Un grupo de pasajeros esperando un avión en la calle —en Tonga todo acontece en la calle— se parece bastante a un grupo de refugiados. Yo notaba que los refugiados consultaban cada vez más su reloj mientras esperaban nerviosos el anuncio de la salida del avión. Eso de por sí no es nada inusual, pero pronto comprendí que sabían más que yo. En ningún lugar del mundo se respeta tanto el día del Señor como en Tonga. Resultó que sólo faltaba media hora para el domingo y que en domingo no se permite aterrizar a los aviones. Nunca olvidaré aquel instante. Todos los pasajeros escuchaban conteniendo la respiración. Dieron las doce y un instante después oímos cómo el avión surcaba el cielo rumbo a su siguiente destino. Nos quedamos todos un poco desconcertados, cada cual sumido en sus pensamientos. El sonido del solitario avión fue perdiéndose en el silencio de la noche tropical. Aquello me tendría que haber disgustado, y sin embargo no fue así. Había ido a parar a Tonga de forma casi accidental, y de esa misma manera pasaría allí el domingo. Estar más cerca de la Nada es imposible para un ser humano. Eso es lo que sucede los domingos en Tonga: nada de nada, una nada acompañada por las campanadas de la iglesia que cada dos horas indican que no ha sucedido nada durante las dos horas anteriores. Todo, absolutamente todo, está cerrado, y no hay nada que se mueva excepto los pájaros y los feligreses cargados de biblias y misales. Restaurantes, bares, todo está cerrado. Una paz celestial desciende sobre la isla ya habitualmente en calma. Por la ventana de mi habitación de hotel veía pasar a esas gentes bellas que en días de Gauguin eran todavía plácidos paganos. Portaban sus libros negros cual joyas, y cantaban, rezaban y escuchaban sermones sobre el infierno y la condenación mientras vivían en el paraíso.
Decidí dar un paseo y reflexionar acerca de todo lo que había visto. Belleza y pecado, calma y movimiento; me vinieron a la mente toda suerte de conceptos sobre los que meditar. ¿Cómo sería vivir en ese lugar para siempre? Pescar un poco, recolectar un coco de cuando en cuando, apartarse del mundanal ruido y fundar un monasterio unipersonal de la Orden del Silencio. En mis viajes solía distinguir dos territorios esenciales: aquellos a los que tenía la intención de regresar y aquellos a los que no. De quedarme en esa isla, tendría que declarar el mundo entero como territorio al que no regresaría —para entenderlo basta echar un vistazo al mapa del océano Pacífico—. El archipiélago de Tonga abarca 362.500 kilómetros cuadrados. Los trozos de tierra que asoman a la superficie del agua suman 688 en total. Una eternidad de agua se extiende en todas las direcciones. No es de extrañar que sea precisamente en esta zona del mundo donde el tiempo se ha dividido en dos, porque el tiempo carece aquí de valor. Existe el tiempo Tonga, que fluye más despacio que la melaza y prescinde del reloj. Existe un tiempo Papalangi, el tiempo del mundo real. Según los cálculos, ambos tiempos guardan una relación de 1:12. Ahora bien, si el tiempo deja de tener valor, hay otras muchas cosas que también dejan de tenerlo, y yo dudaba si había alcanzado la suficiente paz de espíritu como para pertenecer para siempre a la Orden del Silencio.
En cierta ocasión una joven escritora canadiense de visita en Ámsterdam me preguntó a qué se debía mi necesidad de viajar constantemente cuando residía en una de las ciudades más bellas del mundo. Es una buena pregunta, sobre todo si uno piensa en ella sentado, apoyado en una palmera. El sol iluminaba las piedras preciosas del océano en eterno movimiento y yo veía ante mí una brumosa tarde de octubre en Ámsterdam y seguidamente una tarde gélida, también nublada, en la laguna de Venecia con las lucecitas de la ciudad al fondo. Venecia y Ámsterdam, tal vez las dos ciudades que yo más amaba. ¿Y Los Ángeles qué? Ésa es una ciudad que uno no debe amar, consideran muchos de mis amigos americanos, y sin embargo, en aquel instante, al otro extremo del inconmensurable océano, experimenté una punzada de nostalgia hacia esa ciudad de crecimiento incontrolado que nunca ha renegado del todo de su origen desértico. Residí un año entero en Los Ángeles y fue allí donde escribí mi libro El día de todas las almas. Mientras veía moverse las grotescas formas de las palmeras abanico bajo el sol californiano en la costa de Santa Mónica, yo escribía acerca de un Berlín nevado durante un crudo invierno.
De repente, en aquel momento, mi archivo interior me recuperó toda una serie de imágenes: la extraordinaria llanura de Bagan en Birmania con sus cientos de templos; una travesía nocturna en un viejo barco por el interior de Gambia; una noche de 1955 en un balcón de Salamanca con vistas a la Plaza Mayor, donde estudiantes y profesores paseaban en un gran círculo hablando y gesticulando… Todos esos mundos no existían únicamente en mi memoria, existían también en el mundo real; de quererlo, podía tomar un avión y viajar de inmediato hacia uno de esos lugares. Puede que el desafío más grande para el eterno viajero sea precisamente ése, el deseo constante de volver a ver el mundo que ha conocido. Un deseo imposible de realizar.
Nadie obtiene el don de un segundo cuerpo. Sin embargo yo tuve uno allí, en Tongatapu. Las otras ciudades y paisajes debían permanecer donde estaban, en mi memoria. Las campanas empezaron a tañer de nuevo. Esta vez me pareció que se dirigían realmente a mí, en el aquí y el ahora, algo que no me había sucedido en Japón, Mali o Múnich. Divisé a lo lejos los arrecifes del Hakau Tapu asomando en el mar, el sol enrojecía, los grandes murciélagos negros que pendían de los árboles cual extraños frutos empezaban a prepararse para la caza. Era la hora de los oficios vespertinos. Delante de mí caminaba un caballero de avanzada edad con una estera trenzada a la cintura, una especie de mandil que suelen lucir los tongoleses ilustres, la ta’ovala, que se ciñe con un cordón de fibra de coco, el kafa. Suele ser una herencia familiar que se luce en ocasiones solemnes como el servicio religioso. Resolví seguir al hombre. La decisión resultó afortunada, pues gracias a ello fui a parar a la iglesia donde Taufa’ahau Tupou IV, el rey de Tonga, celebraba el domingo rodeado de toda su familia real. Cuentan que en tiempos inmemoriales el dios del sol Tangaloa se enamoró de una muchacha a quien había visto buscando conchas en la playa. El dios sedujo a la joven, llamada Ílaheva, tal como hizo Zeus con Europa —parece que los dioses no tengan otra cosa que hacer, salvo el nuestro, claro, pero eso es porque el nuestro está solo—. Ílaheva dio a luz a ‘Aho’eitu, quien se convertiría en el primer Tui. Aquello fue el origen de lo que sería un largo linaje, como sucede en Japón. Incluso hoy en Japón se da la circunstancia de que el emperador duerme con la reina del sol la noche anterior a su coronación, aunque a nadie le esté permitido presenciarlo.
Seguí al caballero de avanzada edad hacia el interior de la iglesia. Debía de formar parte de la nobleza, comprendí más adelante, pues se colocó cerca de la familia real, que ocupaba una tarima en la parte delantera. Tonga cuenta con treinta y tres familias reales a cuyos miembros no se les permite contraer matrimonio con el común de los mortales. El rey vestía de blanco, sujetaba un bastón plateado y llevaba unas grandes gafas de sol. Unas kafas de espléndidos colores le ceñían la cintura como si le mantuvieran el cuerpo ensamblado, pues su volumen era en verdad impresionante. Tenía todo el aspecto de un rey. Poco me importaba a mí —aunque sólo fuera por mi afición a los cuentos— si era descendiente de los antiguos Tu’i Tongas o de otras dinastías enfrentadas entre sí. En su porte se traslucía la herencia de su antepasado, el sol. Las jóvenes princesas de rostro angelical que le rodeaban conferían aún mayor relieve a su regia figura. Del servicio religioso no entendí nada. El sermón me trajo a la memoria los ecos apocalípticos que solían emitir por la radio neerlandesa los domingos por la mañana, tormentas calvinistas de infierno y condenación. Sin embargo, los rostros de la gente a mi alrededor expresaban serenidad. Y es que quienes viven en el paraíso no se dejan amedrentar fácilmente. De existir el infierno, existe el pecado. Eso me tranquilizó un poco a la vista de tanta gente bella. Luego entonaron unos cantos que no olvidaré fácilmente. Era como si contuvieran todas las pasiones reprimidas. Se escuchaban por todo el archipiélago, desde Niuatoputapu hasta Vava’u. Los cormoranes, los cangrejos, los centollos, las almejas gigantes y las ballenas que pasan por ahí cada año, todos escuchaban los cantos hasta en lo más profundo del mar. Un gran órgano de voces humanas ascendía al cielo y la familia real cantaba como la que más.
El resto de mi último día en la isla discurrió en silencio. Los feligreses habían vuelto a recluirse en sus casas y yo caminaba por las calles vacías de Nuku’alofa. Pasé por delante del palacio real de madera blanca, por extraños cementerios con botellas clavadas boca abajo en la arena, por la Sincere Variety Store y el mercado de pescados, en aquel momento tan solitario, el maketi Ika. Al día siguiente yo ya no estaría allí, tomaría un avión a Samoa para visitar la tumba de Robert Louis Stevenson. La vida en la isla seguiría su curso y prescindiría completamente de mí, porque nadie se había fijado en mi persona. Sólo así, pasando desapercibido, logra uno integrarse un poco en una comunidad, ya sea en una isla del océano Pacífico, en Los Ángeles o en Nueva York.
Tal vez es eso lo que buscamos en los viajes: desaparecer entre los demás. En Nueva York no se necesita nada para pasar desapercibido, ahí uno es su propio camuflaje. En medio de sirios, judíos polacos, tibetanos, vikingos y portugueses, uno no es sino un matiz más, una partícula, un individuo que compra un bote de vitaminas en la farmacia, una persona con nombre y sin embargo anónima, un transeúnte. Eso es algo que inquieta a mucha gente. A mí sin embargo me excita. El viajero frecuente debe enfrentarse hasta el hastío con la pregunta de si está huyendo de algo. No, no huye. Lo que busca es desaparecer estando presente. El viaje te permite desaparecer mientras sigues llevando tu vida —puedes llamar a un número de teléfono y al otro lado de la línea, si todo va bien, siempre habrá alguien que te reconozca—. La gente te ve, y sin embargo tú eres invisible en tu propia identidad. Podrías ser cualquiera. Te has desprendido de la anécdota de tu propia existencia, te has convertido en un habitante de la Provenza o de Río de Janeiro o acabas de despegar con el avión de New Zealand Air rumbo a Samoa. Debajo de ti se extiende el océano salpicado por las islas, tan pequeñas de repente, donde has pasado los últimos días. La ilusión consiste en pensar que en todos esos lugares a los que te diriges o a los que regresas tienes una segunda vida que discurre en sincronía con tu otra vida. Viajar es además, si se hace bien, una forma de meditación, algo que puede hacerse tanto en Venecia, en las Zattere, como en Zagora, al borde del Sáhara. Al contrario de lo que hoy suele decirse, el mundo sigue siendo infinitamente grande para quien viaja consigo mismo.
Stevenson fue un tipo así, un hombre que hizo un viaje en asno por Las Cevenas, un viajero tranquilo a la vez que inquieto. Los últimos años de su vida los pasó en esas islas que le inspiraron unas epístolas y unos libros magníficos.
Me he alojado en el Aggie Grey’s Hotel atraído por los exuberantes jardines tropicales y la reputación de Aggie, que en su larga vida logró convertir ese hotel en el más famoso de todo el Pacífico. Su popularidad se debe asimismo a las fia fia, las tradicionales veladas de canto y bailes polinesios, que le hacen sentir a uno como si regresara a un tiempo pasado. Pero la inocencia ya la hemos perdido. Esos cantantes y bailarines ya no son los de la época de Stevenson. Tampoco él conoció ya a los cantantes y bailarines indígenas anteriores a la llegada de los occidentales, cuando los nativos de Samoa, al igual que los de Tonga, vivían aún en comunidad sin ser observados por ojos extraños. Lo que nosotros vemos no es más que un eco de lo que fue en su día, pero aun así vale la pena. Como dijo el escritor inglés Tim Parks en una entrevista, para quienes vivimos rodeados por cinco culturas resulta saludable sumergirse de vez en cuando en un entorno donde se ha conservado una única cultura auténtica.
Aggie Grey no vive ya. Junto con Stevenson y Margaret Mead, ella es una de las personas que ha contribuido a difundir en el mundo la imagen de Samoa y de todo el territorio: una ilusión de belleza inmaculada y la insinuación de una sexualidad sin complicaciones y por lo tanto paradisíaca. Se trata naturalmente de una ficción, como lo son las historias de Stevenson, quien vivió en las islas en un periodo de guerras tribales, de afirmación de la propia identidad. Con todo, esa imagen ficticia, alimentada por el paisaje, el carácter y la belleza de la gente, ha permanecido viva. No es lo mismo ver unas flores tropicales de intensos colores dentro de un jarrón que verlas adornando el cuello de seres vivos que además cantan y bailan. Eso debió de causar gran impresión a los primeros turistas, ya fuera en Tahití, Oha’u o Raratonga. Al fin y al cabo deseamos creer en lo que nos hemos propuesto creer. Y por esa razón hoy yo no creo en la realidad ni en las estadísticas ni en lo que dice la prensa, sino en el rumor de las olas, en el mercado de raíces de mandioca, especias y centollos, en los pandanos con su tronco de múltiples pies, en el sonido de las voces humanas que entonan canciones que no entiendo y que el tiempo me ha traído desde un pasado inconcebible, esas mismas canciones que escuchó hará más de cien años el autor de La isla del tesoro.
En uno de los últimos días de mi estancia visito la gran casa de Stevenson, que hoy es museo. El escritor debió de recorrer un largo camino desde su Escocia natal, camino que por aquel entonces aún se realizaba a la velocidad de los barcos. Nuestra velocidad de hoy no aporta grandes ventajas. Vivimos bajo la presión de lo simultáneo. Ya no experimentaremos nunca más esa sensación de recibir una carta al cabo de meses como respuesta a otra carta que enviamos el doble de tiempo antes. Aquello era un destierro voluntariamente elegido, un destierro que nos hacía felices. «Me puede envidiar», escribió Stevenson el 7 de noviembre de 1890 —tenía por aquel entonces cuarenta años y no le quedaban más que cuatro de vida—. «Vivimos ahora en nuestra finca, en una pequeña barraca. Vemos el mar a seiscientos pies debajo de nosotros rozando dos valles de selva pluvial. La montaña se alza mil pies por encima de nosotros. Nuestra hacienda está rodeada de grandes árboles, los pájaros cantan y cantan, nunca había vivido en un cielo como éste».
Las casas de los escritores muertos me inspiran cierta melancolía. Ellos no están, han desaparecido, no existen sino en sus libros. Manuscritos, fotografías amarillentas, antiguas ediciones, telarañas del pasado. Y sin embargo, la naturaleza que rodea las casas sigue siendo la misma, los árboles tienen el mismo aspecto que en las viejas fotografías.
Stevenson gozaba ya de fama mundial cuando llegó a Apia en la goleta La Equator. Continuó la travesía hacia Sydney, pero la llamada de la isla era fuerte y en 1890 compró la finca en la que construyó su casa Vailima. Ya estaba enfermo entonces, y tras su muerte fue sepultado en la cima del monte Vaea, que domina la casa. Durante los cuatro años que vivió en Samoa la gente se encariñó con él. Los nativos lo bautizaron como Tusitala, el contador de historias. Un grupo de jefes tribales trabajó toda la noche para abrir un camino en la vegetación hasta la cima del monte. Decido recorrer ese camino al día siguiente y por la noche caen unos fuertes aguaceros. Es como si toda la selva emanara vapor debido al calor. Arbustos silvestres, extravagantes helechos, emblemas del universo tropical. A mi alrededor oigo las conversaciones de los pájaros, las mismas que escucharían los jefes tribales al subir esa cuesta portando el ataúd. La excursión es larga, no me cruzo con nadie por el camino. Cuando al cabo de un buen rato llego a la cima, estoy empapado. La tumba está aislada en un lugar despejado. Excepto los pájaros y el viento, no hay nadie ni se oye nada.
Muy al fondo se extiende el mar. Estoy a solas con el poeta y leo esos versos suyos que cualquier viajero desearía tener como epitafio.
Under the wide and starry sky,
Dig the grave and let me lie.
Glad did I live and gladly die,
And I laid me down with a will.
This be the verse you grave for me:
Here he lies where he longed to be;
Home is the sailor, home from the sea,
And the hunter home from the hill[22].
Cuando al bajar la cuesta paso por delante de una cascada de gran altura en el bosque, comprendo que he emprendido mi largo viaje de regreso hacia mi isla mediterránea. La mayor tentación para el viajero moderno que no desea someterse a la tiranía del tiempo es el round-the-world ticket. Enlazo viajes pasados con viajes futuros y prescindo ya completamente de la tiranía del tiempo y del orden de sucesión de los hechos. Me apearé en Japón, y en los alrededores de Kyoto proseguiré la ruta de los 33 templos que inicié anteriormente, caminando y subiendo cuestas, visitando los lejanos monasterios budistas donde se venera a Kannon, la diosa de la misericordia, en todas sus 33 manifestaciones, con sus once cabezas y sus mil brazos. Luego, movido por la nostalgia de mis años californianos, me apearé en Los Ángeles, y en el Tpopanga National Park subiré al Eagle’s Rock y desde allí divisaré el mismo mar que veo ahora a mis pies, el mismo que seguiré viendo a mi izquierda cuando circule por la Highway 101 en dirección a San Francisco y a Marin County, que está justo encima, y después descenderé el largo camino hacia McClure’s Beach, sencillamente porque es el camino que hago siempre desde que viví ahí un tiempo impartiendo clases en Berkeley. Puede que a alguien todo esto le sugiera agitación, para mí es paz. Son lugares tranquilos, apenas transitados. En esa playa casi me ahogué una vez. Una enorme ola me levantó y me arrojó a la tierra, y desde entonces no puedo visitar esa zona de EE. UU. sin acercarme a esa playa.
Puede que sea una tontería, pero lo que a mí me anima a regresar a esos lugares es precisamente la constante repetición de lo mismo. Desde las cimas de las altas montañas, te observan los elks, esos alces de anchas y extrañas cornamentas. Sé exactamente dónde recolectar berro silvestre en el angosto arroyo que discurre junto al camino empinado, y una vez abajo, allí donde la marea viva es siempre peligrosa, me quedo mirando el eterno movimiento de los pajaritos que al filo de toda esa vehemencia trazan en la arena sus secretos jeroglíficos. Entonces llega el día en que mi archivo está lleno. Los recuerdos han sido guardados. Es hora de regresar a esa ciudad sobre el agua donde está mi casa, a la Europa de mis primeros viajes en autostop, a la isla de mis veranos y al jardín de las dos palmeras que planté hace más de treinta años y que durante todo ese tiempo no se han movido de su sitio mientras yo recorría el mundo. Y en ese lugar permaneceré meses sin moverme escribiendo sobre cuanto he visto, sobre los milagros y los contrasentidos de este mundo cada vez más grande.