Vecinos
Al lado de Nuria vivía un hombre viejo y sarmentoso al cual yo llamaba Eumeo, en honor al porquerizo de Ulises, que fue el primero en reconocer al héroe a su regreso a Ítaca. Describiré lo que tengo enfrente. El pueblo al que pertenecemos consta de una calle larga con una iglesia, el ajuntament (un vivero político), dos bares llamados Casino y La Rueda y unos pocos pequeños comercios. Todo ello rodeado por un tejido de calles cuya intersección forma ángulos de noventa grados. Las casas son bajas y están encaladas. A diferencia de lo que sucede en Holanda, aquí no hay manera de vislumbrar los interiores de las casas. Las vidas que se desarrollan entre sus paredes son misteriosas. De noche, al caminar por las calles solitarias, se escucha el sonido siempre familiar de las voces de la televisión española, que conectan la isla con el gran mundo de ultramar. Por el pueblo discurre la Avinguda sa Pau (la avenida de la Paz), que fue trazada para descongestionar el tráfico que se dirige al mar. No está permitida la construcción de edificios altos, pero a nosotros ya nos parecen altos los bloques de tres pisos, aunque sólo sea por el hecho de haber visto cómo se edificaban. La isla está plagada de ese tipo de bloques en lugares en los que antes no había nada. Por la manera en que pronunciamos esa palabra se entiende que nos referimos a las playas vacías donde ahora se levantan hoteles, extraños senderos que ya no son accesibles para nosotros; en suma: el progreso. En la avenida desembocan un par de carreteras estrechas que constituyen el principio de un laberinto. En cuanto te adentras en ellas alcanzas enseguida un lugar donde no pasan dos coches a la vez, una zona agrícola en la que no se puede edificar.
Al final de una de esas carreteras, cada vez más estrecha y sin asfaltar, arranca un camino aún más angosto que conduce al lugar donde viven Eumeo, Nuria y Pere con sus dos hijos y, frente a ellos, nosotros, un hombre y una mujer. Desde 1969. El hombre es el mismo de antes. La mujer, llamada Simone, llegó en 1979. El resto es pasado, pues primero se marchó Eumeo con su hijo, y más tarde Nuria con su tribu. Aquello fue un drama que explicaré más adelante.
En nuestra casa termina el camino y el mundo. Eso hace que no se nos encuentre fácilmente, lo cual es bueno. Un árbol tupido nos protege. Exceptuando el cerdo, el asno y los gallos de Pep, apenas oímos nada. Alto. ¿Quién es ese Pep? Pep es hijo de Pasqual y hermano de Elena, hija de Pasqual y mujer de Jordi al tiempo que madre de Isabel, la cual ama profundamente al asno y sostiene con él largas conversaciones que el animal escucha con paciencia, porque sabe que Isa es la hija única de dos padres trabajadores. Pasqual, que es manco pero todavía muy capaz de salir a faenar, pescar pulpos y cultivar unas inmensas calabazas, es el marido de María Antonia, propietaria de la casa de Eumeo y de su cuñada Nuria. Y el drama fue que María Antonia no quiso renovarle el contrato de alquiler a Nuria. Quien crea que la vida rural es sencilla se equivoca. Eumeo se marchó. Su casita blanca de estilo árabe, un anexo de la de Nuria, quedó vacía. Pero Nuria se resistió a abandonar su casa. Ella sentía apego por su pino y por el fin del mundo, al igual que nosotros. Y nosotros sentíamos apego por ella y por el prolongado grito de guerra con el que llamaba a sus hijos cuando éstos jugaban en el campo, por la manera en que hablaba a Murciélago y se ocupaba del suministro del agua y por las peculiares facturas que nos presentaba una vez al año porque le gustaba controlar las cosas. Conducía su motocicleta como si fuera un caballo de guerra, comadreaba como si fuera un oficio, protagonizaba un drama épico aún por escribir y no sabía leer. Las facturas se las hacían sus hijos, pero en eso no reparamos hasta más adelante, cuando ella ya había perdido la batalla y le habían talado el pino.
Hubo el efímero interregno de la bella hermana de Elena, que se instaló en la casa vacía de Eumeo. La muchacha se relacionó durante un tiempo con un guardia civil que llegaba a casa por las noches acompañado de una radio de música martilleante. Tenía ella unos ojos bellos, de un azul frío impresionante, que al cabo de un tiempo se le pusieron tristes, tras lo cual desapareció el guardia civil y regresó la calma. ¿Y ahora? Ahora viven en la casa de enfrente Jordi y Elena, y en la casa de al lado su hermano Pep. La vida de esa gente es mi reloj. Turno de noche en el aeropuerto (Jordi), acompañar a Isa al colegio (Elena), regresar de noche del restaurante (Pep). Sus coches irrumpen en el silencio con un ruido que aquí en el campo puede resultar ensordecedor. Yo ya me he acostumbrado a él, es una forma de no sentirse completamente aislado del mundo. Pere nos regala tomates y melones cuando es la temporada y alguna que otra vez unos huevecitos, porque sus gallos cantan a las cinco y media de la mañana y piensa que nos despiertan demasiado temprano, no sin razón. A continuación, los acontecimientos del día son guiados por Benno, Yorck y el primer y el segundo Ankor. Recuerdo un verso inolvidable del poeta holandés Theo Sontrop: «El perro cortesano ladra». Yorck, Benno y los dos Ankor son y eran los perros cortesanos, y ladraban cada vez que oían algo que a ellos se les antojaba un acontecimiento, como los pasos de una persona extraña, la bicicleta de Jaume el cartero y todos los ruidos de motor que no identificaban a la primera. Yorck, un perro de caza, grande y melancólico, reacio a ser acariciado, pertenece a Jordi. Tiene un ladrido ronco y profundo y vive escondido en un rincón detrás de la casa. Ya no ladra al oír nuestro coche, pero sí con todos los demás ruidos, en especial con el de la motocicleta del hombre que viene a dar de comer a su ca ballo Reina, que vive junto a mi cuarto de estudio. Siempre que me desconcentro o me bloqueo al escribir, salgo al jardín y nos miramos. Mejor dicho, yo miro a los ojos de un insondable vacío y ella (Reina es una yegua) queda a la espera de que le dé un higo de la higuera de al lado. Reina es una yegua hermosa, negra y de patas esbeltas, como todos los caballos de la isla. Hay aquí devoción por estos animales, protagonistas de todas las fiestas populares. Los jinetes reciben el nombre de caixers. Llevan pantalones blancos y botas, un frac y un bicornio en la cabeza, todo lo cual les confiere un aspecto decimonónico. Los representantes de la nobleza local se suman a la cabalgata, a veces incluso las concejalas del ayuntamiento, y no puede faltar el capellán, a quien llaman el caixer capellá. Se forma una larga romería, precedida por un hombre montado en un asno que toca la flauta, el flabiol. Primero todo el mundo va a misa y luego empieza el baile. La música, siempre la misma, es excitante. Desde todos los pueblos de la isla acuden hombres y muchachos para bailar con los caballos y sus jinetes. Digo bailar porque no sabría cómo describirlo de otra manera. El arte es tratar de que el caballo se mantenga el máximo tiempo posible alzado sobre sus patas traseras. El capellán asiste impertérrito al espectáculo. Los muchachos bailan prácticamente debajo del caballo, arman jaleo y gritan; la música, incitante, suena con fuerza; los caballos patean el aire con las patas delanteras. Hay que ser un buen jinete para dominar a esos animales, pues las patas deben regresar al suelo en algún momento y preferiblemente sin rozar a nadie. La calle del pueblo se llena de puestos en los que se sirve abundante pomada, una mezcla potente de limonada y gin inventada aquí en la isla, al igual que la mahonesa, que en el mundo entero ha pasado a denominarse «mayonesa».
El propietario de Reina es un primo de Pep y Elena. El hombre acude a diario a cepillar a Reina y a cabalgar un rato, para lo que se cala una gorra especial de terciopelo negro. Entonces veo las cabezas de Reina y del jinete pasando a galope al otro lado del muro. Eso suele suceder cuando nos disponemos a comer, y como Yorck cree que Reina es un perro demasiado grande, le ladra. Cada día. La ciudad de Königsberg tenía a Kant para saber qué hora era, yo tengo a Reina, Yorck y los gallos.
Benno en cambio la tenía tomada con la bicicleta del cartero, que por esa razón ya no quería traernos el correo ni a nosotros ni a los vecinos. Benno era una especie de bola de lana enredada. Con un palo asomando entre su pelambrera habría tenido pinta de escoba mágica. En cuanto se percataba de que lo mirabas, se echaba boca arriba en la tierra, lo cual no contribuía a su limpieza que digamos. Benno y yo nos caíamos bien, y, al contrario que Ankor, andaba suelto y siempre cerca de nosotros, que es lo que a él le gustaba. También Ankor era de Pep, pero a él lo tenía amarrado a una cadena muy corta detrás del muro. Nuestra historia de amor fue breve e intensa. Ankor era muy solitario y no ladraba casi nunca. Era un pastor alemán, no del todo logrado, de ojos tristes, lo cual no mejoró cuando Pep le construyó una caseta de cemento junto al gallinero y lo dejó ahí amarrado a la cadena, que seguía siendo demasiado corta. La caseta estaba detrás de casa, en la finca del vecino. Yo me acercaba sigilosamente por las noches a darle algo de comer al perro y la orgía de gratitud casi me arrojaba al suelo. Cuando Ankor se ponía derecho, atado a su correa demasiado corta, alcanzaba a colocar sus patas delanteras sobre mis hombros. Lo hacía sin ruido alguno, sólo con un suave y agudo gemido de pena incontenible. Intenté en más de una ocasión hablar del asunto con Pep, pero él me contestaba que sólo amarraba al perro en verano mientras él trabajaba en el restaurante. No es que Pep no quisiera a Ankor, pues cuando llegaba a casa por la noche lo soltaba. Yo escuchaba entonces correr al animal como un poseso de un lado a otro del camino. No sé si será algo español, pero lo cierto es que en el campo la gente trata a los animales de otra manera.
Quien abandona su casa en invierno pierde el derecho a hablar. No vale quejarse del jardín ni de los perros del vecino. A partir de noviembre, Pep se llevó a Yorck a cazar conejos, lo cual debió de ayudar al perro a superar su melancolía. En invierno, el restaurante de Pep está cerrado entre semana. Según él, Ankor lo acompañaba entonces a todas partes. Pero transcurrido el primer verano murió Benno, y transcurrido el siguiente, Ankor. Yo aún veo a los dos perros delante de mí, como veo a Murciélago. Son los únicos instantes en que creo en el más allá. Durante años Nuria echó de comer a Murciélago cuando nosotros no estábamos. Decían que lo hacía mediante un desafiante grito de reclamo, que empezaba a ciento cincuenta metros de la verja. Nuria no había superado todavía el hecho de haber tenido que abandonar su casa por culpa de los hijos de su cuñado, y aquél era su modo de demostrar que en nuestra casa era todavía bienvenida. Lo único que le preocupaba es que le sucediera algo a Murciélago en nuestra ausencia. Le agradecí que hubiera cuidado tan bien de la gata durante tantos años. Si a Murciélago le sucedía alguna fatalidad, jamás se lo reprocharíamos, le dije, y, si se daba el caso, le pedí que la enterrara bajo la bella sombra. Pero Murciélago solucionó el asunto de otra manera: desapareció un buen día y no regresó nunca más. Envenenada, pensaba Nuria lanzando una mirada significativa hacia la casa de enfrente. Yo no me lo creía, pero conviene no inmiscuirse en las tragedias familiares y menos aún si hay una Nuria en juego. Aún recordaba el día en que se presentó en casa con los ojos arrasados en lágrimas preguntando si «esa señora de la televisión» que acababa de morir en un accidente de tráfico era amiga nuestra. A su juicio todos los extranjeros se conocían entre sí, de modo que había acudido a casa a acompañarnos en el sentimiento. Sólo cuando le preguntamos de quién se trataba nos enteramos de que se refería a Grace Kelly. Creo que ni siquiera sintió alivio cuando le aclaramos que no conocíamos a «esa señora».
Exit Benno, exit Ankor. Yo no lograba entender cómo Pep, transcurrido el invierno, se había hecho con un nuevo Ankor, un cachorro de gran tamaño que según él aún tenía que crecer mucho más. Ése sí que era un perro de raza auténtico, dijo él. Sus palabras se me antojaron una última bofetada para Ankor I. Para mí sólo existía un Ankor, pero qué le vamos a hacer, no soy capaz de enfadarme con Pep. Él aprovecha los largos inviernos para arreglar su casa. Sobre su tejado blanco ha colocado una especie de lechuza de piedra y ha construido un pequeño estanque donde los peces de colores nadan en círculos con expresión meditabunda. Nos comentó que tenía la intención de darle un tono rosa a la pintura blanca típica de la isla, pero gracias a Dios logramos disuadirle.
Días lentos. La condesa inglesa pasa cada mañana con su Land-Rover por entre los estrechos muros de nuestra finca para cuidar de sus caballos. Los domingos acude al hipódromo, donde participa en las carreras de caballos con buggy. El asno, que antes estaba muy lejos, lo tenemos ahora más cerca. Al igual que nosotros, el animal escucha los largos monólogos de Isa cuando ésta vuelve del colegio y sus padres no están aún en casa. Paco. Así se llama el asno. Y para hablar con él, Isa se sube a un muro y se arrima a su rostro gris. Jordi ha reconstruido los muros alrededor de nuestra casa que habían sido dañados por una fuerte tormenta. Elena nos hace un relato minucioso de sus intentos de perder peso y de las duras oposiciones a asistente sanitario a las que pretende presentarse. Los únicos extraños aquí somos nosotros, porque justo cuando regresa la calma después del verano y la gente vuelve a vivir a sus anchas, nos marchamos a la otra mitad de nuestra invisible vida. Y como los vecinos quieren que entendamos lo que nos perdemos en invierno, el año pasado nos enviaron unas fotos de mi jardín mediterráneo bajo la nieve. Las palmeras, el ciprés, la bella sombra, la yuca, los cactus…, criaturas fantásticas, extraños muñecos de nieve en un jardín sin jardinero.