Pastor alemán
Mi primera Provenza fue una Provenza literaria. Textualmente: leí y escribí acerca de esa tierra antes de haber puesto un pie en ella. Y es que mis primeros viajes no me condujeron hacia el sur, que más adelante se convertiría en mi segunda patria, sino hacia el norte, un mundo que en realidad siempre me fue ajeno. Corría el año 1953. Las huellas de la guerra aún tardarían un buen tiempo en borrarse. Recuerdo la vida de entonces como gris, una época de reconstrucción marcada por las estructuras rígidas heredadas del periodo anterior a la guerra, por el provincianismo y la ideología jerárquica de la Iglesia y la política. La bomba no estallaría hasta la década de los sesenta. La Guerra Fría fue en verdad fría, y ese frío, sumado a la constante amenaza de la bomba atómica, había penetrado en el alma de la gente. Descolonización, continentes desprendiéndose en parte de su madre patria, las últimas dolorosas guerras europeas en Indochina, Indonesia y Argelia, los primeros conflictos de poder de un mundo dividido en Budapest, Berlín, Corea… No, no eran tiempos amables aquellos en los que yo, a mis diecinueve años, recorría en autostop el vasto territorio del norte de Europa. Con todo, aquel primer gran viaje al norte que realicé con un desvío fue lo que me dio la oportunidad de descubrir el sur. Desde entonces sé que no existe más que una sola brújula en la que poder confiar, tu brújula interior. Quien parte de viaje en busca de lo desconocido, sin realmente contar con ello, nunca acaba del todo defraudado. No me refiero a los grandes acontecimientos, sino más bien a los pequeños: una mirada, unas palabras, una imagen, un pensamiento que remueve algo en nuestro engranaje interior y gracias a lo cual más adelante, tal vez largo tiempo después, se desata algún hecho o se manifiesta algo que determinará nuestra vida para siempre. Ignoro por dónde andará la muchacha francesa que conocí en 1953 en el norte y a quien dediqué mi primer libro. Le perdí el rastro, y sin embargo, cuando en una tarde otoñal me paseo por las viñas provenzales de mi amigo M., como hice hace poco, y veo a lo lejos la sombra casi negra del Mont Ventoux recortada contra el cielo, me acuerdo de esa chica y del libro del que me habló durante nuestro primer encuentro, un libro que ha labrado para siempre en mi alma la imagen de la Provenza. Éstas son palabras mayores, y las palabras mayores no tienen cabida en los tiempos sobrios. Bien es verdad que no sabría cómo hablar con palabras menores de la tierra que Petrarca divisó desde ese mismo Mont Ventoux. Pero debo narrar la historia ordenadamente.
El libro del que me habló la muchacha se titulaba Le mas Théotime y su autor era Henri Bosco. No recuerdo hasta qué punto dominaba yo el francés por aquel entonces, pero sí que al leer las primeras líneas sentí una magia especial.
«En août, dans nos pays, un peu avant le soir, une puissante chaleur embrasse les champs…». Ahora sé cuál es el acento que corresponde a esas palabras, una variante musical del francés inherente a ese mismo calor que el autor describe. Un acento que evoca el calor, el olor a lavanda, la melancólica silueta de los cipreses, el eterno canto de los grillos, la antigüedad de los olivos, el vaho azulado de las infinitas hileras de cepas que antes de los impresionistas nadie se había atrevido a pintar de ese modo. Yo nunca había experimentado en carne propia ese calor, nunca me había adentrado hasta ese extremo en el sur, y sin embargo, leyendo aquellas palabras, fui capaz de sentirlo. Me veía en aquella métairie (casa de labranza) y sentía cómo el calor cercaba el caserón, sabiendo que no se podía hacer más que esperar la caída de la tarde y que el frescor de la noche acudiera a liberarnos. Ese tipo de casas provenzales reciben el nombre de mas, un vocablo pedregoso, breve, que expresa exactamente lo que es: una fortaleza que protege del frío del invierno y del calor del verano. La anécdota del libro, una historia de amor, se me ha borrado de la memoria; no recuerdo sino la atmósfera, la forma de escribir, el alma de la Provenza. Desde aquel mismo instante supe que tenía que visitar esa tierra. Y como yo era joven, aquel mundo iba a ser idéntico al descrito en la novela: el café del pueblo junto a los plátanos, la vendimia, las tardes de calor sofocante… Todo estaba ahí.
Ahora, después de tantos años, no sé qué elementos de aquel mundo son producto de mi imaginación, sólo sé que esa imagen de la Provenza nunca ha cambiado esencialmente para mí. Es cierto que ahora hay allí supermercados e industrias hightech, es inevitable, y el paisaje que se divisa desde las carreteras en las inmediaciones de Aviñón y Nimes se asemeja más al oeste americano que al mundo de los años cincuenta, aunque al mismo tiempo existen todavía lugares como el mercado de los jueves, frecuentado por mujeres de ojos como cerezas negras, o la plaza donde los bolos del jeu-de-boules hacen clic al entrechocar y las señoras mayores siguen contándose las mismas historias de toda la vida junto al gorgoteo de la fuente, que por supuesto está debajo de los plátanos. Y uno de esos lugares es el pueblo donde vive mi amigo M., propietario de un mas como el que describía en su libro Henri Bosco, una antigua casa de labranza provenzal con los colores del sol poniente, un caserío al que yo regreso regularmente y en cualquier estación del año. La casa está aislada y rodeada de viñas; a lo lejos se alza el Mont Ventoux, y si uno se sitúa de espaldas a la montaña, se divisa, también en lontananza, la pequeña torre de la iglesia del pueblo. El pueblo no es muy grande, sus calles sinuosas son muy antiguas, y las casas disponen de silos medievales y pesados muros que apenas dejan traslucir la vida que discurre en su interior.
La serpenteante carretera que va de Carpentras a Salut y Villes-sur-Auzon atraviesa el pueblo. En esa carretera hay un café llamado Le Siècle, una oficina de correos, el banco del Crédit Agricole, una maison de la presse donde comprar el Nice-matin y el Provençal y una inmobiliaria que anuncia toda suerte de tentadoras casas de la región. A la entrada del pueblo, al fondo de una plaza donde a veces se celebra un mercado de caballos, está el ayuntamiento, y en el otro extremo una carreterita que lleva hacia unos sarcófagos sombríos, un poco como los Alyscamps en Arles, y es que también aquí dejaron los romanos sus huellas y sus muertos. Un poco apartado, como si al pueblo le causara cierta vergüenza, se alza el castillo del marqués de Sade. El recuerdo de sus ingeniosas torturas se ha borrado. No es sino una edificación cuadrada y en ruinas, a la espera de un nuevo inquilino que no tema los fantasmas de las inocentes muchachas martirizadas, tal vez sólo existentes sobre papel. Hay un pequeño museo y un monumento a los caídos del «1418», esos jóvenes franceses que jamás llegarán a saber cuánto ha cambiado su pueblo aun siendo el mismo.
Mi pueblo no es famoso, no figura en la guía Michelin, carece de atracciones especiales. Es lo que es, un pueblo de la Provenza, un conjunto de casas en torno a una iglesia en medio de una región vinícola. Tiene un alcalde, un teniente de alcalde y una gendarmería. Y en la gendarmería hay un perro. Es él en realidad el protagonista de este relato, el perro y un amigo checo mío de EE. UU., médico e inventor de medicinas, un hombre que publica magníficas ediciones bibliófilas y que viaja de un continente a otro, que posee un laboratorio en California y una fábrica en Praga, que siendo un joven oficial se fugó de su país comunista en el interior del maletero de un coche, que estudió medicina en Dinamarca, fue profesor en Los Ángeles, domina al menos seis idiomas y de vez en cuando se deja caer por este pueblo provenzal transformándose de inmediato en un auténtico viticultor hasta que de repente vuelve a adoptar la identidad de uno de sus otros personajes y parte hacia su correspondiente mundo. El destino del eterno desterrado, como dice él. Caminando por un estrecho camino rural se llega en unos veinte minutos a la salida que conduce a su casa. Ésta está señalizada con una columna cuadrada coronada por una cruz de hierro que mi amigo ha restaurado para gran satisfacción del viejo agricultor que le vendió la casa. Desde la cruz arranca un camino de entrada en el que mi amigo ha plantado cipreses que dentro de un siglo verterán largas sombras sobre el sendero de arena. A izquierda y derecha del camino, los viñedos echan a finales del verano unas uvitas negras y duras que producen un vino que le mira a uno directo a los ojos y desdeña los grandes vinos de alto copete. Con mi amigo y el adjoint-maire, que lleva toda la vida cuidando estos campos, me siento debajo de la morera negra. Y de las botellas sin etiqueta nos servimos el interminable vino purpúreo.
A los pies de mi amigo yace, siempre avizor, un pastor alemán, atento a cada uno de los movimientos de su amo. Cuando éste se pone en pie, el perro (o la perra, es una hembra pero me cuesta imaginarlo como tal) se pone también en pie, como si el animal estuviera unido a su amo mediante una correa invisible. Yo no soy un hombre de perros, soy hombre de gatos, razón por la cual me ha costado un poco acostumbrarme a esa unión física a la par que mística entre ambos, pero ahora nos soportamos mutuamente. Respeto esa peculiar unidad dual y el servilismo mutuo de mi amigo y su perro, entre otras razones porque sé cómo han surgido.
Una tarde de verano tardío, debajo de esa misma morera negra, el adjoint-maire le habló a mi amigo de los robos cada vez más frecuentes que se producían en las casas y de las personas que habían desaparecido en los tupidos bosques de Mont Ventoux. El jefe de la policía local, cuerpo denominado gardes champêtres, confirmó la historia y añadió apesadumbrado que el perro de la policía había pasado a mejor vida y que el presupuesto del ayuntamiento no permitía adquirir un nuevo perro. M. preguntó qué raza de perro era. Un pastor alemán. Eso le evocó asociaciones desagradables, una relativa a un antiguo habitante de Berchtesgarden y otra relativa a un sobrino suyo que en un intento de fuga por la frontera checa había sido despedazado por perros de esa raza. Sabía además que tales perros suelen sufrir displasia de la cadera, debido al overbreeding, la reproducción intensiva. Pero por otro lado se enteró de que en Bohemia, es decir su propio país, vivía un criador y entrenador de esa raza de perros llamado Konijn. Los perros que él suministraba eran de una perfección nada perruna. Así que mi amigo resolvió adquirir uno de esos perros para el pueblo.
Cada pueblo provenzal cuenta con su extranjero excéntrico, quien con el transcurso del tiempo acaba formando parte de la leyenda local. Le chien du docteur américain no sería una excepción a eso. Pero la cosa no resultó tan fácil, pues una vez que M. compró el perro se produjo una situación que al parecer sólo es comprensible para los psiquiatras de perros. Por mucho que mi amigo lo intentara, el perro llamado Fula no quería, literalmente, perderle de vista ni un segundo. Era como si el perro le hubiera comprado a él y no a la inversa. En las relaciones humanas llamaríamos a este fenómeno amor. Comoquiera que fuese, M. acudió con Fula al señor Konijn para preguntarle qué tenía que hacer con un perro que se metía con él en la ducha, que dormía debajo de su cama y que trataba de protegerle del silbido del hervidor del agua. El maestro criador Konijn le explicó que se trataba de un raro caso de teología perruna, algo que él en su larga vida de entrenador de perros no había presenciado más que un par de veces. En resumidas cuentas, vino a decirle que la perra había adoptado la «química» de M. (yo diría que el «alma») y que el animal había decidido ser el «líder de la manada», una situación que era imposible modificar. Si la abandonaba o la cambiaba por otro, la perra sufriría una depresión, dejaría de comer y con toda probabilidad moriría. En cualquier caso, en semejante estado la perra no le servía de nada al criador. Le propuso devolverle el dinero y que se la llevara a Francia gratuitamente, donde el jefe de los gardes champêtres la esperaba con ansia.
Pero ¿qué hacer con un perro que sufre de mal de amores en lugar de perseguir a traficantes de coca? El jefe de policía miró un segundo los ojos perrunos y lo tuvo claro: a esa perra ya no se la podía separar de su amo. Le acompañaría en los viajes entre los continentes y el pueblo. Se quedarían sin perro guardián, una trágica situación que se mantuvo hasta que el señor Konijn volvió a llamar desde la lejana Bohemia para comunicar que había disponible un nuevo perro, esta vez un macho llamado Hir, un nombre que en checo probablemente tenga un significado aterrador, pues Hir no era un macho sino un machote de órdago, un perro de aspecto fiero, parecido a un lobo, nacido para perseguir a delincuentes.
Y así sucedió. Una delegación del ayuntamiento se presentó en el aeropuerto de Marsella con mi amigo M. Hir saludó a monsieur le maire y al adjoint-maire y se enamoró de Fula (han tenido un hijo llamado Athos), y no tardó en convertirse en el terror de los atracadores, ladrones y traficantes de coca. Las historias circulan rápido en la Provenza. Muy pronto corrió el rumor de que el perro que monsieur le docteur américain había regalado al ayuntamiento protagonizaba un acto heroico tras otro, su foto apareció en la prensa e incluso llegó a recibir una condecoración. El pueblo tenía una nueva leyenda.
Monsieur le docteur américain, que en realidad sigue siendo checo, ha logrado entretanto integrarse plenamente en la región. Se pasea por sus viñedos como un auténtico señor provenzal seguido por su sombra Fula, novia de Hir y madre de Athos. Y así sucede a veces que en una hermosa tarde de verano, cuando el calor ha dejado de apretar pero el sol se desliza todavía por los campos, nos sentamos un gran grupo de gente a una larga mesa debajo de la morera negra. La mesa está llena de los productos que esa misma mañana hemos adquirido en el mercado de Isle-sur-la-Sorgue: las olivas, la pata de cordero aromatizada con tomillo y romero, los quesos de cabra recubiertos de ceniza y especias, el pastis elaborado con vino que parece haber pasado directamente de la vid a las jarras. Los perros yacen debajo de la mesa y sueñan que vivirán así para siempre, y cuando más tarde escucho al adjoint-maire contar sus historias y veo al jefe de los gardes champêtres marchándose en el coche oficial con las luces giratorias azules acompañado de toda la familia y haciendo hermosas eses por el camino, yo regreso al mundo de Giono y Bosco, el mundo de la luz meridional, una región mítica que en días como ésos se me figura uno de los limbos del paraíso, y entonces entiendo otra vez por qué hace más de cincuenta años, cuando en mi tierra nórdica calvinista abatida por la guerra leí las primeras páginas de Le mas Théotime, deseé tanto estar en ese mundo.