El Gran Río
El Gran Río no era un barco grande. Todavía hoy me acerco alguna vez a las esclusas de IJmuiden para contemplar los barcos que pasan, los grandes y los menos grandes. Si el día no está cubierto y no hay niebla, pueden seguirse con la vista a gran distancia, hasta ese punto siempre impreciso en el que uno deja de avistarlos definitivamente. Entonces los barcos pertenecen al mar, lo que significa que se han perdido de vista. Si, por el contrario, uno se halla en el mar, pierde de vista todo un país, y eso no es poco. Me enrolé como marinero en el Gran Río porque me había enamorado de una muchacha surinamesa. Por aquel entonces, si uno quería salir con una chica menor de veintiún años, se requería el permiso del padre. El padre en cuestión juzgó que antes de nada debía ir a presentarme. Ese señor era director del SMS, la Compañía de Navegación de Surinam, en aquellos tiempos todavía colonia neerlandesa, y su flota constaba de un buque costero, el Prins Bernhard, y unos cuantos barcos transbordadores. El buque hacía la travesía de ida y vuelta entre Surinam y Curaçao, San Juan, Nueva Orleans, Belém y Cayenne. Había llegado el momento de adquirir un segundo buque y ése fue el Gran Río, entregado en el verano de 1957. Éste haría su primera travesía hacia Sudamérica para no regresar nunca más. Para realizar aquel viaje inaugural se necesitaba tripulación. Mi futuro suegro me hizo una propuesta por escrito: viajar gratis como pasajero o costearme el viaje trabajando de marinero y ganando 459 florines. Esta última propuesta la acompañó con un comentario entre paréntesis: (eso haría un americano). Entendí que el hombre me había reclutado y me enrolé como marinero. Reclutar, enrolarse, unos términos que me hacían sentir como si hubiera ido a parar a un libro de aventuras para chicos. El buque iba a permanecer en aguas caribeñas, de modo que no estaba nada claro cómo iba yo a regresar. Dinero no tenía. Así que decidí personarme en la revista Elsevier. Aquélla fue una visita memorable. El redactor jefe era por aquel entonces W. G. N. de Keyzer, del cual se decía que había arrojado a un rival suyo por las escaleras. Yo acababa de publicar una primera novela lírica y era mucho más joven que los gerifaltes que trabajaban para la publicación. El hombre tenía un despacho impresionante. A mis ojos, aquello era el mundo real. Con mi voz de soprano le expuse mis planes. Escribiría artículos sobre todos los puertos en los que íbamos a recalar y luego continuaría mi viaje hacia la Guayana francesa. El redactor jefe me escuchó sin decir una palabra, hasta que sonó el teléfono. También al teléfono se mostró parco en palabras. De vez en cuando decía «sí, Eppo», «no, Eppo», de modo que deduje que se trataba de Eppo Doeve, el ilustrador de la revista. El hombre puso de repente la mano sobre el auricular, me lanzó una mirada penetrante y dijo: «Es Eppo Doeve, está en el océano Ártico, a bordo del Crucero de las Siete Provincias de Su Majestad». Entretanto garabateó algo sobre un papelillo que me entregó nada más colgar el teléfono: dos mil florines para gastos de viaje, ponía. Así fue como me convertí en marinero a la par que en periodista, sin saber todavía lo que me es peraba. Embarqué con mi Olivetti 22, un tomo del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell y, si mal no recuerdo, los poemas de Slauerhoff. Me presenté ante el resto de la tripulación, en gran parte surinamesa, un verdadero arco iris que empezaba por el blanco (capitán, maquinista, primer oficial), pasaba por diferentes colores, desde el chocolate hasta el negro y el capuchino, y desembocaba de nuevo en el blanco, que era yo, el inferior. Mis tareas consistían en servir a los oficiales en la mesa, bajar por la escalera de hierro al cuarto de máquinas, donde hacía un calor de muerte, portando una bandeja con limonada, hacer de pinche de cocina y limpiar los servicios. El Gran Río pesaba catorce toneladas, pero el camarote que yo compartía con un chico surinamés era muy pequeño. Él dormía arriba, yo abajo. No nos comunicábamos mucho, pues él hablaba el sranan tongo, la lengua de Surinam. Nos entendíamos mediante risas. El chico se llamaba Demarara, y era tan negro como yo era blanco, es decir, muy negro. La memoria y la realidad no están emparentadas, como bien se demuestra en las cartas que escribí por aquel entonces a mi novia y que más tarde me fueron devueltas, cartas enamoradas que destilaban quejas: que tenía que trabajar más de lo convenido, que el buque avanzaba muy despacio, que era difícil soportar la visión diaria de esa infinita masa de agua gris. La memoria, sin embargo, me habla de otra cosa, me habla de la primera noche en Lisboa, del buque anclado en medio del río, de la ciudad meciéndose inalcanzable en la oscuridad. Yo ya había estado anteriormente en Lisboa, durante un viaje que hice en autostop, y sabía que en esa ciudad que tenía enfrente, en un barrio de oscuras callejas, se cantaban fados, y que el poeta Slauerhoff se había paseado por ahí. Aquel suave vaivén en medio del río me resultaba insoportable. El resto de la tripulación tenía otros deseos. Finalmente logramos que nos concedieran permiso para tomar una lancha y acercarnos al muelle. Ésa fue la primera vez que escuché a Alfredo Marceneiro, una voz áspera y ronca que contenía toda la desesperación del mundo, la saudade, esa particular provincia portuguesa de la melancolía, territorio favorito de los enamorados.
Al día siguiente, después de la carga y descarga de mercancías, zarpamos muy temprano. Era el 20 de junio. Pasamos por delante de la torre de Belém y enfilamos hacia el océano. Yo no podía saber aún que esa travesía retornaría treinta años después a mi libro La historia siguiente[10]. En realidad uno escribe siempre mucho antes del propio acto de escritura. En el barco no era yo quien escribía, sino el capitán, que en su cuaderno de bitácora hacía sus anotaciones en una lengua que para mí era indescifrable, un código secreto. Profundidad y estado de la marca de los imbornales respecto a la línea de flotación. El calado medio del barco en agua dulce y zona de navegación tropical es 13'10"4, en zona de navegación tropical de agua salada 13'07". Calado controlado al entrar en alta mar: Lisboa, 20 de junio de 1957, el calado de Proa 07'01. Popa 08'10. Distancia desde el centro del círculo de la marca de los imbornales hasta la línea de agua (línea de carga) —Estribor +05'04"5. Babor +05'04"5— Peso específico del agua 1.015.
El trayecto Ámsterdam-Lisboa nos llevó cinco días. En el cuaderno de bitácora leo: «El barco cabeceaba y daba ligeros bandazos», y así fue durante toda la travesía. En la página 18, la pluma no siempre clara del capitán escribe en su código secreto: 20:55 C. Roda, el oficial de puente, embarca en la bahía de Cascais. Remontamos el río Tajo según indicaciones del oficial de puente. Pasamos a las 22:25 Forte d. Sao Julio 22:57 Belem Castle Anclamos en Lisb. 23:20 SB ancla + 75 sdm - cadena en 18 sdm. Las luces del ancla funcionan bien. Los cálculos son los mismos. A continuación vienen las trece extensas páginas de Lisboa hacia Port of Spain. En mis cartas leo que tanto el capitán como el primer oficial, quien me permitía pasar con él mis horas libres en el puente de mando, me confesaron que solían morirse de aburrimiento a bordo. Mucho tiempo después aquello me inspiró un poema, uno de cuyos versos reza: «La desazón que entonces no sentí la siento ahora». Reconozco que es un verso extraño. Más tarde realicé otros viajes en barco, lo que demuestra que la desazón no fue tan grande como para no repetir la experiencia, y sin embargo aquel verso había sido sincero. La vasta superficie del mar produce cierta congoja. Cada barco que divisábamos en el horizonte devenía un acontecimiento, aunque normalmente no había nada que ver. Sólo muy de vez en cuando un pez volador, motivo de gran revuelo. El duro trabajo ocupaba los días, no había tiempo para pensar, la superficie del mar nos envolvía permanentemente. Los oficiales de puente me hicieron sudar la gota gorda. Nunca olvidaré algunas de las cosas que me dijeron: «Oye, ¿por qué a ese tipo le pones el cuchillo derecho y a mí inclinado? ¿Será porque tiene la piel más clara que la mía?». «No señor, es por el movimiento del barco». «Muchacho, no seas impertinente». «No, señor». «Vete a limpiar el váter, que tiene el borde marrón». «Sí, señor». Días instructivos para un marinero que había escrito un libro que no importaba en aquel mundo. Las actitudes de los compañeros, las conversaciones, los sucesos. Por la noche me retiraba a un rinconcito de la cubierta y pensaba en las historias que me habían contado. Recuerdo el sonido de los motores, el rumor de las olas batiendo contra el barco, y en el cielo aquel otro mar, el de las estrellas, unas estrellas como no se ven desde la tierra. Imposible leer o escribir. Me pasaba horas apoyado en la borda de la cubierta de popa observando la estela de espuma que dejábamos atrás y que se abría en abanico hasta formar un triángulo infinito de largos lados que desaparecía en la nada.
El jefe de cocina era un hombre menudo, un poco amarillento, y tenía un bulto. Era amable, eso sí. La gente se quejaba de la comida, claro está, pero él no perdía el ánimo. A pesar de que era verano comíamos rancho de invierno. Había que limpiar los arenques, cortar cebollas, pelar patatas para el puchero. Judías pintas con arroz, pescado en salazón, el alimento del trópico. Un día el jefe de comedor vino a preguntarme si «les» podía prestar la máquina de escribir. Con el «les» se refería a los otros marineros. No me atreví a preguntar qué pretendían hacer con mi máquina, mas no tardé en percatarme de sus intenciones. Desaparecieron todos en el camarote del jefe de comedor. Yo los oía hablar y reír desde la distancia y luego escuché las primeras pulsaciones sobre mi Olivetti. A continuación se hizo un breve silencio, una voz habló en sranan y acto seguido se desató un huracán de risas y carcajadas, frases hilarantes con exclamaciones continuas de ¡Hombre! ¡Chico!, y luego de nuevo el tecleo. Reconocí las risas de Demarara y del jefe de cocina y me sentí excluido. Una hora después se disolvió la reunión. El jefe de cocina vino a devolverme la máquina de escribir con el semblante sospechosamente serio y me tendió una hoja mecanografiada. El relato concluía con la advertencia: «¡¡¡Tirar por la borda frente a Trinidad, por favor!!!». Todavía hoy lamento haber obedecido esa instrucción. En su relato, mis compañeros se presentaban a sí mismos como unos muchachos que estaban en clase con una profesora blanca y rubia de exuberantes formas y agraciada con toda suerte de atributos físicos de los que ellos disponían a su antojo. Un barco es en cierto sentido un monasterio, así que esas situaciones se dan y se viven con alegría. Al parecer también la profesora llevaba años esperando aquel momento, pues aquello desembocó en una gran fiesta. Los detalles se me han borrado de la memoria, pero sí recuerdo que todo el mundo estaba muy feliz y contento.
Un instante misterioso. Lo notas mientras duermes. El barco se balancea de manera diferente, es como si rodara. Te levantas y miras por el ojo de buey. Tierra, colinas. Después de catorce días, nos aproximamos a Port of Spain, el puerto de Trinidad. No sé si fue ahí donde vi cómo el mar se tornaba de repente marrón, color tierra. Le pregunté al oficial de navegación a qué se debía ese fenómeno y él me contestó: «Arena del Orinoco». Esas palabras aparecieron más adelante en mi poema «Gran Río». Seguí al capitán hacia la oficina de administración del puerto como si fuera un sirviente chino. Él me precedía, grande y blanco; yo llevaba la cartera con los documentos. Seis años después de mi primera salida al extranjero, mi primer trópico y mis primeras crónicas de viaje. A la semana siguiente remontamos el río Surinam rumbo a Fort Zelanda. El barco iba todo engalanado. Fuera bailaba una multitud negra ataviada con prendas de colores vivos. Primera lección: el calor. Mi futuro suegro subió al barco, zapatos blancos, traje palmbeach. Por la noche se celebró una gran fiesta en el casino, mambos y merengues, una música de otro mundo, una alegre algarabía, mujeres acicaladas con colores maravillosos, un bautismo de fuego. Entre todas aquellas mujeres había una a la que mi futuro suegro llamó haciéndole señas con el dedo. Ignoro si su intención fue someterme a examen, pero cuando la chica llegó, él me empujó con suavidad hacia la pista de baile y ordenó: «A ese bakra[11] hay que enseñarle a bailar. Nancy, give him the lead!». Luego los sonidos de la noche del trópico, los bufidos o el croar de sapos y ranas, y tantas cosas que yo aún no era capaz de identificar. Las risas y la algazara de la gente convertían el silencio del mar en un lejano recuerdo. Nunca he podido desprenderme de todo aquello. Todo cuanto escuché y viví a bordo de aquel buque y en los puertos durante la travesía y lo que aún estaba por suceder en las semanas siguientes… —mi viaje a la Guinea francesa, el ancho río con sus canoas, los pueblos de los negros cimarrones y de los indios cerca de Marowijne—, todo quedó almacenado en mi memoria para ser vertido en el libro al que pondría por título De verliefde gevangene (El prisionero enamorado).