17
—Cuando te fuiste ya te habías ido —dijo Arno Tieck—, y ahora que has regresado todavía no has vuelto. Cuenta, cuenta.
—Aún es demasiado pronto —dijo Arthur—. Todavía tengo muchas cosas flotando en la cabeza. Toma —le dio el disco compacto que había comprado en Kioto—. Hombres en lugar de mujeres, tal y como me lo habías pedido.
No, ahora no hubiera podido contar nada. Había vuelto a volar sobre Berlín con la avioneta, como hacía dos meses, y había vuelto a buscar la Falkplatz, pero cada vez que creía reconocer el techo curvado del polideportivo, aparecían nubes galopantes entre él y el mundo de allá abajo.
—¿Cuándo podré ver algo?
—De momento no. Los rollos se han quedado en Bruselas y lo que he grabado para mí lo he enviado a Amsterdam. He de irme algún tiempo.
—Vaya —la voz de Arno sonaba decepcionada—. Pero, entonces ¿qué has grabado?
—El silencio —y luego—: Inmovilidad. Escaleras que conducían a templos. Los pies sobre esas escaleras. Siempre lo mismo.
Arno asintió con la cabeza y esperó.
—Las mismas cosas que para la película oficial, sólo que con más lentitud. Y con una duración mayor.
Sonaba como si se hubiera estado moviendo al rodar, y ése no había sido el caso. En un par de esos pequeños templos se había quedado sentado inmóvil, fuera, casi siempre junto a un estanque o junto a un pequeño jardín con piedras llenas de musgo y tierra batida y rastrillada. Sentado en una galería de madera, había grabado frontalmente desde una posición tan baja como le fue posible. El secreto era que debías mirar durante mucho tiempo esas cosas, que tú mismo te convertías en la carga de una piedra así, que el silencio se hacía peligroso, pero esas cosas no se decían, ni siquiera a Arno. Él mismo debía verlo más tarde. Todo tenía un significado en esos jardines Zen, eso se sabía sin saberse. Eso era para los otros, para los intérpretes. La simple mirada había sido suficiente para él.
Quiso preguntar algo sobre Elik, pero no sabía cómo debía hacer la pregunta. Después de su llegada, lo primero que había hecho había sido ir a casa, había dejado allí todos los bártulos. Al castaño le estaban saliendo las primeras hojas, eso le había aliviado, porque al menos allí había cambiado algo. No, había sido la visión de su habitación la que le había dejado inmóvil durante un instante. Dos clases de tiempo, el de la transformación y el de la inmovilidad, el reposo, podían existir obviamente muy cerca el uno del otro. Él era ordenado, antes de marcharse dejaba siempre sobre la mesa todo aquello en lo que debía pensar al volver: una agenda, una lista con nombres y una nota para el amigo propietario de la casa, por si éste regresara de repente. Y, por lo demás, sus cosas anónimas: una piedra, una concha, una pequeña escultura china de un mono que sostenía una fuente, la foto de Thomas y Roelfje, todo aquello que le rodeaba cuando vivía en algún lugar durante mucho tiempo. Allí nada se había movido. Había sobrevolado el mundo entero, se había sentado en autobuses y trenes y templos, había visto, calculaba, un millón de japoneses, y durante todo ese tiempo esa piedra y esa concha se habían quedado aquí inmóviles, el mono había estado llevando su fuente, su mujer y su hijo habían estado mirando fijamente la habitación con sus inmutables sonrisas que, una vez, ahora hacía ya diez años, habían aparecido en sus rostros y ya nunca habían desaparecido de allí. Desplazó el mono y la foto, abrió la ventana, de manera que los papeles de la mesa se levantaron con el viento, y escuchó el contestador. Había un mensaje de Erna.
—Esto no tiene ningún sentido porque sé que estás fuera. Sencillamente, es una de esas noches. Vi pasar un barquito por el canal con un hombre solo al timón, un timón de esos redondos con mangos, ya sabes, y un pequeño motor de los de chuc-chuc-chuc. El hombre estaba allí como si se tratara de un barco grande. Nada más, sólo quería contártelo. En realidad, no era chuc-chuc-chuc, sino más bien duc-duc-duc, un sonido más apagado. Ya sabes a lo que me refiero. ¿Lo oyes? Realmente es raro, ahora estás en Japón, pero cuando oigas esto volverá a ser ahora. Llámame cuando sea ahora.
A su voz le siguieron otras voces masculinas, un posible trabajo, algo sobre la repetición de un antiguo programa. Entre todo esto, de vez en cuando un silencio atento, y luego un clic, alguien que le había estado buscando, pero no lo suficiente como para decir algo. Sí, y después se había ido a la Falkplatz. Balonmano, viento en los mástiles de las banderas, hojitas verdes en los arbolitos monstruosos. Había buscado la puerta, pero ¿cuál era? No sabía el número, pero no podía haber sido otro sitio que no fuera la Schwedter Strasse. ¿O había sido la Gleimstrasse? La casa estaba cerca de una esquina. Probó en una puerta, y luego en otra más. Los periódicos seguían pudriéndose. ¿Los mismos? Era casi imposible. Así que otros y, sin embargo, los mismos. Aquí se debería criar champiñones. En la segunda puerta hacia el patio interior había un par de timbres. Por aquí había ido ella delante de él, subiendo por esa escalera. Zapatos de piel. No podía estar aquí, hacía ya tiempo que se había marchado, naturalmente, a Holanda, o a España, pero ¿dónde? ¿Madrid, Santiago, Zamora? Apretó todos los timbres a la vez. Se hizo el silencio durante mucho tiempo. Entonces, ronca, una voz de anciana. Preguntó por Elik Oranje. El nombre sonaba raro en ese patio vacío. Cubos de basura apestosos, una bicicleta de niño oxidada.
—¡No vive aquí! ¡No la conozco! —dijo la voz en alemán.
Sonaba como no existe. Así que ella no existía.
Volvió a llamar. Esta vez respondió una voz de hombre, somnolienta, hostil.
—Se ha largado. Tampoco va a volver ya —¡crac!
—Estás cavilando —dijo Arno. Se levantó y fue a su mesa, regresó con una carta o, mejor dicho, con un sobre vacío.
—Toma.
Arthur leyó el remite. Elik Oranje, c/o Aaf Oranje, Westeinde, De Rijp. La letra, esas limaduras de hierro.
—¿Y la carta?
—Era para mí. Normal, una carta de despedida agradeciendo las conversaciones. Quizá hasta pronto, ya sabes.
—¿Y no decía nada de adónde iba?
—No, pero creo que a España. Ponía que ahora debía empezar a trabajar sobre el terreno. Será allí, pero tampoco tiene por qué ser así, naturalmente.
—¿No decía nada de mí? —no quería preguntarlo, pero lo preguntó.
Arno negó con la cabeza.
—Era una carta muy breve. En realidad, me sorprendió. Pero creo que esa dirección tal vez estuviera dirigida a ti.
Arthur se levantó.
—Tengo que irme.
Eso era. Tenía que irse. Tenía que irse a Holanda, a ver a Erna, a De Rijp, a España. Japón había aplazado o anestesiado algo, también podía ser eso. Pero era inevitable. Ella se había ocultado y había dejado un signo atrás, para él o no para él. Una migaja, dos migajas. Aaf Oranje, un nombre como un tiro de fusil. De Rijp. Otro igual. O eres Pulgarcito o no lo eres.
—Espera un momento —dijo Arno—. He quedado con Zenobia. Vamos a tomar un vino en Schultze. Podríamos llamar a Victor. Hace mucho que no le veo. Es típico de él, seguro que está trabajando. Pero, tratándose de ti, seguro que viene.
Repetición de lo precedente. Embutidos, Saumagen, tocino, Handkäse. Recuerda la última vez que estuvo aquí, cómo le sacaron hechizado. ¿Qué era lo que había dicho Arno? Raptado, había sido raptado. Raptado y liberado. Sin rescate. Miró a sus amigos. Ahora lo suprimido era el tiempo intermedio: monasterios, templos, caminos, todo se iba encogiendo, se había ido y había regresado otra vez. Japón se encontraba en algún lugar de su cuerpo, pero ahora no podía encontrarlo.
Victor estudiaba el Saumagen.
—Es igual que el mármol. Enormes fuerzas naturales han estado trabajando aquí. Han cortado en pedazos a un cerdo cualquiera, disecado su amable cara, plegado de otro modo sus belfos, organizado de diferente manera sus carrillos, patas, tripas, todo, y lo han colocado junto a una patata cualquiera, aunque no se conozcan de nada.
—Está usted olvidando la mina de sal —dijo Herr Schultze—. Y el pimentero, la hoja de laurel, el pámpano… Aquí se junta todo un mundo, con absoluta sencillez.
—Fabuloso —dijo Victor—. Primero orden, luego caos y después otra vez orden.
—Caos… —empezó Arno soñador, pero Zenobia le interrumpió.
—¡Arno, no empieces otra vez! —y a Arthur—: ¿No te ha contado todavía que en realidad eres invisible? Mística y ciencia, eso todavía se puede soportar o, mejor dicho, no puedes prohibirlo; hoy en día ese tipo de cosas ocurre en las mejores familias… the mind of God, o algo así. Pero eso viene al menos de personas que saben de lo que hablan. Admito su locura, pero no soporto el romanticismo. Tan pronto como mi querido cuñado lee algo sobre el caos o las partículas o la imprevisibilidad de la materia, se dispara como un cañón. Para él todo es poesía. Pero mala. ¿Qué es lo que decías la última vez? ¡El universo ha sido arruinado por la creación! Expulsado de su santa unidad, de su fabuloso y perfecto equilibrio. ¡Arno! Así lo conviertes todo en un cuento de hadas.
—Eso es por tu culpa —dijo Arno—. Y no hay nada en contra de los cuentos de hadas. Y, además, coincide con todas las historias. Al principio, el mundo era completo y perfecto, y nosotros lo hemos arruinado y hemos sido expulsados, y ahora queremos volver, no sólo un pobre poeta como yo sino también tus colegas. ¡Demasiado tarde!
—Algunos colegas.
—Sobre este pan hay también mucho que contar —dijo Victor—. Está a punto de extinguirse. Miradlo bien.
Levantó el pan bajo la luz de la lámpara.
—Eso todavía lo comen en Rusia todos los campesinos —dijo Zenobia.
—Tiene el color de la tierra.
—Sí, naturalmente, nosotros no damos ese rodeo por la fábrica de pan. Tierra con germen de trigo, molido entre dos piedras. Así somos.
Herr Schultze se acercó.
—¿Hay algo que no esté bien?
—No, no.
—Este pan me lo traen especialmente de Sajonia. Es un modesto panadero que todavía lo elabora como en la Edad Media. Una antigua receta. Está muy bueno, sobre todo con ese Handkäse. Pero la mayoría de mis clientes no se atreve con él. Parece como si le tuvieran miedo. Para ellos, ese queso apesta demasiado.
—Las personas en la Edad Media apestaban también —dijo Victor—, así que no era algo que llamara la atención.
—Dame un orujo —le dijo Zenobia a Schultze.
—¡Pero estimada doctora! ¡Todavía está usted con el vino!
—No puedo evitarlo. De repente me puse a pensar en Galinsky. Me pasa siempre que mi cuñado empieza a hablar de invisibilidad.
—Yo no he empezado a hablar de nada.
Ella señaló hacia el rincón en donde el anciano se había sentado siempre.
—¿Pensará alguna vez alguien más en él?
—Yo —dijo Herr Schultze.
Ahora la conversación se desviaba de repente en todas direcciones. La inevitable desaparición de las personas, qué habría pasado con su violín, sacaron una pequeña reseña sobre él en el Tagesspiegel, ¿cómo habría pasado la guerra?
Arthur pensó en las notas de ese violín que una vez había sonado en el café Kranzler o en el hotel Adlon. Si existía algo que supiera cómo se debía desaparecer, eso era la música.
—Igual que yo —dijo Zenobia—. La guerra es esperar. Todos nosotros esperamos a que se pasara. Y ahora ya ha pasado.
—Compasión.
Eso lo había dicho Arno. ¿O había dicho piedad? ¿Piedad era lo mismo que compasión?
Arthur se lo preguntó a Victor.
—Mededogen. Dogen, no lo conocéis, es lo mismo. Mededogen, compasión, es la piedad mezclada con amor. Un manto que extiendes sobre alguien, según san Martín.
—A eso me refería yo —dijo Arno. Intentó pronunciar la palabra en neerlandés—. Mededogen.
—Pero ¿de qué? —preguntó Zenobia.
—Del pasado. Y de ese pan. Y de Galinsky. Extinguido, muerto. La última vez que hablé con… —miró hacia Arthur.
—Elik. ¡Puedes decirlo!
—… sí, que hablé con Elik, tratamos ese asunto. Ella hablaba de todos esos libros que tiene que leer, esos nombres, esos hechos, todo lo que se encuentra almacenado sin más… dijo que estar trabajando con ello era una forma de piedad. No lo dijo con sentimentalismo, era como si ella no pudiera soportar lo enterrado que estaba todo en papeles, en archivos, como si quisiera tener el poder de otorgar otra vez la vida a todo eso… y al mismo tiempo el dilema, el pasado que nunca se podría redescubrir tal y como fue, del que se usa o se abusa para conseguir algo con él, un libro, un estudio que busca la verdad y que luego cae de nuevo en una construcción que se convierte en mentira. El pasado ha sido pulverizado y cualquier intento de volver a reunirlo…
—En resumen, la mortalidad —dijo Victor—, pero no me lo toméis a mal, no me gusta maldecir.
—Mi queso se extingue —dijo Herr Schultze—, y mi pan se extingue, y mi Saumagen tampoco aguantará mucho tiempo. A Galinsky nunca le oímos tocar el violín aunque lo había hecho durante toda su vida, y el mejor remedio contra la mortalidad es la tarta de manzana de Schultze, famosa en el mundo entero. Éste es un plato digno de los dioses, el pasado año apareció en la revista culinaria Feinschmecker, y los dioses son inmortales, eso lo saben ustedes mejor que yo.
Pero Zenobia no quería dejarlo todavía.
—Puedes sentir piedad de todo lo que ha desaparecido. Pero por muy amorfo o desconocido u olvidado que sea el pasado, es precisamente el pasado lo que constituye el presente, lo reconozcamos o no. Así pues, qué importa. Nosotros seguimos siendo los mismos, ¿no?
—Un gran consuelo —dijo Victor—. ¿Y nos debemos poner a la cola con paciencia?
—No nos quedan muchas más alternativas.
Zenobia hizo girar un momento el orujo en su vaso y luego se lo bebió todo de un trago.
—En realidad, el pasado y el presente no se soportan entre sí. Debemos estar por encima del pasado, debemos arrastrarlo una y otra vez, ni por un momento podemos apartarlo, ya que somos nosotros mismos y, sin embargo, carece de sentido, porque no puedes vivir siempre mirando hacia atrás.
—Exceptuando a los historiadores —dijo Arno.
Herr Schultze trajo la tarta de manzana.
«Vivir siempre mirando hacia atrás». La frase pinchaba como un aguijón. ¿Era eso lo que él había estado haciendo durante todos estos años? ¿Y se podía evitar una cosa así cuando tenías que estar tratando con muertos?
—¿Todavía recuerdas cuando fuimos a ver esos cuadros de Friedrich? —preguntó Victor.
Todavía lo recordaba.
—¿Por qué?
—Si los miras, estás mirando hacia atrás. Pero él miraba hacia delante.
—¿Y qué veía ahí?
—El grito de Munch. Si lo observas bien, puedes oírlo.
Arthur se levantó.
—Arrivederci a tutti —dijo para su propia sorpresa en italiano. Ellos se quedaron mirándole.
—¿Nos dejas solos? —preguntó Zenobia.
—Ya volveré —dijo él—, siempre vuelvo.
—¿Adónde vas?
—A Holanda.
—Vaya —dijo Victor—, pues parece ser que está un poco llena.
—Y luego a España.
—Venga, ánimo.
Estoy otra vez como al principio, pensó Arthur. Un día de verano, rododendros. ¿Hace diez, nueve años? Se inclinó para besar a Zenobia, pero ésta le agarró la muñeca con mano férrea y le obligó a sentarse a su lado.
—¡Siéntate!
Eso era una orden. Hubiera podido gritar igualmente «¡Te ordeno que te sientes!».
—No es justo, no hay derecho. Vienes y te vas. No nos has contado nada —ahora le cogía también la otra muñeca—. ¡Cuéntanos por lo menos qué fue lo más bonito! ¿Lo más bonito, lo más emocionante? ¿Cuándo pensaste en nosotros, cuándo pensaste: qué pena que no lo puedan ver?
—Ver no, más bien oír.
Se llevó las manos a la boca e imitó el sonido que aquí, en este espacio cerrado, nunca podía sonar igual. Un elevado y penetrante mugido que necesitaba colinas y laderas para poder resonar, rodando por el mundo entero, tocando todo con el sonido quebrado de su lamento. No se podía imitar.
—Y eso multiplicado por diez —dijo desvalido—. Y además en las montañas.
—¡Lo siento aquí! —Zenobia se golpeó el esternón.
—¿Caracolas? —preguntó Victor.
Arthur asintió con la cabeza. Él había tardado más en averiguarlo. Había subido durante horas por el sendero de un bosque de exasperante progresión, tras cada curva insignificante parecía como si la ascensión continuara hasta el infinito. Y entonces, de repente, había comenzado ese sonido lejano y misterioso, se había identificado con su cansancio, con la suave lluvia, la subida, el impenetrable verdor de los árboles que obstruían la visión del monasterio que debía encontrarse en algún lugar de allí arriba. Esa llamada había ido de un lado a otro, entre las laderas en las que él se hallaba y las de la otra cara invisible, dos animales prehistóricos se estaban llamando entre sí con lamentos, proverbios que debían enumerar el mundo, voces sin palabras que podían expresar todo lo que no se podía decir con palabras. Sólo más tarde, al acercarse, había visto al monje, un hombre todavía joven, sentado en la posición del loto en una galería de bambú, contemplando el valle que desde allí sí era visible, laderas que caían hacia abajo y luego, en lo que se podía llamar el otro lado, subían otra vez a lo alto, hacia el otro mundo, oculto por la neblina lluviosa, desde donde venía la respuesta, la reconvención. Cada vez que aquélla cesaba, extinguiéndose, el monje levantaba de nuevo su caracola, esperaba un momento en lo que de repente se había convertido en un silencio insoportable, y volvía a soplar, un hálito humano que comprimían esos pasillos circulares habitados en un tiempo por un molusco formidable, hasta convertirlo en un sonido que hacía temblar la montaña. Había sentido miedo. Quizá fuera por eso por lo que había pensado entonces en estas tres personas de las que ahora debía despedirse. Levantó los brazos, de manera que Zenobia no tuvo más remedio que soltarle, abrazó a Arno, hizo una reverencia hacia Victor, porque a Victor no se le podía tocar, se dio la vuelta luego a toda velocidad, casi una pirueta, y abandonó la taberna sin volverse. Una vez fuera, se percató de que no se había despedido de Herr Schultze.
Ahora todo tenía que ir muy deprisa. Ahora iba todo muy deprisa. Al día siguiente por la tarde ya estaba en el Westeinde de De Rijp.
—¿Los Países Bajos? ¡Bah!… —había dicho Victor, y quizá también fuera así.
—¿De Rijp? —Erna—. ¿Qué diantre vas a hacer allí? Si tú vas a De Rijp, no hay duda de que debe haber una mujer en juego. ¿Vive allí?
—No lo sé.
—No te hagas el misterioso. Pareces un pijo.
—No sabía que se utilizara aún esa expresión.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No.
—¿Lo ves?
Y ahora estaba aquí solo. Una calle larga, casas cuyo interior podías ver. Él no se había tomado el «¡bah!» de Victor como despectivo, sino como algo mucho más difícil de explicar. Lugares como éste expresaban la esencia de un país que en el fondo ya no existía. Seguían estando en medio de sus rectilíneos y verdes pólders como si no hubiera surgido muy cerca una metrópoli en la que un gran número de grandes ciudades se devoraban las unas a las otras. Se trataba de una peculiar forma bastarda de Los Ángeles, que contaba como variante con núcleos urbanos museísticos cada vez más cercados y con los pedazos desmoronados de un paisaje mimético.
Siguió la hilera de casas bajas de ladrillo, vio las plantas de interior, las cortinas descorridas de un blanco cegador, los mosquiteros, los tresillos, el cobre bruñido, los tapetes persas sobre mesas de centro con patas en forma de bola, interiores burgueses tardíos en cuadros del Siglo de Oro. Las personas detrás de esas claras ventanas se movían por sus pequeños dominios con una seguridad de lo más natural. Sintió una emoción estúpida y, a la vez, quiso mirar y no mirar adentro; no por la intimidad excesiva, sí porque existía una invitación muy expresa a hacerlo: mira, aquí estamos, no tenemos nada que ocultar.
En la casa de Aaf Oranje no había sido distinto. Una puerta marrón barnizada con un letrero blanco de esmalte. Aaf Oranje. En el buzón, una pegatina: Publicidad no. Ladrillo rojo, brillantes bastidores pintados. Tiró del timbre de cobre, esperó los pasos que debían acercarse pero que no se acercaban. Miró por la ventana. Ficus, sansevieria, cactus, lámpara con pantalla, el tapete persa con una fuente de naranjas encima, una hilera de libros en el aparador, una foto de una chica joven con cicatriz, una foto de un hombre con un traje de hacía treinta años. Así que había vivido aquí después de dejar España. Un cambio demencial. Esperó un poco más, luego bajó por la calle de ladrillo en dirección a la iglesia. A través de las ventanas se veían los prados. Rechtestraat, Oosteinde, el ayuntamiento con la larga escalinata. En el cementerio leyó los nombres, Nibbering, Taam, Commandeur, Oudejans, Zaal. Desde un puente blanco, un hombre mayor alimentaba a los cisnes. Fue caminando por entre las tumbas, leyó los números de esas vidas pasadas, las inscripciones:
El silencio, perturbándonos, nos dice que
es de noche y tenemos derecho a descansar.
Se sentó en un banco y se volvió a levantar. Derecho a descansar. ¿Qué había dicho Erna? «Tienes una forma de andar rara. Siempre te veo como si estuvieras cansado. Esa cámara va a acabar algún día contigo».
Pero no era la cámara, era Japón, Berlín y, al mismo tiempo, tampoco era eso, era todo a la vez y luego alguien que aparecía en tu vida y volvía a desaparecer al instante siguiente sin que pudieras hacer nada por remediarlo. Éste era sólo un intento de acercarse más a ella, pero aquí estaba más lejos que en ninguna otra parte. Quizá el detalle de haber enviado la dirección tampoco significara nada en absoluto. Después de todo, esa carta iba dirigida a Arno, no a él.
—¿Por qué no te quedas un tiempo? Aquí, al fin y al cabo, también tienes tu sitio.
Pero no había ningún aquí, aquí debía ser ahora algo donde estuviera ella y, además, sencillamente no podía soportar quedarse en su piso. Desde los grandes ventanales en la décima planta podías mirar al norte, a los pólders de Holanda Septentrional, ese vacío verde le había aclarado lo que tenía que hacer, y eso era lo que hacía ahora. Llamó y supo que desde el otro lado le estaba mirando alguien. Se podía mirar de fuera adentro y de dentro afuera. Pasos, la puerta se abrió. Una mujer anciana, el pelo blanco completamente recogido y estirado hacia atrás, los ojos de color azul claro. Los ojos beréberes han ganado, pensó él.
Los azules no mostraban ninguna sorpresa. Aquí se le estaba esperando, y no sabía exactamente qué significaba eso, salvo que la dirección no había sido puesta en esa carta gratuitamente. ¿O estaban jugando con él?
Cuando, una hora más tarde, se encontró fuera de la casa, tuvo la sensación de que había mantenido una conversación con un hombre de Estado. Aaf Oranje se había sentado justo enfrente de él y no había revelado nada más que lo que ella quería, ninguna dirección, ninguna confidencia; le había rechazado, pensó él, porque no daba la talla y, al mismo tiempo, había pronunciado un alegato oculto en defensa de su nieta, contándole justo lo necesario para aclarar lo que había ocurrido entre él y Elik sin que ella diera nunca muestras de que sabía exactamente lo que había pasado. Ninguno se disculpó, a lo que más se parecía era a una misión ejecutada trabajosamente. Aquí había alguien que se había resignado desde hacía tiempo a que la hija de su infeliz hija marcara su propio rumbo, tal vez incluso en contra de sus propios intereses. Si la abuela estaba de acuerdo con esto, no hacía al caso. Sufrir —eso era lo que se sugería— tenía consecuencias y, aunque esas consecuencias tuvieran como consecuencia un nuevo sufrimiento, la solidaridad entre abuela y nieta, o quizá sencillamente entre esas dos mujeres, exigía un apoyo absoluto. No se firmaría ningún tratado entre esta mujer mayor y el hombre alto ya no tan joven que estaba sentado frente a ella, y no hubiera sido así aunque ella lo hubiera querido. Elik había regresado de Berlín, había surgido un problema sobre el que ella, su abuela, no estaba autorizada a explayarse, y ahora se había ido a España, un país que había sido fatal para su madre. En otro tiempo, la mujer que estaba sentada frente a él se había traído de ese país a su nieta medio salvaje para educarla aquí, porque el padre había desaparecido sin dejar rastro y la madre había sido privada de la patria potestad. Eso lo había hecho ella sola; su marido, señaló al aparador, había muerto pronto, al igual que la madre de Elik. No, todavía no tenía ninguna dirección, y tampoco se la habría dado sin el consentimiento de Elik. La firmeza, pensó cuando estuvo de nuevo fuera, se había saltado una generación en esta familia. Todavía quedaba mucho de Holanda Septentrional en esa cabeza bereber.
El hervidor de silbato, silencio en la habitación de repente vacía mientras la mujer estaba en la cocina, deseos de levantarse y tocar esa cara tras el cristal en el marco de plata, de tumbarse en ese sofá y hacer de éste su hogar, aunque sólo fuera por un par de horas, café holandés, galleta María de una caja de latón, formas de intolerable nostalgia, el viajero reducido a sus proporciones reales y secretas, lo imposible. Y la pregunta imposible aún sin plantear: ¿qué había dicho sobre él? Eso no venía a cuento en una conversación a tan elevado nivel político. Tan sólo esa otra pregunta que no se podría hacer hasta que no estuviera claro que ya nadie explicaría nada, que ya nadie terciaría, que ya no se prometería nada:
—¿Cómo sabía usted que yo iba a venir?
—Ella no quería que me sorprendiera.
Naturalmente, ésa no era una respuesta. Él sólo había obedecido. Así pues, ése era el juego. Ortodoxia, pensó de repente; ésa era la palabra que expresaba lo que había dentro de esos ojos. Podías mirar dentro de esos ojos hasta llegar a ver la auténtica verdad, pero eso no significaba ni con mucho que obtuvieras respuesta cuando preguntabas algo.
—Usted la podrá encontrar en España —éste era el giro que él no había esperado. Pero la frase no había terminado todavía—. Y no sé si eso será bueno para usted.
Tragó saliva y no supo qué decir. De pronto supo también que esta mujer sabía lo de Roelfje y Thomas. No conocía sus nombres, pero lo sabía. Y ella también tenía dos muertos.
En el pasillo otra luz, menos clara. Ella había abierto la puerta de tal manera que se mantuvo en la sombra, no visible para la calle. Posó ligeramente una mano en el brazo de él.
—Debe tener cuidado. Quizá ella no se encuentre muy bien.
Quizá, pero la puerta ya estaba de nuevo cerrada. Así que ése era el mensaje. Se oyó a sí mismo corriendo sobre esos ladrillos, de camino a España. Largos caminos, él conocía largos caminos. Aunque recorrieras veloz la distancia, aún quedaba mucho camino por delante.
—Estás loco —dijo Erna.
Estaban junto a la ventana del piso de ella con vistas al canal.
—Acabas de regresar de Berlín, Japón y, ¿qué era lo otro, Rusia?
—Estonia. Pero esto ya lo hemos discutido.
—Bueno, sí. Es como si el diablo te estuviera pisando los talones.
—Tal vez sea al contrario.
—Arthur, ¿por qué no me dices sencillamente de qué se trata? Yo soy tu mejor amiga. No es por curiosidad.
Él relató. Cuando acabó, ella no dijo nada. Él vio que los árboles junto al canal empezaban ya a poblarse. Mediados de junio, ya bastante avanzado. Las farolas habían sido encendidas, un resplandor anaranjado. Oyeron un barquito, tenía una pequeña lámpara en la cubierta de proa. Apareció por debajo del puente del Reguliersgracht. Había un hombre alto de pie al timón.
—Ahí está otra vez —dijo Erna—, me gustaría que cantara algo.
—Ya canta el barco. Duc-duc-duc, lo imitaste muy bien. ¿Por qué tendría que cantar también él?
—Porque tu historia me pone muy triste.
Durante un tiempo se quedaron muy callados. Él la miró. Todavía Vermeer.
—Me estás examinando. Estás mirando si estoy más vieja.
—No te veo más vieja.
—No digas tonterías.
Silencio. El sonido del barco iba extinguiéndose en la lejanía.
—¿Arthur?
Él no dijo nada.
—Sumándolo todo, ¿cuántas horas has pasado con esa mujer? —y al cabo de un rato—: ¿Por qué no dices nada?
—Estoy sumando. Un día. Un día largo.
No podía ser verdad. Eran años, muchos, muchos años. El tiempo era un absurdo, eso lo había entendido muy bien Dalí con sus relojes derritiéndose. Un absurdo que se había derramado y, sin embargo, lo llevabas metido dentro de tus huesos.
—¿Por qué no esperas un tiempo?
—Ya no se puede.
Él pensó: ahora va a decir que eres demasiado viejo para estos líos. Pero dijo algo muy distinto.
—Arthur, esa mujer es una mala noticia.
—¡No tienes ningún derecho a decir eso!
Erna había retrocedido un paso.
—Es la primera vez que me gritas. Creí que ibas a pegarme. Estás completamente blanco.
—Yo nunca te pegaría. Pero estás juzgando a alguien a quien no conoces en absoluto.
—Te he escuchado bien. No es ningún juicio.
—¿Entonces qué es? ¿Un presagio? ¿La mágica intuición femenina?
—Déjalo ya. Me preocupo por ti, eso es todo.
—¿No te parece que eso es un poco ridículo? Tengo derecho a mis propias equivocaciones, en el caso de que tenga alguna. Sea como fuere, no me voy a morir por ellas.
Erna se encogió de hombros.
—Vamos a beber algo —y luego—: ¿Cuándo quieres irte? ¿Tienes algo para lavar? Puedes echarlo aquí, en la lavadora. Ya sabes, soy una planchadora a la antigua usanza.
Él respiró profundamente.
—No quería gritar. Pero ¿por qué dices esas cosas? —repitió sus palabras con el mismo énfasis, al mismo ritmo—: Esa mujer es una mala noticia.
Ella le miró y, a través de ella, él vio a Roelfje. Eso eran chorradas sentimentales, pero era así. Alguien le había dicho algo. ¿Quién le había dicho algo?
—Sabes contar las cosas demasiado bien —dijo Erna—, eso es todo. He visto a esa mujer cuando me hablabas de ella, quiero decir… —no concluyó la frase y, luego, dijo paralizada—: Suerte. ¿Cómo vas a ir?
—En coche.
—¿En esa chatarra vieja? —tenía un viejo Volvo Amazone.
—Sí.
—¿Y cuándo te vas?
—Ahora.
—No seas crío. Primero tienes que resolver aún un montón de asuntos.
Mantuvo en el aire su teléfono móvil.
—¿Tienes sitio en ese apartamento? ¿Has avisado ya a tu amigo?
Allí siempre tenías que dejar sonar el teléfono un par de veces, ya que Daniel García se había dejado una parte de su cuerpo en Angola, según le gustaba decir a él mismo.
—Eso es lo más chocante, cuando la desgracia viene desde el suelo. Aunque sepas que puede pasar no te lo esperas. Las minas, ésas sí que son realmente las flores del mal. La desgracia puede ser horizontal o vertical, pero en este último caso nunca de abajo arriba. Los árboles son verticales, las balas horizontales. Te caes en algún sitio o algo se te cae encima, pero el destino no debería venir nunca del lugar de la tumba. Hacia allí debes ir tú, no debe ella ir hacia ti, eso no es correcto, es indecente —en la profesión, a Daniel le llamaban el Filósofo y, en opinión de Arthur, el apodo era muy acertado. El mismo mundo en el que también él se desenvolvía adquiría por el comentario atípico de Daniel un aspecto completamente distinto. Para él, la mina era una negativa planta subterránea que en un solo segundo fatídico alcanzaba una terrible floración, una flor carnívora de muerte y destrucción que se había llevado consigo su mano izquierda y parte de la pierna izquierda «por lo cual ya no pude seguirlos. Dios sabe dónde estarán ahora». Ante la pérdida había tomado una postura radical.
—La CNN pagó una gran suma por las partes amputadas, eso la honra.
Tras la rehabilitación se había ido a vivir a Madrid («Allí no llamaré tanto la atención»), se había comprado una cámara de gran formato y ahora era, a pesar de su impedimento físico, uno de los fotógrafos más solicitados para trabajos especiales. El primer gran reportaje que hizo fue sobre las víctimas de las minas en Camboya, Irak y, naturalmente, Angola. «Siempre tienes que dedicarte a hacer aquello de lo que más entiendas».
Pero ahora nadie cogía el teléfono y Arthur se dio cuenta de lo agradable que le hubiera resultado oír la voz triste con aquel acento nicaragüense.
Daniel García tenía un robusto cuerpo, casi cuadrado («Ésa es mi tendencia matemática»), y denso cabello crespo de color gris oscuro («Crusuviri lo llamáis en Surinam, no lo sabías ¿a que no? ¿Para qué teníais colonias si ni siquiera sabéis esas cosas?»).
—Surinam ya no es nuestro.
—Ay, no, padre, no te zafarás tan fácilmente. Una vez tomado seguirá estando tomado para siempre.
Se conocían de un festival de documentales en el que ambos habían obtenido un premio de la Comunidad Europea, una miniatura de una corona de laurel en pan de oro, rodeada de plástico transparente y metida en una gran caja de terciopelo morado. («Con esta caja de peluquero yo no salgo de viaje, en seguida tendría detrás de mí a toda una brigada de mariquitas. Si tienes un martillo, le quitamos el oro en un momento»).
—¿Y ahora? —preguntó Erna.
—Lo intentaré esta noche otra vez.
—Entonces vamos a beber algo ahora y luego me voy contigo a tu casa.
—¿Y qué vas a hacer allí?
—Lavar, planchar, hacer la maleta. No tienes ni idea de lo agradable que es ayudar a un hombre que tiene que irse de viaje.
—Ni siquiera tengo tabla de planchar.
—Entonces utilizaré tu mesa. Y deja de dar la tabarra.
Mientras ella se mantenía atareada, él había extendido el mapa de España en su mesa de trabajo. Supo que el deseo que sentía ahora no tenía que ver con Elik Oranje. ¿Qué ruta tomaría? Murmuró en voz baja los nombres de los lugares: Olite, Santo Domingo de la Calzada, Un castillo, San Millán de Suso, Ejea de los Caballeros… Prácticamente tenía un recuerdo de cada lugar.
—¿Qué estás murmurando?
—Míralo tú misma. Todas esas llanuras vacías. Es el país más vacío de Europa.
—¿Y eso te gusta?
Gustar no era la palabra. Pero cómo debía describirse la fuerza de atracción de esos paisajes desérticos, curtidos, lixiviados, calcáreos, las pétreas mesetas de color arena en la planicie. Era una sensación física que se había mezclado con su amor por el idioma.
—A mí dame el italiano —dijo Erna—. El español es un auténtico idioma de hombres.
—Por eso es también tan bonito cuando lo hablan las mujeres. Mira —fue señalando con el dedo—, voy a viajar así, directo hacia abajo desde Oloron-Sainte-Marie, luego cruzando las montañas, Jaca, Puente de la Reina, Sos, Sádaba, Tauste… todo carreteras blancas y amarillas y, luego, por la Serranía de Cuenca hasta Madrid.
—Pero así irás dando un rodeo. De modo que no tienes tanta prisa ¿eh? ¿O es que tienes miedo?
—Muy bien podría ser. Todavía no me he parado a pensarlo.
—Pero ¿entonces por qué vas?
—Debo llevarle un periódico a alguien.
—¡Ay, no tienes remedio!
No, no tenía remedio. Daniel no respondía, el Amazone se estropeó en algún lugar de Las Landas, los días iban arrastrándose hacia el final del mes, había que esperar una pieza de repuesto, esos bosques sombríos y rastrillados que nunca querían llegar a ser selvas le estaban volviendo loco, lo que veía desde la ventana de su hotel era un limbo de un millón de pinos enclenques. Llamó por teléfono a Erna, a quien su desgracia pareció divertir mucho.
—Ahora ya tienes por fin tiempo para reflexionar, pero ya sé yo que no lo harás. Don Impaciencia. Meditación, ése no es el fuerte de los hombres. ¿Qué haces?
—Estoy filmando piñas.
Al cabo de dos días por fin estuvo listo el coche, el Amazone se lanzó Pirineos arriba como si supiera que tenía que enmendar un agravio. Al otro lado todo era distinto, el gran país se extendía abierto ante él, temblaba en el desmedido calor, le obligaba a la lentitud. Los sonidos de ametralladora del castellano arrancaban a golpes los últimos restos del francés. Ésta era la tierra más vieja, más cruel, la mejor descrita por la historia y, como siempre, sintió euforia y congoja. Nada era aleatorio aquí, en cualquier caso no para él. Los paisajes se le subían a los hombros, lo que aparecía en los periódicos le reclamaba. Eras absorbido, quisieras o no. Lo que en cualquier otro lugar era un sistema bipartidista, aquí era una lucha con veneno, mentiras, perjurios, difamaciones, escándalos. Los periódicos se tenían cogidos del cuello los unos a los otros, los jueces eran parte, el dinero fluía por cloacas subterráneas y, al mismo tiempo, todo era un teatro, ópera bufa: directores de periódico filmados con ropa interior femenina, el Estado como secuestrador fallido, ministros que eran juzgados pero que nunca acabarían en la cárcel. Era el gran guiñol, algo que siempre había formado parte del país, una adicción de la que uno sólo podía liberarse con dificultad, mientras que todo el mundo ya estaba harto.
Los problemas reales se encontraban en otro lugar, en un pequeño grupo de enconados asesinos que dominaban la vida cotidiana con sus atentados con bombas, sus disparos en la nuca, sus secuaces poseídos por el odio, extorsión, un escuadrón de la muerte que no cejaría hasta que el miedo, como un hongo, hubiera cubierto por completo todo el país, y ni siquiera entonces. Leyó los nombres de las víctimas recientes y, mientras circulaba por las solitarias carreteras, oyó las voces atormentadas de locutores y comentaristas y se preguntó si sería por eso por lo que disminuía la velocidad. A veces dejaba el coche en el arcén y entraba caminando un trecho por aquella tierra vacía e inocente para filmar y grabar sonidos. Aridez, abandono, el susurro de los cardos rozados por el viento, un tractor lejano, el grito de una lechuza. Por la noche paraba en pequeños hoteles cercanos a la carretera y veía la televisión con los demás huéspedes: manifestaciones a favor de un hombre que llevaba cautivo en un agujero ya más de quinientos días, manifestaciones en contra de las primeras por parte de bandas de encapuchados que arrojaban piedras y cócteles molotov. Ningún país, pensó él, podía ser digno de tanto odio y tanta sangre. En una noche se mostraba el balance del año hasta ese momento: cadáveres, chatarras de coches reducidas a cenizas que, de una manera perversa, a veces decían más acerca del orgiástico afán destructor que las formas estúpidamente torcidas, indefensas y descoyuntadas de los cuerpos humanos.
¿Cuánto tiempo había pasado ya desde esa conversación con Elik en el Tegeler Fliess? ¿Una eternidad? ¿Tres meses? ¿Qué había dicho ella? «¿Intenta verlo como algo cómico?». Entonces no la había comprendido y ahora volvía a no comprenderla y, por lo visto, él no era el único. La televisión estaba en el vestíbulo en penumbra del pequeño hotel, la carne rosada y la sangre roja se pintaban sobre la pantalla, pero lo peor era el sonido: las paredes de piedra, los suelos de piedra, sin papel pintado, sin moqueta, intensifican los duros sonidos de las palabras. Resonar era la palabra que mejor describía el componente mecánico de esas voces, entremezclándose con las maldiciones y los suspiros de los otros huéspedes. Él estaba allí sentado en ese vestíbulo, rodeado por un coro invisible, y pensaba en la respuesta que ella le había dado cuando dijo que no la comprendía.
«¿Te serviría entonces de algo si dices que es trágico?», y: «Dentro de doscientos años, cuando el sentimiento se haya perdido, sólo quedará la idiotez, las pretensiones, las causas, las justificaciones».
Eso era verdad, quería decirle ahora, pero ¿de qué servía saberlo? ¿No lo empeoraría todo? No bastaba que ahora se sufriera, sino que llegaría un día en el que ese sufrimiento ya no significara nada. La dimensión de la vida no era ni siquiera sus doscientos años, sino los quinientos días que alguien estaba encerrado en su propia tumba, el tiempo histórico se convertía en una abstracción obscena junto a alguien cuyos sesos salen desperdigados por un restaurante y, naturalmente, la abstracta posteridad no necesitaría ver esos sesos en la televisión tal y como estaban allí en ese vestíbulo, pues esa posteridad recibiría su plato histórico servido en estadísticas, en cifras que ya nunca serían vertidas a su idioma original y en estudios especializados con notas a pie de página. Ya hacía tiempo que la factura había sido pagada. Y también eso lo había calculado ella. Llegaría un día en el que ya nadie lo recordaría y la risa no podría comenzar realmente hasta ese preciso instante. Se preguntó si ella vería ahora las mismas imágenes, y supo que no lo sabría hasta que no la encontrara. Ella había desaparecido; al igual que aquella noche en Lübars, le había dejado allí sentado con un palmo de narices. La mujer anciana, que había estado sentada a su lado durante toda la tarde con un pañuelo apretado en la mano, se levantó y regresó con una copa para ella y otra llena de coñac para él.
—En este mundo no hay remedio —dijo ella en español—, vivimos siempre entre asesinos y demonios.
Demonios. Por el español, la palabra obtuvo de repente otra connotación, una estirpe humana con la que debías compartir el mundo, demonios que tenían el aspecto de hombres y que estaban sentados a la barra de un bar junto a ti o en un avión, muy seguros de que siempre llevaban consigo la muerte, la de ellos mismos y la de los demás.
A la mañana siguiente volvió a llamar a Daniel y ahora sí le encontró.
—¿Dónde estás? Tú también parece que escoges el momento justo para venir. ¿Has visto la televisión? Este país tiene los nervios a flor de piel.
—Estoy muy cerca. Hoy llegaré a Sigüenza.
—Ahora no me viene bien. Tengo la casa llena de gente a la que no puedo echar. Dame un par de días. No tienen papeles. Vete al Doncel y pregúntale si te puede prestar el libro. Ya le conoces ¿no?
—Sí.
El Doncel era una estatua que había en la catedral de Sigüenza, un hombre joven tumbado sobre su propia tumba con un libro.
—Podrás venir dentro de tres días. ¿Tienes dinero?
—No te preocupes.
—Ve al Hotel Mediodía. Parece caro, pero no cuesta tanto. Como mucho cinco mil pesetas. Sólo por el nombre merece la pena pagarlas. Entonces te llamaré allí, o tú a mí. ¿Qué vienes a hacer? ¿Algo especial?
—No, no. Lo mismo de siempre.
Eso no era verdad, lo pudo oír en su propia voz. Daniel también, porque le dijo:
—¿Puedo hacer algo más por ti?
Arthur vaciló.
—¿En dónde se puede encontrar a alguien que está haciendo una investigación histórica?
—Eso depende de lo que investigue. Aquí tienen mucha historia, como ya sabes. El Archivo Histórico Nacional está aquí, en Madrid, en la calle de Serrano. Y luego tienes Simancas, pero eso está a unos doscientos kilómetros de Madrid. Allí está toda España un poco almacenada, salvo la Edad Media, creo. Y luego, naturalmente, todos los archivos locales, provinciales y eclesiásticos. Y la guerra civil está en otro lugar distinto. Y el movimiento sindicalista. Etcétera. Mucho papel, puedes empezar por donde quieras, depende de lo que busques. Nosotros estamos en Sevilla, en el Archivo Real de las Indias. Pero supongo que no estás buscando eso.
No había ninguna duda, lo suponía. Nosotros significaba Nicaragua. Y si Arthur no quería contarlo, Daniel tampoco le haría preguntas. Pero se debía de haber olido algo, porque dijo en tono alentador: «Muy bien, cabrón, te dejo, debo ocuparme de mis niños. Empieza por el principio, en Serrano. Por lo menos es lo más cerca. Siempre hay personas que ganan la lotería y, sin embargo, sólo hay un número de diferencia con la gente que no la gana, todo un enigma. Suerte, nos llamamos por teléfono».
Sus hijos eran, naturalmente, un par de ilegales que querían ponerse a trabajar aquí, en España. Daniel («Mi segundo nombre es Jesús, y no es por nada pero no lo llevo en vano») era una especie de santo moderno que probablemente le hubiera dado un enorme puñetazo con su mano de hierro al oír la palabra cabrón, pero Daniel siempre la podía decir.
Cuando estaba entrando en Sigüenza vio la cúpula de la catedral. El Doncel, ¿por qué no?
—Típico desvío —ésa era la voz de Erna. Se reía de él, y con razón. Ahora toda esa quimera se estaba convirtiendo en realidad. Desde luego que la encontraría. La encontraría entre todos esos millones de españoles, no había ninguna duda. Pero ¿qué pasaría entonces?
En la catedral reinaba la oscuridad. De alguna manera extraña había que descender un par de peldaños para entrar, como si el enorme edificio fuera demasiado pesado para el suelo sobre el que había sido asentado y ya se hubiera hundido en mitad de la tierra. Estaba celebrándose una especie de misa, canónigos vestidos de rojo y negro se encontraban sentados en elevadas sillas y hacían resonar los versos de sus salmodias medio cantadas en el recinto hueco. Miró durante un instante esas caras blancas, las bocas que formaban las palabras sin que los ojos que había sobre ellas necesitaran leerlas hasta el final. Todo esto era conocido, era tan antiguo como la piedra de las tumbas en los muros, y hacia una de esas tumbas se dirigía ahora. El joven no se había movido, Arthur comprobó que no había olvidado ni un solo rasgo del rostro de este escudero de Isabel la Católica. Estaba allí tumbado, apoyándose en el codo, y todavía no había pasado ninguna página del libro desde hacía ya quinientos años. Caído en el sitio de Granada, 1486. No se podía calificar de víctima de la guerra a una persona como ésta, y ese cuerpo nunca podía haber tenido el mismo aspecto que los cadáveres para los que nunca se levantaría ningún otro monumento que no fuera el gris papel de un día sobre el que estarían mencionados. Al cabo de quinientos años nadie los miraría, y nunca tendrían esta mirada casi estúpida, perdida para el mundo. Este muchacho hacía ya mucho tiempo que había olvidado su muerte, yacía allí como el campo de Lübars, una imagen que nos debe recordar algo, pero que ni ella misma sabe ya qué.
Cuando salía de la catedral, la luz le cegó. Si su quimera llegara a convertirse en realidad, la pregunta sería entonces si esa realidad podía soportar esta luz. Condujo dando un rodeo absurdo alrededor de Madrid («típico desvío»), Alcalá de Henares, Aranjuez, a la hora más calurosa del día entró en la ciudad por la Puerta de Toledo. El hotel estaba justo enfrente de la estación de Atocha, los coches que iban detrás de él comenzaron inmediatamente a tocar la bocina cuando se paró a sacar la cámara y los demás bártulos, el griterío staccato de coches que eran apremiados por la sirena de una ambulancia se convirtió en un aspecto del calor que pendía sobre la plaza como una forma de violencia.
Entregó sus trastos en recepción y regresó corriendo para aparcar el coche. Cuando volvía, vio que estaban a 39 grados. Su habitación daba a la fachada y no tenía aire acondicionado; si abría las puertas del balcón, el estruendo se hacía insoportable. Sentado al borde de la cama, observó el plano de Madrid. Líneas férreas llegaban desde el sur y morían en la cabecera de Atocha, la estación que podía ver desde su ventana. Más allá, oblicuamente, se encontraba el rectángulo del parque del Retiro con el azul del estanque dentro. Sin verlo, vio los botes de remos que se podían alquilar allí. En el ángulo superior izquierdo del parque estaba la Plaza de la Independencia, donde iba a parar la calle de Serrano. Así pues, era allí, pero todavía no.
El resto del día se lo pasó vagando por el laberinto de la ciudad antigua. En una cabina telefónica intentó llamar primero a Zenobia y luego a Erna, pero ninguna de las dos estaba en casa. No dejó ningún mensaje. Por lo demás, ¿qué clase de mensaje habría tenido que ser? Estoy al final de un paseo que empecé un día en la nieve de Berlín y que debo terminar aquí como sea, en estas calles donde la luz me ciega casi como la nieve. Por todas partes, en los kioscos y en las mesas de los cafés, colgaban o yacían ejemplares de El País, el titular con la noticia de un nuevo atentado parecía ahora impresionarle; algo, pensó, no estaba yendo nada bien, debía calmarse pero no podía, debía contarse a sí mismo qué había venido a hacer aquí y, si no podía, debía sacar del aparcamiento el coche y marcharse, pero ¿hacia dónde? ¿Amsterdam? ¿Berlín? No, tenía que saber algo: si debía buscarla o no, qué significaba para él esta negativa, esta desaparición sin palabras, si era un juicio en el que él era abolido, en el que ese par de enigmáticas noches eran declaradas nulas, como si nunca hubieran tenido lugar. Telaraña, nada, instantes que se devoraban a sí mismos, que debían convertirse en un tenue recuerdo, algo especial que le había sucedido con una mujer que una vez había llegado demasiado tarde a coger un periódico, que se había definido a sí misma como campeona mundial de despedidas y hacía ya tiempo que se había olvidado de él, que no sabía —y a quien le importaba un pimiento— que él estaba mirando, como el tonto del pueblo, una estatua de Tirso de Molina entre un grupo de vagabundos totalmente ebrios que iban apoyándose unos en otros con botellas de litro de cerveza caliente en sus manos negras de suciedad. Eran los nuevos salvajes de la gran ciudad, sus ojos no veían nada bajo aquellas guedejas de cabello apelmazadas; ésa era su compañía, que gruñía, blasfemaba, mendigaba un cigarrillo. De repente, esos hombres y esa única mujer con el pelo teñido de naranja que ahora se ponía en pie tartamudeando, se levantaba la falda y mostraba a uno de esos hombres unas bragas increíblemente mugrientas, se le representaron como un comentario de su misión tan valientemente acometida, como un escarnio, porque él nunca hubiera debido estar aquí, porque con su presencia renegaba de algo, aunque qué podría ser. Alguien, no nombraba su nombre ni siquiera cuando estaba solo, le había arrojado desde la tranquilidad de su largo luto a una intranquilidad humillante. ¿Cómo podías ponerle fin a eso si no era ningún relato, ninguna película? ¿Por qué había enviado la dirección de su abuela a Arno, por qué parecía que esa abuela estaba esperándole? Debía averiguarlo para así poder tacharlo, borrarlo, viajar por el vacío y ardiente país, liberado, restituido a sí mismo, la cámara a su lado en el coche.
Taxi, Serrano, tiendas, moda, hombres y mujeres impecables en escaparates, sus brazos ligeramente elevados, una existencia condenada, inmóvil. Así era como debía ser: distancia, siempre ropa nueva, nada de conversaciones, nada de cicatrices, nada de luto, nada de pasión.
El Archivo Histórico Nacional estaba cerrado y, a no ser que se acabara el mundo, volvería a abrir a la mañana siguiente. Despidió al taxi y comenzó a descender por la larga calle en dirección contraria, mirando los pies de los transeúntes, el paso despierto de pies que se encaminaban hacia alguna parte después de la siesta, pies que habían nacido por segunda vez ese día. Había una frase que le había sorprendido tanto en una ocasión que ya nunca podría olvidarla: «Lisette Model puso su cámara a ras del suelo para filmar a los transeúntes con la perspectiva de un gusano». El mundo de abajo, el mundo más bajo, todas esas figuras gigantescas que dominaban la calle, que caminaban arriba en el mundo porque era su dominio, en el que se movían con la mayor seguridad. Y entre todos esos gigantes, la giganta a quien debía encontrar mañana, de eso ya no cabía duda.
Cuando regresó al hotel, éste estaba inundado de hordas de niños que corrían por los pasillos gritando; entre todos esos enanos alborotadores, su propio cuerpo volvió a parecerle extraño; a pesar de su estatura, los niños no parecían reparar en él. El ajetreo por los pasillos persistiría hasta altas horas, durmió intranquilo, se despertó sudando en mitad de la noche, asustado por un sueño que no recordaba. Su vida pasaba corriendo junto a él, ya no la podía detener.
El calor del día flota aún en la austera habitación, abre las puertas del balcón que no dan a un auténtico balcón, sino a una balaustrada a la que se puede aferrar. Todavía hay tráfico, tampoco cesará durante el resto de esa noche.
Enciende el pequeño televisor que cuelga arriba, en un rincón de la habitación, y muestra imágenes deshilachadas en blanco y negro de personas que se besan y que, atendiendo a la ropa que llevan, ya debían de llevar muertas al menos veinte años. Ha quitado el sonido y, cuando se despierta, ve fragmentos de las noticias de la madrugada, el cautivo liberado de los quinientos días que mira la luz como si viera el mundo por primera vez, ojos cuyas pupilas se ven aumentadas por unas gafas gigantescas sobre el blanco rostro ajado. Quita la imagen, aún es muy temprano para ver semejantes cosas, aún no es la hora de los demonios. Le parece que la habitación está más fresca ahora: el frío de la madrugada que entra soplando en la ciudad desde la meseta. De pie junto a la balaustrada ve encabritarse a los caballos alados sobre el tejado del Ministerio de Agricultura, el ennegrecido león alado sobre la estación casi enfrente: animales de una época que nunca había existido, una época en la que los caballos y los leones volaban por el aire, época onírica, la fantasía de otra persona. Por tanto, ahora.