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Unos segundos después de pasar por delante de la librería, Arthur Daane comprobó que se le había quedado una palabra prendida en el pensamiento y que, en ese intervalo, ya había traducido esa palabra alemana que significa historia, Geschichte, al geschiedenis de su lengua materna, adquiriendo así de inmediato una sonoridad menos amenazante que en alemán. Se preguntó si eso era debido a la última sílaba. Nis, nicho en neerlandés, es una palabra de extraña brevedad, ni tan ruin ni brusca como otros monosílabos, es más bien tranquilizadora. Una palabra, como un nicho, en donde poder ocultarte o encontrar algo oculto. Otras lenguas no tienen esta posibilidad. Intentó desprenderse de la palabra caminando más deprisa, pero ya no podía; no en esta ciudad, que estaba impregnada de ella. La palabra continuó prendida en su interior. Últimamente le ocurría esto con las palabras; en ese sentido, prender era la expresión exacta: las palabras se le quedaban prendidas. Y sonaban. También las oía aunque no las pronunciara en voz alta y, a veces, incluso parecía como si retumbaran. Tan pronto como las sacabas del hilo del discurso en el que se encontraban —si tenías cierta sensibilidad para percibirlo—, adquirían un matiz aterrador, una peculiaridad sobre la que no debías reflexionar demasiado porque, de lo contrario, el mundo entero comenzaba a dar bandazos. Demasiado tiempo libre, pensó; pero precisamente así era como había decidido vivir. Recordaba haber leído en un viejo libro de texto algo sobre «el javanés», que, cada vez que ganaba veinticinco céntimos, iba a sentarse a la sombra de una palmera. Por lo visto, en aquellos días tan lejanos veinticinco céntimos podían dar mucho de sí porque, según la historia, ese javanés no se ponía a trabajar de nuevo hasta habérselos gastado. Ese librito tachaba su actitud de escandalosa, porque así nadie llegaría a nada, pero Arthur Daane le daba la razón al javanés. Daane hacía documentales para la televisión que ideaba y producía él mismo, alquilaba sus servicios como cámara cuando le interesaba el tema y, alguna que otra vez, si le venía bien o si realmente necesitaba dinero, también hacía algún que otro anuncio para la empresa de un amigo. Como era infrecuente resultaba emocionante, luego no volvía a hacer nada durante un tiempo. Había tenido una mujer y un hijo, pero ambos habían muerto en un accidente de avión y ahora sólo le quedaban fotos en las que ellos se alejaban algo más de él cada vez que las miraba. Habían pasado diez años; una mañana partieron sin más hacia Málaga y ya nunca regresaron. Una toma hecha por él mismo pero nunca vista. La mujer rubia con el niño a la espalda. El aeropuerto de Schiphol, en la cola del control de pasaportes. Bien mirado, el niño es demasiado mayor para llevarlo a la espalda. Él la llama, ella se gira. ¡Congela, memoria! Allí están ellos, vueltos hacia él noventa grados durante un segundo. Ella ha levantado la mano, el niño se despide gesticulando con sus bracitos menudos. Otra persona filmará su llegada, que desaparecerá junto con el bungaló, la piscina y la playa en la masa grumosa, negra y coagulada en la que desaparecieron sus vidas. Él recorre la fila y le entrega a ella la pequeña cámara portátil. Eso fue lo último, luego desaparecen. Le resulta incomprensible el enigma que plantean las fotos; es demasiado grande, no puede desentrañarlo. Sucede con algunos sueños: tienes la necesidad de gritar muy fuerte y no puedes; un sonido que no emites pero que oyes, un sonido de cristal. Vendió la casa, se deshizo de la ropa y de los juguetes, como si todo estuviera infectado. Desde entonces se ha convertido en un viajero sin equipaje, con ordenador y cámara portadles, teléfono móvil, radiorreceptor de alcance mundial y un par de libros. Tiene contestador en su apartamento de Amsterdam Norte; es un hombre con máquinas, con fax en la oficina de un amigo. Hilos invisibles, sueltos y fijos, le unen con el mundo. Voces, mensajes. Amigos, casi siempre de la profesión, que llevan la misma vida. Pueden usar su apartamento y él los de ellos. Por lo demás, hoteles o pensiones de modestos precios y tamaño: un universo en movimiento. Nueva York, Madrid, Berlín, en todas partes —piensa ahora— hay un nicho. Todavía no se ha deshecho de esa palabra; ni de la simple, Geschichte, ni desde luego tampoco de la compuesta, geschiedenis.
—¿Qué se te ha perdido en Alemania? —le preguntaban con regularidad sus amigos neerlandeses. En esas ocasiones aquello sonaba como si hubiera contraído una grave enfermedad. Se le había ocurrido una respuesta estereotipada que la mayoría de las veces surtía efecto.
—Me gusta estar allí; es un pueblo serio.
Luego, casi siempre le decían algo así como «puede ser». Qué singular es explicar algo sobre los usos sociales neerlandeses. ¿Cómo podría llegar a saber un extranjero, aunque hubiera aprendido neerlandés, que esa respuesta medio afirmativa lo que expresa en realidad es una duda cínica?
Mientras se le ocurrían estas palabras, Arthur Daane había llegado a la licorería situada en la esquina de la Knesebeckstrasse con la Mommsenstrasse, un punto en donde casi nunca sabía si debía darse la vuelta o seguir caminando. Se detuvo, observó los coches resplandecientes en el concesionario del otro lado de la calle, contempló el tráfico en el Kurfürstendamm y luego su propia imagen reflejada en el espejo de un anuncio de champán que había en el escaparate de la licorería. Horrible esclavitud la de los espejos. Siempre te reflejan, incluso cuando no te apetece nada, como ahora. Ese día ya se había visto una vez, pero ahora estaba armado, vestido para la ciudad, y eso era diferente. Él sabía algunas cosas de sí mismo y se preguntaba cuántas serían visibles para los demás.
—Todas y ninguna —había dicho Erna. ¿Qué hacía ahora con Erna en la esquina de la Mommsenstrasse?
—¿Tú crees?
—Sí, qué duda cabe —algo así sólo lo podía decir Erna. Ahora no sólo tenía a Erna, sino también esa duda. Empezó a nevar. Vio en el espejo cómo se le adherían al abrigo los livianos copos. Bueno, pensó, así no me parezco tanto a un chico sacado de un anuncio.
—No digas tonterías —también eso era algo que diría Erna. Ese tema ya lo habían discutido muchas veces.
—Si crees que pareces un modelo de anuncio, deberías comprarte otra ropa. Nada de Armani.
—Esto no es de Armani.
—Pero parece de Armani.
—Eso es precisamente a lo que me refiero. Ni siquiera sé de qué marca es, lo compré en las rebajas de algún sitio. No me costó nada.
—La ropa te queda bien, sencillamente.
—Es lo que estoy diciendo. Parezco un modelo sacado de un anuncio.
—Te odias a ti mismo, eso es todo. Es la edad. Ocurre con mayor frecuencia en los hombres.
—No, no es eso. Lo que pasa es que no tengo el aspecto de quien creo que soy.
—¿Quieres decir que piensas muchas cosas de las que nunca hablas y que nosotros no podemos ver eso?
—Algo así.
—Entonces tendrías que cortarte el pelo de otra manera. Eso no es un peinado, es una falsificación.
—¡Anda, pues sí!
Erna era su más vieja amiga. Por ella había conocido a su esposa y ella era la única con quien aún hablaba de vez en cuando sobre Roelfje. Otros hombres tienen amigos. Él también los tenía, pero Erna era su mejor amigo.
—No sé si he de tomármelo como un cumplido.
A veces la llamaba por teléfono, en mitad de la noche, desde cualquier lugar olvidado de la mano de Dios en la otra punta del planeta. Ella siempre estaba. Los hombres entraban y salían de su vida, se iban a vivir con ella, sentían celos de él. «Qué timo es ese Daane. Un par de pretenciosos documentales y va por la ciudad como si fuera Claude Lanzmann en persona». Ése era casi siempre el final de una relación. De todos esos hombres le habían quedado tres hijos que eran clavaditos a ella.
—Eso te pasa por escoger a esos impresentables. La verdad es que es una selección ridícula. Todos esos pardillos. Hubieras hecho mucho mejor eligiéndome a mí.
—Tú eres mi fruto prohibido.
—Del amor que se llama amistad.
—Exacto.
Se dio la vuelta. Eso significaba: Kurfürstendamm no, Savignyplatz sí. También significaba que volvería a pasar por la librería de Schoeller. ¿Qué clase de nis era ése ahora en su propia lengua? ¿El sufijo que creaba palabras como preocupación, acontecimiento, doctrina, circuncisión? Empezó a nevar con mayor intensidad. Trabajando con cámaras —pensó— sucedía que te veías constantemente a ti mismo caminando. No como una forma de vanidad, sino más bien sorpresa mezclada con, bueno sí… también esto lo había discutido una vez con Erna.
—¿Por qué no lo dices sin más?
—Porque no lo sé.
—Tonterías. Lo sabes muy bien. Si yo lo sé, tú también lo sabes. Lo único que pasa es que no puedes decirlo.
—¿Y qué palabra viene entonces ahora?
—Miedo. Desconcierto.
Él optó por el desconcierto.
Ahora la cámara captaba con un largo y único movimiento giratorio la Knesebeckstrasse nevada, las grises casas berlinesas tan imponentes y los pocos transeúntes que avanzaban encorvados enfrentándose a los copos. Y él era uno de ellos. De eso se trataba: la absoluta casualidad de ese instante. Aquel que va por allí, junto a la librería de Schoeller, pasando por delante de la galería de fotos, ése eres tú. ¿Por qué eso era siempre algo normal y, a veces, de repente, durante un desconcertante segundo, no se podía soportar? ¿No tendrías que estar ya habituado? Salvo si eres una suerte de eterno adolescente.
—No tiene nada que ver con eso. Algunas personas no se preguntan nada. Pero de ese desconcierto es de donde surge todo.
—¿Por ejemplo?
—El arte, la religión, la filosofía. De vez en cuando yo también leo algo.
Erna había estudiado durante un par de años Filosofía en la universidad y luego se había pasado a Filología Neerlandesa.
En la esquina de la Savignyplatz arreció contra él una repentina torva de nieve; tuvo dificultades para mantenerse erguido. Las cosas se ponían feas. Es el clima continental. Ésa era también una de las razones por las que le gustaba Berlín: siempre tenía la sensación de hallarse en una enorme llanura que continuaba hasta adentrarse en lo más profundo de Rusia. Berlín, Varsovia y Moscú eran sólo efímeras interrupciones.
No llevaba guantes, tenía los dedos congelados. En esa misma conversación había presentado también una ponencia sobre los dedos.
—Mira, ¿qué es esto?
—Son dedos, Arthur.
—Sí, pero también son tentáculos, míralos bien.
Cogió un lapicero y lo giró con los dedos.
—Alucinante, ¿a que sí? Las personas se asombran de los robots, pero nunca se asombran de ellas mismas. Si esto lo hace un robot les parece horripilante, pero no si lo hacen ellas mismas. Robots de carne y hueso, es algo bastante horripilante. Otra palabra fabulosa. Pueden hacer de todo, incluso reproducirse. ¡Y los ojos! Cámaras y pantallas a la vez. Captar y transmitir con el mismo aparato. Ni siquiera sé cómo expresarlo. Tenemos ordenadores o somos ordenadores. Ordenes electrónicas, reacciones químicas, lo que quieras.
—Los ordenadores no tienen reacciones químicas.
—Ya llegará. ¿Sabes qué me parece lo más increíble de todo?
—No.
—Que los hombres de la Edad Media, que no tenían ni idea de electrónica o de neurología, o peor aún, los neandertales, personas que nos parecen primitivas, eran unas máquinas tan avanzadas como nosotros. Ni siquiera sabían que, cuando decían algo, utilizaban para ello el sistema auditivo que ellos mismos eran, completito con altavoces, bafles…
—Venga, Arthur, déjalo ya.
—Ya te lo dije, un adolescente que sigue sorprendiéndose.
—Pero no era eso a lo que te referías.
—No.
«A lo que me refería era al miedo que cae como un rayo», quiso decir; «a un sagrado estremecimiento ante lo inexplicablemente extraño de todo lo que a los demás, por lo visto, nunca les ha parecido extraño y a lo que uno tendría que haberse acostumbrado ya».
Pasó por delante de la taberna de su amigo Philippe, quien ni siquiera sabía que había regresado a Berlín. Nunca se lo decía a nadie. Se limitaba a volver a entrar de improviso en cualquier sitio.
En la Kantstrasse el semáforo estaba en rojo. Miró a derecha e izquierda y vio que no venía ningún coche. Quiso cruzar pero se quedó parado, sintiendo cómo su cuerpo iba elaborando aquellas dos órdenes contradictorias. Era como una especie de raro oleaje que le hacía trastabillar, con un pie en la acera y el otro en el asfalto. A través de la nieve observó al silencioso grupo esperando en el otro lado. Si alguna vez querías comprobar la diferencia entre alemanes y neerlandeses, podías apreciarla en momentos como éstos: en Amsterdam estás loco si, como peatón, no cruzas con el semáforo en rojo; aquí estás loco si lo haces, y además te lo advierten.
—Ése quiere suicidarse.
Había preguntado a Victor —un escultor que era de Amsterdam, igual que él, pero que ahora vivía en Berlín— qué hacía él cuando realmente no había ningún riesgo.
—Entonces cruzo, salvo si hay niños delante. Hay que dar ejemplo, ya sabes.
Él, por su parte, había decidido utilizar esos extraños instantes vacíos para lo que llamaba «meditación instantánea». En Amsterdam, todos los ciclistas circulaban por principio sin luz, se saltaban los semáforos en rojo y también iban en sentido contrario al del tráfico. Los neerlandeses siempre querían determinar por sí mismos si una norma también era válida para ellos o no, una mezcla de protestantismo y anarquía que daba como resultado una caprichosa especie de caos. En sus últimas visitas había notado que los coches, y a veces los tranvías, ya empezaban a saltarse también los semáforos en rojo.
—Ya te has convertido en un auténtico alemán. Orden ante todo. Hay que oír cómo gritan en el metro. ¡¡¡DEJEN SALIR!!! ¡Entren ya! Bueno, ya hemos visto a qué condujo toda esa obediencia.
A los neerlandeses no les gustaba que les dijeran lo que tenían que hacer. A los alemanes les gustaba impartir castigos. Por lo visto, la lista de prejuicios no tiene fin.
—El tráfico en Amsterdam me parece muy peligroso.
—¡Ay, calla! Sólo hay que ver cómo van esos alemanes con sus coches por las autopistas. Es como un inmenso ataque de furia. Pura agresión.
El semáforo cambió a verde. Las seis figuras nevadas de enfrente se pusieron simultáneamente en movimiento. No se podía generalizar. Sin embargo, las gentes tenían determinados rasgos característicos. ¿De dónde procedían?
—De la historia —había dicho Erna.
Lo que a él le fascinaba de la idea de historia era la unión química de destino, casualidad e intención. De esa combinación surgían vicisitudes que de nuevo producían otras vicisitudes; azarosas según unos, inevitables según otros o, según un tercer grupo, portadoras de una secreta intención aún desconocida para nosotros; pero esto es moverse en ámbitos místicos.
Estuvo sopesando por un momento entrar en el Zwiebelfisch a leer la prensa, aunque sólo fuera para calentarse. Allí no conocía a nadie y, al mismo tiempo, los conocía a todos de vista. Eran personas igual que él, personas que disponían de tiempo. Pero no parecían sacadas de anuncios. El Zwiebelfisch tenía un gran ventanal que ocupaba toda la fachada. Tras ese ventanal había una hilera de mesas e, inmediatamente detrás, se encontraba la barra, aunque nadie se sentaba allí como se suele sentar por lo general la gente a una barra. La atracción del mundo exterior era demasiado grande. Lo que veías desde fuera era una serie de figuras de mirada fija que parecían tener una gran idea pesada pendiendo sobre sus cabezas, un silente meditar tan grave que sólo podía soportarse bebiendo enormes jarras de cerveza con extrema lentitud.
Ahora se le había quedado el rostro helado, pero era uno de esos días en los que él lo quería así: un castigo autoimpuesto con cierta mezcla de deleite. Paseos atravesando la lluvia torrencial en la isla frisia de Schiermonnikoog o escaladas hacia algún pueblo abandonado de los Pirineos soportando un calor sofocante. La extenuación que esto implicaba la veías también reflejada a veces en los rostros de los que hacían jogging. Eran indecentes formas de sufrimiento público, cristos corriendo de camino al Gólgota. No le atraía correr, alteraba el ritmo de lo que él definía como pensar. Probablemente poco tenía que ver con pensar de verdad, pero así lo había definido hace años, cuando tenía quince o dieciséis. Se necesitaba aislamiento para llevarlo a cabo. Ridículo, naturalmente, pero siempre lo había hecho. Antes iba íntimamente unido a determinados lugares, ahora podía hacerlo en todas partes. La única condición era no hablar. Roelfje lo había comprendido. Podían caminar durante horas sin decir palabra. Sin haber llegado a expresarlo nunca, él sabía que ella sabía que todos los éxitos en su trabajo se habían producido de esta manera. No podía decir cómo funcionaba ese mecanismo. Después, a menudo era como si recordara las cosas que quería expresar con una película; no sólo la idea sino también cómo desarrollarla. Recordar, ésa era la palabra exacta. El enfoque de la cámara, la luz, la secuencia; un extraño déjà vu parecía acompañarle en todo lo que hacía. En el fondo, el par de cortometrajes que había rodado con estudiantes de la escuela de cine había sido realizado también de esa manera, para desesperación de aquellos que debían trabajar con él. Empezaba con nada, daba un salto mortal —de ésos en los que el cuerpo parece detenerse en el aire durante un minuto, en la zona más alta de la carpa del circo— y volvía a caer de pie. Del proyecto original que había presentado para conseguir el dinero o el trabajo casi nunca quedaba gran cosa, pero se le perdonaba si el resultado era bueno. Y, sin embargo, ¿qué era ese pensar? Tenía algo que ver con el vacío; no podía explicar mucho más. El día debía estar vacío y, de hecho, él mismo también. Caminando, tenía la sensación de que ese vacío fluía traspasándole, de que él se había vuelto transparente, o que de alguna manera no estaba allí, no formaba parte del mundo de los otros, hubiera podido muy bien no existir. Las ideas —esa palabra era demasiado grande para el difuso cavilar en el que se sucedían imágenes imprecisas y jirones de frases— no podía reproducirlas a posteriori de ninguna forma concreta. A lo que más se parecía todo esto era a un cuadro surrealista que había visto alguna vez y cuyo título había olvidado. Una mujer compuesta por fragmentos estaba intentando subir por una escalera que no acababa nunca. No había llegado muy lejos todavía, cuando la escalera desaparecía entre las nubes. Su cuerpo no estaba completo y, no obstante, se la podía reconocer como mujer, aunque los fragmentos que la conformaban no estuvieran unidos entre sí. Si lo observabas bien, era realmente aterradora. Velos nebulosos fluían a través de ese cuerpo en el lugar donde tendrían que haber estado sus ojos, sus pechos, su vientre; un amorfo y aún irreconocible software penetraba en su interior; ese software, si todo salía bien, podía transmutarse alguna vez en algo que él aún no se podía imaginar.
En la esquina de la Goethestrasse, el viento estuvo a punto de arrebatarle el aliento. Mommsen, Kant, Goethe, aquí siempre te sentías bien acompañado. Pasó por delante del bar ítalo-turco en donde Victor siempre tomaba café, pero no le vio dentro. Victor, como él mismo lo definía, se había sumergido en lo más profundo del alma alemana, había mantenido conversaciones con víctimas y verdugos y había escrito sobre ello sin dar jamás un solo nombre. Eran pequeñas redacciones que afectaban hondamente a los lectores porque no exhibían patetismo alguno. A Arthur Daane le gustaba la gente que, tal y como él lo expresaba, «llevaba más de una persona dentro», y no digamos cuando esas diferentes personas parecían oponerse entre sí. En Victor cohabitaba toda una sociedad bajo una apariencia de simulada indiferencia. Un pianista, un alpinista, un frío observador de la actividad humana, un poeta wagneriano con casta y estrategas, un escultor y un dibujante extremadamente barroco, aunque a veces sus dibujos tuvieran sólo un par de líneas y cuyos títulos también parecían querer decir algo sobre la guerra que había pasado hacía ya tanto tiempo. Berlín y esa guerra se habían convertido en el coto de caza de Victor. Si decía algo al respecto, era con un tono medio en broma que acababa relacionado con su niñez, porque «cuando eres todavía pequeño, los soldados son muy grandes». Había visto muchos soldados de niño durante la ocupación de los Países Bajos, ya que la casa de sus padres estaba cerca de un cuartel alemán. Su atuendo recordaba el de un artista de revista de antes de la guerra: americana escocesa, un pañuelo de seda, el fino bigote dibujado a lo David Niven, semejante a dos cejas levantadas. Parecía como si también quisiera expresar con su aspecto exterior que nunca tendría que haber estallado la guerra y que los años treinta tendrían que haber durado siempre.
—Mira, ¿ves esos impactos de bala allí?… —así comenzaba a menudo un paseo por Berlín con Victor. En esos instantes parecía como si él mismo se hubiera convertido en una parte de la ciudad y recordaba: un asesinato político, una redada, una quema de libros, el lugar donde Rosa Luxemburgo había sido arrojada a las aguas del Landwehrkanal, el punto exacto hasta donde habían avanzado los rusos en 1945. Leía la ciudad como si leyera un libro, un relato acerca de edificios invisibles, desaparecidos a lo largo de la historia: salas de tortura de la Gestapo, el lugar en donde el avión de Hitler había podido aterrizar, todo narrado en un recitativo continuo, casi escandido. En una ocasión, Arthur había querido hacer con Victor un programa sobre Walter Benjamin que habría titulado «Las suelas del recuerdo», siguiendo una cita de Benjamin sobre el fláneur. En ese programa Victor interpretaría el papel de un azotacalles berlinés, porque, si había alguien que caminara sobre las suelas del recuerdo, ése era él. Pero a la televisión neerlandesa no le interesaba ningún programa sobre Walter Benjamin. Aún veía ante sí al redactor, un académico de Tilburg con la habitual mezcla de marxismo y catolicismo como un nimbo contaminado a su alrededor. Era un cincuentón viciado en una pequeña habitación de atmósfera viciada de la encenagada gran fábrica de sueños. Por su cafetería se paseaban las jetas de las celebridades patrias bronceadas por los rayos uva, sus voces de cáncer de laringe. La continua ausencia había salvado a Arthur Daane de recordar sus nombres, pero con un solo vistazo ya sabías quiénes eran.
—Sé que existen dos polos en tu ser —dijo el redactor (faltó muy poco para que dijera «en tu alma»)—: reflexión y acción, pero con la reflexión no se consiguen índices de audiencia.
Seguía siendo una combinación irresistible el idealismo menoscabado del marxista y la solapada corrupción del católico que se ha vendido para arribar sano y salvo al puerto de una segura jubilación.
—Lo que hiciste sobre Guatemala, aquello de los dirigentes sindicales desaparecidos, eso sí que era de categoría. Buscamos algo como lo de esos niños asesinados a tiros por la policía en Río de Janeiro, por lo que conseguiste el premio de Ottawa. Fue caro, pero creo que ya hemos recuperado la inversión. Alemania lo ha comprado para la tercera cadena, y Suecia… ¡Benjamin! Antes lo conocía de memoria…
Arthur Daane vio los cadáveres de unos ocho chicos y chicas extendidos sobre altas mesas de piedra. Sus pies grotescos aparecían por debajo de sábanas grises de suciedad, con etiquetas alrededor de los tobillos, que llevaban sus nombres sobre un caduco papel. Fragmentos de palabras que ya empezaban a pudrirse sobre esa mesa, junto con los cuerpos destrozados que debieron nombrar.
—Destino trágico el de Benjamin —dijo el redactor—. Y, sin embargo, si no se hubiera resignado tan pronto en los Pirineos, después de su primer intento fallido, por supuesto que lo habría logrado. Lo habría conseguido. Porque esos españoles bien podían ser unos cerdos fascistas, pero no enviaban sus judíos a Hitler. No sé, pero siempre me resulta difícil comprender el suicidio. La segunda vez habría entrado con toda seguridad, igual que los demás. Imagínate, Benjamin en los Estados Unidos con Adorno y Horkheimer.
—Sí, imagínate —dijo Arthur.
—Sólo Dios sabe la de disputas que habrían tenido —siguió cavilando el redactor—, ya sabes lo que pasa con los expatriados.
Se levantó. Algunas personas —pensó Arthur— tienen el aspecto de estar en cama con un pijama sucio aun cuando estén vestidas, como si nunca más fueran a levantarse. Observó el cuerpo fofo situado ante la ventana con vistas a otra ala del complejo. Aquí se generaba el fango que fluía por el reino como una papilla viscosa a través de canales en los que la copia nacional se mezclaba con el lodo del gran modelo transatlántico. Toda la gente que conocía afirmaba no ver la televisión, pero de las conversaciones en cafés o en casas de amigos podían sacarse otras conclusiones.
Se levantó para irse. El redactor abrió la puerta que daba a una sala llena de figuras silenciosas sentadas delante de ordenadores. Antes muerto, recordó más tarde pensando en esto. Pero era injusto. ¿Qué sabía él de esas personas?
—¿Qué hacen aquí? —preguntó.
—Son la base de los programas de noticias y de debate. Lo que obtienen se lo pasamos impreso a nuestros genios cuando tienen que hablar sobre algo que desconocen, que es prácticamente todo. Hechos, análisis históricos, ese tipo de cosas. Se lo entregamos todo bien preparado y concentrado.
—¿Hasta convertirlo en porciones fáciles de digerir?
—Ni siquiera. De lo que preparan quizá se utilice una décima parte. La gente no puede digerir más. El mundo se está haciendo condenadamente pequeño, pero para la mayoría de las personas todavía es demasiado grande. Creo que incluso preferirían que ese mundo ya no existiera. En cualquier caso, no quieren que se les recuerde.
—¿Y, entonces, mis dirigentes sindicales?
También a éstos los veía ahora ante sí. Fotografías sobre la mesa de una organización en favor de los derechos humanos en Nueva York: rostros duros, impenetrables, indígenas. Desaparecidos, torturados en algún lugar hasta la muerte, de nuevo olvidados.
—¿He de serte sincero? Tú eres nuestra coartada. Además hay que llenar las horas muertas. La gente está hasta las narices de Bosnia, pero si quisieras ir a Bosnia…
—No quiero volver a Bosnia.
—… y me trajeras algo que, en cualquier caso, fascinara a la minoría de una minoría, podríamos presentarlo en el ámbito internacional. Siempre queda bien una placa de ésas en el vestíbulo. Apenas me dejan pasar cosas del tercer mundo, pero si quisieras regresar…
—El tercer mundo vendrá hasta aquí dentro de poco. Es más, ya está aquí.
—Eso no lo quiere saber nadie. Debe seguir quedándose muy lejos.
Coartada. «El aburrimiento es la sensación física del caos», acababa de leer en algún sitio. No había ninguna razón para ponerse a pensar ahora en ello. ¿O sí? Las figuras en la sala, hombres y mujeres, no querían humanizarse. Flash! Ese único segundo de aburrimiento inhumano y animal, de aversión, odio y miedo tenía que ver con las pantallas a las que se adherían aquellos cuerpos, dualidades semimecánicas que tecleaban con sus dedos teclas brillantes, apareciendo a continuación en esas pantallas palabras que volverían a enjuagarse tan rápido como fuera posible, pero que debían representar durante un instante el caos que era el mundo. Intentó nombrar el sonido de esas teclas en el silencio abisal. A lo que más se parecía era al apagado cloqueo de gallinas narcotizadas. Vio todas esas manos lavadas moviéndose sobre las teclas. Trabajan —pensó—, esto es trabajo. ¿Qué había dicho el redactor? Preparar, concentrar. Preparan el destino, el pasado reciente del destino. Datos, lo que había sido dado. Pero ¿quién lo había dado?
—Y, pese a todo, me hubiera gustado realizar un programa sobre Benjamin —dijo.
—Inténtalo en Alemania —dijo el redactor—. Poco a poco te van conociendo lo suficiente por allí.
—Alemania quiere un programa sobre drogas —dijo Arthur Daane—. Y quieren saber por qué los seguimos odiando todavía.
—Yo no los odio.
—Si les digo eso, no querrán el programa.
—¡Vaya! Bueno, hasta la vista. Ya sabes, siempre estamos abiertos a cualquier sugerencia. Y más viniendo de ti. El nuevo crimen organizado ruso, la mafia y cosas así. Piénsatelo.
La puerta se cerró a sus espaldas con un chasquido. Cruzó la sala como si estuviera cruzando una iglesia, con una sensación de gran abandono. ¿Con qué derecho juzgaba él a las personas que estaban allí sentadas? En aquel lugar surgió de nuevo esa idea que ahora, en este otro ahora de Berlín, volvía a asaltarle. ¿En qué tipo de persona se habría convertido si su mujer y su hijo no hubieran muerto?
—Thomas —ésa era la voz de Erna—. Si le quitas el nombre es como si quisieras mandarle lejos.
—Ya está lejos.
—Tiene derecho a su nombre —Erna podía ser muy severa. Él nunca había olvidado esta conversación. Pero había algo diabólico en esa pregunta. ¿En qué tipo de persona se habría convertido? Fuera como fuese, nunca habría tenido esa libertad que le aislaba de los demás. Ya sólo esa idea le producía un sentimiento de culpa que no sabía controlar. Ahora estaba tan acostumbrado a su libertad que ya no se podía imaginar otra clase de vida. Pero esa libertad era también pobreza, miseria. ¿Y qué más? Eso lo veía también en los que tenían hijos; quienes no los tenían «lo único que les quedaba era morir», como había dicho una vez a Erna durante una borrachera—. Arthur, basta ya. No hay quien te aguante cuando te pones sentimental. No es tu estilo.
Él rió. Con esos pensamientos no había atravesado aún la Steinplatz. Era asombroso cuánto se podía pensar en unos cientos de metros. En la puerta de una gran casa en la Uhlandstrasse vio un pomo de cobre provocadoramente bruñido. Sobre él había una pella de nieve como si fuese nata sobre un helado dorado. («Siempre seguirás siendo un niño»). Se acercó y le quitó la nieve. Ahora se veía a sí mismo como una bola, un enano repulsivo, el jorobado de Notre-Dame. Se observó la nariz deformemente hinchada, los ojos que se alejaban nadando hacia los lados. Naturalmente, sacó la lengua, el mejor medio para ahuyentar a todos esos fantasmas. Pero este día no era el más indicado para hacerlo, así que podía muy bien empezar a emborracharse. Este día debía seguir vacío, haría algo disparatado y le ayudaría a hacerlo la nieve, esa gran encubridora que ahora intentaba ocultar todo lo anecdótico, lo superfluo.
¿De dónde provienen las ocurrencias repentinas?
Había dos cuadros de Caspar David Friedrich que quería ver ahora mismo, extraños lienzos llenos de patetismo. ¿Tal vez había en el escaparate de Schoeller un libro sobre el pintor? No podía recordarlo. En realidad, ni siquiera le gustaba la obra de Friedrich y, sin embargo, veía con nitidez esos dos cuadros ante sí. Las ruinas abandonadas de un monasterio, rezumante de simbolismo. Muerte y abandono. Y el otro, casi idiota, un paisaje con montañas violetas, niebla, una llanura ondulada y mellada con una roca absurdamente alta en el medio y, sobre ella, una cruz más absurda aún. Una cruz delgada, una cruz escuálida, ¿cómo llamarla? Y demasiado alta, con una mujer a los pies de esa cruz que llevaba algo parecido a un vestido de baile, una mujer que se había marchado sin abrigo de una fiesta en casa del duque de P. y que, con un vestido demasiado fino, había emprendido una dura expedición hacia esa roca extravagante donde el crucificado se hallaba colgado sufriendo en inabordable soledad, sin Madre ni Bautista, sin romanos ni sumos sacerdotes. Había demasiada distancia para poder vislumbrar expresión alguna en los rostros. La mujer ayudaba a un hombre, que llegaba tras ella, a salvar los últimos metros de la escalada, pero no le miraba mientras lo hacía, y él tenía la espalda de alguien que nunca se daría la vuelta. A ese cuadro le correspondía un silencio ensordecedor y religioso o una carcajada iconoclasta que resonara ultrajante entre todas esas paredes violetas. Pero en el mundo cerrado de Friedrich no quedaba ni un milímetro para esa última interpretación; ésta provenía de su propia alma corrupta del siglo XX. Ironía cero, la apoteosis del gran desfallecimiento. Él mismo lo había dicho: un pueblo serio. Y, sin embargo, un amigo suyo, con el que te podías reír mucho, había escrito un libro entero sobre el pintor. Y Victor le había explicado la razón por la que todos esos hombres de Friedrich aparecían dándote la espalda, algo acerca de la despedida, el volver la espalda al mundo, pero había olvidado lo que era exactamente. Quizá lo recordara cuando viera el cuadro. No estaba muy lejos, en el castillo de Charlottenburg.
—Hallo! Hallo!
No, realmente no veía de dónde procedía ese sonido, y eso significaba que quien gritaba —una mujer, por lo que se podía oír— tampoco sería capaz de verle a él a través de la nieve y, por tanto, no le gritaba a él, sino al mundo entero.
—¿Me puede ayudar alguien? ¡Socorro! ¡Socorro!
Se dirigió a la buena de Dios hacia el lugar de donde parecía provenir el sonido, atravesando la ventisca de nieve blanca y salvaje. Lo primero que vio el director de cine que llevaba dentro fue la escena: lo absurdo de la misma. Una mujer soldado del Ejército de Salvación arrodillada junto a un negro medio muerto. Gente sin hogar, gente sin techo, yonquis, vagabundos, vocingleros: allá donde fuera, en cualquier parte del mundo, las calles estaban llenas de ellos. Desvariando, buscando, envueltos en harapos, negros de suciedad, con enormes matas de pelo pegado, en silencio, imprecando o mendigando iban por las ciudades como si hubieran llegado de una prehistoria con el fin de recordar algo a la humanidad, pero ¿qué? Algo moría continuamente en este mundo, y ellos lo ponían de manifiesto. Arthur pensaba que se habían transformado en el estupor que él sentía de vez en cuando, pero también sabía que de allí emanaba una fuerza de atracción imposible de definir, como si te pudieras tumbar allí al lado sin más, envolviéndote en cartón. Buenas noches, veamos si te despiertas mañana. El tiempo; si algo había sido suprimido de esas vidas, eso era el tiempo. No el oscuro o luminoso tiempo del día y de la noche, sino el tiempo pensado de finalidad y dirección. En estas vidas ya no existía el tiempo que se dirige a alguna parte. Se habían entregado a una decadencia rápida o lenta, hasta que se quedaban tumbados en algún lugar esperando a que alguien los recogiera, como éste de aquí.
Pero éste no quería que lo recogieran, eso estaba claro. Como una masa inerte y pesada, colgaba de los brazos de la soldado del Ejército de Salvación que intentaba incorporarle. Ella era joven, tenía menos de treinta años y unos ojos azules en un pálido rostro de santa medieval: Cranach en la nieve. Tenía que pasarle de nuevo a él. Tuvo que contenerse para no quitarle la nieve del sombrerito.
—Por favor, ¿le puede sostener mientras llamo por teléfono?
El alemán en boca de algunas mujeres era una de las cosas más bellas que se podía oír, pero ahora no había tiempo para frivolidades. Y, además, el hombre apestaba. No había duda de que la enfermera —o ¿qué nombre debería darse a alguien así?— tenía experiencia en casos como éste, porque parecía no importarle. Arthur tuvo que reprimir unas bascas, pero el hombre se le adelantó, porque en el momento en que se hizo cargo de él le empezó a salir por la boca vómito y sangre a la vez.
—¡Ay, Dios mío! —dijo la mujer en alemán y sonó como si rezara—. ¡Vuelvo en seguida!
Desapareció en la ventisca. Arthur, ahora de rodillas, apoyó contra su pecho el cuerpo medio incorporado. Vio cómo iban anidando los copos de nieve en el pelo grisáceo y crespo, cómo se derretían, brillaban como gotas y luego los cubrían nuevos copos. Con la mano derecha recogió un poco de nieve e intentó limpiarle con ella la sangre y el vómito. Oía el tráfico de la Hardenbergstrasse, el húmedo ceceo de los neumáticos. Dentro de un par de horas todo se convertiría en una inmensa porquería, fango helado que se congelaría por la noche. Berlín, un pueblo en la tundra. ¿Cómo diablos había encontrado esa mujer a este hombre?
Se lo preguntó cuando regresó.
—Con este tiempo tan desapacible salimos a buscarlos. Sabemos más o menos por dónde están.
—Pero ¿a quién ha ido a llamar ahora?
—A unos colegas.
Le pareció una palabra extraña en este contexto. ¿Tendrían alguna vez las personas relaciones amorosas con los soldados del Ejército de Salvación? El azul hielo de sus ojos era un peligro mortal. Daane, déjalo ya. Estás aquí de rodillas con un negro medio muerto en los brazos. Intenta, aunque sólo sea por una vez, formar parte de la humanidad.
—Mierda —maldijo el negro en un perfecto alemán—. Mierda, gilipollas, mierda.
—Tranquilízate —dijo la mujer soldado mientras le limpiaba la boca con un poco de nieve.
—Mierda.
—Ya puede irse —dijo ella—. Ha sido usted muy amable. Mis colegas vendrán en seguida, les he llamado desde el coche.
Soldados de Cristo, pensó él. Siempre hay guerra en algún sitio. El hombre había abierto los ojos: dos bolas ocres inyectadas en sangre. El mundo como una serie de fenómenos. ¿Cuántas de estas epifanías habría visto al final de su vida? ¿Dónde quedaba ahora todo?
—Cerveza —pidió el hombre.
—Sí, sí.
Arthur ya había notado antes que, si le ocurría algo especial en sus días meditativos, sólo podía reflexionar sobre ello en clichés, cosas que también hubiera podido pensar cualquiera. Clichés tales como que el gran cuerpo negro que sostenía en sus brazos habría sido alguna vez un niño en un indeterminado país africano, o sabe Dios si en los Estados Unidos. Por lo general, eran tonterías banales que no servían para nada. Dejarle tumbado hubiera sido quizá la mejor solución: muerto en la nieve. Al parecer, no notas nada. Y ahora la bienintencionada mujer soldado le arrastraría a uno de esos dormitorios comunes y le meterían debajo de una ducha.
Un negro en la nieve: tal vez ése hubiera sido otro tema para Caspar David Friedrich. En todos esos lienzos acechaba un abismo, que sólo se vislumbraba a posteriori, para el cual el pintor lisa y llanamente no había encontrado aún una expresión. Y así tenía que apañárselas con estúpidas crucifixiones sobre cimas de montañas y muros de monasterios derruidos, convirtiendo a los monjes en murciélagos, ángeles bastardos de la decadencia. Oyó aproximarse una sirena y cómo apagaba su lamento. En la nieve vio el coche con la luz azul.
—¡Sí, aquí! —gritó la mujer del sombrerito. Con dificultad, él se puso en pie. Los dos hombres que se le acercaban a través de la nieve parecían auténticos soldados. Debía escapar a toda costa. Un ron en la esquina y luego al cuadro del Gólgota de los Montes de los Gigantes. Quien no tiene obligaciones debe atenerse a sus propósitos. Veía el cuadro ante sí. Lo ambiguo del arte era que, simultáneamente, mostraba el abismo y tendía sobre él una apariencia de orden.
Se encaminó hacia la Schillerstrasse. Sólo hay dos ciudades que te impulsan a caminar de esta manera, y éstas son París y Berlín. Naturalmente, una vez más no era del todo cierto. Durante toda su vida había caminado por infinidad de lugares, pero aquí era distinto. Se preguntaba si se debía a la fisura que recorría las dos ciudades, adquiriendo así el caminar un carácter de viaje, de peregrinación. En el caso del Sena, esa fisura se veía mitigada por los puentes y, sin embargo, siempre sabías que te dirigías a un lugar distinto, que habías traspasado una frontera, de forma que, al igual que tantos parisinos, si no era necesario abandonar el territorio propio, permanecías en tu lado del río. En Berlín era distinto. Esa ciudad había sufrido una turbulencia y las consecuencias eran todavía visibles. Si ibas de un lado al otro, atravesabas un extraño rictus, una cicatriz que seguirá viéndose durante mucho tiempo. Aquí el elemento disociador no era el agua, sino esa forma incompleta de historia que se llama política, cuando la pintura aún no se ha secado del todo. Quien era capaz de percibirlo, podía sentir esa fisura de manera casi física.
Llegó a la infinita llanura de la Ernst-Reuter-Platz, vio que estaban encendidas las altas farolas de metal de la Bismarckstrasse («lo único que quedaba de Speer», según Victor), donde las ventiscas de nieve hostigándose entre sí se convertían en oro por un momento. Se estremeció, pero no por el frío. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la primera vez que llegó a Berlín? Fue como estudiante en prácticas con un equipo de la cadena neerlandesa NOS que debía hacer un reportaje sobre un congreso en el Este. Esas cosas ahora no se pueden explicar. Quien no lo haya vivido, nunca podrá sentir lo mismo, y quien participó ya no querrá saber nada más del asunto. Ocurre a menudo: años en que los acontecimientos pasan a toda velocidad, en que la página 398 ha dejado en el olvido hace tiempo a la página 395 y la realidad de un par de años antes parece más ridícula que dramática. Pero aún lo recordaba: el frío húmedo, la amenaza. Con valentía, se subió con los demás sobre una plataforma de madera para mirar por encima de la tierra de nadie el otro mundo, donde apenas hacía un día estuvo filmando. Hasta eso le había parecido entonces imposible. No, no se podía decir ninguna palabra razonable al respecto; tampoco ahora. Si los signos de piedra, las ruinas, las zanjas y las superficies vacías no hubieran estado allí, muy bien podrías haberlo negado todo, como si fuera una invención demencial.
Más tarde, había regresado con frecuencia a la ciudad ficticia, a veces se quedaba incluso meses enteros. Había hecho amigos a los que le gustaba volver a ver, también recibía de vez en cuando algún encargo de la emisora berlinesa SFB>, pero nada podía explicar por qué ese amor secreto valía precisamente ahora para Berlín y no para otras ciudades donde estaba más a gusto o relajado, como Madrid o Nueva York. Tendría algo que ver con la medida; cuando caminaba por la ciudad sabía exactamente a lo que se refería con ello, sin que pudiera explicárselo a otro de manera satisfactoria. «En todas partes estoy un poco a disgusto». Esa frase se le había quedado grabada, porque podía entenderla perfectamente. En ese «a disgusto» que llevabas contigo a todas partes se encerraba una melancolía esencial con la que no podías avanzar mucho, pero aquí parecía como si esa melancolía propia estableciera una conexión con otro elemento, más rebelde y peligroso, que tal vez se pudiera también llamar melancolía, pero una melancolía de la medida, de las amplias calles por donde podían marchar ejércitos enteros, de las suntuosas construcciones y los espacios vacíos entre las mismas, y del conocimiento de lo que se había pensado y hecho en esos espacios, una acumulación de movimientos entrelazados y mutuamente causados de verdugos y víctimas, un memento en el que podrías vagar durante años. Tampoco los berlineses tenían tiempo para esto, probablemente por razones de supervivencia. Intentaban difuminar las cicatrices. Pero ¿qué clase de insufrible memoria se necesita para poder hacerlo? Caería, se derrumbaría por su propio peso, todo desaparecería en ella, los vivos serían succionados hacia el reino de los muertos.
El tráfico en la Otto-Suhr-Allee se había reducido tanto que parecía que habían aconsejado quedarse en casa. Por las aceras no pasaba casi nadie, el viento siberiano tenía libertad de acción. En la lejanía veía ya las primeras máquinas quitanieves con sus luces parpadeantes de un naranja venenoso y neurótico, y los escasos coches circulaban con las luces largas. Se preguntó por qué pensaba ahora precisamente en una isla griega. Le pasaba a menudo: de lo absurdo emergía de pronto, sin motivo reconocible de inmediato, una imagen, una iglesia, un camino vecinal, un par de casas en un litoral abandonado. Sabía que había visto todo esto alguna vez, pero no podía recordar dónde, como si llevara consigo una tierra recordada pero ya innombrable, otro planeta en el que también él había existido, pero cuyo nombre había sido borrado. A veces, como ahora, cuando se esforzaba al máximo, podía conseguir que su memoria revelara algo más, algo que no fueran esos enigmas imprecisos de una vida que intentaba parecerse a la vida de otro para así poder engañarse.
La noche anterior había comido en un restaurante griego, probablemente tenía algo que ver con la música que había oído allí, e intentó recordar la melodía que había estado tarareando en voz baja: un coro, voces oscuras entre el canto y la prosodia, graves y suplicantes. El camarero que le servía se sabía la letra de memoria y la había estado cantando en voz baja y, al preguntarle él por el significado, el hombre levantó las manos y dijo: «Una vieja historia muy complicada y muy triste», y luego, como si tuviera que alcanzar a las voces, se fue cantando en voz alta al compás de la música, que describía círculos por el restaurante, unas veces amenazante, otras resignada, casi rural, melancólica, comentario a un acontecimiento dramático que tendría como consecuencia un sufrimiento profundo y duradero. Eso había sido, lo sabía ahora; había visto la costa de Ítaca, la bahía de Forcis, las colinas como grandes animales sombríos, el mar que ese día ya no podía imaginar ninguna ola, pérfido ónix que se quebraría en cuanto pusieras un pie sobre él. Galini llamaban los griegos a esa agua inmóvil. Y ahora llegaban los otros pensamientos; él era —así lo denominaba— invocado de nuevo. No se lo confesaría jamás a nadie, ni siquiera a Erna; en cualquier caso, no con esas palabras. Ítaca, su primer gran viaje con Roelfje, allá a finales de la década de los setenta, ridícula expresión. En algún lugar en la ciénaga del tiempo pasado. Ella le invocaba, pero no le invocaba. Estaba allí, quería decir algo, quería que pensara en ella.
Al principio había reprimido semejantes pensamientos como si fueran peligrosas emboscadas, después mantuvo conversaciones enteras con ella, una forma de intimidad que no podía tener con nadie más y que le dejaba sin aliento. Él creía que ella no lo hacía muy a menudo, pero todavía no le había olvidado, como Eurídice en ese poema de Rilke que le había recitado una vez Arno, en el que ella ya no reconocía a Orfeo, que venía a llevársela del Averno: «¿Quién —decía ella—, quién es ese hombre?». Pero ¿por qué pensaba ahora en ella y no ayer por la noche, mientras oía esa música? ¿Quién decidía los momentos? Y luego ese otro pensamiento peligroso: ¿la reconocería aún? Los muertos no pueden desgastarse, siempre permanecen con la misma edad. Lo que se desgasta es la posibilidad de pensar en ellos como piensas en un ser vivo. Presente, ausente. Una vez ella le había preguntado por qué la amaba. A esa pregunta completamente imposible para la que había miles de respuestas, él sólo había podido decir: «Por tu temperada seriedad». ¡Temperada seriedad! Y, sin embargo, había sido eso; en esas dos palabras encajaban todas las imágenes que aún le quedaban de ella. Tenía que ver con la seriedad que había visto a veces en algunos cuadros del Renacimiento italiano: mujeres rubias que irradiaban luz y que, al mismo tiempo, parecían inaccesibles; te habrías asustado si hubieran empezado a moverse.
Pero esas cosas no se decían nunca, tampoco si se llegaba mucho más lejos con ese «temperada». Era la palabra que mejor la definía. Todavía recordaba su respuesta, una respuesta en forma de pregunta.
—¿Un clave bien temperado?
—Algo así.
Se habían hospedado en la pensión Mentor, habían nadado en las frías aguas de la bahía. Apenas había turistas, ningún periódico extranjero. Tan pronto como se adentraron en las colinas, entre los olivos y las encinas, él se imaginó que no había cambiado nada desde los tiempos homéricos, que Ulises había caminado por aquí, viendo lo mismo que él, Arthur Daane, veía ahora. Y, naturalmente, el mar era de un negro vinoso y, naturalmente, el barco en el horizonte era el barco del retorno, y esa mísera cabaña, que les mostraban como la cabaña del porquero Eumeo, era la auténtica, naturalmente. Roelfje se había llevado su Odisea y se la había leído en voz alta, al sol, en una colina llena de amapolas y trébol.
En el instituto, Ulises había sido su héroe y, ahora que oía allí esas mismas palabras y nombres, comprendía realmente por primera vez la expresión génie de lieu. Incluso si no hubiera sido allí, habría sido allí, en ese campo lleno de piedras y muros medio derruidos, donde el rey que regresó con su disfraz de mendigo había visitado al porquero y más tarde había vuelto a encontrar a su hijo.
Su hijo, ¿en qué Ahora se encontraba? Ése era el peligro de tratar con los muertos. A veces te devolvían un instante y, por un momento, era como si los pudieras tocar, pero el instante siguiente había sido pulverizado, había desaparecido, ya no podía atravesar el muro del tiempo. Un ahora en Berlín y un entonces en Ítaca que se había gastado en un instante como un ahora, engañándole así; el ahora de este instante se había disfrazado de un lugar de entonces, como sucedió también cuando estuvieron allí gracias a la fuerza de aquel poema. Ella no le había leído las aventuras que en el pasado él había admirado tanto, sino precisamente las escenas que se desarrollaban en Ítaca. Le había leído la historia de Euriclea, a la que Laertes, el padre de Ulises, compró en su tiempo por veinte bueyes, cuando ella todavía era joven. La noche antes de que Telémaco iniciara el viaje para buscar a su padre Ulises, ella va a su aposento, le recoge la ropa, la dobla, la alisa. Ves las ancianas manos femeninas que lo hacen, la ves saliendo del aposento, agarra el pomo plateado y oyes el sonido cuando desliza la falleba de la puerta. Ése había sido otro mundo, un mundo en el que los sirvientes formaban parte de la familia. No te estaba permitido añorarlo, pero a veces parecía como si los sirvientes, al partir, también hubieran escindido las familias. Allí, en ese campo, el mundo todavía no estaba deshilachado; tras toda la muerte y la decadencia y el movimiento laberíntico del viaje, el poeta había hilado el tejido del retorno. Retorno, unión, hombre y mujer, padre e hijo. Arthur reprimió el pensamiento que ahora surgía. Había aprendido con rapidez que el sentimentalismo no era la manera de tratar con los muertos. Hasta después de sus muertes no llegaba el instante en el que ya no podían hacer nada y, como no lo sabían, ya no podías hablar con ellos al respecto. Las leyes están sólo para los supervivientes, y eso significaba que ningún Telémaco iniciaría jamás un viaje en su búsqueda, y que tenía que procurar por todos los medios encontrar la manera de hacer desaparecer de su cabeza la melodía de ese restaurante griego. Y, sin embargo, un único pensamiento que le había estado rondando entonces, en ese prado pétreo, ya no le abandonaría nunca más, lo sabía ahora: que allí, con esa colina de fondo, ellos habían sido entretejidos en el relato, que el poeta los había incluido en el mismo, no con sus nombres, pero sí con su esencia. Si Ulises y Eumeo existieron alguna vez, si posaron sus manos en estas mismas piedras, no importaba; lo importante era que ellos, estos lectores tardíos que pronunciaban esas palabras en un idioma que el poeta nunca llegaría a conocer, se habían convertido en parte de su tejido, aunque no aparecieran en el mismo. Por eso eran las piedras, el sendero, los que hacían mágico ese paisaje, y no al revés. Son instantes en los que se perpetúa el ahora, en los que esa anciana que está a lo lejos con las cabras es Euriclea, y en los que ella quisiera contar una vez más cómo regresó a casa el héroe, cómo fue ella quien le reconoció y cómo había visto partir al hijo, descendiendo por el sendero hacia el puerto un día como éste y, por tanto, este día es el día de ellos, porque un poema no se habrá acabado hasta que no lo haya leído o escuchado el último de los lectores.
—Tranquilo, Daane.
¿Era ahora él mismo quien lo decía o lo estaba oyendo? «Tranquilo, Daane». En cualquier caso, había dado resultado: la corriente de pensamientos se había interrumpido. Recobrabas pedazos, fragmentos, nunca el transcurso.
—Entonces también te asfixiarías —ésa era Erna. Y esa otra voz, fuera de quien fuese, le había devuelto a la Otto-Suhr-Allee desde Ítaca. Un estúpido postecillo del autobús 145 sobresalía en la nieve. En la marquesina de la parada se encontraba sentada una anciana que le saludaba con la mano. Él devolvió el saludo, pero ahora comprendía que no era un saludo, sino una seña, e incluso una orden más que un ruego. Era muy anciana, tal vez tenía noventa años. Con este tiempo debería haberse quedado en casa. Noventa años, imagínate que fuera realmente cierto. Con una mano se agarraba a una de las pantallas de cristal, con la otra se apoyaba en una especie de bastón alpino.
—¿Cree usted que pasará algún autobús más? —le preguntó la anciana en alemán.
—No, y usted no debería quedarse aquí.
—Llevo ya casi una hora esperando.
Lo dijo en un tono que dejaba entrever experiencias peores. Tal vez había vociferado con otros en el Palacio de Deportes, o tal vez no. No se puede saber. Un marido caído en el frente del Este, una casa destrozada por la bomba de un Lancaster. Nada se sabía de las demás personas, salvo que por aquella época ella debía de tener unos cuarenta años.
—¿Cree usted que todavía estará abierto el metro?
Tenía una voz de mando fina y aguda. ¿Enfermera en la retaguardia? ¿O cabaretera de los años veinte?
—No lo sé. Podemos intentarlo.
«¿Adónde va usted?», tendría que haberle preguntado él ahora, pero no lo hizo.
—Puedo llevarla hasta la estación de Richard-Wagner-Platz.
—Muy bien.
Éste es mi día de ayuda al prójimo, pensó mientras la sacaba de la marquesina. No estaba lejos. Caminaron tan cerca del ayuntamiento de Charlottenburg como les fue posible. Las grandes piedras negras parecían una pared montañosa. La mano con la que ella le sujetaba el brazo se aferraba con fuerza. Él, a cada paso, le iba apartando la nieve del camino con el pie derecho, haciendo así un pequeño sendero.
—Es usted muy amable.
Para una frase como ésta no había contestación posible. Si hubiera sido miembro de la nueva mafia rumana, ¿qué habría hecho? Pero los mafiosos no andan por la calle con este tiempo.
—Le habría quitado el bolso —la voz de Victor. Esta nieve escondía todo tipo de fantasmas.
—¿Cuántos años tiene usted?
Ahora era él quien había preguntado.
—Ochenta y nueve —se detuvo para recuperar el aliento y, entonces, dijo—: Pero hacerse mayor no tiene ningún mérito —y luego—: Usted no es alemán.
—No, soy de los Países Bajos.
La mano tiró de su abrigo.
—Nosotros les hicimos mucho mal.
A mí personalmente no, quiso decir, pero se contuvo. El asunto era demasiado complicado. No podía soportar a los alemanes cuando empezaban a hablar sobre sentimientos de culpa, aunque sólo fuera por el hecho de que no había nada que replicar. Él, a fin de cuentas, no era el pueblo neerlandés y, en cualquier caso, ella no le había hecho nada.
«De todos los países ocupados, nosotros teníamos el mayor contingente de tropas SS». Pero tampoco estaba bien decir algo así.
—Soy demasiado joven —dijo por fin—. Nací en 1953.
Ella se detuvo junto a un enano con casco y un gigantesco rey que mantenía la espada ante sí, apoyada en el suelo. Un guerrero.
—Mi esposo era amigo de Ossietzky —dijo ella—. Se quedó en Dachau.
Quedarse, eso decían los alemanes cuando alguien había caído en el frente. Caído, quedado. ¿Lo había dicho realmente?
—Tenía la misma edad que usted tiene ahora.
—¿Era comunista?
Ella hizo un gesto en el aire como si lanzara algo lejísimos. Mientras él lo pensaba, supo que realmente no encajaba. Ese gesto, que ya nunca podría repetirse de esa manera, había sido más bien breve, pero algo se había ido volando con él, algo que quizá tuviera que ver con todo lo que había ocurrido después de esa guerra. Nunca obtendría una respuesta explícita y él no seguiría preguntando. «Mi padre era comunista». Tampoco diría eso. Ya casi habían llegado. Pasó, junto a ella, por delante del escaparate de un local de bronceado. Una mujer en biquini, recortada con sierra de una plancha de fibra de madera, se entregaba con devoción a la violencia solar. Era guapa, pero estaba ridículamente morena.
La anciana se detuvo al pie de las escaleras. Abajo rugía la tormenta del suburbano. Así que todavía circulaba. Alguien había esparcido ceniza por los peldaños. Virtudes cívicas. La acompañó hasta abajo. No, no necesitaba billete, tenía un abono. No quería preguntarlo pero, a pesar de todo, ahora lo hacía.
—¿Sabe usted adónde va? Quiero decir que, si hubiera cogido el autobús, ¿no habría ido usted a otra parte?
—Quizá no fuera a ningún sitio; y, dando un rodeo, también se puede llegar allí.
No había nada que objetar a esto.
—¿Y luego?
—En el otro lado encontraré a alguien como usted.
Se fue, se giró y dijo: «Todo es una locura». Sonrió al decirlo y, muy brevemente, en un instante que no se hubiera podido captar con ninguna cámara, recuperó el rostro que, alguna vez, en una imprecisa etapa de su vida, debía de tener. Pero él no tenía ni idea de qué etapa sería. Los vivos son tan inaccesibles como los muertos. Se puso a canturrear «todo es una locura» y volvió a subir hacia la nieve.
Al cabo de un minuto había vuelto a transformarse en una figura blanca. Dachau, Napoleón en Moscú, «A Francia van dos granaderos», Stalingrado, Von Paulus, así discurrían sus pensamientos cuando iba aproximándose al color vainilla del castillo de Charlottenburg. La señorita del guardarropa le cogió el abrigo como si estuviera lleno de mierda. A través de los ventanales de la parte posterior podía ver el diseño de los jardines. La fuente redonda, en la que los niños hacían navegar sus barquitos en verano, no funcionaba ahora; un impotente amago de erección de hielo gris colgaba oblicuo de la boca de metal. Un batallón de hombres de nieve: eso eran los arbustos a ambos lados del sendero que debían invernar en los cobertizos de madera ahora cerrados. Más allá de esta naturaleza sometida al orden prusiano se encontraban los grandes árboles como guardianes, entre los cuales avanzaba de un lado a otro una colonia de cuervos de un gris negruzco. Aquí había filmado una vez una entrevista con Victor, y así fue como se conocieron. La entrevistadora no había sabido qué hacer con Victor. Le había hecho preguntas sobre el carácter del pueblo alemán y qué diferencia había con los neerlandeses, y Victor había respondido que la diferencia era que los alemanes tenían problemas con la circulación y los neerlandeses no; que los neerlandeses, en cambio, tenían muchos achaques de espalda, y además producían tomates muy malos. La chica había mirado a Arthur con una expresión muy desvalida y le había preguntado si podía volver a rodar esa escena. Él se había llevado el dedo a los labios y había negado despacio con la cabeza.
—¿Por qué no?
—Porque no tiene ningún sentido.
Por el rabillo del ojo había visto cómo Victor se había apartado de ellos y se había colocado un poco más adelante, mirando hacia arriba con insistencia.
—Pero ¿por qué no?
—No creo que le apetezca responder a preguntas generales. Todo el mundo habla de neerlandeses y alemanes hasta el aburrimiento.
—Mira —dijo Victor en ese instante de hacía seis años—, ¿ves esas figuras en el alero del tejado?
Muy por encima de ellos había, agitándose y bailando, estatuas de mujeres con pechos desnudos y ropajes henchidos que, a simple vista, eran de escayola. En los brazos llevaban atributos que debían de representar las artes liberales: compases, una lira, una máscara, un libro. La distancia era demasiado grande como para filmar pero, en lugar de esto, había filmado a Victor, que se tapaba el rostro con las manos.
—No tienen rostro, ¿no lo ves?
—¿Se los han quitado? ¿Lo hicieron los rusos? —preguntó la entrevistadora.
—Los rusos no estuvieron aquí, cariño, esas esculturas fueron creadas así. Esferas sin ojos. Igual que pasa con De Chirico. Quien representa algo no necesita ningún rostro, míralo otra vez.
El lugar en donde Victor había dicho eso se encontraba sólo un par de metros más allá de donde estaba ahora Arthur. Cada vez más pasado. Algo así no significaba nada, naturalmente, y tampoco era melancólico. Seguramente vería a Victor esa tarde, así que no era eso. Pero ¿entonces por qué? Un momento insignificante, una escena de una de sus muchas entrevistas; si tuviera que retenerlas todas en la cabeza, se volvería loco. Victor había estropeado la entrevista de manera deliberada, eso estaba claro. Pero por qué lo recordaba; el instante en que ves por primera vez algo del carácter de alguien.
—Y, sin embargo, quisiera hacerle a usted un par de preguntas sobre la relación entre los Países Bajos y Alemania. Ése es mi trabajo. La idea de la unidad alemana, de una nueva gran Alemania, representa una gran amenaza para muchos neerlandeses…
—¡Vaya, uf! —dijo Victor—. ¿No te parece sorprendente, ningún rostro y, pese a todo, una máscara?
¿Cómo era posible que su recuerdo hiciera derretirse ahora la nieve, brotar las fuentes y florecer los árboles? Salvo el encargado del sonido, los tres llevaban ropa de verano. De la única de la que ya no se acordaba era de la chica. Por tanto, ella no tenía rostro. Pero ¿qué pasaba entonces con Victor, que siempre desterraba de su rostro cualquier manifestación de emoción? El lugar vacío afuera, en la nieve, allí donde ya no estaban ahora, le había evocado esa conversación estival. Así era siempre, un mundo lleno de lugares vacíos en los que habías intervenido en toda clase de situaciones: conversaciones, disputas, amores, y por todos esos lugares vacíos vagaba un fantasma tuyo, un sosia invisible y caduco que no podía llenar esos espacios ni con un solo átomo, una presencia antigua que ahora se había convertido en una ausencia y se mezclaba en ese sitio con la ausencia de otros, un reino de muertos y desaparecidos. Estabas muerto cuando ya ni siquiera recordabas tu desaparición.
—En el cielo, un millón de almas cabe en una cajita de cerillas —eso era de Erna.
—¿Y eso a qué viene ahora?
—Me lo decía mi madre —su madre se había casado tres o cuatro veces y Erna le había preguntado una vez a cuál de esos hombres le gustaría volver a ver cuando muriera.
Después de que la entrevistadora se marchara con el encargado del sonido («Bueno, le doy las gracias, en los estudios de Hilversum se pondrán muy contentos»), Victor había llevado a Arthur al mausoleo que había en el parque, detrás del castillo.
Primavera, perros corriendo, un violinista tocando frente a una orquesta mecánica que estaba a sus pies encerrada en un enorme loro barriobajero. («Hombrecillos y mujercillas, ya no saldrán de allí. Una ciénaga de impudicia y endogamia. ¡Uf! Por lo demás, usted no toca nada mal»). Victor con un caro abrigo de cuero que le envolvía como si fuera satén. Esta vez un pañuelo azul, con lunares blancos. El famoso cantante de revista neerlandés Lou Bandy. («¿Sabe acaso usted quién era?»).
—Quiero mostrarte algo. Forma parte de la lección de la vida. No hay que llorar.
Lou Bandy; en efecto, era un milagro que todavía le recordara. Hacía ya tiempo, antiguas grabaciones. Igual que en los noticiarios del NODO, ese raro sonido grave, como si las personas entonces tuvieran otras voces, voces que ahora ya se habían apagado. Victor se sabía todas sus canciones.
Estoy enamorado de una masajista,
Es una chica fina, nada ventajista,
Porque cuando tengo gota o reuma,
Me frota con sus manos de espuma,
Entonces siento por todo el cuerpo…
Los años treinta. Y después de la guerra recurrió al gas, no pudo soportar su propia decadencia. Pero eso sí, siempre un pañuelo antes. Y brillantina, ¿no? Gomina. Pelo engominado. Ya no se lleva.
Lo había grabado todo, ahora sin sonido. Victor no sólo era capaz de mirar sin expresión alguna, sino que también podía caminar de manera imperturbable, casi como un robot, y así había caminado delante de él, por detrás del castillo, como si fuera la cosa más normal del mundo que le siguieran con una cámara. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había visto la película, pero recordaba de manera especial la toma que había hecho de unos geranios de color rojo ardiente atados a varas, como si no fueran flores normales, sino algo muy raro, algo inventado, utilería para los malos sueños. Victor torció por un sendero lateral. Al final del mismo, ante una especie de templo, había dos fuentes de mármol rodeadas por una proliferación de elevados arbustos de rododendro que formaban un semicírculo; el color púrpura hacía daño a la vista. El templo estaba cerrado. Puertas de bronce, columnas dóricas de mármol, el murmullo de los elevados árboles.
—Allí está —dijo Victor sacando una tarjeta postal del bolsillo: un truco de magia. Había una mujer joven representada. Arthur le miró, pero en el rostro de Victor no podía leerse nada. ¿Se había vuelto ahora sentimental de repente, se estaba riendo de él, o qué? No sabía cómo debía reaccionar. La mujer era bella, pero al mismo tiempo tenía algo de simple. Un vestido blanco y suelto que había anudado con un lazo azul claro por debajo de sus grandes pechos de color crema. Victor le había tendido la postal de manera tan brusca que no tuvo más remedio que dejar la cámara en el suelo. Esa mujer te miraba como si quisiera algo de ti, eso estaba claro. Pequeños rizos se escapaban de una diadema enorme, engastada con piedras preciosas, y el color crema de pecho y cuello se volvía rosa en el rostro. Una nariz recta, orejas demasiado pequeñas, la boca de un color rosa más intenso, ligeramente fruncida en las comisuras. Pero lo más extraño eran los ojos. El azul se correspondía con las piedras preciosas de la diadema y con el color de la capa que parecía resbalársele por el cuerpo: una invitación. Esos ojos, grandes, casi sin pestañas, estaban muy separados entre sí.
Dio la vuelta a la postal. Reina Luisa de Prusia, 1804. Josef Grassi. ¿Qué se supone que debo hacer con esta reina?, pensó Arthur.
—¿Llevas siempre esta postal encima?
Aún no sabía que ésta era la manera en que Victor ponía a prueba a otras personas, siempre y cuando creyera que merecían la pena.
—No —dijo Victor—. He venido aquí por vosotros. Y siempre que vengo por aquí me paso a verla un momento. Tengo amigas en el mundo entero. Siempre se alegran de volver a verme.
No se le alteró ni un músculo del rostro.
—Esta postal la he comprado para ti. No soy celoso. Eso es algo que no va con mi carácter.
Arthur seguía sin saber todavía cómo debía reaccionar.
—Te preguntarás qué queda aún de ella —dijo Victor señalando hacia el mausoleo—. Algo poco agradable, creo. Probablemente ya estará reseca. Lástima. Nada es eterno. Pero imagínate que no la hubieran pintado; en ese caso nunca la habríamos podido ver.
Arthur observó la postal y después, cuando entraron, el propio cuadro. Tuvo que admitir que había algo en ella. No sólo era indiscutible el erotismo, además parecía que esa mujer quisiera salir del cuadro, como si no soportara el marco. Y esa hebilla en el hombro estaba allí, sin duda, para soltarse; al igual que ese lazo también podría ser desatado con un solo movimiento. Viendo el cuadro, uno tenía la sensación de que eso no le parecería mal a esta mujer. Pero quizá esto se debía a la lascivia del pintor, sabedor de la lascivia del espectador. Ella seguía mirando, eso era lo engorroso.
—Ni siquiera es un cuadro realmente bello —dijo Arthur.
Victor hizo como si no le hubiera oído. Tenía la cabeza cerca del lienzo. Sólo en las películas antiguas las personas llevaban peinados como el suyo, pensó Arthur. Fred Astaire. Cary Grant. Impecable, ésa era la palabra que mejor lo definía. Era imposible que ese cabello se enmarañara.
—Un cordero ante el matadero. Ya no hay mujeres como ésta. No conozco a ninguna mujer que tenga una mirada similar. Es algo muy desconcertante. Esta mirada se ha extinguido. Observa. El mundo entero se lamenta porque una salamandra cualquiera está a punto de extinguirse, pero nadie habla de las actitudes. Hay muchas cosas que se extinguen a nuestro alrededor; deberías reflexionar sobre ello con tu cámara.
—No hago otra cosa.
No, no lo había dicho. Entonces todavía no. Había escuchado.
—¿Puedes imaginarte el donaire de esta mujer caminando? —dijo Victor—. No, no puedes imaginártelo. Las actrices estúpidas intentan emularlo en los dramas históricos. Acabo de ver uno de Kleist. La ropa no puede extinguirse, se puede conservar, o imitar, así que no es grave. Pero el movimiento dentro de esa ropa, ése sí que se ha extinguido. La tela cae de otra forma si el movimiento es diferente. Esta mujer no habría podido llevar nunca un biquini. No disponía del garbo necesario para hacerlo, todavía no se había inventado.
—Pero ¿quién lo ha inventado?
—¡Oh —dijo Victor—, el tiempo! O el capitalismo, pero eso es lo mismo. Mujeres trabajadoras, pleitos laborales, coches, pantalones vaqueros. Y pantalones cortos, mujeres como chicos, muy peculiar. El fumar, los infartos. Ellas también los tienen ahora. Luego se extingue algo como esto, una mirada semejante. Quizá debía ser así. Vuelve a observarlo bien. Es un cuadro engañoso.
Se inclinó hacia delante, cerca de la curvatura perfecta del pecho derecho.
—Pregunta de escultor: ¿Dónde crees que se encuentra el pezón?
—Ahí —dijo Arthur señalando con el dedo. Al instante, empezó a sonar la alarma, un vigilante con uniforme azul se acercó corriendo y gritando algo en un alemán staccato que él no entendió.
—Eso es algo que, en cualquier caso, todavía no se ha extinguido —dijo Victor—. Ya lo decía yo: un cuadro engañoso.
Antes de que el hombre llegara a su altura, Victor ya se había vuelto hacia él, con una ligera inclinación y reflejando una sentida disculpa en el rostro.
—Mi amigo aquí es inexperto. Nunca viene a los museos. Ya me ocuparé yo de que no vuelva a suceder —y cuando el hombre se hubo marchado—: Pero el lugar era el correcto. Matemáticamente exacto, más aún que biológicamente, porque con esto uno nunca sabe a qué atenerse. Muy suave, muy rosa, casi un rubor. Por otra parte, es algo que ahora tampoco existe; se puede decir que es más o menos lo opuesto a lo que se ve en las playas nudistas, esas impúdicas uvas pasas. A la intemperie. O auténticos botones, como la mutación hacia la mujer mecánica.
—Pero ¿a qué te refieres en realidad? —preguntó Arthur—, ¿a formas pasadas de sumisión, disponibilidad, o a qué?
—No sé si me refiero a algo —dijo Victor—. Quizá sólo al tiempo pasado. La disponibilidad es, por lo demás, mayor en estos tiempos que corren, según tengo oído.
Esto suscitaba a su vez otras preguntas que Arthur no quiso hacer. Al fin y al cabo, todavía no conocía a este hombre. Al día siguiente filmó en el estudio de Victor amenazadores objetos de piedra, macizos y compactos, piedra roja que tenía un tacto rugoso al pasarle un dedo por encima. En nada se parecían a su creador y, desde luego, estas cosas no tenían nada que ver con el pasado, si acaso con un pasado anterior al cómputo de los años con números: los objetos sagrados de un pueblo desaparecido. Era imposible que este hombre pudiera haber creado esas cosas. Arthur recordaba una suerte de caballo con la cerviz humillada, a punto de morir, que parecía hecho de lava. No tenía cola, no tenía pezuñas, pero evocaba a un caballo más que uno de verdad. El color calcinado de la piedra le había otorgado cierta sacralidad: un ídolo de la prehistoria.
Él lo había comentado y Victor le había mirado como se mira a un niño pequeño que dice caca y pipí.
—Vaya, espero que no seas un entendido en materia de arte.
Entonces, entonces, entonces. Ahora podía elegir: hacia la izquierda, hacia los aposentos reales, o hacia la derecha, donde estaban colgados los Friedrichs. Al fin y al cabo, por ellos había venido. Si iba a la izquierda podía ver de nuevo el cuadro de Luisa. Era indecente cómo los cuadros seguían siendo iguales a través de los años. Sabía exactamente lo que iba a sentir, y no le hacía ninguna gracia. En aquella época no lo quiso decir y, probablemente, fuera también una tontería, pero en lo más profundo de su corazón pensó que tal vez Roelfje caminaba igual que esta mujer. Recatada era la palabra exacta. Recatada: ahora que la pronunciaba, parecía como si esa palabra ya no existiera.
—Se extingue —había dicho Victor—. Sólo se puede encontrar en reservas naturales.
—¿Como cuáles?
—Bueno, en los lieder de Schubert. Pero has de leer la partitura e imaginarte cómo sonaba entonces.
—¿No se siguen cantando hoy?
—Pero no es lo mismo. Léete un libro de Jane Austen. Allí lo podrás encontrar: recato.
Se apartó del ventanal con dificultad. El cielo se había vuelto casi negro. En Berlín parecía que anochecía antes que en cualquier otra parte. Ni siquiera era la una y media. Y con respecto a ese cuadro y a esa posible semejanza, por supuesto que no se trataba sólo del recato. Existía también el desafío, aunque sólo estuviera sugerido, o incluso no fuera otra cosa que la lascivia del siglo XX de un espectador que no percibía el recato. Tu esposa se parece a una de esas bobas vírgenes de la Biblia, le había dicho alguien una vez; pero, cuando se puso a pensarlo, estaba otra vez en Amsterdam, y ahora no quería estar allí de ningún modo. A la derecha pues: Caspar David Friedrich.
Éste era el día adecuado, pensó. Pero se engañaba, y precisamente por esa razón. El cielo tras los cristales, que seguía ensombreciéndose, armonizaba de manera sorprendente con los cuadros por los que había venido. Fue hacia ellos como si le hubieran empujado, pero en su cuerpo sentía una fuerza que se oponía. ¿Por qué diablos había querido venir aquí? Éste era un universo con el que nada tenía que ver, pero que radiaba con gran fuerza.
Un idiota igual que yo, pensó cuando estuvo ante El monje junto al mar. ¿Qué hacía ese hombre en un paisaje olvidado de la mano de Dios? ¿Hacer penitencia, lamentarse en soledad? Esos trazos blancos y vaporosos sobre el encrespado mar verde oscuro, ¿eran gaviotas? ¿Cabrillas? ¿Resplandores luminosos? El hombre tenía una extraña curvatura en el cuerpo, y obviamente tenía las mismas ganas de estar allí que quien le observaba desde un abismo de doscientos años. ¿Qué se pensaba al pintar un lienzo semejante? La arena de las dunas era tan blanca y fina que parecía nieve, y el horizonte era un trazo recto por el que se acercaba un frente de nubes, una barricada que descartaba cualquier idea de relajación. Y la mujer a la que había querido volver a ver, la figura luminosa de su recuerdo, ¿cómo demonios había llegado a esa cumbre? En el más auténtico sentido de la palabra, se trataba realmente de una exaltación. El fino craquelado la mantenía atrapada: una mariposa en una red. ¿Habría querido alguien destruir este cuadro alguna vez, aunque sólo fuera por esa insoportable carencia de ironía? Atraer, repeler: necesariamente tenía algo que ver con el alma alemana, fuera eso lo que fuese. El languidecer de Wilhelm Meister, Zaratustra que termina llorando sobre el cuello de un caballo de tiro, los cuadros de Friedrich, el suicidio doble de Kleist, el plomo de Kiefer y los druídicos cantos caprinos de Botho Strauss: todo parecía estar relacionado entre sí, un oscuro tótum revolútum en el que no había lugar para las personas de un país con pólders. Pero ¿cuál era entonces la fuerza de atracción? En el siguiente cuadro había una abadía abandonada en un robledal bajo un cielo salvífico.
—Te has olvidado de Wagner —había dicho Victor cuando hablaron del tema.
Victor iba todos los años, siempre que podía, a Bayreuth.
—¿Puedes imaginártelo, un Wagner inglés? ¿Un Nietzsche neerlandés? Los neerlandeses no hubieran sabido a qué lado mirar. Compórtate como si fueras normal, que ya estás bastante loco.
—Eso también vale para Hitler.
—Exacto. Ése gritaba demasiado y tenía un bigotito raro. Eso no les gusta a los vecinos. Nosotros tenemos una reina que va en bicicleta. Con Hitler no podías mirar dentro de las casas. Eso a nosotros no nos gusta. Nosotros queremos saber si la señora Hitler ya ha pasado la aspiradora. Es justo lo que dices: los Países Bajos, un país sin montañas. Superficial, ¿no? Ni montañas ni cuevas. Nada que ocultar. Ninguna zona oscura en el alma. Mondrian. Colores puros, líneas rectas. Acequias, diques, caminos de pólders. Ni abismos ni grutas.
—A veces es mejor sin.
—Perogrulladas. Y, además, la oscuridad también les pertenece. Y siempre ha habido suficientes antídotos.
—No durante Weimar.
—¿Vamos a repetir la historia mundial? ¿Recuerdas lo que dijo el gran maestro de ajedrez Hein Donner? Los Países Bajos pueden agradecer a Dios de rodillas que Alemania haya querido involucrarlos en la Segunda Guerra Mundial, aunque sólo fuera para ayudarnos a dejar de una vez por todas el siglo XIX. Y por muy heroicos que afirmen haber sido los neerlandeses, la mayoría no lo era. Hay dos tipos de personas a las que no puedo soportar: los neerlandeses que piensan que han inventado la democracia por el mero hecho de haberse estado contradiciendo sin parar durante cuatrocientos años, y los alemanes que van por ahí eternamente flagelándose. Y, si me lo preguntas, sí, hay culpa. Pero no en los que no han hecho nada.
—Cuando te oigo hablar así… ¿es que sólo lo han padecido ellos?
—Lo hemos padecido todos. Vaya, qué asco, esto se está convirtiendo en una auténtica discusión.
—Y, sin embargo, quizá hubieran sido de gran ayuda un Voltaire o un Cervantes.
Y así habían regresado de nuevo al punto de partida: la ironía o la carencia de ella. Con los judíos, había desaparecido de Alemania también su ironía. Después volvieron a quedarse solos, y eso no se le podía desear a nadie. Ironía, distancia, aire necesario, así rezaba más o menos la última frase, a la que siguieron tan sólo dos palabras de Victor.
—Aburrido, ¿no?
Volvió a mirar la abadía fijamente. Todavía quedaba un pedazo de muro, con una alta ventana gótica a través de la cual brillaba una luz que no podía proceder de la pequeña luna. Ruinas, lápidas caídas, árboles lampiños e irregulares como fantasmas, luz metafísica, una cruz ladeada sobre una tumba, todo cuadraba. Öde, Finstemis, desierto y oscuridad, el coto de caza del alma germánica que ahora, por último, al final de este siglo demencial, se había quedado sin caza. Si eso se debía a la nueva lucidez de las ideas, al desengaño de la derrota, al doble castigo de la partición o, sencillamente, como otras veces, al triunfo final del dinero, no lo sabía.
Los cuadros en las salas sucesivas eran de una honestidad inefable. Cobrizas puestas de sol, bosques inocuos, susurrantes cascadas, mujeres inocentes, perros amantes de sus amos: el mundo sin pecado original. Eso debía reconocérselo a Friedrich: al menos había tenido un presentimiento. En este sentido, es posible que Victor tuviese razón. El arte sin presentimiento no es nada. El que ahora hubiera que hacernos comprender las cosas a fuerza de machacar era otra cuestión, pero existía algo así como los poderes de la oscuridad.
—Pero entonces quizá tampoco se llegue a ninguna parte sólo con ironía.
No, no era Victor quien decía eso. Miró su reloj. Eran las dos y media. Sin tener idea alguna de lo que iba a hacer, se dirigió al guardarropa. Por los ventanales laterales vio pasar de nuevo un gran quitanieves. La luz naranja parpadeante parecía querer prender fuego en los copos que caían a gran velocidad.
Thomas. No existía ninguna protección contra los muertos, por pequeños que fueran. La primera vez que había visto la nieve probablemente no tenía ni tres años. Le habían despertado y habían salido con él al jardín para mostrarle el milagro. Pero había gritado y llorado y ocultado la cara en la piel de Roelfje. Arthur recordaba aún con nitidez lo que había gritado: «¡No puede ser, no puede ser!». Había pasado mucho tiempo y todavía podía oír aquel grito agudo y estridente. Se asombró. ¿Cómo era posible que los rostros desaparecieran poco a poco, se retiraran, ya no quisieran ser vistos, y que una sola frase se siguiera conservando intacta como un murmullo a lo largo de todos esos años?
Afuera, y deprisa. La nieve le cayó en el pelo, en los lagrimales. Apartó de sí los húmedos cristales y miró hacia arriba. Así tenía que ser. Victor tenía sus amantes pintadas, él su ángel dorado. Allí, sobre la cúpula del globo terráqueo, bailaba aquel ser hermafrodita, frío, con sus desnudos pechos dorados azotados por la nieve. Quizá pudiera ser su hermana o su hermano, el Ángel de la Paz sobre la gran Estrella, también de oro. Las mujeres que representaban algo, ya fuera la Paz, ya fuera la Victoria, se colocaban siempre lo más alto y lo más lejos posible.