TRAS LAS HUELLAS
DE DON QUIJOTE. UN VIAJE
POR LOS CAMINOS DE LA MANCHA

MIGUEL DE CERVANTES está sentado a la mesa y escribe por primera vez el nombre de su héroe. Algunos hombres que nunca han existido están tan incrustados en la historia que nadie podría imaginarse que nunca han existido. Uno de esos hombres es don Quijote de la Mancha. El escritor tiene unos cincuenta años cuando inventa héroe y nombre, el héroe tiene también la misma edad. «Frisaba la edad de nuestro hidalgo en los cincuenta años: era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.» Tal vez ni siquiera estuviera seguro el escritor al principio del nombre que daría a su héroe, y algo de esta duda resuena cuando dice: «Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben». Así es introducido el lector en este terreno borroso entre la realidad y la fantasía que, si es un buen lector, le irá atrapando. Naturalmente, no había cronistas y, por lo tanto, tampoco diferencias de opiniones; probablemente aun el mismo Cervantes tampoco lo sabía. Vuelve a intentarlo con Quexana, pero finalmente decide dejar la elección del nombre a su protagonista no existente: «así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya (su patria), y llamarse don Quijote de la Mancha». De lo único de lo que estaba seguro desde el principio era del lugar de donde procedía, aunque el escritor no quisiera revelar este secreto, que quizá sólo él conocía: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...». Por lo tanto no sabemos el lugar, pero sí la región. Y aquí tenemos una de esas fantásticas ambigüedades que mantendrán ocupado al viajero durante su viaje por la Mancha. La región es auténtica, el héroe no. El autor que se llamaba Cervantes también era real, pero en ese afortunado momento en que hizo surgir a su héroe inexistente de la Mancha, dio a esa peculiar región española una plusvalía que las ciudades, pueblos y paisajes de la Mancha no podrán perder jamás.

Y así ocurre que después de cuatro siglos el viajero tiene grandes dificultades para mantener separadas la apariencia y la realidad en la misma región por donde Miguel de Cervantes hizo errar a su don Quijote. El autor se ha hecho más difuso que su héroe. Todo el mundo conoce el aspecto que tenía don Quijote, aunque no haya existido nunca, pero de su creador no hay todavía ningún retrato digno de confianza. Cervantes se describió a sí mismo una vez, pero nunca fue dibujado durante su vida, por eso lo único en que se parecen sus estatuas es en la ropa. Tampoco se lo ha dejado muy fácil a sus retratistas futuros: «Éste que véis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies. Éste, digo, que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha». La dificultad para Cervantes era que éste, al contrario que su don Quijote, sí que existió en realidad, y que evidentemente nadie se atrevió a desfogar su fantasía con él. Don Quijote y Sancho Panza tienen desde Daumier y Gustave Doré un aspecto que está acuñado para siempre: quien cierra los ojos los ve ante sí. En esta lucha entre la fantasía y la realidad, la fantasía ha ganado por uno a cero. El escritor es la invención, sus personajes son reales; cuando ves las innumerables imágenes del Caballero y su Escudero en todos esos lugares que aún hoy existen, donde han tenido lugar sus aventuras nunca ocurridas, no dudas ni un segundo.

Empecé el viaje hacia la Mancha en Madrid. En un libro de 1871, Castilian Days, escrito por John Hay, había leído que podía encontrar allí la casa donde vivió Cervantes, y yo quería ver esa casa. Está, naturalmente, en la calle de Cervantes, la misma calle en donde vivía Lope de Vega en aquellos días, aunque entonces tuviera otro nombre. Ahora hay dos calles viejas y estrechas la una al lado de la otra, con los nombres de estos dos monstruos de la literatura hispánica que, como ocurre en los círculos literarios, se criticaron mucho recíprocamente. Lope de Vega era el autor de éxito de su tiempo, el hombre de las dos mil obras de teatro y «veintiún millones de versos», mientras que Cervantes llevaba una vida aventurera, participaba en batallas navales, resultaba herido, apresado por piratas beréberes y vivía con su hermano cinco años como esclavo en el norte de África hasta que un monje compró su libertad. Tampoco después le fue mucho mejor. Tenía un trabajo de subalterno en Sevilla, fue a la cárcel por un asunto de deudas, intentó en vano obtener un nombramiento en las colonias, confió —ya en la vejez— en poder acompañar a la corte de Nápoles a su protector, el Conde de Lemos, a quien está dedicado el Quijote, pero nada de esto tuvo el fin deseado. Ni siquiera el gran éxito de su Don Quijote le hizo rico, y tardó nueve años en terminar de escribir la segunda parte, que apareció un año antes de su muerte. La última carta a su protector deja ver que él seguirá siendo su peculiar persona hasta el final: «Puesto ya el pie en el estribo, /con las ansias de la muerte, /gran señor, ésta te escribo. /Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a vuesa excelencia». Cuatro días después muere, y al día siguiente es enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas, en la calle que ahora lleva el nombre de Lope de Vega.

Es un lunes por la mañana temprano cuando voy paseando por las dos calles con nombres de escritores. Está lloviendo en Madrid en este mes de mayo. Busco la placa conmemorativa de la que hablaba mi libro de 1871, pero al no estar el número de la casa en el libro resulta difícil. Finalmente encuentro la casa de Cervantes. Es el número 20. Mientras Eddy Posthuma de Boer intenta fotografiar la placa conmemorativa en la lluvia, yo me refugio en un soportal donde una viejecilla enlutada esparce serrín. Su tiendecilla tiene una puerta muy estrecha y una pequeña ventana detrás de la cual hay algunos botones, retales y ribetes. No le gusta que yo esté ahí. Es viejísima, forma más bien parte del Madrid de Cervantes que del Madrid de la explosión económica.

Enfrente de la casa del escritor hay ahora una lavandería, pero ésta es la única cosa moderna en toda la calle. Más adelante veo un despacho de carbones y una churrería. Miro al viejo de la carbonería, negro como un minero, y a las ruedas de su carretilla cubiertas con hierro. Sin oírlas sé cómo suenan esas ruedas sobre la ruda grava. En la calle colindante encuentro el convento donde está enterrado Cervantes. Según la placa conmemorativa era un convento de las trinitarias, y el escritor fue enterrado allí a petición propia, ya que fue un trinitario quien le salvó de la esclavitud.

Manoseo la puerta y llego a una habitación oscura en donde hay una segunda puerta medio abierta. Ahora estoy ante algo que claramente es la puerta de una iglesia, pero la iglesia está cerrada. Luego oigo abrirse suavemente otra puerta y veo dos cabezas de monjas que me miran. «¿Está Cervantes enterrado aquí?», pregunto, y recibo una respuesta muy española: «Sí, pero no está aquí». Digo que me gustaría ver la iglesia, pero no puede ser. Al terminar la misa hay que cerrar la iglesia.

—¿Hay entonces una sepultura?

—No, realmente no hay ninguna sepultura.

Este autor ha borrado minuciosamente sus huellas, pero no te escaparás tan fácilmente de la posteridad. Cerca de las Cortes hay una escultura en un parque triangular. El suelo está fangoso por la continua lluvia y quizá por eso la escultura está apoyada algo torpemente, un soldado escritor extraviado en la época equivocada; el perfil afilado, como el de una especie singular de pájaro, se asoma por encima de la gorguera de piedra. En los relieves bajo sus pies hay escenas de su novela —el Caballero y el Escudero que veré los días siguientes en tantas formas— y una figura de mujer estilo Imperio que vuela por el aire con un lirio, y probablemente debe representar su musa. Estamos allí algo estúpidos bajo la lluvia, él de piedra y yo algo más vulnerable, parece también como si él se riera de mí, y tiene razón. A los escritores no se los encuentra en sus esculturas, sino en sus libros, y, si quiero algo de él, lo mejor será que visite los paisajes en donde se desarrolla su libro.

Un par de horas más tarde salimos de Madrid en coche, el campo es amplio y abierto, grandes barcos de nubes navegan sobre el poderoso cielo, pero ya no llueve. Esto es aún Castilla, la tierra que desde arriba, desde el avión, parece una superficie de rojo y marrón, color de arena, la meseta. Ahora que ha llovido no es tan duro como en verano. Los arcenes de la carretera están repletos de flores de colores de la tardía primavera: amapolas, ortigas muertas, margaritas, dientes de león, orgías de oro y rojo y azul y violeta, el horizonte se balancea ante nosotros y, cuando nos apartamos de la autovía, todo está vacío de repente, con la sensación de gran libertad que esto conlleva. Hemos decidido parar en Chinchón, donde se hace el mejor anís de España. En el centro del pueblo se encuentra la Plaza Mayor, el más español de todos los inventos, el corazón y centro de cada lugar en Castilla, desde Madrid hasta el pueblecillo más insignificante. Pero hay algo maravilloso en esta plaza. No es rectangular, sino elipsoidal, hace pensar en una plaza de toros o en un teatro. El suelo es de arena, las casas de alrededor tienen terrazas que pueden hacer las veces de palcos y que ahora se utilizan como restaurantes. La comida es aquí aún terrenal, grandes cuencos con sopas de ajo, cordero lechal y cochinillos asados, platos campesinos como duelos y quebrantos , huevos con chorizo, ensalada con tomate y cebolla, jarras de espeso vino tinto. Desde la terraza tengo una vista majestuosa sobre los movimientos del único actor, el policía del pueblo, que nos vigila a todos desde abajo. Oigo el sonido de la fuente, los pájaros, el reloj de la iglesia que cada cuarto de hora hace saber que de nuevo ha vuelto a caducar un pedazo de tiempo. Desde las diferentes calles laterales aparece, como en una extraña obra de teatro, cada vez un anciano distinto que necesita mucho tiempo para cruzar con ayuda de su bastón la superficie de arena en la que un par de veces al año se sueltan los toros. Se barre el suelo del ayuntamiento, las golondrinas pasan en vuelo rasante. De vez en cuando sale el sol, en la fábrica de pan de la bella señora Vidal recibo una clase sobre los nombres de pasteles y panecillos, y realmente me gustaría quedarme para siempre en esta plaza, en el círculo cerrado de las galerías, con una bolsa llena de mantecados de anís a mi lado. Pero esto todavía no es la Mancha. En el oscuro bar alicatado del Mesón de la Vireyna cuelgan fotos de muchachas bailando con el traje típico castellano y de hombres que se dejan acosar por aterradores toros en la plaza del pueblo. Tenemos una cita con esos otros adversarios aún más aterradores de don Quijote, los molinos de viento.

Los primeros que vemos erigirse esa tarde en orden de batalla sobre una larga hilera de colinas junto a Consuegra demuestran en seguida que el Caballero de la Triste Figura tenía razón, quien no lo vea está loco. La luz es pobre, gris plomizo mezclado con cobre, la decoración de una ópera del destino. Y, naturalmente, éstos ya no son molinos, sino hombres que están allí agitando salvajemente sus brazos, peligrosos guerreros, caballeros sentados en lo alto. Nabokov, que ha escrito un extenso estudio sobre don Quijote, dice en este pasaje sólo: «Date cuenta de lo vivos que están los molinos de viento en la descripción de Cervantes». Y sí que lo están:

—La aventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos la vida. (...)

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquello que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas por el viento hacen andar la piedra del molino.

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo, quítate ahí y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante. (...) Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse (...) y bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió al viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo.

Lo que ves cuando vas acercándote a Consuegra es el momento de inspiración del autor. Con una determinada luz, una determinada constelación de las nubes, la vibración de calor que puede pender sobre la llanura, todo adquiere aquí algo fantasmal, irreal. Naturalmente, fue el mismo Cervantes quien —antes de que su Caballero lo pudiera hacer— había visto gigantes en estos molinos, e incluso ahora que estoy aquí arriba junto a las ruinas del castillo, no puedo deshacerme totalmente de esta fantasía. Son molinos, naturalmente, pero con ese ojo muerto entre las cuatro aspas girantes, son también seres vivos en peligroso orden de batalla. Paseo un poco entre los bloques de roca color pizarra, veo la infinita llanura hacia el oeste de la colina, ando a lo largo de los muros desmoronado con sus almenas, y cada vez que me vuelvo veo de nuevo los vigilantes molinos contra el cielo agorero ennegrecido. No, allí arriba no estás en el mundo normal, sino en el reino de la imaginación. Debajo está la Mancha de la tierra, los campos, los cerdos, los jamones y los quesos, un mundo sólido de cosas palpables, pero desde aquí arriba ese mismo mundo sólido adquiere los aspectos del sueño y lo imposible, donde todo es algo diferente de lo que parece, el mundo de Cervantes y su héroe, sobre quien dijo Nabokov: «No nos riamos más de él, su blasón es la piedad, su estandarte la belleza. Él está a favor de todo lo que es tierno, perdido, puro, desinteresado y galante».

Desde este altozano es como si mi viaje estuviera expuesto ante mí, como si ahora pudiera verlo todo. Los caminos atraviesan la llanura de la meseta sur, en verano un lugar abrasador, en invierno frío e inhóspito. El Tajo al norte, el Guadiana al sur, la tierra del Campo de Calatrava con sus fortalezas caballerescas y sus palacios, la Mancha con sus campos de trigo y sus interminables viñedos. Sobre estos caminos iban caballeros, correos, soldados, mendigos, monjes, banqueros, moros, judíos, cristianos: el tejido de la historia. Esa noche paramos en Almagro, una de esas maravillas españolas de las que nunca han oído hablar los visitantes de Benidorm. Tranquila, blanca, misteriosa, un recuerdo de la desaparecida grandeza. Aquí la Plaza Mayor es rectangular, una gran habitación con galerías de cristal como paredes. Aquí construyeron su palacio renacentista los Fugger, los banqueros sabios de Carlos V con conexiones comerciales con todas las partes del imperio mundial español. Dormimos en el monasterio de Santa Catalina, que han convertido ahora en parador, construido alrededor de un antiguo claustro. Aquí la imaginación no necesita hacer nada, te introduces sin darte cuenta en la Antigüedad. Ésta era la sede de la orden de Calatrava, la más antigua de España, fundada en 1158 por monjes cistercienses para expulsar a los musulmanes de España. Al principio vestían como monjes, luego llevaron un manto blanco con una cruz de lis roja. En la penumbra crees verlos, figuras agitándose por las estrechas callejas. Por todas partes hay casas con blasones de linajes desaparecidos, leones, coronas, cuarteles, estandartes, suposiciones de amores cortesanos y batallas campales, poder y transitoriedad.

Cuando ya ha caído la tarde sigo paseando un rato por la plaza, pero sólo podré verla bien al día siguiente. Es el torpor del mediodía, los hombres durmiendo tumbados en los bancos, la bandera cuelga floja de la casa consistorial, leo los versos sobre la escultura de Diego de Almagro, capitán general del reino de Chile, muerto en Cuzco y nunca más vuelto al Almagro que lo vio nacer. Ese caballero a caballo no se parece a don Quijote, él no luchó contra molinos, sino contra indios, y quizá por ello el mundo —con excepción de Almagro— le ha olvidado. Visito las iglesias y el pequeño y resplandeciente teatro que tiene el cielo por techo, y me pregunto qué se sentiría al sentarse en uno de esos palcos con una trémula lámpara de aceite a tu lado y oír las palabras de Lope de Vega y Calderón de la Barca bajo la luna y las estrellas.

El peregrino literario —vamos a llamarlo así— que sigue las huellas del Caballero y su Escudero nunca necesita buscar. A la entrada de cada lugar que hay en la Ruta de Don Quijote almas solícitas han fijado en la pared una lámina de metal de los dos héroes, siempre la misma, de manera que ya no puedes quitártelo de tu pensamiento; recortados como un daguerrotipo negro de hierro ves a los dos seguir el camino que tú también recorres, la alta y desgarbada figura del caballero con la lanza y el gordo tapón sobre su humilde burro debajo de él. Pero también en los mismos lugares se han desfogado escultores desde Ciudad Real hasta El Toboso. A veces hay también líneas de El Libro en las esquinas de las calles, hasta el punto de que ya no estás seguro de si viajas por un libro o por el mundo real. Porque, ¿qué puedes decir cuando vas a visitar la casa de Dulcinea? Está en El Toboso, y El Toboso es silencioso, un silencio en el que la fantasía empieza a zumbar. En el centro del pueblo está la iglesia de Santiago, que en la imaginación de don Quijote era el palacio de su amada. Sigo las palabras escritas sobre los muros y tras la última inscripción, «en una callejuela sin salida»... doy con la casa de Dulcinea. Está allí, la puedes tocar, puedes incluso entrar dentro. Para alguien que ha hecho de la escritura su vida es un momento maravilloso. Entrar en la casa real de alguien que nunca ha existido no es ninguna nimiedad. Don Quijote es para Milán Kundera la primera auténtica novela y, si una de las características fundamentales de la novela es la supremacía de la imaginación sobre la realidad, con todas las posibilidades subversivas que forman parte de ella para escapar de la opresión de esta llamada realidad, entonces el genio de Cervantes ha mostrado para la eternidad el poder de la imaginación, aunque sólo fuera porque él ahora, casi cuatro siglos después, me deja mirar la casa, el hogar, la cama, los utensilios de cocina de alguien que era una invención. La sensación de excitación que se produce en mí allí, sólo la he tenido una vez antes, y fue en el balcón de Romeo y Julieta en Verona, entre cien japoneses con sus cámaras.

Miro el jardín, el patio, el olivo, la prensa de uvas, y escucho el balbuceo de la guía monjil que quiere aclarar el enigma y explica quién había sido en realidad el modelo de Dulcinea. Pero esto no lo quiero oír, no quiero que la fábula se contamine con cualquier verdad presumiblemente histórica, ahora quiero irme inmediatamente a ese otro lugar que está a menos de cincuenta kilómetros de distancia de aquí, donde fue inventada Dulcinea: Argamasilla de Alba; y si esto es verdad o no, me importa un pimiento. Pero antes he de ir al ayuntamiento, en el que un laborioso alcalde ha instalado una colección de Quijotes (y me refiero a los de papel, los libros). Lo terrible de las obras maestras es que pertenecen a todo el mundo, también a los hombres que odias o desprecias. Esto vale para Hamlet y para el Quijote. Un viejo nos lleva a través de una clase con asombrados escolares hasta una salita en donde están los libros abiertos. ¿Quién no ha leído el Quijote? Todo el mundo ha enviado su ejemplar, con dedicatoria, como si fueran ellos el escritor: Mitterrand, el príncipe Bernardo de los Países Bajos, Margaret Thatcher, Adolf Hitler, Hindenburg, Mussolini, el rey Juan Carlos de España, Alec Guinness, Juan Perón, Ronald Reagan, una colección de santos y granujas, entre los que sólo falta Stalin porque el libro con su dedicatoria ha desaparecido.

Hay dos tipos de luz en el mundo, la luz humana y la luz fotográfica, y esta última decide que no podemos continuar ese día. Dormimos en un hotel de la gran carretera que va de Madrid a Valencia, en Mota del Cuervo. Se llama, naturalmente, Hostal Don Quijote. Recibo una habitación pequeña y oscura, y como somnífero el redoble de la lluvia y el retumbar de los grandes camiones. Pero antes de retirarse, fotógrafo y escritor han tenido una discusión sobre el aspecto del Caballero y su Escudero. «Veo muchos Sanchos en la calle», dice el fotógrafo, «y pocos Quijotes. Sin embargo, debe de haber». Tiene razón, pero pienso que los escuderos saltan a la vista por sus maestros. Sancho te llama la atención a través de la comparación con su señor. Pero ¿quién le dio su aspecto a don Quijote? ¿Quién lo acuñó? Cervantes, naturalmente, pero nos preguntamos si éste habría reconocido a su creación en la imagen de Doré, aunque es claro que Doré tomó la descripción de Cervantes como punto de partida. Pero incluso en el Quijote de Picasso se entrevé el de Doré, luego ¿quién es realmente el creador del don Quijote físico que vemos ante nosotros cuando leemos el libro? ¿Cuánto más fuerte es una imagen que está construida con palabras que esas palabras mismas cuando la imagen está en situación de sobrepasar a su propio origen verbal? No llegamos a ninguna conclusión. Las comidas en la Mancha son asuntos serios, como si aquí reinaran aún los hombres medievales. Las perdices que durante el día iban volando ante nosotros, por la noche están, de repente, en fuentes de cerámica sobre la mesa, y el Zagarrón, que se embotella aquí al lado, es un vino que puede acabar con todo un batallón salvaje.

Al día siguiente la lluvia juega al ratón y al gato con nosotros. El tiempo es seco en el gigantesco castillo de Belmonte, que yace encallado como un arca en el paisaje de colinas ondulantes, pero la lluvia vuelve de nuevo cuando entramos en Argamasilla para buscar la cárcel de Cervantes. Un pastor con un rebaño de ovejas nos indica el camino que lleva por las humildes callejuelas del pueblo hacia una gran puerta verde. Llamo, y después de un tiempo oigo una chillona y vieja voz que grita «¡sí!», pero nada más. Vuelvo a dejar caer otra vez la gran aldaba de hierro, y entonces aparece una mujer muy vieja, casi doblada por completo. Tiene el cabello blanco y un rostro precioso. La cueva está en otro lugar, nos dice, y la seguimos a través de la lluvia, repentinamente dos gigantes con una enana; inventado por el escritor. Con una llave que es mucho más grande que sus manos abre una puerta y nos señala una escalera que va hacia abajo. Aquí estuvo el escritor preso porque no pudo liquidar una deuda, y aquí habría escrito los primeros capítulos. Me lo creo todo, puesto que hay una pequeña mesa de madera con un tintero y dos plumas de ganso. Nunca lleves a un escritor a la habitación de otro escritor, porque o bien se vuelve muy desgraciado, o bien quiere sentarse en seguida en la mesita. Yo hago lo último, y veo lo que Cervantes veía cuando escribía esas primeras palabras. Pero para ello tengo que prescindir mentalmente de la luz eléctrica, de las losas conmemorativas en el muro y de la cámara del fotógrafo. Entonces queda sólo la bóveda de piedra, el ruido de la lluvia que llega de arriba, un paso en la calle, el viento, el rasgar de una pluma. Y luego silencio, el silencio en que estas primeras palabras del prólogo fueron escritas: «Desocupado lector, sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y el más directo que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir la orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno...?».

Y estos pensamientos varios han mantenido ocupada a la humanidad desde entonces, se perdieron en refranes y representaciones, se tradujeron a todas las lenguas, si tuviera que entrar todo en esta cueva, tendría que ser mil veces agrandada. Y, sin embargo, la cueva está aún tan vacía como entonces, cuando el escritor descendió allí por primera vez. Enigmas. Palabras e imágenes recogidas del aire vacío.

En la parte de arriba de la escalera nos espera la anciana. Nos muestra un busto del escritor debajo de un albaricoquero, pero esto tampoco soluciona los enigmas. Los días posteriores viajamos por la Mancha bajo cielos cambiantes, visitamos el albergue de Puerto Lápice, en donde el posadero armó caballero a don Quijote, dormimos en el alto castillo de Alarcón con una aspillera como ventana desde la que se puede ver toda la región, vamos por las Lagunas de Ruidera hacia la salvaje Sierra de Alcaraz, vemos iglesias, castillos, las casas colgantes y el magnífico museo de arte abstracto de Cuenca, las ruinas romanas en la tierra abandonada de Segóbriga. Vuelve el sol y vierte luz sobre los campos de trigo, yo apunto los nombres de guisos, quesos, vinos, posadas, pueblos; aprendo de una vieja mujer que todos sus diferentes bordados tienen los nombres de insectos y reptiles, pero durante todo este tiempo no me han abandonado todavía el Caballero de la Triste Figura y su escritor.

Recuerdo que John Hay, en ese libro de 1871, quería ver la pila bautismal en la que Cervantes fue bautizado, en la iglesia de Santa María la Mayor, en Alcalá de Henares. Es domingo cuando llegamos. Aquí huele ya un poco a la gran ciudad, Madrid está cerca, está a punto de cerrarse el círculo de este viaje. Vemos la magnífica fachada de la universidad antigua con su plateresca entrada principal y sus nudos manuelinos, la enésima escultura del escritor, esta vez con una pluma de ganso en la mano, alzada hacia el cielo azul como si también quisiera llenar éste de escritura, la gente callejeando por los soportales de la calle Mayor, la casa donde vivió si vivió allí y finalmente la iglesia. En 1871 estaba cerrada esta iglesia, y ahora también, pero a través de una entrada lateral alcanzamos la caja de la escalera que da al coro. Dos hombres vienen a decirnos que está prohibido, pero yo les explico que buscamos la pila bautismal de Cervantes. Ellos no están a prueba de tanto disparate y nos dejan solos en la semioscuridad. Debajo está todo cerrado, dicen, así que si quieren quedarse aquí allá ustedes. Parece que la iglesia ya no está en uso, pero cuando se acostumbran mis ojos a la vaga oscuridad la veo en seguida, la forma marmórea, un poco fosforescente, de la pila bautismal, y con la estúpida sensación de misión cumplida salimos de nuevo hacia fuera, hacia la dura luz del mediodía español.

1988