TODAVÍA NO ESTOY EN SANTIAGO

MI VIAJE se ha convertido en un desvío de desvíos complejos, e incluso me dejo apartar de estos últimos. Quizá este año ni siquiera alcance Santiago. El peregrino medieval lo tenía más fácil, pero sólo en este aspecto. Si venía del norte cruzaba los Pirineos por el Col du Pourtalet o por Roncesvalles. El mapa de los caminos de peregrinación de esos días parece el delta de un río, de todas partes confluyen los caminos hasta conformar finalmente todos ellos en el Puente la Reina el único Gran Camino: el Camino de Santiago, que por el norte de España, por la seca llanura y las áridas montañas de Castilla, a través del paso de Cebrero, lleva finalmente a la tan anhelada meta. Los recuerdos subsisten todavía en la lengua y en la piedra; iglesias, posadas y nombres de lugares conservan, como un cordón preciado, la idea de una devoción apasionada y para nosotros inimaginable, que llevó a toda la cristiandad durante cientos de años a un lejano y ventoso rincón gallego. Sólo cuando lo estudias un poco penetra en ti la plena envergadura de ese fervor ardiente. Simplemente se dejaba todo a un lado para recorrer a pie media Europa en tiempos oscuros y peligrosos. Siguiendo las huellas de una leyenda, los peregrinos se convirtieron ellos mismos en leyenda. Me parece que con lo único con lo que se puede comparar un poco es con la también tan anhelada por todos los musulmanes peregrinación a La Meca, pero allí intervienen barcos, aviones y autobuses, también allí vale eso de quien más tiempo viva menos tiempo tiene.

Para comprender la esencia de la peregrinación a Santiago hay que sacar al hombre medieval de la romántica y confortable imagen que tenemos de él (si es que tenemos alguna). Esencialmente era un hombre muy diferente, con preocupaciones totalmente distintas. Su sociedad era una unidad espiritual, las reliquias de santos y mártires formaban una parte esencial —ya no sentida igual por nosotros— de ella. Él iba de país en país, de iglesia en iglesia, buscando y adorando esas santas reliquias; una masa ardiente y suplicante siempre en constante movimiento. En la jerga popular de nuestro siglo lo llamaríamos algo así como un fenómeno social, político o religioso. Político porque este movimiento acercó más la parte no musulmana de España a la Europa cristiana, y creó los preliminares de ese otro aglutinante de la cristiandad europea: las cruzadas. Social por los contactos internacionales y por lo que los peregrinos suscitaban en su ruta y lo que traían consigo, tanto en el terreno del comercio como en el del arte. Religioso porque a través de este movimiento —el movimiento literal y el del pensamiento colectivo que hay detrás— los hombres que participaban de hecho se servían de una idea más elevada y sobrenatural que la de su existencia material. El historiador Labande define al peregrino medieval como «un cristiano que en un momento dado ha decidido ir a un determinado lugar y ha subordinado la completa organización de su existencia a ese viaje ya decidido». Ya es algo.

¿Y yo? Todavía no estoy allí, ahora he rodado hasta el interior de Castilla después de ir a lo largo de iglesias y castillos por Cataluña y Aragón, y conduzco desde Sigüenza a El Burgo de Osma. La carretera roja se convierte en amarilla, la amarilla en blanca, y ahora estoy parado en una de estas blancas sin número, en una paz sólo movida por el viento y veo cómo el camino de arena de color marrón negruzco vuelve a desviarse de esta carretera. ¿Adonde va? El último lugar por el que pasé se llamaba Barcones. Hay casas pegadas a colinas aterciopeladas con muros laterales no superiores al metro de altura. Arcilla, tejados de caña, cerdos en el fango, no se ve a nadie salvo a un chico que grita hijo de puta a mi coche y luego sale corriendo. ¿Y ahora? Conduzco un rato por el camino. El suelo se va haciendo más duro, lo cruzan líneas de hierro, quizá alguna vez se cultivó algo aquí, pero ahora sólo hay duras y afiladas plantas con pinchos de color gris azulado, bajas y feas. ¿A quién le sirve algo así? Espigas de hierro, ganchos, instrumentos de tortura, ¿por qué existen estas plantas? El camino que no va a ninguna parte desciende, está socavado por baches, tengo miedo de quedarme atascado y paro el coche. Ahora ha desaparecido también el ruido del motor. El silencio que sólo podía ver, ahora también puedo oírlo. Es un silencio extraño que no había experimentado nunca antes. No hay sonido de animales, ni siquiera el vuelo de un pájaro, sólo el viento que arrastra el aire cálido sobre la llanura y toca los cuchillos de estas plantas resecas. Pero ese sonido es también silencio. En la lejanía la tierra desciente suavemente, allí desaparece el camino. Quiero ver adonde va, y camino sólo conmigo mismo, como un hombre desesperado, hacia la lejanía. Allí contemplo el siguiente panorama, pero es el mismo que ya he visto. Soy cabezón o estoy loco: sigo. Tiene que venir algo. Ahora, de repente, la cuesta se hace más empinada. El camino gira una esquina, reconozco excrementos de cabras. Entonces lo veo, dos cabañas hechas con tepe. Delante de ellas se yerguen, cortados de un gran trozo de madera, dos pesebres. Grito, pero no recibo respuesta. Una nube de grandes moscas negras asciende desde el cadáver devorado de un conejo. Hacen un ruido horrible y zumbante, como si alguien pasara el arco por un violonchelo mal afinado. Luego vuelven a posarse y continúan de nuevo con su trabajo, que es su tarea. Me dirijo a las cabañas despacio. Todavía pienso que habrá alguien, pero cuando entro no hay nadie. Tampoco hay animales. Sobre una viga cuelga una piel de oveja sangrante, recién desollada. Indicios de un fuego. Hay oscuridad entre las paredes de tierra. Bajo, debo agacharme. Debe de ser el refugio para un rebaño y su pastor. En el endurecido suelo de barro miles de brillantes y alisadas huellas de pezuñas pequeñas. Deprisa, como si aún pudiera ser sorprendido, salgo. El tejado de caña está sujeto por un par de troncos. Pueden ser de cualquier época, de hace quinientos, mil años, quizá más. Al volver a mi coche las plantas van enredándose en mis tobillos con sus dentados ganchos.

No puedes seguir diciendo que este paisaje está vacío, aunque sea así. Tal vez a mí me llame más la atención porque vengo de un país que está enfermo de exceso de población, pero no deja de herirme. Estaría mal dicho si no fuera precisamente lo que quería decir: me hiere, como un golpe o un disparo. No durante todo el día, sino en momentos aislados. ¡BANG! y, repentinamente, vuelvo a sufrirlo; esa falta de objetos fabricados, esa ausencia de movimiento. Es como si esta extensión sólo pudiera expresarse a través de algo que conociera la misma inmensidad: el tiempo. Luego estás muy cerca de «eternamente cantan los bosques», pero es precisamente eso, estos paisajes te dan una sensación de eternidad. Permanecer en ellos es haber existido mucho tiempo, tener que seguir conduciendo siempre así.

Del monasterio de San Baudelio de Berlanga no queda más que una pequeña iglesia mozárabe cerca de Berlanga de Duero. Yo ya había estado una vez allí y aún me acuerdo de que entonces el guardián creía haberme visto antes. Vuelve a decirlo, pero ahora tiene razón. Es el mismo hombre amarillento y solitario. El monasterio está lejos de todas las rutas, el pueblo donde él vive diez kilómetros más allá. Los dos miramos juntos el paisaje desde la colina. «En algún lugar por allí», señala, pero no se ve nada. Por estos alrededores tenían los ermitaños sus cabañas, pero tampoco queda nada de ellas. Él llega por la mañana y se va por la tarde, y espera todo el día a ver si viene alguien. Esto es muy silencioso, debe de oír un coche venir desde lejos. La pequeña iglesia es blanca y fresca. Un pilar con listones abiertos en abanico como una palmera petrificada sostiene la bóveda. Indicios de pinturas al fresco, sombras de animales, rostros humanos con ojos ovalados abiertos de par en par, donde la pupila está como un pequeño círculo en el centro y me mira con una mirada bizantina. «Había mucho más», dice el hombre. «Un día, hace ya sesenta años, llegó un americano. Quería ver la iglesia. Tal vez había oído hablar de ella, de las pinturas al fresco. Quiso comprarlas y los campesinos se las vendieron.» Miro el pequeño librito que tiene allí. Nueva York, Boston, Indianápolis. Reproducciones en blanco y negro de La entrada en Jerusalén, La Ultima Cena. Una vez pintados aquí por desconocidos sobre los muros de su monasterio en esta llanura abandonada, ahora fuera del contexto de su tiempo, de su significado, de su entorno, colgados en museos de América. Como objetos, como arte. Tiene algo de triste y de abandonado. Las últimas piezas importantes que quedaron están en el Prado. «Si no, las podrían robar», dice el hombre. «No podemos vigilar día y noche.»

Es un refrán que oiré en este viaje con frecuencia. Por todas partes, en museos provinciales y diocesanos hay pinturas, esculturas, retablos, cuadros de altares de iglesias pequeñas y abandonadas. ¿Cómo puede cambiar algo que seguramente fue un objeto de uso corriente y convertirse en un objeto artístico? Objeto de uso corriente: una imagen para explicar algo a los hombres sobre su fe. Estos cuadros contaban una historia a los hombres que venían a la iglesia y no podían leer, las imágenes estaban allí para ser adoradas, para suplicar algo. Ahora están en salas, acompañadas por otras imágenes del mismo estilo y colocadas en fila. La historia en los cuadros ha perdido ya para la mayoría de los visitantes su significado, ahora cuenta sólo la forma. Únicamente el estudiante de arte conoce aún los símbolos de los cuatro evangelistas, aún sabe algo de los Antiguos, del Final de los Tiempos, aún conoce los atributos de los mártires. La religión se convierte en arte, el significado se convierte en forma, las historias se convierten en imágenes que sólo se significan a sí mismas. El observador del siglo XX ve una historia que ya no puede leer, porque está ciego para ella.

Sigo paseando por la pequeña iglesia, intento imaginarme en el lugar vacío el aspecto de los ermitaños. Luego salgo otra vez por la puerta árabe en forma de herradura y bajo conduciendo despacio por la colina. En el espejo retrovisor veo cómo el anciano continúa mirándome. Más adelante, estaré algún día en el Prado o en Indianápolis y lo que veré me hará pensar en esos muros blancos y tendré la imagen de un edificio humilde y desgastado sobre una colina curtida y un viejo que mira un coche hasta que éste desaparece de su campo visual.

Nunca he oído la voz de Couperus. Él estaba muerto mucho tiempo antes de que yo tuviera oídos y no sé si alguna vez un fonógrafo grabó el sonido de esa voz. Según dicen debió de ser una voz aguda y afectada. Pero conozco sus innumerables relatos de viajes y creo saber cómo diría esto: «Lector, usted me ha acompañado en un largo viaje. Hemos visto tesoros, iglesias y catedrales, paisajes y museos... Podría estar durante mucho tiempo contándole todo lo que me emocionó..., pero se haría demasiado largo..., he visto demasiado...». Ya no está de moda hablar al lector, pero quisiera tomar prestada una sola vez esa voz aguda para decir lo mismo. Aún podría contar diez historias sobre todo lo que he visto de camino a Santiago de Compostela. El año del viaje se habría vuelto polvoriento antes de que hubiera terminado mi relato, las noticias del día se habrían vuelto amarillentas, el verano se habría convertido en invierno, y este invierno en verano de nuevo, y aún no habría terminado: la desconocida cámara del tesoro española es inagotable.

Mi viaje continúa a lo largo de El Burgo de Osma. Allí hay una catedral y un museo. Un cura malhumorado me guía bruscamente, se come las palabras, no me deja nada de tiempo. En una vitrina se encuentra uno de los libros más bonitos del mundo. Está abierto por la página en la que se puede ver el mapa mundi. Quisiera pasar la página, quisiera leer ese libro, pero la vitrina está cerrada. Miro el mapa. Así era el mundo de 1086. Un círculo adornado sobre una página de pergamino, luego una franja dentada de agua en la que nadaban los peces, luego torpes formas más claras y también dentadas, cortado otra vez por caminos de agua, escrito con letras visigóticas, lleno de cabezas y torrecitas, un cuadrado extrañamente recorrido y rodeado de rojo, una bola roja, puntos con forma de sierra que tal vez sean montañas. La guía que he comprado en la iglesia es pedante y muestra a mis estúpidos ojos las complicaciones del siglo XI: este Codex Beato es carolingio en su colorido y decoración, árabe por el amarillo y el marfil y los motivos geométricos, lombardo por sus arabescos entrelazados y sus motivos animales, irlandés por los galones en forma de espiral, musulmán por el predominio de los colores rojo y negro, mientras que las influencias orientales son claras por la estilización mozárabe. ¿Pero no puedo pasar ni una página? No. Dejo de lado los otros objetos, sean lo que sean, y sigo meditando un poco sobre este mapa. Es raro que un mapa que de ninguna manera representa la realidad —la realidad física y geográfica— del mundo pueda decir tanto sobre la realidad espiritual de esos días. Quiero decir lo siguiente: los continentes estaban en esos días donde hoy sabemos que están. El hombre que hizo este mapa no sabía de al menos tres de ellos ni siquiera que existían. Pero lo que hoy sí que sabemos es lo importante que era la influencia recíproca en aquellos días, que el mundo ya era un mundo, que las personas hablaban unas con otras, que se veía el arte de otros, que los artistas y los artesanos viajaban y se dejaban influir recíprocamente.

En la comarca por la que viajo ahora los nombres de los lugares suenan como un poema. Hontoria del Pinar, Huerta del Rey, Palacios de la Sierra, Cuevas de San Clemente, Salas de los Infantes, Castrillo de la Reina... El paisaje cambia por centésima vez, la carretera serpentea y sigue a un pequeño río invisible, las rocas son grises, cráneos pétreos de hombres antiguos que apuntan por encima de un bosque caprichosamente verde: romanticismo italiano. Paro en el monasterio de Santo Domingo de Silos. Hace tiempo vi en un libro sobre arquitectura románica una foto de su claustro. Algo en ese jardín encerrado, esa perfecta regularidad, ese cuadrado sagrado, me emocionó. No encajaba. Las columnillas que apuntalan los arcos románicos con sus capiteles esculpidos se sucedían unas a otras en filas simples o dobles como en una selva sagrada, pero en algún sitio ese orden se descosía, se había producido una grieta en el mundo, había algo equivocado. Duró quizá sólo un segundo, hasta que vi lo que era, pero ese único segundo que estuve vacilando estaba planeado por alguien seis siglos antes. Tres de esas pequeñas columnas estaban hundidas, enredadas verticalmente entre ellas, se caen, pero aún mantienen el equilibrio apoyándose recíprocamente, y de hecho se marcan un bailecito, pero por ellas se tambalea toda la regularidad superior de ese edificio, tiene algo de comentario, de socavón. Me parece infinitamente intrigante cómo alguien puede hacer tambalearse el mundo con un medio tan simple.

Con un sentimiento de expectación bajo hacia Silos. Al fin y al cabo sólo era una foto. ¿Cómo sería en la realidad? En ese mismo libro había dibujos y descripciones de capiteles y relieves, en Silos había algo más que ver que esas columnillas dobladas. Llego justo a tiempo para la visita con guía. Un estudiante serio describe capitel por capitel motivos ornitológicos persas, formas trenzadas árabes, lo veo y lo encuentro maravilloso, pero durante todo el tiempo miro a mis columnillas. Entre la riqueza frenética de las decenas de capiteles, esto es casi una frívola bobada, pero lo atribuyo al español que hay en mí, debe de haber un elemento absurdo, algo que contradiga. Y entonces las veo y noto lo que pienso: luego es realmente cierto. Se puede hacer que una construcción se contradiga a sí misma, colocar una corrección a la serenidad, hacer tambalear el equilibrio, hacer sospechoso lo perfecto. Por un momento se desmorona todo el universo y el resultado es alivio. Algo parecido ocurre en una pintura. Hay una pintura posterior en algún sitio del techo. Un lobo mata un burro, dos lobos entierran el animal muerto, y en el siguiente dibujo el lobo asesino se encarga del funeral del burro. Ese lobo primitivo sobre sus patas traseras, la gran hostia blanca en sus garras, su hocico abierto esperando la comunión, de pie ante un altar, tiene un elemento de burla y sacrilegio. No sé lo española que puede ser esta burla —parece que existe también una representación de este tipo en la catedral de Estrasburgo— pero lo que oigo primero y luego veo esa misma tarde, ochenta kilómetros más adelante, en Santo Domingo de la Calzada, no me lo puedo imaginar fuera de España.