SUSURRO DE ORO, MARRÓN
Y GRIS PLOMIZO

CON LOS pintores que te gustan estableces con el tiempo una estrecha relación, y al final ya no sabes cuándo y por qué ha empezado realmente. Con Zurbarán me pasa ya desde hace años, puedo verlo en antiguos apuntes de viajes, notas del museo de escultura en Valladolid, del Prado, del famoso monasterio de Guadalupe, de Sevilla. En Valladolid sólo hay un cuadro suyo, pero es el más extraño de todos. Cuando repaso mis anotaciones —en la medida en que aún puedo leerlas— siempre hay una cosa que salta a la vista: el tejido. En un tiempo en el que la gente se ponía mucho tejido alrededor del cuerpo, todo el mundo pintaba mucho tejido, pero nadie lo ha hecho como Zurbarán. Para él lo textil no es un atributo más, sino algo independiente. Quita la cabeza y las manos del mártir Serapio y lo que queda es un monumento de lo textil, una construcción que, en cualquier punto que empieces con la tarea de la observación del cuadro, se erige como un contrapunto del mismo rango y se aparta con sus enigmas para dejarte paso a ti. Pero sobre esto hablaré ahora.

Quizá yo estaba predestinado a amar la obra de Zurbarán, quizá la amo también por las razones equivocadas, aunque algo así probablemente no exista. Lo primero, España. Cuando en 1837 se abrió la Galería Española de Louis-Philippe en París, Circourt habló sobre «la morgue ibérica». Con ello se refería a la España de la Inquisición, el fanatismo, la fascinación por la muerte, lo contrario a la Ilustración, aislada de Europa. La ironía era, por supuesto, que precisamente gracias a la Ilustración él podía ver estos cuadros. Los liberales gobernantes en España habían cerrado los monasterios y confiscado sus posesiones. La consecuencia fue unos inimaginables saldos de arte.

Lo segundo, los monjes. Zurbarán los ha pintado más que ningún otro: blancos, grises, marrones, negros. Algunos se han extinguido entre tanto, otros —tal y como aparecen en los cuadros— son todavía válidos. Esto ocurre sólo, en la historia del arte pictórico, con los desnudos. El arte pictórico como principio ecológico. Yo he sido educado por monjes (franciscanos, agustinos), y siempre visito en mis viajes de vez en cuando una abadía (trapenses, benedictinos, cartujos). Así que todavía existen, aunque se hayan hecho prácticamente invisibles y apenas puedas verlos aún en estado salvaje. Pero cuando los ves, su traje es como los trajes de Zurbarán. Quizá no se pueda sacar mucho de esto, pero tampoco puede negarse. Hábitos, cogullas, capuchas, escapularios (espaldillas), generalmente hechos con recios tejidos: a menudo hace frío en los monasterios. Mientras escribo esto siento lo fibroso y áspero de la tela. No he olvidado su tacto desde mis días en colegios de frailes. También lo siento cuando veo una pintura de Zurbarán. Sinestesia.

¿Cuáles serían las razones equivocadas para amar la obra de Zurbarán? Esto ha de tener algo que ver con una concepción de España que hace tiempo ya no tengo, pero que, sin embargo, sigue dormitando todavía en algún lugar, porque España es un barril desconcertante de contrastes. Una España patética, enamorada de la muerte, preparada para alejarse de Europa, un país que, después de la descomposición de los sueños de los Habsburgo, se pudre en solitario detrás de los Pirineos, al mismo tiempo beato y absolutista. El siglo XIX se regocija con esta imagen:

Moines de Zurbarán, blancs Chartreux

qui, dans l’ombre

glissent silencieux sur les dalles des

morts,

murmurant des Paters et des Avés sans

nombre...

[Monjes de Zurbarán, blancos cartujos

que, en la penumbra,

se deslizan silenciosos sobre las losas de los

muertos,

murmurando padrenuestros y avemarias

infinitos...]

escribe Théophile Gautier, y ese pastiche oscurantista sigue colgado y encuentra —para quien quiere— confirmación suficiente en las imágenes que entrega este siglo: hombres que van de rodillas hasta los santuarios, corridas de toros que remiten a una prehistoria inexistente, procesiones de aterradores encapuchados, y sobre todo —y aquí se incorpora la muerte realmente— los horrores recíprocos de la Guerra Civil, decidida hasta la muerte con las armas, acabada con los cadáveres exhumados de las monjas, con comunistas arrojados a los precipicios, con el terror del garrote.

Pero quien sólo quiera ver esto olvida que esa guerra se estaba decidiendo con las armas precisamente en aras de la modernidad, y fue ganada por aquellos que parecían los perdedores. Parecía como si Franco fuera a gobernar eternamente, pero bajo Franco se preparó la otra España, y ahora está allí, como si alguien hubiera apartado los Pirineos, como si el país acabara de superar justo ahora la ruina de Felipe II, aceptando la pérdida de colonias e influencia, y pudiera participar con la fuerza de alguien que ha dormido mucho tiempo. En España se llama a este momento transición, y hay que conocer el país de los días de Franco para sentir con qué frenesí va emparejado el cambio; y sobre todo en el mundo cultural. Podría decirse que el país celebra la transición. Su nueva presencia la recalca con grandes exposiciones, su posición especial entre Europa y Latinoamérica, su relación afectiva e histórica con los países del norte de África.

¿Pero por qué Zurbarán? ¿Por qué esa singular obsesión con mártires, monjes, crucificados, santos? ¿Quién se interesa todavía por esa España anterior que ahora parece impulsarse lejos de nosotros a velocidad de vértigo, que parece estar más cerca del mundo de Dante que del nuestro? La respuesta debe ser sencilla: porque no hace al caso. Zurbarán —por sus circunstancias y por el tiempo que le tocó vivir— estaba condenado a pintar monjes. Los monjes eran sus patrones y clientes, ellos le prescribían muy minuciosamente sus temas.

Me acuerdo, una vez en Florencia, de una conversación que tuve con un pintor neerlandés que decía que le ponían «enfermo de muerte» todas esas crucifixiones, anunciaciones, la adoración de los Reyes Magos repetida durante siglos, o el Jesús fustigado. Hablaba con el lujo de alguien que elige sus temas, que desprecia el trabajo por encargo y, probablemente, preferiría morir a tener que estar pintando monjes durante toda su vida. Pero lo bueno es que Zurbarán no pintaba monjes; pintaba hábitos, pintaba tejidos. Hokusai pintaba cada día un león y esperaba dibujar algún día el león perfecto. Sé que aquí no hago justicia con muchos aspectos del arte de Zurbarán y, sin embargo, no puedo dejarlo. Tejido, material, matter. Lo que Zurbarán estudiaba, cuadro tras cuadro, era la materia, la plasticidad (pliegues) de la materia, los colores primarios. Si se sumara, debe de haber pintado infinitos metros de blanco y negro, probablemente unos cuantos metros cuadrados por cada cuadro. Pintó todos los enigmas de luz y sombra que aparecen allí, todos los desplazamientos del ángulo de luz y su incidencia en el tejido; y si yo ahora aparto con brutalidad las representaciones por encargo que el artesano Zurbarán debió entregar, de lo que en realidad hizo, entonces queda lo siguiente: un ensayo sobre la relación de luz, color y tejido como no podríamos tener otro hasta Cézanne. Vuelvo a cometer de nuevo una injusticia con una serie de brillantes cuadros —que para lo que nos tiene acostumbrados tienen mucho colorido—, y soy consciente de mi afirmación al decir que el tema no importaba, que lo verdaderamente importante era otra cosa que estaba más allá de las regiones de la psicología o la anécdota, un estudio que tomaba una forma tan intensa que puedes hablar de mística. Y aquí tienes la paradoja, que no es la representación —aunque ésta represente una experiencia mística— la que evoca la idea de mística, sino que son dos metros cuadrados de blanco o negro, de los que se desliza el ojo anecdótico (sencillamente, un trozo de hábito en el ángulo inferior derecho), los que producen ese efecto.

En reproducciones, por buenas que sean, no puede verse. Para verlo hay que ir al cuadro mismo, y eso es lo que he hecho. Los he visitado en los lugares adonde habían viajado o en donde viven (Guadalupe, Sevilla). Los cuadros también viven, aunque a veces sea en el destierro. Mis dos últimos encuentros fueron en Nueva York y París. La misma exposición, pero no la misma. Los cuadros que faltaban en Nueva York (El paño de Verónica de Valladolid) estaban en París, los cuadros que echabas de menos en París (El Bodegón del museo de Barcelona) estaban colgados en Nueva York.

Éste es quizá el momento de confesar una incongruencia. Después de haber visto la exposición en Nueva York, quise comprar el catálogo, pero sólo tenían una edición que pesaba unos cuantos kilos. Tenía que seguir viajando y no quería cargar con él, sobre todo porque sabía que volvería a ver la exposición en París. La vi, pero al segundo día los catálogos ya se habían agotado. Tampoco allí me lo tomé muy a pecho, pues en el curso de los años me he hecho con una biblioteca de Zurbarán considerable. Pero llegados a este punto en mi relato, tengo ocasión de ver en Amsterdam tanto el catálogo americano como el francés. Según el americano estoy equivocado: la Santa Faz sí que estaba, y no una vez, sino dos. Una de Valladolid y otra del museo de Estocolmo. Sin embargo, juraría que la de Valladolid no podía verse en Nueva York, y la de Estocolmo (mucho más basta, y considerablemente menos interesante) ni en París, ni en Nueva York. El catálogo de París mostraba también el famoso bodegón del museo de Cataluña, aunque yo sabía con certeza que no se encontraba en París. ¿Son importantes estas cosas? En la medida en que demuestran lo digna de honra que es la «auténtica tela». Conoces los cuadros, los has visto en su entorno natural (donde siempre están), quieres volver a verlos. Unos días antes de la apertura en París vi circular por los Campos Elíseos unos cuantos gigantescos camiones españoles con escolta policial, y supe que los zurbaranes estaban allí. Tal vez una leve forma de fanatismo, pero no importa. Los cuadros que has visto en un monasterio recóndito de España, y luego vuelves a ver en Nueva York, y seguidamente otra vez en París, se convierten en personas. Pueden viajar igual que tú, te los encuentras, y esos encuentros se tienen con personas y no con cosas.

Pero ¿quién era el pintor que ha desaparecido tras sus telas? Vestdijk escribe en De Poolse Ruiter (El jinete polaco), después de haber sugerido un cierto número de hipótesis sobre Rembrandt: «Nunca sabremos lo que Rembrandt pensaba, sentía y pretendía. Ante su vida interior estamos tan ignorantes como ante la de los creadores de las artes plásticas de los negros, en las que el admirador moderno deposita tanto de sus horrores cósmicos y demonios bárbaros, mucho más de lo que ningún negro pueda haber soñado jamás. Posiblemente esto significa la mayor prueba para una obra de arte: que es más de lo que el artista sospechaba, y se ve de manera distinta por cada siglo y por cada observador, bajo aspectos cada vez más nuevos y sorprendentes». Y añade que «esto es una banalidad», pero me inclino a tomarlo más literalmente cuando opina: el gran arte banaliza al artista, sus motivos ya no cuentan, el artista desaparece en sus pinturas. El pintor se convierte en su pintura, y así también todo aquel que la mira y, por consiguiente, también lo que el espectador piensa con ella. Quizá Zurbarán hubiera encontrado mis pensamientos sobre sus ejercicios monocromistas una tontería, pero él ha sido al mismo tiempo el motor que impulsa estos pensamientos. Si algo por el estilo ya sirve para Rembrandt, que no obstante ha dejado una serie de autorretratos a través de los cuales puedes ver al menos su desaparecida persona, cuánto más no debe haber entonces en relación con Francisco de Zurbarán, que tiene una biografía llena de agujeros y ambigüedades, y que no ha dejado ningún autorretrato en el que todo el mundo coincida. Naturalmente, hay especulaciones, pero éstas se refieren a dos hombres que no se parecen lo más mínimo el uno al otro y se hallan en dos cuadros diferentes.

En un memorable libro de 1929 (Andrés Manuel Calzada, Estampas de Zurbarán) aparece uno de los supuestos autorretratos; un hombre de rostro extraño y desencajado sobre un cuello almidonado (museo de Braunschweig). Señala hacia un medallón, su cabello es corto y mal arreglado, la barba tiene una forma geométrica y peculiar con un triángulo puntiagudo que llega hasta el labio inferior. Los expertos han dicho que ese hombre enconado y algo alienígena no es Zurbarán, y quién soy yo para contradecirles, aunque pueda conciliar esta cara en forma de bola con la tranquilidad aterrenal de muchos de sus cuadros. Pero dos hombres que no se parecen se anulan mutuamente y no dejan tras de sí ningún rostro. Al «otro» Zurbarán se le podía ver en la gran exposición de otoño en el Petit Palais (Del Greco a Picasso, 1987). Aquí se habría pintado como san Lucas al pie de la cruz. La edad es la misma, pero ése es el único detalle en común. Este hombre es calvo, su rostro afilado, su boca contraída en una blanda humildad que la boca de su otro yo nunca podría formar. Como cuadro, el segundo lienzo es muchísimo más bello, el hombre muerto o moribundo en la cruz y el vivo con su paleta debajo centellean en esa especie de oscuridad que ha dado su nombre al tenebrismo, la madera de la cruz es sólo un matiz contra el fondo tan nocturno, no hay nada, excepto estos dos hombres, el negro de la muerte y la noche misma; una superficie monocroma que, cuando te acercas, te absorbe hacia dentro. Entonces ves también, igual que con el blanco, la factura misteriosa de esos colores primarios, que sólo toleran matices dentro de sí; si acercas la cara indecentemente ves cómo dentro de ese negro o ese blanco ocurre de todo: desplazamientos, grietas capilares, marcaciones, susurro de marrón, oro y gris plomizo, que vuelven a desaparecer inmediatamente cuando das un paso atrás porque viene un vigilante o notas por las miradas de otros visitantes que piensan que han ido a dar con el tonto del pueblo.

Zurbarán. El nombre es vasco, razón para algunos críticos que explica su tenebrosidad desde un trasfondo celta. Muchos de sus cuadros tienen un fervor que, aunque forzado, resulta extático. Allí ha dejado de lado la meditación del blanco y negro, allí este estudio le sirve para provocar un incendio, siempre dentro de un sólido cercado lineal que sólo muy tarde en su vida se desvía hacia el sfumato, el desvanecimiento. Esta linealidad da una claridad extremadamente clásica dentro de la cual rezuma el color, como con el manto del ángel en la Anunciación del museo de Grenoble. Manera y materia, aquí la materia expresa la manera, el vestido del mensajero divino arde, la capa ocre del ángel es del amarillo que se ve en el rojo de una llama. María se ha puesto sobre su vestido rosa un manto azul cuyos colores oscuros, como tan a menudo en Zurbarán, van cayendo paulatinamente en el negro. También por lo «pintado» del efímero paisaje que se ve al fondo, y que hace pensar incluso en los primitivos flamencos, se impone la idea de representación y teatro. El rostro de mujer se ha retirado a sí mismo, la mujer no pertenece al mundo, esos ojos están ahora realmente entornándose. En tales momentos has de estar agradecido al idioma por haber querido conservar una palabra: esos ojos no están ni cerrados, ni semiabiertos. Están entornados, y con ello indican una ausencia, ya no necesita ver al ángel, ella misma se ha convertido en el mensaje. Nadie está obligado a seguir el curso de los pensamientos del tiempo en el que se pintó este cuadro, y en el que estaba implicado el hombre que lo pintó, porque entonces vivía. Nadie necesita hacerlo, también puede mirarse este cuadro exclusivamente como cuadro, y esto ya es suficiente.

Zurbarán vivió en el sur de España, en el tiempo de la Contrarreforma. Dentro de estos términos la mujer que pinta existe ya desde la eternidad en el pensamiento de Dios. En los monasterios adonde voy se dice, con una regla de Proverbios VIII, 23, en la epístola que se lee el día que se celebra su concepción inmaculada: Ab aeterno ordinata sum, et ex antiquis, antequam térra Jieret... («Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra. Cuando no existían los abismos fui engendrada, cuando no había fuentes cargadas de agua»). Naturalmente, esto no tiene nada que ver con la realidad, pero sí con una realidad, la del pintor. Es impensable que esto no se pudiera ver, y de hecho se ve, también por aquel que no sabe o no cree. Real-irreal: el dominio del arte. El cielo y la tierra se unen dogmáticamente en este cuadro, brujería visible, pues aunque se volatilice la doctrina, sigue visible el arte mágico.

Conozco la región en donde nació Zurbarán, en donde vivió y trabajó. Es de Fuente de Cantos. Hay bastantes cantos en esa zona chamuscada y llana entre Mérida, Badajoz y Sevilla. Los romanos han dejado allí sus monumentos, el paisaje es duro, clásico, sobrio, los lugares son manchas de blanco que hacen daño a la vista. Ves a la gente venir desde la lejanía, enmarcada en esa luz que define a los hombres como imágenes, las dimensiones del paisaje dan a cada paso algo solemne. Todas esas cosas han penetrado en sus ojos, su entorno como primer maestro.

En este paisaje contemplativo y ascético Sevilla es el oasis mayor, por allí corre el Guadalquivir y brillan los colores. Él ve los colores sin olvidar jamás su ausencia y la monotonía solemne de su tierra. Con excepción de un par de años en la cercanía de la corte madrileña, allí transcurre su vida. Sevilla es entonces poderosa, el puerto para las colonias, sólo al final de su vida se derrumbará debido a las guerras que Felipe IV emprende contra Francia, las cuales dañan la navegación.

Con su vida ocurre lo mismo que con sus autorretratos no existentes, los libros se contradicen unos a otros, se corrigen, su nebulosidad es a veces realmente misteriosa, todavía siguen encontrándose nuevos documentos. La muerte corre regularmente por su vida, dos de sus esposas mueren, de los muchos hijos que tuvo en su último matrimonio con una mujer mucho más joven que él, no le sobrevivió ninguno; el hijo del primer matrimonio, que pintaba preciosos y calmos bodegones con frutas, jarras y fuentes, murió de peste antes que su padre. Era contemporáneo de Velázquez, de quien era amigo, si bien éste le superó en la corte, y también de Alonso Cano, quien intentó a través del gremio de pintores someterle a un humillante examen de ingreso cuando ya había pintado algunas de sus obras más bellas. Murillo es más joven y tiene mayor éxito con su relajación italianizante. Algunos libros dicen que estaba celoso del joven pintor, pero una carta encontrada hace poco lo contradice, y la envidia es un sentimiento demasiado bajo para el hombre que pintó estos lienzos.

Y a los lienzos vuelvo ahora. Comparten algo con su maestro, hay una inestabilidad en sus destinos que no se puede aclarar del todo, a veces faltan trozos, como en el enigmático bodegón de los membrillos que se podía ver el año pasado en el Petit Palais. Por lo general está en el Museo de Arte de Cataluña, pero su procedencia es desconocida. Algunos expertos piensan que es una parte de un cuadro mayor, pero esto no le importa a las frutas, están allí como el ejercicio de un maestro de zen, como un enigma por solucionar, cosas muy poderosas y autónomas. Unos cuadros han desaparecido sin dejar huella; otros, que formaban parte de un grupo, han explotado como grupo y se han expandido por toda la tierra. Ahora están por primera vez juntos de nuevo, luego, cuando acabe la exposición, tendrán que despedirse otra vez para siempre o hasta dentro de un par de siglos. Entonces irá el ángel con el vestido naranja radiante (una vez en el monasterio cartujo de Nuestra Señora de la Defensión en Jerez de la Frontera) de nuevo a Grenoble; los otros dos que le flanqueaban irán a Nueva York y a Cádiz.

Mientras escribo esto hay en mi mesa una postal de La Santa Faz. La representación de esa representación está en todos los libros que tengo, pero la postal es mi preferida porque la compré en Valladolid, en el museo donde vi el cuadro por primera vez. La Santa Faz pintada por Francisco de Zurbarán, que se denominaba pintor de ymaginaria con Y, la pitagórica letra que señala dos direcciones (Andrés Manuel Calzada, Estampas de Zurbarán). Pintor de la fantasía. Se puede decir. La leyenda cuenta que Jesucristo en su camino al Gólgota, con el instrumento que sería el emblema de la cristiandad a la espalda, se secó el sudor en el sudario de Verónica. El «auténtico» sudario, que se conserva en Milán, muestra la terrible imagen frontal de la cabeza su friente de un hombre. La ymaginaria de Zurbarán lo pinta diferente, tres cuartos de perfil, la oreja izquierda hacia delante, pero eso es todo. Este rostro no es literalmente un rostro, no está allí. No hay ojos, sólo si de verdad lo quieres hay una boca, al fin y al cabo en ese sitio debería haber una. Pero el sitio está vacío, falta la cara, una mancha color de tela en la aureola naranja, como óxido, rojiza, de cabello y barba.