Capítulo 4

 

Desde su lugar al final del crucero de la iglesia, Jess paseó la mirada en busca de conocidos. Algo llamó su atención en el rincón más alejado; la camarera nueva del hotel, se aferraba a una de las altas columnas como si fuera un salvavidas. Nunca había visto a nadie más solo. Rodeada de gente por todas partes, irradiaba una soledad palpable.
El frío había puesto un tono febril en sus mejillas, pero sus labios —tan atractivos cuando le atendió en el hotel—, estaban tan pálidos que casi eran invisibles. Sus ojos le encogieron el corazón. Eran los ojos de un alma perdida; extraviada y sin esperanza.
Por Dios, ¿qué daño le había hecho la vida a aquella vibrante joven?
Mientras la letanía de Navidad proseguía, Jess se abrió paso entre la gente en su dirección. Ella no lo miró en ningún momento. No desvió la vista para nada, tan sólo miraba fijamente el altar, como si eso la mantuviera en pie. Al acercarse, pudo ver las lágrimas que anegaban sus ojos.
Y el esfuerzo que hacía para contenerlas.
—Por favor, arrodillaos y rezad.
La gente alrededor de Corrie se movió y se arrodilló, dejándola como la única persona en pie excepto Jess. Apretó los puños cuando los que tenía alrededor intentaban ayudarla a ponerse de rodillas.
Una especie de maullido salió de sus labios en medio del silencio y Jess aceleró el paso. Un minuto más y se echaría a llorar. Una mujer orgullosa como Corrinne Webb no debería sufrir la compasión de gente extraña. Él no sabía el motivo de su agonía, pero era evidente. No sería capaz de mirarse al espejo al día siguiente si no intervenía.
Tardó tan sólo unos segundos en llegar a su lado. Los pálidos y carnosos labios temblaron cuando la abrazó. Lo miró con ojos extraviados, se aferró a él y una lágrima se deslizó por su mejilla. Un animal salvaje, asustado y perdido, lo miró a través de sus ojos.
—No pasa nada —susurró Jess, secando la lágrima—. Tú solo agárrate a mí y todo irá bien.
Se le pusieron blancos los nudillos por la fuerza del apretón cuando asió su abrigo, asintiendo con la cabeza. Él se abrió paso hacia la puerta a empujones. Los feligreses, creyendo al parecer que la mujer estaba mareada, se separaron preguntándole si necesitaba ayuda.
Tranquilizándolos con la afirmación de que lo tenía todo controlado, la sacó al aire frío de la noche y dobló la esquina para alejarla de las miradas curiosas. Allí, bajo la débil luz del cristal sucio de las ventanas, la obligó a mirarlo.
Las lágrimas resbalaban por su cara y temblaba como una hoja en su débil abrazo. Un sordo lamento escapó de sus labios. Dante, al escribir su Infierno, no hubiera sido capaz de imaginar un sonido más desesperado.
El lamento se convirtió en una pregunta.
—¿Por qué? ¿Por qué me abandonó?
Él volvió a apoyarla contra su pecho y le frotó la espalda. Santo Dios, ¿quién le había hecho eso?
—¿Quién la abandonó Corrie?
Ella sacudió la cabeza y enterró el rostro en la solapa, repitiendo su grito de angustia.
—¿Por qué?
Las convulsiones los sacudieron a ambos. Pareció que las piernas le cedían y la levantó en brazos, una mano detrás de los hombros y la otra bajo las rodillas. Todavía sacudida por los sollozos, ella unió las manos detrás de su cuello.
¿Dónde debía llevarla? Desde luego a su casa no. La reputación de ella no soportaría algo así. ¿Entonces, dónde? Revisó la corta lista de sus amistades femeninas; todas ellas estaban allí, en la Iglesia.
Una ráfaga de viento cargada de nieve le abofeteó el rostro. Tenía que encontrar un refugio ahora, no podía esperar a que terminara el servicio religioso. Solo había un lugar que era a la vez público y bastante privado: la comisaría.
Atajando por el parque, llegó en cuestión de minutos. La dejó apoyada en la puerta.
—Siga agarrada a mi cuello, cariño. No vaya a caerse —dijo contra su mejilla helada.
Ella no contestó. No parecía que le hubiera oído. Sin embargo mantuvo las manos alrededor de su cuello mientras él intentaba meter la llave en la cerradura. La nieve le caía encima, formando helados riachuelos en su cuello al derretirse, y esperaba que su cuerpo la protegiera de lo peor de la humedad.
La puerta se abrió por fin y entró en su oficina, donde la sentó en su silla. Corrie había dejado de llorar pero tenía los labios azules y temblaba de manera incontrolable.
Él tenía frío y ella estaba casi congelada.
Los rescoldos del fuego volvieron a la vida con un pequeño esfuerzo. La estufa se calentó rápidamente, Jess la acercó una silla, y mientras le frotaba las manos, mantuvo una conversación unilateral.
—Sus manos están heladas, deje que se las caliente. Todo irá bien, Corrie. ¿En qué estaba pensando para volver a trabajar en ese estado? Bueno, no importa, preocúpese solo de entrar en calor. Sí, sólo eso, dulzura. Así es, sólo caliéntese. Todo irá bien. ¿Ya siente las manos? Parece que sus dedos están más sonrosados. Tan sólo caliéntese esas manos, muchacha.
La obligó a abrir los puños y le sostuvo las palmas junto a la estufa. Eran manos capaces, fuertes y con las uñas cortas.
Un escalofrío estuvo a punto de tirarla de la silla, de modo que la puso en el suelo. Le quitó el abrigo y la rodeó con sus brazos para compartir su calor lo mejor posible. Aquello era lo que hacía con sus hermanas menores cuando pasaban demasiado tiempo en la pista de hielo.
Sin embargo, nunca habían tenido aspecto de estar viendo las profundidades del infierno.
El reloj de la ciudad dio algunas campanadas antes de que los temblores cesaran. La movió con cuidado y entonces, ella se inclinó un poco contra su pecho. A él le había parecido que era muy poquita cosa, pero sus formas eran más firmes de lo que esperaba. Aunque suaves, sin embargo. Un trémulo suspiro indicó que estaba de regreso del lugar en el que su mente hubiera estado y notó que se tensaba entre sus brazos.
—¿Dónde estoy? —Graznó.
—En mi oficina de la comisaría. —Aflojó el abrazo y se echó hacia atrás para estudiar su expresión.
Afligida, su mirada voló al encuentro de la suya.
—¿Estoy detenida?
—No. —¿Por qué iba ella a pensar que estaba detenida?
—Es usted el jefe de policía. —Su tono de voz le acusaba de algún crimen desconocido.
—Culpable —contestó con una sonrisita. La diversión desapareció cuando percibió que el animal salvaje todavía permanecía en sus ojos—. Es mi turno de hacer preguntas.
—No tengo porque contestar si no quiero.
¡Ah! El valor que recordaba del hotel, estaba de vuelta. Le colocó un rizo rebelde detrás de la oreja.
—¿Quién le hizo esto? ¿Quién la abandonó?
Se le dilataron las pupilas y dejó de respirar. Había dado en el blanco.
Como si fuera consciente de que sus ojos revelaban demasiado, ella desvió la mirada hacia el fuego.
—No sé a qué se refiere.
El le levantó la barbilla con una mano para que le mirara.
—Lloraba como si se le estuviera rompiendo el corazón y preguntaba: "¿Por qué me abandonó?" ¿Quién la abandonó, Corrie?
—Siento ser tanta molestia. —Liberó la barbilla, se soltó de su abrazo y se puso sus rodillas.
—No es usted ninguna molestia, y no ha contestado a mi pregunta. ¿Quién la abandonó?
A la joven se le escapó un suspiro que pareció salir de las profundidades de su alma.
—¿No hay siempre alguien que se marcha? —Se cubrió el rostro con las manos durante un momento, luego lentamente, se puso en pie con piernas inestables y le ofreció la mano—. Muchas gracias, jefe. Le agradezco todo lo que ha hecho.
—Corrie...
—No... no lo haga... simplemente no lo haga. —Localizó su abrigo y se lo abrochó con dedos temblorosos—. Tengo que regresar al hotel.
—La acompañaré —Jess no quería que ella se fuera mientras continuara alterada, pero temía por su autocontrol si la obligaba a quedarse. Por lo tanto la única opción era dejarla a salvo en su casa.
—No tiene por qué hacerlo —Miró atentamente por la ventana—. limítese a indicarme dónde está la estación de trenes.
—El último tren salió hace más de diez minutos —Ahí la había pillado; ahora iba a tener que aceptar su oferta de ayuda.
Le palidecieron las mejillas y tragó saliva.
—Estoy en un grave problema. O lo estaré cuando el comandante se entere de esto.
—Si nos damos prisa en volver, no —Un plan empezó a urdirse en su cerebro; enganchar el coche de punto requería demasiado tiempo. Iban a tener que ir cabalgando en Rey, su gran bayo castrado.
—Pero está a dos millas montaña arriba —dijo ella en un tono con reminiscencias de su anterior lamento.
—Venga conmigo —dijo él, dirigiéndola hacia el establo.
Solo tardó un minuto en ensillar a Rey y, antes de que a Corrie se le ocurrieran más objeciones, la montó en la grupa, detrás de él y partió hacia el Chesterfield.
El silbato de un tren resonó por el valle cuando se pusieron en marcha por un camino excesivamente arbolado. Corrie levantó la cabeza, que había mantenido agachada hasta ese momento, aunque él no pudo leer su expresión en la oscuridad.
Se le ocurrió que lo mejor era pensar que necesitaba que volvieran a tranquilizarla.
—El tren está llegando en este instante a la estación del hotel. Vamos pocos minutos por detrás —Espoleó a Rey para que acelerara el paso.
La veracidad de su afirmación se hizo evidente minutos después, cuando se acercaron a la estación del hotel. Varias personas estaban de pie reunidas en pequeños grupos y sus risas llegaban entre los árboles al lugar en el que se habían detenido.
—Será mejor que vaya andando desde aquí. Si se dirige directamente a su habitación, nadie sabrá que no vino usted en el tren. —Notó que ella asentía con la cabeza y, alzando los brazos, la ayudó a desmontar.
Cuando él hizo intención de descabalgar, ella lo detuvo.
—No, quédese aquí. —Se paró en el límite de los árboles y se giró—. Gracias, jefe Garrett. Ya puede irse.
Luego salió al claro y se apresuró a dirigirse hacia el ala oeste.
El la estuvo observando hasta que la vio abrir la puerta y deslizarse en el interior. Rey relinchó cuando una punzante ráfaga de nieve y viento azotó a su alrededor.
—Tienes razón, viejo. Ya es hora de irse a casa.
Retrocedieron montaña abajo, pero Jess no pudo resistirse a echar una última mirada.
En algún lugar, en algún momento, alguien había abandonado a Corrinne Webb infligiéndole una demoledora herida en el corazón.
Se frotó distraídamente la región donde estaba el suyo. ¿Qué clase de demonio sería capaz de abandonar a una dulce niña; a una preciosa mujer como ella?
En algún momento y lugar, Jess se encargaría de descubrirlo.

 

 

 

Corrie subió corriendo las escaleras hasta su habitación y cerró la puerta un golpe tras ella. Con el corazón desbocado, cerró la mente a los pensamientos de lo que había pasado en la Iglesia con Jess Garrett.
No voy a pensar en ello. No lo haré.
Le temblaban los dedos cuando giró el interruptor del gas para tener más luz y cargó de carbón la pequeña estufa donde todavía brillaban algunos rescoldos. Arrodillada ante la estufa, levantó las manos hacia el calor. Se dijo que solo le temblaban por el frío y se acercó más.
Sin embargo, Corrie siguió temblando incluso cuando el calor la obligó a quitarse el abrigo. Levantó las manos y cerró los puños. No dio resultado. El frío estaba en su interior; en lo más profundo de su alma. Se le formó un sollozo y se presionó un puño contra la boca para contenerlo. Si cedía ante el dolor, si dejaba vía libre a los recuerdos, se perdería para siempre en ellos y allí no iba a venir ningún Jess a rescatarla.
Unas ardientes lágrimas le cayeron sobre la mano. No, gritó mentalmente. No, no voy a rendirme.
Cruzó de una zancada hasta el lavabo y se salpicó la cara con agua helada. Mientras se la secaba, observó su reflejo en el espejo. Los ojos, enrojecidos y desesperados, le devolvieron la mirada. La nariz hubiera enorgullecido a un payaso.
Tengo un aspecto infernal. La vanidad... la vanidad era buena. Alejaba su mente de...
Basta, Webb.
Se frotó la cara con la toalla y se apartó del espejo, llenándose los pulmones de aire con una profunda inspiración y liberando un poco de la tensión que la atenazaba.
—De acuerdo, se acabó la autocompasión —le dijo al cuarto vacío. Gracias a Dios, Bridget había acudido a un servicio religioso posterior e iba a quedarse a pasar la noche en la ciudad con unos amigos. Corrie no hubiera podido sobrevivir a unos oídos comprensivos.
Se estremeció, obligándose a recuperar completamente el control.
—Cabeza levantada, espalda recta, respirar. —Fue repasando los movimientos, repitiéndolos hasta que los temblores cesaron por completo, o casi. Sonriendo a pesar de su anterior angustia, volvió a mirarse en el espejo.
—Bueno, no vas a ganar ningún concurso de belleza, pero tampoco vas a asustar a los niños.
Agarrando la jarra, visitó el cuarto de baño y regresó sin verse obligada a dar explicaciones a nadie por los ojos y la nariz enrojecidos. Tras un rápido baño con la esponja, añadió carbón a la estufa, bajó la intensidad de la luz y se metió en la cama.
Largos años de práctica despojaron su mente de recuerdos. Fuera lo que fuera que hubiera desencadenado su congoja anterior en la iglesia, nada más que la sensación de soledad que las familias allí reunidas le habían provocado, no había tenido nada que ver con su pasado. Y tampoco el hecho de que al día siguiente fuera Navidad.
El día más solitario del año.
Bueno, pasado mañana habría terminado la Navidad, y ella no tendría que asistir a la Iglesia, ya que había asistido esa noche. Si no volvía a aquella Iglesia, estaría a salvo. A salvo de asfixiarse.
A salvo de los recuerdos.
Se subió las sabanas con decisión y se acurrucó de lado. Mientras empezaba a quedarse dormida, le pareció oír una voz profunda llamándola "dulzura" y asegurándole que todo iba a ir bien. Casi podía sentir sus fuertes brazos rodeándola, acunándola contra su pecho y manteniéndola a salvo. Suspiró cuando la sensación de paz se derramó sobre ella.
Todo iba a ir bien; estaría a salvo.
Con Jess Garrett.

 

 

 

—Bobadas —Corrie plantó otro pedido en la mano extendida del pinche de cocina.
—¿Qué pasa señorita Webb? ¿No tiene nada de espíritu navideño? —preguntó el chico, apartándose con una carcajada cuando ella intentó darle con el bajo del delantal.
—Pues claro que tengo espíritu navideño —Se puso la mano debajo de la barbilla—. Estoy hasta aquí del espíritu navideño —Se secó la cara con un pañuelo que llevaba en el bolsillo, y aseguró mejor el moño—. Llevo con el maldito espíritu desde primeras horas de la mañana.
No solo había servido multitud de desayunos y almuerzos, sino que, además, le habían asignado las cenas, permitiendo que otros dispusieran el salón de baile. Le dolían los pies, le dolía la espalda, y el maldito corsé le había hecho una ampolla en un lugar delicado.
Pero al menos, el comandante no había hecho nada más que "humm" en la revista de la mañana.
—Gracias por los pequeños favores —masculló.
—¿Qué ha dicho, señorita? —preguntó el muchacho.
—Nada —contestó ella, intentando sonreír—. Sólo estaba pasando el tiempo.
—¿Pasando el tiempo, eh? —le preguntó Bridget.
Corrie se dio la vuelta y de inmediato se vio envuelta en un abrazo perfumado con aroma a lavanda. Le sorprendió el placer que sintió. A ella no le gustaba que la tocaran, de modo que ¿por qué devolvió el abrazo con la misma intensidad que se lo daban?
—Feliz Navidad, Corrie —Bridget la soltó.
—Feliz Navidad —respondió Corrie de manera automática —Se quedó de piedra al descubrir que lo decía de verdad. Ni siquiera protestó cuando la otra le alborotó el pelo y le enderezó el delantal.
¿Qué rayos me pasa? ¿Es que el viaje en el tiempo me ha puesto el cerebro del revés?
Llegó su pedido y Corrie levantó la pesada bandeja.
—De vuelta al trabajo —dijo con una sonrisa de pesar.
Bridget la ayudó colocando un puchero de café recién hecho en la bandeja y equilibrando la carga. Cuando Corrie se disponía a volver al comedor, Bridget dijo con voz excitada:
—Voy a servir en el baile de esta noche. Tienes que ir a echar una miradita. Es precioso. —Sus pestañas revolotearon al suspirar—. Mágico.
Corrie también suspiró, pero su suspiro no contenía nada de la maravilla infantil de Bridget.
—Estoy cansada, Bidgie.
—Seguro que lo estás. Pero después de todo es un baile. —Una campana sonó el la distancia y Bridget se volvió para acudir. Miró por encima del hombro y dijo—: Búscame cuando acabes el turno. Conozco un sitio desde dónde podemos verlo todo.
Tras decir aquello, se apresuró a salir.
Desde la entrada, Corrie vio que el comandante la estaba mirando con enfado, por lo que volvió rápidamente a sus obligaciones.
El ajetreo de la cena terminó antes que de costumbre, ya que los huéspedes estaban impacientes por unirse a la fiesta en el salón de baile, y Sparrow le dijo que saliera temprano. A Corrie no hubo de decírselo dos veces. Se quitó el delantal de un tirón y subió las escaleras hacia su habitación. A estas alturas se le había deshecho el peinado, de modo que se quitó las horquillas y se tumbó en la cama, completamente vestida.
El sonido de la música le llegaba débilmente desde el salón de baile y se tapó la cabeza con la almohada. Al poco, uno de sus pies comenzó a seguir el ritmo de la música. Corrie lo miró desde la almohada, pero apenas conseguía que uno dejara de dar golpes en el aire, empezaba el otro.
Se enroscó sobre sí misma, todo lo que pudo teniendo en cuenta que todavía llevaba puesto el corsé, y se tapó las orejas.
Sin embargo, aquello no le permitía dormir, de modo que no tardó en incorporarse.
—Me rindo, me rindo —se quejó mientras se pasaba un cepillo por el pelo y tiraba de la falda para alisarla—. Esto es un endiablado complot para obligarme a que me reúna abajo con Bridget.
La joven irlandesa se iba a sentir decepcionada si Corrie no aparecía, y esta empezaba a valorar su amistad.
¿Y qué si se me caen los pies?
Cinco minutos con Bridget —diez a lo sumo— y esta sería feliz. Seguro que Corrie podía dedicarle diez minutos a una amiga.
Ligeramente incómoda, pero un poco animada por la cálida realidad de tener una amiga, Corrie emprendió el camino hacia el comedor del personal. Según uno de los botones, Bridget acababa de llevar una bandeja de copas de champán al salón de baile, pero volvería en cuanto se hubiera deshecho de ellas. Corrie tomó asiento, apoyó los pies en otra silla, y cerró los ojos.
—Toma, no puede pasar hambre.
Unos sabrosos aromas pasaron bajo su nariz y abrió los ojos. Un botones sostenía un plato, lleno a rebosar, de toda clase de alimentos.
—Para usted —dijo—. Tiene aspecto de necesitarlo.
Corrie se incorporó y bajó los pies al suelo.
—Eh... Gracias —Un poco nerviosa, se aclaró la garganta antes de decir—: Lo siento pero no sé su nombre.
—Rupert Smith, a su servicio. —Entrechocó los talones e hizo una reverencia; luego soltó una carcajada que le arrancó una sonrisa mientras él llenaba otro plato y se unía a ella—. Cómaselo todo. El comandante le ordenó a Sashenka que hiciera más cantidad de todas las exquisiteces del menú para nosotros.
—¿En serio? ¿El comandante Payne hizo eso?
Corrie añadió ese retazo de información a la benevolencia que había observado en él hacia Bridget, e incluso hacia sus propias carencias de esta mañana, y llegó a la conclusión de que no era malo del todo.
Sólo afectado por un complejo de Napoleón.
—No es tan malo si se siguen sus reglas —dijo Rupert con la boca llena de ternera cordon bleu—. Mi madre nos tiraba más de las riendas a mis hermanos y a mí, que él al personal. Estoy acostumbrado.
Mientras Corrie se ocupaba de su plato, él mantuvo un animado monólogo sobre su extensa, y, evidentemente pobre familia en Filadelfia, y sus planes de dejar su huella en el mundo.
—Por aquí mantengo los ojos y los oídos abiertos. Nunca se sabe cuando uno de esos peces gordos me dará un puñado de acciones. —Se abrillantó las uñas en la chaqueta y luego las observó con actitud mundana—. Ya poseo unas cuantas.
—Vas a tener que vivir de ellas si no mueves las piernas —dijo Bridget quitándole un muslo de pollo del plato—. El comandante Payne ha preguntado por ti. Le he dicho que te habían llamado arriba.
—Vaya, gracias por cubrirme, Bidgie. —Rupert les deseó una feliz Navidad y salió de allí en un abrir y cerrar de ojos.
Bridget ocupó su asiento y terminó de comerse el muslo de pollo. Corrie se terminó la cena y se encontró con más energía de la que se había imaginado una hora antes.
—¿Preparada para ir a espiar el baile? —preguntó Bridget limpiándose los dedos—. Este año es verdaderamente magnífico. El mejor hasta ahora.
Corrie se levantó. Necesitaba algo de diversión, alguna distracción.
—Tú eres la jefa Bidgie.
Después de subirse a las vigas del teatro que lindaba con el salón de baile, siguiendo a Bridget, Corrie estuvo a punto de rebajarla de categoría. Con vaqueros y botas de excursión, gatear por los aparejos del segundo piso hubiera sido un reto. Con falda larga era casi suicida.
—Aquí estamos —susurró Bridget, arrastrando a Corrie a su lado, junto a una ventana que daba al salón de bañe.
Cuando tras el ascenso, la respiración regresó al pecho de Corrie, una perfecta estampa navideña se mostró real ante sus ojos.
El árbol de Navidad brillaba con sus adornos plateados y centenares de velas. También lo hacían las damas, con sus vaporosos vestidos de noche y sus joyas. Las colas de sus vestidos describían ampulosos arcos cuando los hombres, ataviados con smoking negro y almidonada camisa blanca, las hacían girar alrededor de la estancia al compás del vals que tocaba la orquesta. A Corrie le dolieron los ojos por la belleza de aquello.
Lo único que hubiera podido mejorarlo era haber sido una de las deslumbrantes participantes. El corsé hubiera sido una incomodidad sin importancia de haber podido llevar uno de aquellos maravillosos vestidos y coquetear con alguno de los delicados admiradores que atraían la mayoría de las mujeres. Tal vez, alguno de aquellos y jóvenes hombres de ojos azules, la hubiera sacado a bailar.
—Oh, Bridget, gracias por traerme aquí arriba.
—Sabía que te iba a gustar —contestó Bridget—. Debo regresar. La señorita Sparrow me echará de menos. Pero tú quédate aquí todo lo que quieras.
Corrie, hipnotizada con las parejas que daban vueltas, asintió y se apoyó un poco más en la ventana. Era Cenicienta vuelta a la vida.
Excepto que no soy Cenicienta.
Trató de recuperar la emoción, pero la realidad había vuelto a darle una bofetada en la cara. Sin embargo, le había costado tanto llegar a esa ventana que bien podía quedarse un rato más.
No había nada de malo en imaginarse a sí misma como esa bonita rubia que bañaba con el jefe de Policía Garrett. Casi podía sentir la mano fuerte de él en la cintura, mientras la dirigía en el baile, su aliento cosquilleándole en el oído mientras le susurraba elogios y ardiéndole los ojos mientras coqueteaba con ella.
Se acabó el baile y la rubia se hundió en una profunda reverencia en la que pareció que la nariz le tocaba la rodilla. Corrie miró con envidia cómo la mujer mantenía la postura durante dos segundos, levantaba la cabeza y sonreía con coquetería antes de incorporarse como un cisne.
Tanto imaginar que soy esa rubia y no podría hacer eso de ninguna manera. Me caería de bruces al suelo. O me quedaría para siempre en esa postura.
Bueno, volvamos al mundo real, pensó con un suspiro de resignación.
Como si la hubiera oído, Jess Garrett miró directamente hacia ella. Era imposible pensar que lo hubiera podido hacer. Pero lo hizo.
Y se llevó un dedo a la frente a modo de saludo. Corrie se apartó. Sus rodillas eran como gelatina cuando retrocedió poco a poco hasta el suelo del teatro. Cuando llegó al rellano, volvió sobre sus pasos hasta el pasillo de servicio con intenciones de ir directamente a su habitación.
El vals que sonaba en el salón de baile la hizo cambiar de idea. Sólo una ojeada más, otro vistazo al cuento de hadas podría hacerle daño. Se deslizó pasillo abajo, cruzó el vestíbulo y luego la terraza. El intenso frío parecía apuñalarla, pero continuó rodeando la terraza hasta las ventanas del salón de baile. Desde tan cerca, la escena era aún más hermosa. ¿Dónde está el hada madrina cuándo una la necesita? Corrie se apartó, despejada a causa del frío y jadeó cuando algo sólido bloqueó su retirada. Al volverse, se dio de narices contra un pecho cubierto por un reluciente frac.
—Buenas noches, Corrie —dijo una voz profunda que recordaba muy bien.
Su olor le llenó las ventanas de la nariz y le nubló la mente. Lo único que ella fue capaz de hacer fue mirarle la cara y a aquellos intensos ojos azules.
—¿Ha estado alguna vez en un baile? —preguntó como si todos los días se encontrara con una camarera espiando en un baile.
—N... Nunca.
—¿Ha bailado alguna vez? —Le pasó una mano por debajo del brazo y le colocó la mano sobre su hombro.
—Así no. —Una cálida emoción recorrió sus venas. Si el corazón le latía con más fuerza, iba a reventar el corsé. ¿Iba a pedirle que bailara?
—Entonces déjeme enseñarla. —No le dio tiempo para protestar y empezó a mecerla al ritmo del vals.
Cuando intentó mirarse los pies, él la acercó más y empezó a dar vueltas y más vueltas hasta que ella solo vio algo borroso formado de luces y sombras.
Un, dos, tres; un, dos, tres. El ritmo y la música se convirtieron, se fundieron con los latidos de su corazón. Lo único que podía hacer para no marearse era mirarle a la cara, tan cerca de la suya, y a los ojos, tan azules como el cielo en un verano de Texas.
Sus pies apenas tocaban el suelo. Se meció al ritmo de Jess con una gracia que jamás pensó que poseyera. Era ágil y elegante, y tan alejada de la Chef Webb como era posible.
Eso era exactamente lo que debió sentir Cenicienta cuando su príncipe bailó con ella. Bridget tenía razón: el baile era definitivamente mágico.
Bailaron todo el tiempo que tocó la orquesta. Cuando ésta hizo un descanso, Jess tarareó un vals por lo bajo. Giraron y volvieron a girar, primero en la terraza y después entre las sombras de la galería delantera, alejados de las miradas curiosas del salón de baile.
Corrie nunca había asistido a un baile de graduación. Nunca le habían pedido ir a un baile. Ahora era Cenicienta y un príncipe de cuento de hadas giraba con ella describiendo círculos. Su silencio —excepto por el tarareo de Jess—, era parte del encanto.
Pero incluso Cenicienta tuvo que irse del baile.
Varias parejas salieron a refrescarse a la terraza, a pocos metros de Jess y Corrie. Ella se detuvo abruptamente, con miedo a las consecuencias de lo que había hecho.
Ni Sparrow ni el comandante Payne habían dicho expresamente que estuviera prohibido confraternizar con los invitados, pero Corrie se figuraba que existía tal regla. El castigo podía ser cualquier cosa, incluso el despido.
El temor a verse sin medios de subsistencia, sin un techo sobre la cabeza, la congeló más de lo que podía hacerlo cualquier viento.
—Suéltame Jess —susurró, con un nudo en la garganta—. Por favor, déjame ir.
—Corrie...
Relajó un poco su agarre y ella no esperó más. Deshaciéndose de su abrazo, se dio media vuelta, y huyó de los invitados que conversaban alegremente cerca a ellos. Llegó a la lejana puerta y miró hacia atrás. Jess estaba de pie, con el brazo levantado como si la llamara. Sus ojos estaban sombríos e ilegibles.
Una voz le llamó desde la esquina y Jess vaciló, para después bajar despacio el brazo y volverse para reunirse con sus amigos.
El cuento de hadas había terminado.