DESEOS
Ariel dio un nuevo golpe sobre el metal al rojo que, poco a poco, iba tomando la forma de una bonita y eficaz espada. Con una sonrisa irónica, el muchacho deseó que el que la empuñara supiera quien la había fabricado a costa del sudor de su frente. Volvió a sonreír. Deseaba muchas cosas. Para empezar, una vida nueva. Estaba harto de pasar los días triste y solo, encerrado en su choza, excepto para ir a la forja, para dar vida a objetos que él nunca pensaría siquiera en usar. Quería viajar, conocer mundo y vivir aventuras en tierras lejanas. Alzó una mirada melancólica a las nubes y lanzó una plegaria al cielo, pidiendo que sus deseos se hicieran realidad.
Y, de repente todo cambió. El poblado tomó la forma de una playa de aguas transparentes. Las suaves olas lamían la orilla, atrapando en un suave abrazo las conchas que descansaban sobre la arena. En el cielo, el sol brillaba con fuerza, pero Ariel tuvo que frotarse los brazos desnudos a causa de la brisa helada que arrastraba con delicadeza los pequeños granitos de arena.
«¿Dónde estoy?», pensó extrañado, mientras paseaba la mirada por la hermosa y eterna playa. «¿Qué ha pasado con el poblado? »
A lo lejos, sobre la orilla, distinguió un movimiento. Ariel entornó los ojos para poder ver mejor y distinguió la silueta de una mujer. Estaba tumbada sobre la arena, apoyada en los codos con la cabeza echada hacia atrás. Su cabello, rojo como el fuego, descansaba sobre el suelo y se balanceaba suavemente, cuando una ola lo empujaba. Vestía un traje negro de tirantes que se acababa poco antes de llegar a las rodillas dejando ver unas piernas morenas y delicadas.
Esa visión sonrojó el rostro de Ariel pero, aún así, avanzó con timidez sobre la arena, en dirección a la mujer. Después de todo ¿qué otra cosa podía hacer? Cuando llegó ante ella, pudo advertir la enorme belleza que desprendía su rostro. Tenía la piel oscura y unos grandes ojos azules, que contrastaban maravillosamente con su cabello de fuego, le observaron con inocencia cuando ella alzó la cabeza para mirarle.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendida, al tiempo que se levantaba bruscamente y se alejaba un par de pasos de Ariel.
—¡Tranquila! —el muchacho levantó las manos en un gesto tranquilizador—. No he venido a hacerte daño… De hecho, ni siquiera sé donde estoy.
La muchacha clavó sus ojos del color del mar en él y le examinó con detenimiento.
—¿Eres uno de ellos? —preguntó con cautela.
—¿Uno de quienes?
—De ellos —repitió la muchacha—. Los hombres que vienen a buscarme.
—No he venido a buscarte —respondió Ariel—. He llegado aquí sin querer. Estaba en una forja y, de repente, mi poblado se convirtió en esta playa… —titubeó un momento— y aquí estoy.
La mujer pareció comprender, pero no dijo nada. Ariel dedujo que no se fiaba demasiado de él.
—Esos hombres… —preguntó el muchacho tímidamente—. ¿Qué es lo que quieren de ti?
—Mi esencia —la chica volvió a sentarse sobre la arena, un poco más tranquila, y Ariel la imitó—. Quieren mis sueños.
El joven la miró extrañado y observó la expresión triste de la muchacha. Sintió compasión por ella. No entendía qué era lo que le pasaba, pero sí comprendía que lo estaba pasando mal, que sufría.
—¿Tus sueños? —inquirió sin estar seguro de lo que la muchacha quería decir—. ¿Por qué piensan que puedes darles tus sueños?
Ella le miró y sonrió con tristeza.
—Porque puedo —confirmó la muchacha mirándole con sus penetrantes ojos azules—. Soy una nube.
—¿Una nube?
Ella alzó su mirada hacia el cielo azul, donde algunas nubes solitarias flotaban dulcemente.
—Esos hombres me atrajeron a la tierra mediante magia —explicó—. Me encerraron en esta playa y, desde entonces vienen cada cierto tiempo a obligarme a cumplir sus sueños.
—¡Pero eso es horroroso! —exclamó indignado Ariel, que había escuchado leyendas sobre las Nubes y sabía lo doloroso que era para ellas cumplir sueños si no lo deseaban—. ¿No puedes salir de aquí? ¿No puedes escapar de alguna manera?
—Esta playa es infinita. Y además, vaya donde vaya siempre me encuentran.
Ariel recordó entonces algo que había escuchado una noche alrededor de una hoguera.
—Si alguien te concede un sueño a ti —inquirió—, serías liberada ¿no es así?
La muchacha sonrió con tristeza y le miró haciendo una mueca de cariño.
—Sí –confirmó—. Pero ¿quién podría cumplir el sueño de una nube cuya cualidad es la de cumplir sueños? Puedo realizar los sueños de los demás, pero nunca el mío.
Ariel apretó los labios ante la triste vida de una nube. Siempre se las habían relacionado con la alegría y la felicidad. Pero nadie había pensado en la dicha de ellas.
En ese momento un silbido sonó tras ellos y, al volver la cabeza, Ariel pudo ver que, a lo lejos, se abría una especie de aro azulado. A través de él aparecieron tres hombres.
—¡No! —exclamó la Nube asustada. Se levantó rápidamente de la arena—. Son ellos. Por favor, vete.
—No puedo irme —se negó Ariel—. No puedo dejarte aquí e irme sin hacer nada.
—Pero es que no puedes hacer nada —insistió ella—. Por favor.
Esta última petición, susurrada como una suplica obligó al muchacho a girarse e internarse a toda velocidad en la jungla que se extendía tras la hermosa playa. Cuando estuvo entre los árboles se negó a sí mismo a mirar a la Nube, que sería brutalmente obligada a cumplir sueños. No quería ser testigo de una escena tan horrible.
Al momento llegó a sus oídos el sonido de la lucha. La chica gritaba desesperada, mientras uno de los hombres recitaba las palabras mágicas que desatarían el poder de la Nube. Escuchó también el sonido que hacía la arena al ser sacudida por el esbelto y hermoso cuerpo de la muchacha.
—¡Noo! —suplicaba ella entre lágrimas—. ¡Por favor!
El tono triste y desgarrado de la voz sacudió el corazón de Ariel. Comenzó a sufrir y tuvo que tragarse unas cuantas lágrimas. Pero finalmente no pudo retrasarlo por más tiempo y comenzó a llorar. Lloró por la Nube, lloró por su inocencia perdida y por la pura maldad de aquellos hombres. Deseaba girarse y enfrentarse a aquellos desalmados, rodear el cuerpo de la muchacha entre sus brazos y besar sus heridas. Se arrodilló sobre la fina hierba, aterrorizado, incapaz de mantenerse en pie ante el terrible acto que estaba teniendo lugar tras él.
Y entonces el sonido cesó. Todo quedó en un silencio aterrador. Ya no escuchaba las suplicas de la Nube, ni el conjuro de los hombres que la forzaban. Sólo quedó el silencio.
A pesar de lo que la Nube le había pedido, Ariel se giró lentamente y observó la playa.
No había rastro de los tres hombres y la chica había desaparecido. ¿Dónde estaban? De un salto salió de la jungla y examinó la playa. No había nadie allí. “¿Qué han hecho con ella?”, pensó apretando los puños en un gesto de impotencia.
Y entonces, una luz apreció frente a él y de ella surgió la Nube. Estaba sonriente y su rostro resplandecía como el propio sol.
—Gracias —susurró.
Ariel se arrodilló sobre la arena, agradecido de poder verla de nuevo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó cuando las lagrimas de alegría surcaban su rostro.
—Tú me has salvado.
—¿Yo? Yo no he hecho nada.
—Sí —contestó ella con una amplia sonrisa—. Has cumplido mi sueño.
—¿Tu sueño?
—Desde que estoy en esta playa solo deseo una cosa —explicó la Nube—. Que alguien llorara por mí. Que alguien supiera por lo que estoy pasando. Tú has sido lo suficientemente bondadoso como para ponerte en mi lugar y sufrir con mi sufrimiento. Tú me has salvado —repitió.
—Yo… —intentó decir Ariel, pero se detuvo en seco cuando se quedó sin palabras—. No sé qué decir.
—No digas nada —ella posó un dedo de piel suave sobre los labios de él—. Sólo desea.
Y él deseó. No deseó aventuras como desde pequeño había deseado. Ni siquiera quiso que el trabajo de un herrero fuera reconocido por las personas que empuñaban las armas que ellos fabricaban. Sólo deseó que esa dulce criatura nunca volviera a sufrir, deseó volver a estar en casa. Pero deseó con más fuerza aún volver a verla.
De pronto la playa desapareció y volvió su poblado. Ariel paseó la mirada por él y comprobó que todo estaba exactamente como antes. Excepto por una cosa. Una mujer se acercaba a él. Iba vestida como el resto de los habitantes de su poblado, pero no había olvidado ese rostro, con esos cabellos rojos que enmarcaban los ojos azules más bonitos que había visto en su vida. Ella detuvo sus labios a pocos centímetros de los de él.
—Me llamo Siriel –susurró.