DOS HORAS

El día que entré en el despacho de mi profesor de física no pensé que estaba a punto de embarcarme en la mayor aventura que jamás había vivido. En ese lugar, que más que una oficina parecía un laboratorio, había de todo. Desde revistas apiladas en cada esquina hasta probetas con extraños líquidos burbujeando en su interior. Recuerdo que cuando entré por primera vez me pasé un buen rato observándolo todo ensimismado. Cada objeto parecía destilar algo que me atraía.

El día de mi pequeña aventura, la sala estaba como siempre: desordenada. Los libros, los papeles y el calendario que me recordaba que estábamos a dos de marzo y en tres días tenía un examen de matemáticas, lo ocupaban todo. En la pared, además, había un bonito reloj digital que mostraba que eran las nueve de la mañana. Un insólito aparato mecánico con tres brazos articulados surgió de detrás de un mueble y corrió directamente a mí haciendo extraños sonidos. Yo me aparté a tiempo y me giré para ver como el aparato, robot o lo que fuera se estrellaba contra un montón de libros que cayeron sobre él y lo dejaron atascado.

Por un momento me pregunté qué demonios debía ser eso, pero lo olvidé pronto porque al otro lado de la habitación vi algo que me llamó la atención. Era un objeto que, bajo la manta que lo cubría, debía ser cuadrado. Yo me acerqué con curiosidad y alcé una mano. Mi intención era agarrar la manta y dejarla caer, pero una voz a mi espalda me lo impidió:

—¡Dani! ¡Qué bien que has venido! Iba a llamarte ahora.

Cuando me giré, mi profesor acababa de salir del baño, como indicaba el sonido del váter, y se dirigía hacia mí con los brazos abiertos. No pude evitar que me diera un fuerte abrazo más largo de lo normal. Reprimí una mueca de dolor cuando por fin se apartó de mí. Adoro a ese hombre, pero a veces es demasiado efusivo.

—Hola, Doc —le saludé yo intentando aspirar algo de aire—. ¿Cómo lo llevas?

Mi profesor no era únicamente mi profesor. También era mi amigo. Lo conocí hace dos años, antes de que yo entrara en la universidad. Era amigo de mis padres y un día fue a cenar a casa. Allí hablamos y descubrimos que ambos teníamos como afición la física aplicada. Desde entonces me paso de vez en cuando por su oficina y hacemos tiempo hablando de nuestras cosas. Una de ellas, su gran pasión, eran los viajes en el tiempo. Su sueño era construir una máquina que pudiera dejarnos viajar en él. De ahí que yo hubiera cogido la costumbre de llamarle Doc, como el personaje de la película Regreso al futuro. Además, su pelo largo, canoso y alborotado también ayudaba a que le llamara de esa manera.

Después de achucharme y provocarme un terrible dolor de espalda, Doc se giró y rodeó su escritorio, repleto de papeles que colgaban de las esquinas, de escuadras, cartabones y todo tipo de artilugios. Entre aquellos papeles vi varios folios con lo que parecía ser el diseño de un reloj de pulsera digital.

Lo único que permanecía en pie en ese pequeño trozo de caos era la mesa, era una foto que Doc cogió un momento para observarla con ojos llenos de cariño. Por un momento, la sonrisa que había mostrado desapareció para dar paso al triste sentimiento de pérdida. En esa foto se veían reflejados él y Marta, su difunta mujer.

Hace siete años, un desgraciado decidió beber más de la cuenta por la noche y volver a casa por la mañana conduciendo él mismo. Marta cruzó un semáforo en verde con su coche y el borracho, creyéndose el rey del mambo, cruzó el suyo en rojo. Los dos vehículos se estrellaron. Marta murió en el acto mientras que el hijo de puta borracho solo sufrió algunas heridas, en el cuerpo y en la cartera.

Desde entonces, Doc continuó sus estudios gracias al dinero que su mujer le había dejado en herencia. Pero ningún descubrimiento, ningún avance era capaz de borrar los dolorosos recuerdos.

Yo guardé silencio mientras Doc observaba la foto. Era consciente de que esos pequeños momentos, a pesar de ser dolorosos, eran necesarios para mi amigo. Le hacían recordar por qué estaba aquí.

Finalmente, Doc dejó el marco encima de la mesa, en un lugar que, milagrosamente, no estaba ocupado por nada. La sonrisa volvió a su rostro aunque le delataba el brillo de sus ojos.

—Quiero que veas algo, Dani —me anunció inclinándose hacia delante con las manos apoyadas en la mesa—. Te va a dejar sin palabras.

—¿Más que tu abrazo? —bromeé yo.

—Mucho más —el profesor abrió un cajón de su escritorio, saco algo envuelto en un trapo blanco y lo dejó sobre la mesa. Poco a poco fue desenrollando el envoltorio y el objeto salió a la luz.

—¿Dos relojes digitales? —pregunté con el ceño fruncido—. Eso se inventó hace tiempo, Doc.

—Estás delante del invento más importante de la historia —insistió él.

—No, en serio. Son dos relojes digitales.

—No son dos relojes normales —replicó mi amigo cogiéndolos y rodeando la mesa para acercarse al extraño bulto cubierto por una sabana que había visto cuando entré en la habitación—. Además, el verdadero invento es este.

Y entonces tiró de la manta. Cuando cayó al suelo apareció ante mí… un ordenador.

—Oye, esto también se ha inventado ¿sabes? —comenté.

—Tal vez sí —contestó Doc haciendo caso omiso de mis puyas—. ¡Pero lo que hace, Dani… lo que hace sí que no lo ha inventado nadie! Bueno, sí. Yo.

—¿Y qué se supone que hace, aparte de entrar en Facebook?

—¡Viaja en el tiempo!

Me quedé sin palabras. Por una vez en mucho tiempo no se me ocurría nada que decir. Podía haberme metido con él, como solía hacer, pero algo me decía que aquello iba muy en serio. ¿De verdad lo había logrado? ¿De verdad había construido una máquina del tiempo?

—¿Estás diciendo que esto es una máquina del tiempo? —pregunté caminando alrededor del aparato. Parecía un ordenador normal pero mirándolo con más atención pude ver algunas diferencias.

Su torre tenía dos botones: uno pequeño que, supuse, servía para encenderlo, y otro grande y plateado que ocupaba la mayor parte del centro de la torre. Ese no pude adivinar para qué podía servir. Detrás de la máquina, unos cables surgían de ella para ir directamente a otro aparato que descansaba sobre el suelo. Este era transparente y podía ver en su interior una especie de líquido amarillento.

—Exacto —Doc estaba exultante—. Lo he conseguido, Dani.

—¿Y cómo funciona?

—No lo entenderías —fue la única respuesta de mi amigo.

—Venga, no me jodas. Nos hemos tirado aquí las horas muertas hablando de esto…

—Con plutonio líquido.

Yo lo miré entre extrañado y divertido.

—Ahora me dirás que yo me llamo Marty McFly —comenté con una sonrisa. Pero había algo que me intrigaba más aún que mi identidad—. ¿Existe el nitrógeno líquido? —pregunté.

—Te lo dije, no lo entenderías —Doc hizo una mueca con los labios, mezcla de diversión y fastidio.

—¿Puedes decirme, al menos, que pintan los dos relojes digitales?

—Los relojes —contesto él— son simples enlaces. Sirven para volver a tu tiempo en el momento en que desees y el lugar que quieras. Los he programado con las coordenadas exactas de mi despacho. O sea, que  siempre apareceremos en el despacho. Estemos donde estemos... o cuando estemos. ¿Quieres hacer una prueba?

Yo asentí con la cabeza, aunque debo reconocer que sin mucho entusiasmo. Aquello no me daba muy buena espina. Doc se acercó al ordenador y tecleó unas cuantas órdenes. Luego se colocó junto a mí.

—Vamos a hacer un viaje corto —me explicó—. Sólo quince minutos en el pasado. Un poco antes de que yo llegara aquí.

—¿Qué pasará si nos encontramos con nosotros mismos?

—No te preocupes por eso —contestó con despreocupación—. Nos esconderemos en el servicio. Podremos volver cuando queramos. Solo tenemos que pulsar el botón de la luz del reloj.

Yo me ajusté a la muñeca el reloj que mi amigo me tendía y esperé a que él hiciera lo mismo.

—¿Estás preparado? —me preguntó.

—No —contesté. Lo cierto es que en esos momentos mis piernas temblaban violentamente y mi garganta estaba más seca que una hoja de mariguana en medio del desierto del Sahara.

—Pues prepárate porque nos vamos —Doc alargó una mano y pulsó el botón grande y plateado de la torre del ordenador.

Debo reconocer que si esa mañana hubiera desayunado fibra me habría cagado. Por suerte, solo llevaba un café en el estomago. Sin embargo, la sensación que tuve no la olvidaré jamás. Noté que mi cuerpo se desintegraba. No sentía los brazos, ni los pies, ni ninguna otra parte del cuerpo. Sin embargo sí podía ver. Y veía la habitación en la que estábamos teñida de miles de colores, como si hubiera una bola de discoteca en el techo. Todo estaba borroso. Sentí que algo me absorbía y de pronto, todo volvió a la normalidad.

La habitación estaba exactamente igual que antes. Por un momento pensé que Doc se había equivocado o que yo estaba siendo víctima de alguna broma pesada. Pero entonces mis ojos se posaron en la máquina del tiempo. Aún seguía tapada con la manta que un momento antes Doc había tirado al suelo. Instintivamente busqué con la mirada el reloj de pared. Mostraba las nueve de la mañana. Estaba quince minutos retrasado.

Cuando miré a mi amigo, este mostraba una enorme sonrisa y el brillo de sus ojos se había intensificado.

—¡Funciona! —gritó lleno de júbilo—. ¡Funciona, Dani! ¿Sabes lo que eso significa? —me preguntó agarrándome por los hombros.

Yo no contesté. Aún estaba aturdido y el viaje en el tiempo me había dejado una molesta sensación en el estomago. Aún no podía creérmelo. Iba a hacer falta algo más que un reloj retrasado y un ordenador cubierto con una manta para convencerme del todo. Aunque algo me decía que todo aquello que estaba sucediendo era real.

La voz de Doc me sacó de mi estupor.

—Significa —continuaba sin hacer caso de mi rostro desencajado— que todo el esfuerzo, todas las desilusiones y todos los sacrificios de mi vida han servido para algo.

Entonces comprendí lo que mi amigo quería decirme. O tal vez no quería hacerlo, pero yo lo capté.

—¿No habías probado la máquina? —pregunté perplejo.

—No, claro que no ¿por qué?

—¿Cómo que por qué? Podíamos habernos desintegrado o… ¡yo que sé! Podías haberla probado antes con una rata o…

De pronto un sonido se dejó escuchar en la puerta. Unas llaves golpeando contra el pomo. Como en un sueño vi que el picaporte comenzaba a girar.

Doc abrió muchos los ojos en gesto de pánico.

—Soy yo —susurró mientras me agarraba de un brazo y me empujaba sin compasión hacia el cuarto de baño. Una vez dentro cerró la puerta y los dos nos apoyamos en ella.

Al otro lado se escuchó el tintineo de unas llaves al caer sobre la mesa y un silbido. “Bulería, bulería”, de David Bisbal. Yo miré extrañado a mi amigo que siempre se las había dado de roquero. Él me contestó levantando las cejas y mirándome avergonzado. Yo sólo pude sonreír.

De pronto, los pasos del Doc del pasado se acercaron a nosotros. El rostro de mi amigo se desencajó. Yo caí en la cuenta de que cuando llegué a su despacho él estaba en el servicio. Y era allí mismo donde se dirigía él.

Sin pensar, los dos nos lanzamos hacia la bañera y corrimos la cortina de plástico en el mismo momento en el que la puerta se abría y entraba un Doc apresurado. Oímos el tintineo de su cinturón y el sonido de sus pantalones al bajar. Yo hice una mueca de incomodidad. No podía creer que hubiera viajado al pasado para ver como cagaba mi amigo.

Pero la expresión de Doc era todo un poema. Sin duda estaba intentando recordar qué vendría después. Un sonido parecido al de una metralleta se escuchó y el inconfundible aroma se deslizó por toda la habitación. Yo arrugué la nariz y me la tapé con la mano al tiempo que giraba mi cabeza hacia mi amigo para preguntarle con la mirada. Él tampoco estaba en su salsa que digamos.

Otro sonido y los dos dimos un respingo, asustados. Ese había sonado bien fuerte. Algo se escuchó al otro lado. Unos pasos. Era yo que acababa de entrar en el despacho. Me di las gracias a mí mismo por aparecer en ese momento. Justo ahí era cuando Doc salía del cuarto de baño.

Y así fue. La figura de mi amigo se levantó, se ajustó los pantalones y tiró de la cisterna. Cuando salió del servicio dejó tras de sí su agradable olor a humanidad.

Los dos salimos de la bañera en cuanto el Doc del futuro hubo cerrado la puerta e intentamos respirar cómo pudimos. Yo me apoyé en la puerta y Doc se incorporó para cerrar el pestillo lentamente.

—¿Qué has desayunado esta mañana? —le pregunté en un susurro a mi profesor.

Al parecer iba a contestar algo, pero una voz fuera de la habitación le interrumpió.

—¡Dani, que bien que has venido! ¡Iba a llamarte ahora!

Hubo un forcejeo y yo recordé el tremendo abrazo que me había dado Doc cuando entré en el despacho. Me frote el costado por puro instinto.

—Hola, Doc —contesté yo al otro lado de la puerta.

Era exactamente la misma conversación que habíamos tenido un rato antes… o un rato después. Ya empezaba a hacerme un lío. Entonces, Doc me tiró de la manga para llamar mi atención y me dijo con señas que pulsara el botón de la luz de mi reloj. Yo obedecí e inmediatamente mi cuerpo volvió a desintegrarse. Mis brazos y mis pies volvieron a desaparecer. Pero esta vez hubo algo distinto. Noté como si algo me absorbiera y estirara hasta el límite. Y debo reconocer que, aunque no tuviera cuerpo en ese momento, y mi mente solo fuera un montoncito extraño de células separadas, me acojoné.

De pronto, aparecimos de nuevo en la habitación. El reloj volvía a dar las nueve y cuarto y la máquina del tiempo estaba destapada con la sabana en el suelo. Yo sentí un retortijón en el estomago y algo que subía por mi garganta. «Ya llega», pensé. Corrí hacia el servicio y al intentar abrirla no pude. Estaba cerrada por dentro, así que tuve que vomitar allí mismo. Me doble sobre mi cuerpo y lo solté todo, desparramándolo por el suelo. Al parecer, en el viaje de vuelta había habido algo raro que me había trastocado el estomago.

Unos brazos se posaron sobre mis hombros y me ayudaron a incorporarme y a llegar hasta la silla.

—Lo siento —me dijo Doc—. Debí haberte avisado. En el viaje de vuelta, además de en el tiempo nos hemos movido en el espacio. Puede que eso haya tenido cierto efecto sobre tu estomago.

—¿De verdad? —pregunté mirando el charco de vomito que ya empezaba a oler—. No me había dado cuenta. ¿Y qué hace la puerta cerrada?

—La cerré yo en nuestro viaje —contestó el científico acercándose a un armario para coger una fregona y limpiar mi estropicio.

—¿Para qué?

Doc se encogió de hombros y dijo:

—Es sólo una prueba más de que lo que ha pasado es cierto.

Yo sonreí para mis adentros y me levanté más recuperado.

—Pues espero que no tengas que usarlo con urgencia —comenté.

Me giré para mirar la máquina. Parecía algo tan inofensivo… y sin embargo tan peligroso. Cualquier persona que la viera pensaría que era únicamente un ordenador con un diseño extraño. Pero yo sabía que no era así. De pronto, mi buen humor desapareció y sentí un miedo que no había sentido nunca. ¿Qué podría hacer esta máquina en malas manos? Incluso estando en posesión de alguien decente, podía haber algún accidente, cualquier cosa podía resultar un desastre.

—Oye, Doc —dije a mi amigo, que ya estaba guardando los útiles de limpieza en el armario—. Ten cuidado con esto. Puede resultar muy peligroso.

Doc caminó lentamente junto a mí y se paró para mirar orgulloso su invento.

—No te preocupes —me contestó muy serio—. No voy a hacer ninguna locura.

Su voz denotaba firmeza y podía haberle creído y quedarme más tranquilo. Pero mientras pronunciaba estas palabras, sus ojos se dirigieron hacia el marco con la foto de su mujer, que descansaba sobre la mesa.

 

Al día siguiente mis temores se vieron confirmados. «He ido a por ella», rezaba la carta que Doc había escrito de su puño y letra.

—Mierda—susurré mientras arrugaba la hoja y la tiraba encima de la mesa.

Mi mirada se dirigió, como sin querer a la máquina del tiempo, que descansaba ajena a todo sobre su mesa de madera. Luego me maldije a mí mismo. Lo había temido, pero no había hecho nada para evitarlo. Y ahora, Doc estaría en algún momento de 2003 dispuesto a evitar que su mujer muriera.

Yo no sabía mucho sobre los viajes en el tiempo, pero sí que podía imaginar sus efectos. Cambiar el rumbo de la historia podía traer graves consecuencias. Pensando en esto, me senté en el sillón y mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Si Doc evitaba la muerte de Marta, él nunca obtendría su herencia. Y si eso fuera así, quizás no inventaría la máquina del tiempo. Y si no inventaba la máquina, esta no existiría, y entonces…

—¡Mierda! —exclamé mientras me levantaba como impulsado por un resorte del silló—. Doc se va a quedar encerrado en 2003.

Comencé a dar vueltas por toda la habitación, intentando buscar una solución a aquél embrollo. Pero no la había. Doc estaba en 2003 y yo en 2010, y desde allí no había nada que yo pudiera hacer.

Hice una mueca con la boca mientras miraba de nuevo la máquina. Reconozco que, durante unos momentos, intenté resistirme. Aún estaban muy recientes las secuelas del viaje anterior. Pero era lo único que podía hacer. Y si no lo hacía, Doc quedaría atrapado en 2003 para siempre y yo tendría que vivir con la sensación de que pude hacer algo para evitarlo y no lo hice.

Así que, sin pensarlo un momento más, me agaché para rebuscar entre los cajones del escritorio de Doc. Allí, escondido entre unos papeles y algunos panfletos de Ikea, encontré uno de los relojes que funcionaban como enlace para la máquina del tiempo. El otro, por lógica, debía tenerlo Doc.

Me acerqué al ordenador y observé la pantalla sin creer lo que estaba a punto de hacer. En ella se reflejaba el último destino de la máquina: veintiséis de octubre de dos mil tres a las ocho de la mañana. Creía recordar que la muerte de Marta fue a eso de las diez de la mañana. En dos horas tendría tiempo suficiente para conseguir mi objetivo. Sólo tenía que ponerme el reloj y pulsar el botón grande de la torre.

Respiré hondo, conté hasta tres y pulsé.

En ese mismo momento volví a sentir que mis células se separaban y que mi cuerpo dejaba de ser un todo. Tenía la sensación de ser una pastilla efervescente en un vaso de agua.

Y, de repente, volví a aparecer en el despacho de Doc. En esencia parecía el mismo, pero el suelo estaba libre de mierda. Los libros estaban, todos y cada uno de ellos, ordenados en sus estanterías. Todo, en general, parecía estar en su sitio. Además, la persiana que Doc siempre solía tener bajada, estaba abierta y permitía que un torrente de luz inundara la habitación. Paseé la mirada por el lugar y no vi la máquina del tiempo, algo normal pues en aquella época, Doc aún no la había inventado.

Volví a respirar hondo. A pesar de estar allí, a pesar de haberme sentido como una pastilla efervescente, no podía creer que hubiera viajado en el tiempo.

Me permití un momento para poner en orden mis ideas. En la pared, un reloj marcaba la hora. Las ocho en punto. Tenía dos horas para encontrar a Doc y evitar que salvara a su mujer. Eso es lo más doloroso que he tenido que hacer en mi vida. ¿Cómo me sentiría yo si alguien quisiera evitar que resucitara a mi mujer? ¿Qué haría?  No había pensado en la reacción que mi amigo tendría ante esta situación. Tal vez estaría dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de cumplir su objetivo.

Meneé la cabeza para apartar esos pensamientos. No valía la pena complicarlo todo más. Ya estaba allí; había viajado en el tiempo para hacer aquello y no me ayudaba en nada adelantarme a los acontecimientos. Ya pensaría en ello si se daba la oportunidad.

Un sonido interrumpió el hilo de mis pensamientos. Unas llaves golpeaban contra la puerta del despacho. El picaporte redondo comenzó a girar. De un salto, me interné en el mismo cuarto de baño en el que, siete años después, nos encerraríamos Doc y yo. Cerré la puerta y aguanté la respiración.

La puerta se abrió y las llaves cayeron encima de una mesa. Luego, la puerta se cerró. Un móvil comenzó a sonar y la voz de Doc contestó:

—¡Hola, cariño! —contestó con voz alegre—. Sí… No tengo mucho que hacer. ¡Claro! ¿A las tres te viene bien? Allí estaré. Te quiero. Un beso.

El mundo se me vino abajo. El Doc de 2003 parecía tan feliz... Así podría ser el del futuro si lograba su objetivo. Y yo estaba allí para evitarlo. No me sentía nada a gusto con mi papel pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

Había quedado a comer con ella, pero no imaginaba que esa tarde acabaría yendo al depósito de cadáveres para identificar su cuerpo. Entonces comenzaría una época de depresión en la vida de mi amigo. Por un momento, sentí la tentación de volver a mi tiempo, olvidar este asunto y esperar que todo saliera bien. Pero el sonido de la puerta del despacho al cerrarse me hizo entrar en razón.

Doc se había ido y yo tenía el camino libre. Tal vez era una señal, pensé. Así que, sin perder un momento, salí del cuarto de baño, que tan olorosos recuerdos me traía, y atravesé el despacho hasta la puerta. Una vez allí, eché un vistazo al pasillo. Las clases ya habían comenzado y estaba vacío. Era el momento de salir fuera y hacer lo que había venido a hacer.

 

Lo primero que me llamó la atención fue lo mucho que habían cambiado las calles en sólo siete años. Jardines que en 2010 estaban a rebosar de exuberantes árboles, en 2003 apenas tenían alguno matojos, o incluso ni existían. Había edificios que recordaba que hubieran estado nunca en el lugar en el que los estaba viendo. La iglesia que había frente al parque no estaba. En su lugar sólo había una pequeña porción de cemento. Me sorprendí pensando lo mucho que podía cambiar una ciudad en tan poco tiempo.

Pero, por desgracia, no estaba allí de turismo. Mi amigo Doc estaba encerrado en ese año y yo estaba admirando la arquitectura urbana. Aparté la mirada de los edificios y me obligué a concentrarme en lo que tenía que hacer.

No sabía cuánto tiempo podía llevar Doc en ese año pero imaginaba a dónde habría ido. Era posible que ya hubiera evitado la muerte de Marta. Eso provocó un escalofrío en mi espalda. Si era así, tanto él como yo, estábamos atrapados en 2003.

Dirigí mis pasos entre las calles de la ciudad para ir directo a la casa de mi profesor. Después de la muerte de Marta consideró más de una vez mudarse para huir de los recuerdos. Sin embargo, esos mismos recuerdos le obligaron a quedarse.

Aceleré el paso, pues no sabía cuánto tiempo me costaría convencer a Doc. Además, temía encontrarme con alguien conocido. En esos momentos en los que la incertidumbre y el miedo ocupaban todo mi ser, me sentí solo. ¿Y si no lo conseguía? ¿Y si este viaje resultaba ser un error?

Sin darme cuenta llegué a la urbanización donde vivía mi profesor. Siempre que iba allí, en mi tiempo habitual, claro, me acordaba de las típicas urbanizaciones que salen en las películas americanas. Todo muy bonito e idílico. Su jardincito frente a la casa; los niños jugando en una carretera por la que apenas pasan coches; las mujeres hablando, sentadas en un banco mientras observan como sus perros mean; el típico hombre con aspecto de vagabundo y un cabello alocado y grisáceo…

En ese momento me paré y me quedé inmóvil. El hombre con aspecto de vagabundo era Doc. Estaba acercándose con disimulo a un coche que había aparcado frente a una de las bonitas casas. Hurgaba en sus bolsillos como su buscara algo. Cuando llegó junto al coche, se fue agachando y, entonces, en sus manos, refulgió el brillo del acero.

De pronto comprendí lo que estaba a punto de hacer. Ese era el coche de Marta, e iba a rajarle las ruedas para que no pudiera acudir a su trabajo. Yo comencé a correr hacia él. Creo que me llevé por delante a algún que otro niño… o un perro. A saber.

—¡Doc! —grité—. ¡No!

Mi amigo se giró en ese momento, sobresaltado, y la hoja de la navaja se escondió de nuevo en su bolsillo. Mi miró con los ojos abiertos por la sorpresa.

—¡Dani! —exclamó—. ¿Qué haces aquí, chico?

—No, ¿qué haces tú aquí? —repliqué yo mientras me doblaba sobre mi estomago para recuperar el aire—. Quieres evitar su muerte ¿no?

—Te lo escribí en la nota. Pero no imaginé que vendrías.

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Qué me quedará sentado en el sillón esperándote?

Doc respiró hondo y me agarró del hombro para alejarme del coche y de la casa en la que, en esos momentos, debía estar su mujer.

—Este no es sitio para hablar de esto —me advirtió señalando con la cabeza a un grupo de personas que caminaban cerca de nosotros.

—¿Has pensado en las consecuencias? —le pregunté cuando llegamos a un bonito banco de madera, a una distancia prudencial de la casa.

—¡Claro que he pensado en ellas! —me contestó paseando la mirada por los alrededores con gesto preocupado. No podía evitar que sus ojos se clavaran con más atención en su casa.

—Entonces ¿Cómo piensas volver? No sé qué efectos tendrá esto a nivel planetario o lo que sea, pero si evitas que tu mujer muera, nunca construirás la máquina y no podrás volver a nuestro tiempo. Y yo tampoco —aclaré.

—Lo sé —Doc bajó los hombros y su mirada se perdió en el suelo. En aquellos momentos, mi amigo se me antojó una persona derrotada y sentí lástima por él—. Conocía esa posibilidad pero… me negaba a aceptarla.

Como sin querer, me arrastré por el banco, hasta quedarme pegado a Doc, y pasé mi brazo sobre sus hombros. Entonces, mi amigo se derrumbó. Las lágrimas surgieron de sus ojos y se apretó más a mí, en busca de consuelo. Yo no pude hacer otra cosa que imprimir más fuerza a mi abrazo. Nunca me había encontrado en una situación semejante y no sabía cómo reaccionar.

—Yo la quiero, Dani —decía con la voz entrecortada por el llanto—. Sólo quiero que vuelva.

—Lo sé —contesté yo mientras se me hacía un nudo en la garganta—. Lo sé, pero no puede ser, Doc. Lo sabes. A menos que…

Entonces fruncí el entrecejo mientras pensaba. Una idea acababa de atravesar mi mente. Tal vez si…

—A menos que… —continué—. A menos que obtengas el dinero de otra manera.

Doc me miró con el rostro anegado en lágrimas, intentando comprender mis palabras.

—Pero ¿cómo conseguir el dinero? —me preguntó con la voz rota.

—Creo que he encontrado la manera —le dije yo muy seguro de mí mismo. Si mi plan tenía éxito podía conseguir que la máquina fuera inventada y, al mismo tiempo salvar a Marta. Pero antes de intentarlo tenía que estar seguro de algo—. Doc, ¿se puede confiar en ti?

—¿Cómo? —mi amigo me miró desconcertado.

—Si se puede confiar en ti. ¿Eres una persona de fiar?

—Ya sabes que sí, Dani. ¿Por qué me preguntas esto?

—Entonces tu mujer vivirá —le aseguré con firmeza.

 

La primera fase del plan consistía en evitar que Marta cogiera el coche o, al menos, retrasar su salida lo máximo posible. De eso me encargaría yo. Mientras tanto, Doc debía hacer otra cosa.

—Escucha, Doc —le pedí—. ¿Podrías escribir en un folio el diseño de la máquina?

Doc me miró en silencio y asintió con la cabeza. Le noté nervioso, pero en sus ojos podía adivinar un brillo parecido a la esperanza. Me imaginé que yo también estaría así de estar en su situación. Con la posibilidad de salvar a un ser querido muerto años atrás.

—Pues consigue unos folios y empieza a hacerlo —miré mi reloj—. Son las nueve menos veinte. Tenemos algo más de una hora.

—¿Tú qué vas a hacer? —me preguntó.

—Voy a impedir que tu mujer muera. Mejor que lo haga yo —me apresuré a decir cuando noté que iba a replicar—. No creo que sea muy buena idea que os veáis. Además, aparte de dibujar el diseño de la máquina tienes que hacer otra cosa.

—¿De qué se trata?

En ese momento me incliné sobre él y le conté mi plan.

 

Doc acababa de perderse tras una esquina, en busca de algún sitio donde comprar folios, y yo me acerqué con paso decidido hasta el Subaru rojo que sería la tumba de Marta. Miré a mi alrededor para comprobar que nadie me veía y entonces me agaché y saqué con disimulo la navaja que un momento antes tenía mi amigo en la mano.

La idea de Doc no era mala. Si le rajaba las ruedas, Marta tendría que coger un autobús o un taxi y no moriría. Sin embargo, me daba miedo que me descubrieran. Si alguien llamaba a la policía, podría verme en un buen problema. Y más teniendo en cuenta que era un viajero del futuro.

Me incliné hacia delante e impulsé mi brazo y, con él, la navaja. Pero el sonido de la puerta de la casa al abrirse me hizo detenerme.

—¿Busca algo? —me preguntó una voz.

Yo hice una mueca de fastidio con la boca e, intentando pasar inadvertido, volví a guardar la navaja en el bolsillo.

—Eh, sí —mentí al tiempo que me levantaba y miraba a la mujer por encima del capó del coche—. Se me ha caído un anillo.

Ella rodeó el vehículo y se acercó a mí. Entonces pude verla mejor. Su cabello rubio caía en hermosos tirabuzones sobre sus hombros y, aunque ya no era joven, sus rasgos seguían teniendo una belleza cautivadora. Doc fue un hombre afortunado de tener a alguien como ella a su lado.

Por suerte, yo no había conocido a Marta en vida, así que no tenía ningún tipo de miedo a que me reconociera y podía actuar con total normalidad.

Ella me miró, sonrió y abrió la puerta del coche.

—Tal vez, si muevo el coche, puedas encontrarlo —se ofreció.

Yo respiré hondo. La mentira había colado. Ahora solo tenía que seguir el juego.

—¡Claro! Me haría un gran favor.

Cuando Marta hubo adelantado un poco el coche me agaché y fingí  buscar algo en el suelo. Ella se apeó y se unió a mí.

—¿Lo encuentras? —me preguntó mientras escrutaba el suelo.

Yo tuve que reprimir una sonrisa. Estábamos los dos buscando un anillo imaginario en el suelo. Visto desde otra perspectiva, debíamos parecer dos gilipollas.

—No — negué con la cabeza—. A lo mejor ni se me ha caído aquí.

—¡Vaya! —exclamó ella de pronto—. Las nueve y cinco. Lo siento, pero tengo que irme —se disculpó mientras volvía a caminar hacia su coche—. Espero que encuentres ese anillo.

—Sí, muchas gracias. Que tenga un buen día.

Pensé por un momento en entretenerla un poco más, pero cinco minutos ya era suficiente. Ella pasaría cinco minutos más tarde por el lugar por el que lo haría el borracho, y no le pasaría nada. O al menos eso esperaba yo. Era mejor no tentar a la suerte y dejarla marchar.

Fingí que seguía buscando hasta que vi que el coche se perdía tras una esquina. Luego respiré hondo y cerré los ojos. ¡Lo había logrado! La había entretenido el tiempo suficiente para salvarle la vida. No de la manera que había pensado, pero serviría.

Ahora debía llevar a cabo la segunda parte del plan, y para ello tenía que acudir al lugar donde había quedado con Doc antes de que se fuera, para que me entregara los diseños de la máquina.

Me dirigí hacia allí con paso tranquilo. Eran las nueve y diez, y esta parte del plan se podía hacer sin demasiada prisa. Además, Doc aún tardaría un poco en dibujar los planos.

Es curioso, pero en ese momento me entró miedo. Mientras caminaba entre la gente, que iba de un lado a otro, me fijaba en sus rostros, temiendo reconocer a alguien. ¿Y si no salía bien? ¿Y si Doc y yo nos teníamos que quedar en ese tiempo para siempre? Habíamos logrado salvar a Marta, pero aún no nos habíamos salvado nosotros.

Llegué al lugar a eso de las nueve y media. Era un bonito parque cercano a la universidad en el que los estudiantes pasaban los ratos libres. Doc ya me estaba esperando, sentado en un banco, con un pequeño montoncito de folios en la mano.

—¿Lo tienes? —le pregunté yendo al grano.

Por toda respuesta, él alargó la mano y me dio el fajo de papeles.

—¿Se ha ido? —quiso saber él con la mirada entristecida.

Yo sonreí para tratar de darle algo de ánimos.

—No te preocupes. Ha salido cinco minutos más tarde. Hoy no se encontrara con ese hijo de puta.

—Gracias —fue lo único que mi amigo acertó a decir.

Yo volví a sonreír.

—Me voy —le anuncié—. En quince o veinte minutos estaré aquí.

—Yo también.

—Estupendo —asentí mientras comenzaba a caminar hacia la universidad.

Estaba deseando salir de aquél año, de aquél día, y volver a mi tiempo real, al lugar del que procedía. Aún quedaban muchas cosas por hacer. Y esta parte del plan era, quizás la más arriesgada. A partir de ese momento, sólo había incertidumbre. No sabíamos lo que podría pasar. Quizás lo que pensábamos no era cierto. Si nos equivocábamos fracasaríamos. Y eso me atenazaba el corazón. Quedarme para siempre allí…

Meneé la cabeza. Eso era algo en lo que no me apetecía pensar. Ahora debía pensar en lo más próximo, que era cumplir mi parte del plan. Aceleré el paso, impelido por la necesidad de terminar lo antes posible.

Cuando llegué a la universidad, la primera clase había acabado ya, por lo que deduje que el Doc del pasado ya debería estar en su despacho, esperando a la siguiente. Subí las escaleras con cuidado, pues los pasillos estaban abarrotados de gente y no quería cruzarme con alguien conocido. Al fin y al cabo, sólo eran siete años. Era mejor no arriesgarse.

La puerta del despacho estaba cerrada y, cuando llegué a ella, me permití un momento para relajarme. Respiré hondo, moví los brazos como si estuviera calentando para un partido de futbol y golpeé la puerta con los nudillos. Nadie contestó. Esperé un momento, mientras intentaba tranquilizarme, antes de llamar otra vez. Pero en esa ocasión la puerta se abrió sola, impulsada por mis golpes. Entré en la habitación deslumbrándome por la luz que había en ella. Las persianas estaba subidas y la luz del sol se derramaba a través de ellas, iluminándolo todo.

Doc no estaba allí y yo me interné en el despacho sin saber demasiado bien qué hacer. Desposité el montoncito de folios en la mesa con aire distraído. ¿Qué hacía ahora? ¿Debía esperar a que Doc viniera? ¿O tal vez era mejor dejar el diseño de la máquina sobre la mesa y rezar para que mi amigo le presatara el más minimo de atención?

Tuve suerte entonces. Una voz habló detrás de mi:

—¿Puedo ayudarte en algo?

Cuando me giré, sobresaltado, me encontré con Doc en la puerta. Su cara era la misma que siete años después. Sólo le faltaban algunas arrugas en el rostro y el cabello estaba más oscuro. Por lo demás, era prácticamente la misma persona.

—A decir verdad soy yo quien viene a ayudarte a ti —le contesté armándome de valor.

Doc me miró con estupefacción y dio un paso al frente para entrar en la habitación.

—¿Qué quieres decir?

—Encima de la mesa te he dejado algunos folios que quizás te interesen.

Él frunció el entrecejo y caminó hacia la mesa para coger los papeles, pero yo se lo impedí poniendo la palma de mi mano sobre ellos.

—Antes de verlo debes prometerme algo —le pedí bajo su mirada de extrañeza y curiosidad—. No se lo digas a nadie. No se lo enseñes a nadie. Muchas cosas dependen de esto. Por favor —añadí.

Doc me miró con gesto grave y yo le devolví la mirada más seria que pude. Luego miró los folios y volvió a mirarme a mi. Debió ver preocupación en mis ojos y me creyó porque, en ese mismo momento, asintió con la cabeza. Yo aparté la mano del diseño y desvié la mirada hacia la puerta.

—Ahora debo irme —le anuncié mientras caminaba hacia la puerta—. Recuerda, no se lo digas a nadie.

Dicho esto, me giré y caminé hacia la puerta. Debía cortar cuanto antes esta conversación. No debía tentar a la suerte. A mi espalda escuché como Doc cogía el fajo de folios y se sentaba en su sillón.

 

Apenas diez minutos después estaba en el parque. Doc ya me esperaba allí, sentado en el banco, con las piernas estiradas, descansando de un duro día. Cuando estuve frente a él se levantó nervioso.

—¿Qué has hecho?

Por supuesto, yo no lo he había dicho nada de lo que iba a hacer. Ni lo hice tampoco en aquél momento. Eso era algo que debía mantener en secreto. Imaginaba que tendría cierta idea de que habría hecho en la universidad. Al fin y al cabo, él había dibujado el diseño de la máquina y no sería difícil deducir mis pasos. Sin embargo, era mejor guardar silencio. Por si las moscas.

—Muchas cosas —le contesté simplemente—. ¿Tú has hecho lo tuyo?

Él movió la cabeza en un gesto afirmativo. Me di cuenta de que sus ojos estaban rojos e irritados de llorar. Deseé que todo hubiera salido bien. Sin embargo, solo había una manera de saberlo.

—Entonces será mejor que nos vayamos —dije.

Doc mantuvo la mirada y volvió a asentir mientras yo me sentaba junto a él. Había llegado el momento de volver a casa. Yo meneé la cabeza y, sin decir una palabra más, pulsé el botón de la luz.

Era la cuarta vez que mi cuerpo se desintegraba y ya estaba acostumbrándome. Pero eso no quitaba que sintiera cierto alivio cuando mi cuerpo volvió a unirse y aparecí, de nuevo, en el despacho de Doc. Todo volvía a la normalidad. El calendario del techo volvía a indicar el dos de marzo de dos mil diez y las persianas estaban todas bajadas oscureciendo por completo la habitación.

Doc apareció a mi lado y, de pronto, cayó al suelo, presa de violentos temblores. Asustado, le agarré para que no se golpeara con la pared, que estaba peligrosamente cerca.

Algo había salido mal. Mi conversación con el Doc del pasado debía haber cambiado algo. Mi profesor temblaba de pies a cabeza, entre mis brazos, mientras yo intentaba reanimarle sin éxito. De pronto, los temblores cesaron y yo sentí que un gran peso caía sobre mí. El cuerpo inmóvil de Doc descansaba sobre mis brazos, así que aproveché y lo llevé hasta el sillón. Una vez estuvo sentado, aguanté la respiración esperando que reaccionara, que dijera algo.

Y entonces abrió los ojos y me miró sin expresión.

—Te recuerdo —dijo bajo mi mirada extrañada—. Entré en el despacho y tú estabas frente a la mesa. Me diste unos folios.

Entonces comprendí. Al modificar el pasado, su cerebro había realizado algunos reajustes. Todos esos recuerdos que antes no tenía habían salido ahora a flote. Por eso recordaba mi visita a su despacho cuando le di el diseño de la máquina. Supuse que, si todo había salido bien, también recordaría ocho años con su esposa.

—Gracias a esos folios —continuó— pude construir la máquina.

Yo dirigí la mirada hacia la otra punta de la habitación, donde debía estar la máquina… pero no estaba allí. Alarmado, paseé la mirada por la habitación y me di cuenta de que había cambiado. Todo estaba mucho más ordenado. Las persianas, que un momento antes se me habían antojado cerradas, estaban solo a medio bajar. Y, además, tenía una habitación más.

Doc se levantó, tembloroso, y caminó hacia la puerta de la nueva habitación. Lo hizo a duras penas. Tenía que apoyarse en las paredes y los muebles para no caer. Yo le seguí desde atrás, atento a cualquier movimiento en falso, por si tenía que agarrarle. Pero no fue así, y ambos llegamos sin problemas a nuestro destino.

Cuando Doc abrió la puerta nos atacó un olor a humedad y a cerrado. La habitación estaba oscura y vacía. Sólo la máquina del tiempo reposaba en el centro, cubierta de polvo y telarañas. Estaba distinta de cómo yo la recordaba. El ordenador con el que estaba construida era más antiguo.

Ambos entramos en la habitación y caminamos alrededor de la máquina. La parte del plan que Doc debía llevar a cabo había sido realizada con éxito. La mejor prueba era la existencia de la máquina.

—Lo hiciste ¿verdad, Doc? —quise asegurarme.

—Viaje un día en el futuro —me explicó él con una sonrisa en los labios—. Miré el número de la lotería que tocaría al día siguiente, compré el billete y lo metí entre los folios del diseño.

—¿Y qué más recuerdas?

—Marta —susurró él—. Tengo cientos de recuerdos con Marta. Recuerdos que antes no tenía. Ocho años de recuerdos.

De pronto se giró para salir de la habitación. Lo noté nervioso y esperanzado al mismo tiempo.

—¡Va a venir! —exclamó mientras volvía al despacho y comenzaba a ordenar la mesa y a abrir del todo las persianas para que la luz entrara a raudales.

—¿Quién va a venir?

—¡Marta! He quedado con ella para desayunar. ¡Va a venir!

Entonces, alguien golpeó la puerta. Doc se detuvo de repente y me miró con los ojos muy abiertos. Respiró hondo y pude ver una lagrima recorrer su rostro. Yo sólo pude sonreír y decirle con un movimiento de cabeza que abriera la puerta, que dejara entrar de nuevo en su vida a su amor.

Y él lo hizo. Atravesó la habitación con paso decidido y abrió la puerta. Allí estaba Marta. Mayor, con algunas arrugas más en su rostro, pero era ella. Habíamos logrado salvarla. Yo sentí que un peso se me quitaba de encima. Ver a Marta allí era como si el cielo se abriera ante mí.

Doc se abalanzó sobre ella y, literalmente, se la comió a besos.

—¡Ey! —exclamó ella entre risas—. ¿Qué te pasa?

—Hace demasiado tiempo que no te veo —contestó él sin dejar de mirarla a los ojos—. Ven aquí —dijo al tiempo que la cogía de la mano y la guiaba hasta el centro de la habitación—. Este es David —me presentó—. David, esta es Marta.

—Encantada —dijo mientras me daba la mano. Entonces me miró con atención, como si se acordara de algo—. Me suena tu cara. ¿Nos hemos visto antes?

Yo sonreí sabiendo por qué lo decía. Ella y yo nos conocimos hace un rato. ¿O fue hace siete años?

—Lo dudo mucho —contesté.

Doc había sacado algo de un cajón de su mesa y me lo tendió. Era un fajo de folios amarillentos.

—Toma. ¿Me harías el favor de deshacerte de esto?

Yo sonreí comprendiendo y cogí el montoncito de papeles. Era el diseño de la máquina del tiempo.

—Bueno, he de irme —anuncié.

Quería dejar a Doc disfrutar de su mujer recién recuperada. Tenía los recuerdos, pero no los había vivido.

—Gracias, David —dijo Doc antes de que saliera de la habitación.

—No ha sido nada, amigo.

—Acabaré con ello pronto.

Hablaba de destruir la máquina. Desde luego, era lo mejor, visto lo visto.

—Será lo mejor —asentí—. Que no se te eche el tiempo encima.             

Cuando salí por fin de la habitación y caminaba entre los pasillos de la universidad, me asaltó una duda. ¿Quién demonios había inventado la máquina del tiempo? El Doc de 1998 no había sido porque el diseño se lo di yo, pero el Doc actual no existía aún, así que él tampoco. Pensando en estas cosas dejé atrás la facultad y me dispuse a pasar un día tranquilo, sin clases, sin estudios, sin mujeres que resucitar…