ZOMBIPALABRA

(Relato escrito en colaboración con Alejandro Serrano)

 

Se le acababa de caer la oreja que le quedaba. Un momento antes estaba ahí y, de repente, la notó deslizarse por el cuello de su camisa hasta caer al suelo y perderse bajo una mesa. Christiano Pútrido se agachó y se colocó a cuatro patas con todo el dolor de sus debilitados huesos. Deslizó la mano bajo la mesa dejando tras de sí algún que otro trozo de carne. «Mierda», pensó. Se le estaba cayendo la piel a cachos. Necesitaba comer. Y lo necesitaba ya.

Desde la habitación contigua se escuchó el rumor de la muchedumbre. «Ellos también tienen hambre». Normal. Hacía dos meses que los zombis de esa ciudad habían acabado con el último humano. No quedaba nada que comer. Christiano se moría por un buen muslo humano a la brasa. Se relamió los labios putrefactos. También se le habían caído un par de dientes. Por más que había intentado ponerlos de nuevo en su sitio, no hubo manera. Entonces se sintió estúpido. Si era así con sus dientes ¿por qué con su oreja iba a ser distinto?

Se levantó, desistiendo de buscar su apéndice. El único problema era que ya no tenía donde ponerse el pinganillo. ¿Cómo le dirían los directivos de Telezombi lo que tenía que decir? Suspiró. Eso de ser un zombi era un peñazo. Echaba de menos ser humano. ¡Entonces sí que vivía bien! Podía comer todos los días, sin miedo a que se acabara el alimento y, además, tenía donde enganchar las gafas. Algo muy importante en su vida anterior. Odiaba el sol. Ahora le daba igual. Su mente sólo pensaba en cerebros. ¿Qué más le daba el sol?

Miró el reloj de pared. Quedaba cinco minutos para que comenzara el programa y unos diez metros le separaban de la puerta que daba al plató. Chasqueó la lengua, dejando que se escapara entre sus labios un poco de saliva mezclada con sangre. Se le había hecho tarde. Ahora que era un zombi tardaba una eternidad en recorrer esos diez metros.

Con un suspiro comenzó a arrastrar los pies por el suelo, mientras emitía un extraño sonido con la boca, una especie de gemido raro que, incluso a él, le ponía los pelos de punta. ¿Por qué demonios sentía la necesidad de actuar así cada vez que andaba? Debía ser algo intrínseco en los zombis, porque había observado que el resto de sus compañeros también lo hacían. Tal vez si unos humanos los vieran haciendo eso resultara aterrador, pero visto desde dentro era algo más bien ridículo.

El jingle del programa ya comenzaba a sonar cuando llegó a la puerta. Intentó acelerar el paso, pero fue inútil. Los zombis solo podían caminar a una velocidad. Ni más rápido, ni más lento. Y eso le jodía mucho. Al fin llegó al plató.

El público alzó las manos, emitiendo de nuevo ese estúpido sonido. Algo así como: «Eeehhhh», pero con un toque más asqueroso. En primera fila vio como uno de los presentes se agachaba de pronto buscando algo. Con la emoción había levantado los brazos demasiado rápido y uno de ellos había caído al suelo. Christiano se sintió afortunado. Al menos él tenía sus extremidades intactas. Eso sí, cierto aparato que había entre sus piernas se le cayó la noche anterior, mientras intentaba llegar al cajón donde guardaba los últimos víveres que le quedaban. Daba igual, ya no necesitaba a Christianito. Había muchas zombis guarronas, pero su mazapán era un poco desagradable de ver. Y más de usar.

Al fin, la canción de inicio del programa llegó a su fin, y Christiano se acercó penosamente al atril, donde esperaban los folios en los que estaba escrito todo aquello que debía decir. No sabía por qué, pero el extraño y ridículo gemido solo se daba cuando andaban. Si estaban quietos, los zombis podían hablar con normalidad. Bueno, más o menos. Su voz era un tanto esperpéntica, y lenta de cojones.

Pútrido levantó una mano descompuesta a modo de saludo y esperó a que los aullidos del público terminaran.

—¡Bienvenidos a Zombiepalabra! —comenzó como siempre, arrastrando la voz con ese tono gutural que se había adueñado de su garganta y que tan poco le gustaba. La concurrencia estalló de nuevo en vítores. Si se podía llamar así a aquella amalgama de sonidos descontrolados—. Hoy tenemos con nosotros cuatro invitados de lujo. ¡Con el equipo rojo, Yola Zombical y Jesulín de Zombique!

En el atril de en frente, de color rojo como la sangre, se levantaron dos figuras que contestaron al rugido del público. Una de ellas, vestida con un traje de torero, hizo una extraña pose que parecía querer imitar un pase de toreo. El problema vino cuando, con el movimiento, un ojo salió despedido hacia la audiencia. Los zombis allí reunidos no dudaron en lanzarse al suelo para echarle el guante.

La otra figura, una mujer con unos pechos enormes, aunque algo deformados por aquello de ser una zombi, saludó meneando tristemente la mano, al tiempo que sonreía con unos labios que parecían haber reventado. Un ojo le colgaba de la cuenca y se balanceaba de un lado a otro mientras ella sacudía su inmundo cuerpo, en un intento inútil de recordar su vida pasada.

—¡Y con el equipo Negro —continuó Christiano—, Belén Zombieban y Coto Matazombies!

Un pedazo de zombi, enorme y calvo se levantó y emitió un rugido ensordecedor que se unió al del público. Le faltaba la mitad de la cabeza y, del hueco, surgía un hilillo gris que colgaba frente a sus ojos. Christiano supuso que quizás era el cerebro. No parecía tener mucho material ahí.

El otro zombi, una mujer rubia, a la que se le había caído la nariz, ni siquiera se levantó. Solo alzó un dedo haciendo un corte de mangas a Jesulín de Zombique, mientras murmuraba algo sobre un pollo.

—¡Y acompañando a nuestros VIPS —Christiano se volvió a dos zombis que esperaban pacientes, sentados entre los famosos, babeando y arrastrándose sobre la mesa—, Pepa y Manolo!

La gente volvió a rugir y los dos zombis anónimos saludaron con timidez a la concurrencia.

—Bueno, pues sin más presentaciones vamos a pasar a la primera prueba de hoy. ¡El Putrerosco!

Todos esperaron a que terminara la cortinilla que debía estar saliendo por televisión y, automáticamente miraron, muy atentos, las pantallas que tenían en un hueco de sus respectivas mesas.

—Ya sabéis todos como va esta prueba. Así que empecemos. Con la “a”: Alimento que se toma al mediodía o a primeras horas de la tarde.

—¡Antebrazo! —gritó Coto Matazombies, al tiempo que expulsaba de su boca un liquido verde que por poco salpica a Christiano.

—¡Correcto! Con la “b”: jugo amarillento que segrega el hígado de los vertebrados, importante en el proceso de digestión.

—¡Bebida! —esta vez fue Yola Zombical la que contestó dando un salto que hizo que sus pechos botaran descontrolados.

—¡Correcto! Con la “c” —el presentador iba a continuar, pero se interrumpió al ver que un zombi de los de organización se acercaba, arrastrando los pies, hacia su atril.

Pútrido esperó con paciencia, ya que vio que su compañero tenía una nota en la mano y supuso que era algo para él. Como no se podía colgar el pinganillo porque se le había caído la oreja…

Cuando al fin, el zombi de organización llegó a él y le entregó el papel, Christiano miró a su público, pidiendo un momento de silencio, mientras leía la nota. Cuando lo hizo, su boca comenzó a segregar saliva. El hambre volvía. ¡Y en qué momento! Era una noticia de última hora, algo que no podía esperar al Telediario Muerto de las tres. Los zombis de la ciudad debían ser informados ya, en ese preciso instante.

—¡Amigos! —dijo Pútrido mientras paseaba la mirada por todos los asistentes. Por un momento el silencio se había apoderado del plató. Todos miraban al presentador con sus rostros desencajados y desfigurados. Sólo el sonido de alguna extremidad al caer al suelo rompía esa quietud—. Debemos interrumpir Zombiepalabra, pues ha sucedido algo. Por suerte es una buena noticia —respiró hondo y, sin querer, se tragó una flema—. Un grupo de refugiados humanos ha aparecido en la Calle Principal de la ciudad. Debemos…

Pero no pudo continuar. El caos se apoderó del plató. Todos los asistentes se levantaron de improviso y se dirigieron, a toda la velocidad que fueron capaces, hacia la salida. Correr no corrieron, pero el gemido desagradable sí que inundó el lugar. «Ehhhh», sonaba.

Christiano no se quedó atrás y comenzó a arrastrar los pies. Para su desgracia, él era el que más lejos estaba de la salida y, teniendo en cuenta, que todos iban, más o menos, a la misma velocidad, se quedaría atrás. La única esperanza que tenía, era que algunos de los zombies, cayeran o tropezaran con las “prisas”.

Impulsado por el hambre, se obligó a arrastrar un pie delante de otro. Coto Matazombies, apareció de pronto frente a él y Pútrido aprovechó para morderle el cuello y arrancarle un poco de carne para retrasarle. Uno menos. Sólo quedaban doscientos.

El camino fue lento de narices. Cada vez que tenía que andar, Christiano lo pasaba realmente mal. Odiaba tardar media hora en hacer un camino que, antes de ser zombi, hacía en dos minutos. Pero las cosas estaban así y poco podía hacer. Lo único que le quedaba era caminar a dos por hora y emitir ese sonido: «Ehhhh».

El gemido de cientos de zombis resonó entre las calles de la ciudad, mientras los pies se arrastraban. Parecía que estuvieran barriendo. Pútrido suspiró, cansado. Podía parecer que no, pero andar de esa manera durante tanto tiempo era algo agotador. A un lado de la calle vio algo que le dio una idea. No entendía como era el único al que se le había ocurrido. Supuso que, al ser el flamante presentador de Zombipalabra, aún quedaba algo de humanidad en su ser.

Fuera como fuese, ninguno de los demás zombis se acercó a la boca de metro que Christiano había visto. Todos estaban tan cegados por el hambre, que habían pasado por alto la posibilidad de viajar más rápido y más cómodos. El presentador echó una mirada al tunel. «Genial», pensó. «Escaleras». No había caído en los escalones que bajaban hacia las entrañas de la ciudad. Con esa maldita manera de andar a la que estaban condenados los zombis, bajar unas tristes escaleras podía llegar a ser algo realmente complicado. Sus pasos eran cortos y no podían separar demasiado los pies del suelo. Sin duda, tropezaría y caería. ¡Y quien sabe cuántos trozos de de su cuerpo quedarían por el camino!

Miró hacia atrás, calculando el tiempo que les quedaba a sus compañeros para llegar a la Calle Principal. No les faltaba mucho. Él ya se había quedado rezagado así que, cuando quisiera llegar, los demás ya habrían saciado su apetito y no quedaría nada para él. Así que, impulsado por el hambre, se arrodilló lentamente; apoyó las manos en el suelo y se dejó caer hasta quedar tumbado. No sabía si era la mejor manera de hacerlo, pero sí era la única que se le ocurría.

Comenzó a sacudirse hacia los lados para conseguir impulso y, por fin, bajó un escalón. Cayó de espaldas y, con el golpe, notó como el dedo gordo del pie derecho se desprendía y jugueteaba en el interior de su zapato. «Estupendo. Ahora tengo una china». Más balanceo y otra caída. Esta vez  boca abajo. Su nariz se aplastó contra el escalón. «Cuando termine esto pareceré Michael Jackson».

Dieciséis escalones más tarde, Pútrido volvió a levantarse. Se miró a sí mismo en un cristal. Tampoco había acabado tan mal. Su cara estaba un poco más abollada y su brazo derecho algo dislocado. Además de su nariz, que parecía un huevo frito. Era más de lo que podía pedir. Después de quitarse el zapato y hurgar en él, para encontrar el dedo que se le había caído y tirarlo a un cubo de basura para reciclar, Christian siguió su camino.

Tuvo suerte. No había nadie en la estación y el metro llegó nada más entrar él en el andén. El conductor del tren lo saludó con el movimiento de una cabeza destrozada cuando el primer compartimento pasó junto a él. Eso era lo bueno de ser el presentador del programa con más audiencia de Telezombie. Todos le conocían.

Consiguió entrar por poco en el metro. El hueco que había entre el tren y el andén había resultado ser más ancho de lo que creía. Y en su estado, un salto no era algo viable. Podía haberse quedado atrapado y ese habría sido su fin. Por eso los zombis de la ciudad nunca cogía el metro. Sabían que entraban, pero nunca sabían si volverían a salir.

El viaje fue tranquilo. Algo que agradecieron los entumecidos y resecos músculos de Pútrido. Se apoyó de mala manera contra un cristal, pues se negaba a sentarse. Solo eran dos paradas y con la poquita movilidad de que gozaba, llegaría a su destino antes de conseguir posar su descolgado culo en el asiento.

Cuando las puertas del metro volvieron a abrirse se encontró de nuevo con el mismo problema. El hueco. ¡El maldito hueco! Pero gracias a Dios, o a lo que fuera que él tuviera que rezar, no tuvo problemas. Algo que sí que encontró a la hora de atravesar, con una lentitud que le ponía de los nervios, el vestíbulo de la estación. De nuevo las escaleras. Y esta vez tenía que subir. No podía tirarse al suelo y dejarse caer.

Chasqueó la lengua. Estaba tan cegado por el hambre que no había caído en que tenía que subir de nuevo lo que había bajado. Paseó la mirada a su alrededor y la chispa de humanidad que le quedaba hizo su trabajo. «Bien podía haberlo hecho hace cinco minutos», se le ocurrió. Porque justo frente a él había un ascensor que subía. Y, claro, también bajaba. Si su humanidad hubiera trabajado bien, se habría ahorrado lo del dedo del pie.

Sin pensarlo dos veces, entró en el ascensor y pulsó el botón. La máquina subió bastante más rápido de lo que lo habría hecho él. Y al fin, salió a la luz del sol. Nada más poner el pie en la Calle principal vio a lo lejos el ejército de zombis que se acercaban allí. Todos caminando, patéticos, con su arrastrar de pies y su «ehhhhh». Pútrido sonrió mientras se giraba para observar a los humanos que serían su alimento. Debían estar ahí, debían…

El alma de Christiano se le cayó a los pies. Si es que lo que él tenía era alma.

A lo largo de la calle y a cada lado de la carretera, Pútrido vio una serie de tenderetes y puestos de compraventa. Los zombis que estaban allí cuando llegó el grupo de refugiados fueron rápidos. Atacaron a los humanos, los cortaron en trocitos y montaron su mercadillo.

Sin saber muy bien qué hacer volvió a mirar a sus compañeros, que seguían acercándose en silencio, esta vez más cerca. Lo de los puestos de venta había sido un intrigante cambio de rumbo. Desde luego a él no se le habría ocurrido. Parecía que no por ser el flamante presentador de Zombipalabra sería el más inteligente. Una buena cura de humildad zombi.

Con la sorpresa se había quedado quieto, inmóvil, y el resto de los zombis que llegaron muertos de hambre, le adelantaron y se internaron en el mercadillo. Él no pudo hacer otra cosa que seguirles.

«Ehhhhh».

Caminó entre los puestos y vio que, en cada uno de ellos, había carteles con diversas ofertas. «Se cambian 250 gramos de hígado humano por tobillo derecho», leyó en uno de ellos. Los vendedores estaban haciendo trueques por los trozos de cuerpo que le faltaban. Aquí y allá veía a diversos individuos arrancándose un brazo o un ojo y cambiándolo por algo de carne que llevarse a la boca. Todo el mundo allí se había vuelto loco. Unos aullaban y otros gemían.

«Ehhhhh».

—¡Cerebro humano, oigan! —gritaba, tras uno de los puestos, uno que tenía media cabeza partida por la mitad—. ¡Sólo por una cabellera zombi, oigan!

Christiano siguió caminando, lentamente, con tranquilidad. Él no tenía nada que cambiar. Se había convertido en un zombi, pero parte de su humanidad aún seguía intacta. O eso creía él. Les tenía demasiado aprecio a sus piernas y a sus brazos como para cambiarlas. Ya había perdido las orejas, algunos dientes y el dedo gordo del pié derecho. Lo demás que tuviera que perder, lo haría por obra de la propia naturaleza.

Entonces tuvo una idea. Quizás pudiera apelar a ese pequeño resquicio de humanidad que le quedaba. Paseó la mirada por entre los zombis que le rodeaban y que seguían desmembrándose para poder comer. Él sería más inteligente. Más aún que los creadores de ese putrefacto mercado. No en vano, era el flamante presentador de Zombipalabra.  Buscaría la manera de sobrevivir sin renunciar a ninguna parte de su cuerpo.

Encontró su objetivo a unos veinte metros de distancia. Suspiró fastidiado. ¡Qué lejos! Sin perder un momento, comenzó a caminar. Pasó junto a un zombi que estaba arrancándose de cuajo una pierna entera y cambiándola por una lengua humana y, al fin, llegó frente a la puerta del local.

Sin hacer caso a su alrededor entró y caminó entre los estantes. «Ehhhhh», gemía, asqueado de sí mismo. Estaba harto ya de hacer ese sonido. ¿Por qué demonios tenía que hacerlo? Se paró frente a un mueble. Allí estaban. Sin pensarlo un momento, Christiano Pútrido alargó una mano, cogió el objeto que tenía frente a él y se lo metió en la boca. Lo masticó, hizo un gesto de asco con la cara y pensó:

«Jodidas coliflores. Parecen cerebros, pero que malas que están».