XVIII. DON BASILIO SE DESPIDE
Hay una columna con la fecha de aquella noche, y sobre ella se sustenta el edificio de todo lo que vino luego.
A la mañana siguiente, a pesar de que no había dormido ni tres horas, me notaba capaz de acrobacias mentales arriesgadas, y tan a gusto conmigo misma y con el mundo en general que me debía salir a la cara, porque se dio cuenta Magda en cuanto llegó y me vio sentada en las escaleras del archivo, esperando a que abrieran. Se extrañó de que hubiera madrugado tanto. Pero sobre todo del aspecto tan joven que tenía, mirándome de lejos había llegado a dudar incluso de que fuera yo —dijo, mientras me inspeccionaba detalladamente como buscando alguna causa visible de aquella transformación.
—¿Te has cortado el pelo?
—¿El pelo? No.
—Pues pareces otra, chica. No sé, algo te ha pasado.
—Bueno, anoche hice las paces con una amiga. Pensándolo bien, ha sido una especie de limpieza de cutis, sí.
—Ya decía yo. Después de todo, el alma y el cuerpo viven separados por un tabique, y lo mejor es que se llevan como buenos vecinos.
Le había salido un leve tonillo de catequesis al rematar la frase.
—Otras veces andan a la greña —dije—, hay que contar con eso. Pero en lo que no estoy de acuerdo es en lo del tabique. Yo los veo en la misma habitación. Y desde luego se acuestan juntos.
Magda sonrió un poco forzadamente. Tal vez sus creencias religiosas le impedían aceptar sin escrúpulos aquella metáfora tan atrevida.
—¡Qué cosas se te ocurren, mujer! Oye —indagó curiosa—, ¿y estabais muy enfadadas tu amiga y tú?
—Propiamente enfadadas no. Un malentendido. Pero con bastantes ramificaciones. Otro día te lo cuento.
—¿De verdad? ¡Qué bien! Me he pasado la noche pensando en tu marido. En buen plan, entiéndelo —añadió ruborizándose un poco—. Quiero decir que me encanta cómo cuentas las cosas. Todo aquello de tu borrachera. De verdad, oye, parecía una novela.
—Ya, es que en cuanto te pones a atar cabos, cada uno tenemos nuestra propia novela enquistada por ahí dentro. Hasta que no se la cuentas a otro no lo sabes. En eso consiste.
—No, perdona, también hay que tener arte —dijo Magda—. Yo ahora estoy leyendo una novela que, si te vas a fijar, son los experimentos de un entomólogo en la época victoriana, y algo de amor también, pero poco, mayormente trata de la vida de los insectos, y ya ves tú, me da pena que se acabe por lo bien que lo va explicando todo. Es una mujer la autora, no me acuerdo cómo se llama, pero vive. Ya te digo, de esos libros que no se te caen de la mano, Ángeles e insectos sería la traducción del título. Lees inglés, ¿no?
—Sí.
—Pues en cuanto la acabe, te la paso, la compré estas navidades en Londres, me la recomendó una amiga.
No dejé que se enrollara mucho más, bastante tenía yo con las novelas que últimamente me salían por todas partes al encuentro como para meterme a seguir las peripecias de un naturalista inglés que describe la vida de los insectos. Hice un gesto de stop con la mano. ¿Por qué no lo dejábamos para otro día?
—Cuando un cajón se llena hasta los topes, te pongas como te pongas, allí no caben más cosas, Magda, y las maletas igual, ni sentándose encima; que, por cierto, siempre quedan cosas que no sabes qué hacer con ellas. A esa amiga y a mí nos pasó anoche, se marcha a Santander, ya te lo contaré. Y tú me cuentas lo del naturalista, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —sonrió—. Pero lo tuyo tiene más suspense. Se te nota en la cara.
Hubo bastante trabajo aquel día y fui capaz de atender a todo con eficacia y buen talante, aunque a ratos se me iba un poco el santo al cielo pensando en la novela de Rosario, reviviéndola a través de las palabras que por fin habían brotado de su pozo sombrío, menos mal, como cubos rebosantes de agua fresca. Y también unos cuantos saqué yo, no resultaba tan difícil copiar su maniobra, era cuestión de ponerse, qué maravilla. Chirriaba la roldana oxidada de nuestros pozos respectivos, tirábamos de la soga y venga a beber agua de los cubos aquellos que se quedaban vacíos a poco de aparecer en el brocal, porque las dos estábamos sedientas. Teníamos sed atrasada de Águeda Luengo, de verla reflejada en otros ojos.
Y fui entendiendo casi enseguida que su muerte había dejado a Rosario más desconcertada y excluida que a mí, era la suya una orfandad comparable a la de quien despierta en medio del desierto después de un espejismo prolongado. Yo espejismo, no. Que en mi madre no había una persona sino varias, lo sabía hacía mucho, y aunque no las conociera a todas, intuía que ninguna de ellas estaba dispuesta a dejarse vampirizar por amores exclusivos, éramos de la misma raza. Pero había algo además que nunca me podía robar nadie: mi infancia privilegiada. En la de Rosario, miserable e inhóspita, sin más recursos que los de la propia fantasía, se habían ido incubando, como dos fuerzas aliadas, la ambición de medro y la tendencia a dejarse deslumbrar por algo que ella jamás había tenido, que sólo había encontrado en la literatura.
Leía vorazmente desde niña todo lo que caía entre sus manos, influida en parte por su hermano Miguel, que fue seminarista y luego se salió, lo nombró muchas veces en su relato, Miguel que en paz descanse, el único de la familia que estimuló sus aficiones, un gran poeta. Pero ella lo que quería era pintar, escaparse de la sordidez del día a día por los colores. Se sentaba en el puerto a esperar que llegara la barca de su padre, aspiraba el olor del mar, miraba entornando las pestañas la puesta de sol, y era como ver dibujarse un puente entre su cuerpo encogido y otras regiones inexploradas que parecían llamarla, un puente frágil y también peligroso, lo sabía, pero se rebelaba ante la idea de permanecer eternamente quieta dentro de aquel conjunto como una mancha gris; algún día sería capaz de trasladar a un cuadro no sólo aquellos cambios tornasolados de luz sino los sentimientos opuestos que le inspiraba un brochazo fugaz de nácar coronando las nubes o un atisbo inesperado de tormenta.
Una simbiosis, por cierto, que sus frases conseguían captar con intensa precisión, pero que yo en sus cuadros nunca había visto latir. Pintaba con la boca más que con los pinceles —¿cómo no se daba cuenta?—, a años luz de distancia el resultado, se lo dije cuando ya había desaparecido por completo el bloqueo inicial entre nosotras y yo estaba borracha de su discurso oscilante entre el miedo y la esperanza, de oír cómo sacaba a colación, para ilustrarlo, tan pronto a un mozo de muías pintado por Giotto e inclinado a beber el agua que ha hecho brotar de una roca San Francisco, como un soneto de Juan de Arguijo que desde niña se sabía de memoria, «La tempestad y la calma». Viene en Las mil mejores poesías de la lengua castellana, y a mí siempre me había parecido más bien convencional, pero recitado por ella creaba a sus espaldas un decorado impresionante de mar embravecido, «crece su furia y la tormenta crece», mientras una nube negra ofusca los fulgores del rojo sol; Rosario cerraba los ojos con la cabeza apoyada en la pared y se alzaba su pecho en sacudidas, que luego se fueron aquietando al llegar a los tercetos finales:
Mas luego vi romperse el negro velo
disuelto en agua, y a su luz primera
restituirse alegre el claro día.
Y de nuevo esplendor orlado cielo
miré, y dije, ¡quién sabe si le espera
igual mudanza a la fortuna mía!
Y ahí ya no me pude contener y le dije: «Mira, mamá te hizo un flaco servicio animándote a que siguieras sus pasos, si es que lo hizo; tú no tienes que seguir los de nadie, cuando te sale el artista de todo el amasijo de calamidades que eres es cuando te pones a mirar el arte y la literatura desde tus ansias por escapar del infierno, de ahí es de donde sacas el poder de metáfora, transformas lo que dices en camino de luz para los otros, la gente en clase lo notaba, se quedaban sin saber qué decir, no ha pasado por ese departamento, te lo juro, una profesora como la de las gafitas. ¡Hazme caso, ponte a preparar unas oposiciones!, has nacido para eso y se acabó».
Rosario me escuchaba absorta y complacida, mi madre nunca se lo había aconsejado. «Tal vez porque no conocía tus dotes oratorias, ¿te expresabas con ella igual que haces conmigo?», y movió la cabeza negativamente, mirando para el suelo, pues no, la pasión ofusca, y la necesidad de que nos amen y de despertar admiración nos vuelve vulgares. Y añadió que hablar de la propia vida es muy difícil, que enseguida te das cuenta de que no estás arañando más que la cáscara de la cáscara.
Noté que estábamos bordeando un asunto tabú: el de sus relaciones con mi madre.
Ya una vez en el estudio de ella, adonde finalmente bajamos para que recogiera yo algunas ropas, joyas y papeles suyos, Rosario solamente comentó en un determinado momento lo difícil que era quererla, y yo me limité a contestar que ya lo sabía. Pero la niebla tras la que se oculta Águeda Luengo no me la despejó el testimonio de Rosario Tena ni tampoco, dos días más tarde, el del abuelo, si es que puede llamarse testimonio a aportaciones tan vacilantes. Ella sigue perfilándose a lo lejos como una esfinge entre la niebla, ésa es su condición, cosa del tarannà. «No nos conviene ser tan evidentes», me solía decir.
Remedios, que aquellos días estuvo subiendo mañana y tarde para dejar la casa en condiciones antes de que volviera Tomás, me estrechó un poco uno de los trajes que mejor le sentaban a mi madre, el de chaqueta azul de seda natural, se lo ponía mucho en verano. Era un arreglo de nada, dijo Remedios arrodillada y con la manga llena de alfileres, meter un par de centímetros en las pinzas de la cintura, por lo demás me quedaba pintado, «dese la vuelta, ¿ve?, ¿o lo quiere más corto?», «no, no, justo por ahí, rozando la rodilla», «no estaba gorda la señora, Dios la tenga en su gloria, debía ser un tipazo, igual hacía gimnasia», y le dije que sí, que hacía mucha gimnasia, y a Remedios, que se las daba de ojo de águila, le encantó haberlo adivinado. «A ver si me lo puede usted tener para mañana», «no se preocupe, lo meto a la máquina esta misma noche», y sonrió con gesto malicioso. Que se me notaba a la legua —dijo— que quería estar guapa para recibir a mi marido, ¿a que sí?, «pues naturalmente, hija —recalcó sin esperar respuesta—, hace usted más que bien, no todo van a ser penas».
Pero yo no estaba pensando en Tomás, sino en el abuelo, cuando me vi con aquel vestido puesto ni cuando, nada más volver del trabajo, abría el joyero con ranurita almohadillada donde ella guardaba sus broches, prendedores de pelo y sortijas, me los probaba sucesivamente y ensayaba peinados como aquel rematado por un moño medio deshecho que a ella tanto le favorecía. Me acercaba al espejo y me sentía a punto de pasar la prueba, ¿a qué estaba esperando? Pronunciaba despacio: «el secreto de la felicidad, padre, está en no insistir», no me salía nada mal.
Hasta que una tarde a las ocho, ya vestida, peinada y enjoyada, me dirigí decidida al teléfono y me di cuenta con enorme sorpresa de que ya estaba allí, al otro lado del hilo, aun antes de haber marcado ningún número, la voz requerida, aquella voz que mi fantasía asociaba con un color azul metálico.
—Oiga… Soy Ramiro Núñez… ¿Señorita Soler?
—Sí, soy yo. Pero ¡qué casualidad! Le iba a llamar en este mismo momento, estaba descolgando… Pura telepatía, ¿no?
Me extrañó la confianza y naturalidad con que era capaz de hablarle, me pasa siempre que me veo guapa, tenía un espejo enfrente. Pero enseguida me salí de mi imagen en un intento de precisar la suya apenas esbozada, ni siquiera sabía desde dónde me estaba llamando. «Es de los que se toman tiempo antes de decir las cosas», recordé. Pero su silencio me inquietaba.
—En fin, yo iba a telefonearle porque… ¿Recibió usted mi carta?
—Sí, sí, hace tres días.
—Pues bueno, ya ha visto que por mi parte no hay inconveniente. Si me da usted luz verde, ahora mismo estaba a punto de salir para visitar al abuelo, no creo que sea demasiado tarde, ¿qué me dice?
—Que sí —contestó tajante—. Que venga cuanto antes y aquí hablamos. La espero.
El azul metálico se había despojado de reflejos misteriosos. Estaba oyendo una voz seria, de médico, sin mezcla de otra cosa.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Ahora se lo cuento. Ya nada. Pero venga. Su abuelo la ha llamado. Saldré a esperarla al jardín. ¿Cuánto tarda?
—Según cómo esté el tráfico.
Había salido, efectivamente, a esperarme y estaba fumando sentado en un banco del jardín. El abuelo, tras la lectura de mi carta, había caído en un mutismo total y se había negado tercamente a comer y a tomar sus medicinas; estaba siguiendo, por lo visto, un tratamiento para el corazón. Rechazaba cualquier visita a su cuarto con gestos alterados y hostiles pero sin pronunciar una sola palabra. La noche anterior había tenido una embolia pasajera seguida de síntomas de afasia.
—O sea —interrumpí yo— que ya no es que no quisiera hablar, sino que no podía.
—Exactamente.
—¿Y cómo se diferencia una situación de otra? ¿Por los gestos?
—Sí, son gestos sintomáticos, de agobio, de obstrucción; nosotros los conocemos bien. El enfermo sufre mucho cuando comprende que no puede hablar, que la voz no le sale, entonces se le atropellan en la mente todas las cosas que querría decir y aletean como dentro de una cámara de cristal donde se ha hecho el vacío. Yo creo que es en momentos así cuando debe entenderse lo que significa el aire circulando por las cuerdas vocales, entrando y saliendo de los pulmones sin que nada lo obstaculice.
Respiré hondo y luego, al contestarle, estaba tan atenta a lo que decía como al milagro de oír mi propia voz.
—Así pasa con todos los privilegios —dije—, nos parecen juguetes de los que podemos permitirnos el lujo de prescindir, pero eso es sólo hasta que nos los quitan. ¿Y dice que el abuelo ha vuelto a hablar?
—Al fin ha roto a hablar, sí. Hace dos horas. Y lo primero que ha dicho es que quería levantarse y que la llamáramos a usted.
—¿A mí o a ella?
—Bueno…, ha dicho: «Que venga Águeda».
Hubo un breve silencio. Estaba atardeciendo, dentro de poco empezarían a cantar los grillos. A lo lejos, como la primera vez que vine, se perfilaba el Valle de los Caídos, aunque no bajo una luz de tormenta. Tampoco eran las mismas las piernas del hombre alto sentado en aquel banco junto a mí. Eran las del médico que cuidaba a mi abuelo, su cercanía no era heraldo de ninguna tormenta. Le miré.
—Eso no es un dato que esclarezca el asunto, querido doctor. Yo me llamo Águeda también. ¿Ha dicho algo más?
—Muchas cosas más, sí. Pero ya todas sin pies ni cabeza. Me temo que ha entrado en un proceso irreversible de trastorno mental. Puede ser el anuncio de otro ataque más fuerte.
No sabía qué contestar. Repentinamente me sentí acobardada ante la idea de aquella visita. Necesitaba alguna energía supletoria. Y la busqué en la mirada de Ramiro Núñez, en sus ojos serios.
—¿Y qué me sugiere que haga?
—Que entre a verle, por supuesto, pero que no se demore mucho. Yo subiré a buscarla dentro de media hora. Vamos.
Nos habíamos puesto de pie, me cogió por el codo.
—¿Y cómo debo hablarle?, ¿ateniéndome a lo que él vaya diciendo? No sé, tengo miedo de que mi carta…
—Su carta —interrumpió— era el naipe adecuado, no podíamos esperar más, fue usted muy valiente, señorita Soler, al echarlo sobre la mesa. Y además el juego lo había sugerido yo. Por lo tanto los remordimientos me corresponderían a mí. Pero ahora vamos a olvidarlo, porque no se trata de jugar a nada. La vida de don Basilio está llegando a su fin, debe usted enfrentarse a esa evidencia, y hacer lo que le salga del corazón. El suyo ya es una barca sin timonel.
Entramos en el edificio, me acompañó hasta la puerta de la habitación 309, y se detuvo unos instantes, antes de llamar con los nudillos. Me miró intensamente.
—No parece usted la misma de hace una semana —dijo—, permítame que la felicite.
Bajé los ojos.
—Claro, me he disfrazado de mi madre.
—Se equivoca si cree que me refiero a eso. No se ha disfrazado usted de nada. Todo lo contrario. Ni siquiera me refiero a que me parezca usted más o menos guapa que el otro día. Es que de pronto me encuentro ante alguien que no se esconde, que va al bulto de las cosas, ante una persona de verdad. Y sé que ella se alegraría de estarla viendo así, como yo la veo.
—Gracias por decírmelo —dije conteniendo a duras penas la emoción—. ¿Llamamos?
—Sí —susurró—; si pasa algo, hay un timbre junto a la mesilla. Yo no andaré muy lejos.
La mano derecha de Ramiro Núñez se posó brevemente sobre mi hombro y sentí su apretón amistoso de aliento. Enseguida los nudillos de aquella misma mano estaban golpeando con delicadeza la puerta.
—¿Se puede pasar, don Basilio? Ha venido Águeda.
—¡Adelante! —dijo dentro la voz del abuelo.
Ramiro me abrió la puerta y me cedió el paso, sin moverse del umbral.
—La dejo con usted por un ratito —dijo en voz bastante alta—. Pero no le conviene cansarse, ¿entendido? Hasta ahora.
Luego cerró y oí sus pasos que se alejaban por el corredor.
El abuelo estaba sentado de espaldas en una butaca, entre almohadones, y no se volvió al oírme entrar. Avancé algo encogida. No había perdido pelo y seguía siendo un hombre de buen porte.
Me pareció que estaba hablando solo. Cuando llegué a alcanzar el ángulo de visión suficiente como para reconocer el perfil ganchudo de su nariz bajo la espesura de las cejas, comprobé que efectivamente estaba emitiendo sonidos confusos, casi imperceptibles, y que no mostraba interés en acusar recibo de mi presencia, a pesar de haber formulado un permiso expreso para aceptarla. Su claro «¡adelante!» contrastaba con aquella sopa informe de esdrújulas y gerundios que masticaba. Me detuve recelosa como ante una emboscada; ¿no estaría intentando desorientarme, ponerme a prueba? A veces cierta tendencia a la susceptibilidad me hace desconfiar de los demás achacándoles retorcimientos míos, pero en aquel caso la transferencia se apoyaba en una razón fundamental de parentesco, al fin y al cabo él no dejaba de ser mi abuelo. Estaba logrando, eso sí, ponerme nerviosa. Y lo peor, como siempre que me pongo nerviosa, es que no sabía qué hacer con las manos. Me sobraban. Y cuando se lo dije a él en voz alta, así sin más ni más, simplemente porque seguir callada no lo resistía, supe que estaba echando la primera moneda al aire. Y que me convertía de pronto en esa niña que ha descorrido una cortina roja, se ha asomado al despacho de su abuelo, y quiere que él lo sepa y la haga caso, interrumpirle en sus meditaciones.
—Yo no sé, te lo digo, qué hacer con las manos. A veces son apéndices inútiles. Por eso se fuma. Tú, cuando duermes, ¿dónde las pones?, ¿por dentro o por fuera del embozo?
Una excrecencia de la más pura ley, algo que no comprometía a nada. Pero noté que había conseguido barrer aquel runrún de moscardón que salía de sus labios. Cuando empezó a hablar más alto, por mucho que siguiera sin mirarme, quedaba establecido que quien le estaba dando pie para desvariar era yo. O sea que ignorar mi presencia en su cuarto era añagaza y trampa. Sonreí. Bueno, por lo menos a ver si nos divertíamos un poco. Yo como a un moribundo no me daba la gana de tratarle. Ya está.
—Las manos de día y de noche encima del tablero del parchís —dijo—, lo saco y me pongo a repartir fichas, rebotan, alguna se cae, a Alfredo no le importa jugar con las amarillas, más vicio todavía que yo, mal color, se lo digo, ¿quién empieza?, el ruido del cubilete y las manos ocupadas, yo las rojas y las azules, las verdes le gustaban a don Claudio, pero las amarillas, «¡vade retro!», ni que estuviera loco, para ti las amarillas, Alfredo, visto que te da igual, aunque por el amarillo entra la mala suerte, siempre se lo aviso, acuérdate de Molière, pero él que no, que las supersticiones son una paparrucha, que la mala suerte puede entrar por todas partes o no entrar por ninguna, igual que la buena, tiene razón en eso, pero no se la doy, no ha leído a Moliere. ¡Cuánto tiempo perdido jugando al parchís!, se nos va el serrín por ahí y se nos evaporan las manos, otro seis, ésa te la he comido, a casa, cuento veinte y encima me como la verde de don Claudio que estaba llegando al seguro. No hay nada seguro, ni el parchís, los mordiscos nos vienen de él, nos va comiendo él sin dejar marca, total para qué, para tener las manos ocupadas…, y tantos artículos del Espasa como quedan sin leer. Se paga caro no saber qué hacer con las manos. Es una trampa, no hagas trampas, Alfredo.
Empecé a perseguir el bulto invisible de aquel jugador, no había ni rastro de él, sólo brillaban como monedas de oro en la oscuridad las fichas amarillas. Me sentía arrastrada por el abuelo a una danza fantasmal.
—¿Sigues jugando al parchís con Alfredo?
Tardó un rato en contestar.
—No viene —dijo—, le llamo por las noches, cuando me aburro mucho. Pero no viene. Y jugar sólo es darle vueltas al cuento de la buena pipa, ni para dormirme me sirve…
Yo seguía de pie, sin rebasar la línea de su butaca. A través de la ventana, donde él tenía fijos los ojos, había empezado a anochecer. Estábamos casi en penumbra.
Me arrodillé a su lado. Necesitaba conseguir que me mirara. Una de aquellas manos que no sabía dónde poner se alzó, venciendo una oscura resistencia, hasta el antebrazo de la butaca y se posó allí como un pájaro sin designio que, poco a poco, va encontrando calor en nido ajeno.
—No le des vueltas a las cosas, padrito —dije, esbozando sobre su manga un amago de caricia—. El secreto de la felicidad está en no insistir.
Y entonces, como respuesta, una mano huesuda vino a cubrir la mía. No daba calor. Ni tampoco su voz, que acudió a la cita rezagada, algo espectral.
—Eso decías al volver del viaje de novios —dijo lentamente—. Y luego mira, pasó lo que pasó.
Sentí que necesitaba ponerme a la defensiva, aquello sí que era una jugada tramposa: y reaccioné visceralmente. Con mi padre que no se metiera aquel señor, eso de ninguna manera. Sabía que nunca se habían llevado bien.
—¡No tengo nada que mirar! —dije exaltada, mientras huía del tacto frío de aquella mano—. A Ismael déjalo en paz. ¿A qué te refieres? ¿Qué pasó?
—Pues nada, no te sulfures, que insististe…, porque te había sorbido el seso, ¡con tanto como te reías del amor!
—Pero insistí ¿en qué?, vamos, di lo que sea… ¿En qué?
—En que te entendiera… Y no te entendía…, nunca te entendió…, no se le pueden pedir peras al olmo.
Al otro lado de la ventana ya brillaban algunas estrellas. Las contemplé con ojos absortos. Me costaba trabajo imaginar a Águeda Luengo rendida de amor, suplicando con violentas sacudidas frutos de aquel olmo, pero resultaba, por otra parte, una fantasía redentora, de las que ayudan a respirar mejor. Cuando pude volver a decir algo, mi voz se había dulcificado.
—Ni yo a él, padrito —dije despacio, paladeando lo que decía—. Yo tampoco lo entendí nunca a él. Es muy difícil entender a los demás. Sobre todo cuando te enamoras.
Me miró entornando los ojos. Estuve a punto de ofrecerle las gafas gordas que reposaban sobre un tomo del Espasa, pero no lo hice, temerosa de que viera mis propios contornos, un rostro descompuesto tras estrellar cierto jarrón contra el suelo, impropio de ti, honey, ¿por qué se me mezclaban las cosas de esa manera? Me asustaba su silencio. Estábamos pisando terreno pantanoso.
—Y entonces, ¿quién te manda volverte a enamorar otra vez?, vamos a ver —saltó él inopinadamente.
Se estaba refiriendo a lo que le dije en la carta. Se disipaba Roque. Pero ahora me tendría que inventar alguna historia. Me encogí de hombros. Salía de un laberinto para meterme en otro.
—En eso no se manda —contesté evasiva—. Son cosas que llegan y ya está.
Sobre mi cabeza inclinada, apoyada ahora en el antebrazo de aquella butaca gastada y anónima, noté de improviso la mano del abuelo que palpaba despacio mi pelo recogido. Había sido una maniobra furtiva. Contuve la respiración.
—Vienes peinada raro —dijo—. ¿Le gusta este peinado a tu novio de ahora?
—No sé —contesté con un hilo de voz—, hace una semana que no nos vemos. Tiene trabajo fuera.
—¿Fuera? ¿A qué se dedica?
—Es arquitecto.
Era un alivio enorme poder hablar de Tomás con el abuelo, estaba harta de laberintos.
—¿Arquitecto? Bueno, eso te gusta a ti.
—Sí, y me gusta él también, ¿sabes?, su manera de ser, con los años voy apreciando mucho eso, en catalán se dice «tarannà», el carácter, encontrar un carácter que se acople con el mío, lo del cuerpo también importa, claro, pero no es lo único que hay que mirar, yo antes me fiaba más del cuerpo que del carácter. Ya sabes que soy difícil de querer, a los empalagosos no los aguanto, pero a los indiferentes tampoco; y Tomás…, se llama Tomás… Bueno, no sé, creo que he encontrado al hombre de mi vida. Y además me anima en mi trabajo…
El abuelo guardaba silencio. Seguía acariciándome la cabeza, ahora más de verdad, con más sabiduría. Pero salió por donde no me esperaba.
—Tendrás que decírselo a ella —dijo tras una pausa—. Dices que es despegada, que no le dan tus cosas ni frío ni calor, pero puedes equivocarte, seguramente te necesita más de lo que pensamos, que no se cruce nada entre ella y tú…, eso es lo único que te digo, lo primero es lo primero. Y si no, no haberla parido.
—¿No haberla parido? ¿Estás loco? —me brotó del alma—. ¡Para mí es lo primero! Entre ella y yo no se cruza nada, ¡nada ni nadie, para que te enteres!, mi hija es lo que más quiero en este mundo…
Tenía la voz casi velada por las lágrimas.
—Pues díselo —me interrumpió él—, dile también eso, ella es la que se tiene que enterar, no yo, díselo así, como a mí me lo dices…
—¡¡Ya se lo estoy diciendo!! —exclamé en un tono enloquecido que escapaba totalmente a mi control.
Enseguida traté de apaciguarme. Cerré los ojos y me escocían surcados por culebrillas de fuego. Lo que más deseaba era gritar «¡abuelo!», sabía que con pronunciar esa palabra se rompería el maleficio, pero no me salía, la decía por dentro, y estallaba en añicos incandescentes, abuelo, abuelo, abuelo.
Ahora él había dejado de acariciarme, tenía un poder maligno sobre mí, ¿qué prueba me estaría preparando? Otra vez el cine, el recuerdo súbito de películas como Luz de gas… Y me resultó casi irresistible escuchar mi nombre pronunciado, al fin, por sus labios.
—Águeda.
Respiré hondo.
—Dime.
—¿Te acuerdas de aquel billete de tren? ¿Lo guardas todavía?
Parecía una pregunta importante. De examen de reválida. Y fui incapaz de decir: «Mira, abuelo, me doy por vencida, no he estudiado esa lección, tú ganas». Me incorporé, por el contrario, y tragué saliva.
—Ya sabes que me gusta poco guardar papeles viejos —dije—, pero claro que me acuerdo, hombre, por casa andará.
Me había atrevido a mirarle y vi que sonreía. Es difícil engañar a un lobo de la misma carnada. Tampoco él me engañaba a mí haciéndose el loco. Y cuando empezó a resumirme brevemente la lección en que me había visto pez, supe que no estaba hablando con Águeda Luengo, ahora sí que no, aunque fingiera hacerlo.
—Descarriló aquel tren y estuvo a punto de irse por un barranco, nosotros ni un rasguño, aunque hubo heridos graves, nuestro vagón al borde del abismo, pero si llega a caerse del todo, entonces adiós, no estaríamos aquí ninguno, tu madre, fíjate, de siete meses, lo primero que hizo fue sujetarse la tripa con las dos manos, sujetarte a ti, claro, y calmarme a mí seguidamente, no mires para el barranco, Basilio, es peor mirar, allí colgados del vacío los tres; ese día nacimos todos, una sacudida más y se acabó, ni rastro, ¿te das cuenta?, ninguno estaríamos aquí, ni yo, ni tú, ni tu hija, ni los hijos que ella pueda tener…
Me puse en pie decidida, ya no aguantaba más. Encendí bruscamente la luz, le tendí al abuelo las gafas y me planté delante de él.
—¿Ni mi hija? ¡Vamos a hablar claro! ¿Qué hija, si se puede saber? Mírame. ¿Qué hija?
Las gafas no las quería coger, se debatía como un insecto atrapado. Empecé a sentir remordimientos. Se tapó los ojos con el brazo izquierdo mientras con el derecho me rechazaba como a una visión diabólica.
—¡La tuya he dicho! Tu hija. Y se acabó. No me metas los dedos en la boca, condenada… Apaga la luz, no puedo, apaga, apaga, apaga…
Apagué la luz inmediatamente, pero no se calmó. El cuerpo le temblaba, se aferraba a los brazos del sillón y empezó a borbotear sonidos confusos detrás de aquel «apaga», a respirar con dificultad, entre ronquidos, hasta que me di cuenta de que quería seguir hablando y no podía. Otro ataque. Ahora de verdad. Y se lo había provocado yo.
Me dirigí apresuradamente hacia la mesilla, busqué el timbre a tientas y lo pulsé varias veces. Luego salí al pasillo, aunque me pareció notar que él hacía gestos para impedírmelo.
No cerré la puerta. Me quedé allí en el umbral, vigilando lo de dentro y lo de fuera. Ramiro Núñez no se hizo esperar, apareció enseguida al fondo del pasillo, acompañado de una enfermera. Venían muy aprisa pero acompasadamente. Parecían robots. Traían varios aparatos.
—¿Qué ha pasado?
—No sé, creo que se ha puesto peor. Yo he tenido la culpa. Necesito aire.
—Tranquilícese. Baje al jardín.
Entraron, dieron la luz y vi que lo tomaban delicadamente en volandas para acostarlo. Se movía. Oponía resistencia.
Entré a recoger mi bolso, y cuando me disponía a salir, me di cuenta de que en la mesa, junto al Espasa, estaba la carta que yo escribí al abuelo la noche del poblado indio. Alrededor de ella había tres o cuatro bolitas de papel arrugado, borradores que se descartan. Cogí uno de ellos disimuladamente. Al abuelo lo estaban desnudando. Lo vi de refilón. Parecía un faquir.
—Doctor, espero abajo. No tarde, por favor.
No tardó mucho en reunirse conmigo en el jardín. Me encontró fumando. Me había dado tiempo a descifrar y aprenderme de memoria aquel mensaje del abuelo, escrito con letra temblorosa y luego desechado: «Yo creo que también me voy a ir a ese país donde funcionan mal los correos —decía—. No sé si podré escribirte».
Ramiro Núñez no se pudo entretener mucho conmigo. Me dijo que don Basilio estaba reaccionando y que podía salir de aquel ataque igual que había salido del otro, que me volviera a casa, él me tendría al corriente. Me preguntó también que si había conseguido hablar con él de algo coherente.
—Sería largo de contar —le dije—. Y ni siquiera sé si conseguiría usted entenderlo. En el fondo se trata de laberintos familiares. Sólo le diré una cosa; puede que se estrelle esta misma noche o dentro de un año. Pero ese barco, doctor, tiene timonel.
Cuando llegué a casa, había vuelto Tomás. Y además me estaba esperando, porque en cuanto oyó el ruido de la llave, me abrió la puerta. Me pareció lo más natural, lo más merecido, y me abracé a él inmediatamente, incapaz de decir otra cosa que su nombre. Pero eso era mucho, porque restablecía una evidencia confirmada por el tacto, el olor y la respuesta a mis abrazos. Tampoco él pronunció palabra hasta que nos separamos a mirarnos. Y vi que estaba serio.
—Tu abuelo ha muerto —dijo entonces—. Acaba de llamar el médico que lo atiende. Vienes de allí, ¿no?
Entramos, y me dejé caer en el sofá del cuarto de estar, me quité los zapatos de tacón y todas las horquillas que servían de andamio a aquel peinado que no era el mío. Luego sacudí la cabeza hacia atrás y el pelo me cayó por la espalda. Me dolía la nuca. Empecé a frotármela con los dedos. Tomás de pie ante mí me contemplaba sorprendido, pero había también un fulgor de voluptuosidad en sus ojos.
—Nunca te había visto más guapa que hoy, nunca en la vida. Pero, por favor, no llores —añadió arrodillándose a mis pies—. Al abuelo lo tratabas poco, ¿no?, además ya estoy yo aquí. Mañana te acompaño al entierro, te ayudo a resolver el papeleo, no llores, por favor.
Se sentó a mi lado en el sofá, yo cambié de postura y empezamos a besarnos.
—Menos mal que has venido, qué ganas tenía de verte, qué ganas, estoy harta de muerte, harta de heredar historias ajenas, harta de mentiras, sólo quiero verte a ti, ser yo para tus ojos, para tu vida… me estorba todo el mundo, no aguanto sombras entre tú y yo…
Aquella misma noche me quedé embarazada.